CUANDO REGRESÉ A NUEVA YORK, la Calle estaba de nuevo abierta. Haber vivido la experiencia de la calle Cincuenta y dos entre 1945 y 1949 era como leer un libro de texto sobre el futuro de la música. En un club tenías a Coleman Hawkins y a Hank Jones. Tenías a Art Tatum, Tiny Grimes, Red Allen, Dizzy, Bird, Bud Powell, Monk, todos allí, en aquella calle única, frecuentemente la misma noche. Podías ir a donde quisieras y escuchar todas las grandes flipadas. Resultaba increíble. Yo escribía algunas cosas para Sarah Vaughan y Budd Johnson. Quiero decir que allí estaban todos. Hoy en día no puedes escuchar a artistas como ellos, todos a la vez. No existe ocasión.
Pero la calle Cincuenta y dos, en su apogeo, era un mundo aparte. Estaba atestada de público, y los clubes no eran de dimensiones mayores que la sala de estar de un apartamento. Pequeños y repletos de gente. Se encontraban uno junto a otro y, a través de la calle, uno frente a otro. El Three Deuces frente al Onyx, y en el lado contrario, allí mismo, había un club de Dixieland. Macho, entrar en el local era como viajar a Tupelo, Mississippi: lleno de blancos racistas. El Onyx, el club de Jimmy Ryan, también podía ser cantidad de racista. Pero al otro lado de la calle, junto al Three Deuces, estaba el Downbeat Club, y a continuación el Uptown House de Clark Monroe. De modo que todos aquellos clubes los encontrabas uno junto a otro, con actuaciones cada noche de gente como Erroll Garner, Sidney Bechet, Oran Hot Lips Page, Earl Bostic. Además, otros géneros de jazz en otros clubes. Un mundo pujante. Te lo aseguro, no creo que jamás volvamos a ver nada parecido.
Uno se tropezaba, asimismo, con Lester Young. Yo había conocido a Prez cuando pasó por St. Louis y tocó en el Riviera antes de que me trasladase a Nueva York. Tenía la manía de llamarme Midget. El sonido y el estilo de Lester se parecían a los de Louis Armstrong, sólo que en saxo tenor. Billie Holiday cantaba con el mismo estilo y el mismo sonido, al igual que Budd Johnson y aquel blanco que se llamaba Bud Freeman. Todos ellos practicaban aquel estilo corrido de cantar y tocar. Ése es el estilo que a mí me gusta, cuando se emplea bien. Hace que el timbre fluya, que se desborde. Tiene suavidad en la entrada y en el concepto y pone todo el énfasis en una nota. Aprendí de Clark Terry a tocar así. Y tocaba generalmente así antes de recibir la influencia de Diz y Freddie, antes de desarrollar mi propio estilo. Pero aquel estilo lo conocí a través de Lester Young.
En fin, después de dar vueltas algún tiempo, en marzo de 1947 grabé un disco con Illinois Jacquet. Teníamos una sección de trompetas diabólica, con Joe Newman, Fats Navarro y yo, y otros dos, que quizás eran el hermano de Illinois, Russell Jacquet, y Marion Hazel. Dickie Wells y Bill Dogget tocaban los trombones, y Leonard Feather, el crítico, el piano. Me alegró tocar de nuevo con Fats.
Dizzy los estaba incorporando a todos a su banda para tocar bebop. Tenía consigo a Walter Gil Fuller, que solía escribir para la banda de B, como director musical. Gil era un hijoputa, y en consecuencia lo que la banda de Dizzy hacía despertaba gran expectación. Luego, en abril, el representante de Dizzy, Billy Shaw, consiguió un contrato para toda la banda en el McKinley Theatre, allá en el Bronx. Guardo de aquel contrato un recuerdo muy especial, porque Gil Fuller formó la mejor sección de trompetas que, según creo, haya existido en ninguna orquesta. Allí estábamos Freddie Webster, Kenny Dorham, Fats Navarro, el propio Dizzy y yo. A la batería, Max Roach. Íbamos a empezar las actuaciones cuando Bird regresó a Nueva York y se sumó a la banda. Había salido de Camarillo en febrero y deambulado por Los Ángeles el tiempo suficiente para grabar dos álbumes para la Dial y engancharse otra vez a las drogas. Aquellos discos que Ross Russell hizo grabar a Bird eran terribles. Ahora bien, ¿por qué se comportaba Ross de aquel modo con Bird? Macho, ésta es la razón de que a mí no me gustara Ross Russell. Era un miserable hijoputa que le exprimía a Bird hasta la última gota de mierda. A pesar de todo, cuando Bird apareció en Nueva York no estaba tan mal como lo había estado en Los Ángeles. No bebía tanto ni se pinchaba tanto, lo cual no significa que no volviera a hacerlo después. Seguía siendo un yonqui.
Pero, macho, la sección de trompetas, la banda entera la primera noche de actuación, fue una gloriosa pasada, ¿me oyes? Aquella música lo llenaba todo, se metía en el cuerpo, ascendía en el aire. ¡Qué bueno era tocar de aquel modo con todos los demás! Yo me emocioné, estaba tan excitado que no sabía qué hacer. Fue uno de los momentos más intensos, más espirituales que he vivido, casi tanto como aquella primera vez que toqué en la banda de B en St. Louis. Recuerdo al público de la primera noche escuchando y bailando hasta perder el culo. El aire estaba cargado de electricidad, una especie de expectación por la música que se iba a tocar. Me resulta difícil describirlo. Era tenso, mágico. Me sentía más que a gusto en aquella banda. Tenía la sensación de haber triunfado, de estar en una banda de dioses de la música y ser uno de ellos. Me sentí honrado y humilde. Todos estábamos allí para hacer lo que fuera por la música. Y ésa es una sensación maravillosa.
Dizzy quería conservar limpia la banda y consideraba que Bird sería una influencia negativa. La noche de nuestro debut en el McKinley, Bird estuvo en el escenario moviendo la cabeza al compás y no tocando más que sus propios solos. Nunca tocaba acompañando a otro. El público, incluso, se burlaba de él mientras sacudía la cabeza en el escenario. Así que Dizzy, que de por sí ya estaba hasta los huevos de Bird, le despidió después de aquella primera actuación. Luego, Bird habló con Gil Fuller y le prometió que en adelante estaría limpio y le pidió que se lo dijera a Dizzy. Gil acudió a Dizzy y trató de convencerlo de que permitiera a Bird quedarse. Y yo acudí a Diz y le dije que sería bueno retener a Bird para que escribiese unas cuantas piezas por un poco de dinero; creo que le sugerí cien dólares por semana. Pero Dizzy rehusó, alegando que no tenía dinero para pagarle y que tendríamos que componérnoslas sin él.
Creo que tocamos en el McKinley Theatre durante un par de semanas. Mientras tanto, Bird estuvo organizando una nueva banda y me pidió que me uniera a él, y lo hice. Los dos discos que Bird había grabado en Los Ángeles para la Dial ya se habían publicado. Yo intervenía en uno y Howard McGhee, en el otro. Aparecieron a finales de 1946 y entonces eran grandes éxitos del jazz. En consecuencia, con la calle Cincuenta y dos abierta de nuevo y Bird de regreso en la ciudad, los dueños de los clubes lo reclamaban. Todos andaban detrás de él. Había otra vez demanda de conjuntos pequeños y se consideraba a Bird capaz de formarlos. Le ofrecieron 800 dólares semanales por cuatro semanas en el Three Deuces. Él me contrató a mí, a Max Roach, a Tommy Potter, con Duke Jordan al piano. A Max y a mí nos pagó 135 dólares por semana y a Tommy y a Duke, 125. Bird ganaba lo máximo que había ganado en su vida: 280 dólares por semana. Me importó poco que aquello representara para mí 65 dólares semanales menos de lo que cobraba en la banda de B; todo lo que deseaba era tocar con Bird y Max y hacer buena música.
Me sentí satisfecho, y Bird tenía la mirada despejada, muy distinta de la expresión demente que había tenido en California. Estaba más delgado y parecía vivir feliz con Doris. Ella había ido hasta California a recogerlo cuando salió de Camarillo y lo acompañó en el tren hacia el Este. Macho, Doris quería a su Charlie Parker. Habría hecho cualquier cosa por él. Bird parecía dichoso y dispuesto a ponerse en marcha. Debutamos en abril de 1947, en competencia con el trío de Lennie Tristano.
Yo estaba realmente contento de tocar de nuevo con Bird, porque en aquella época tocar con él hacía aflorar lo mejor de mí. Bird podía tocar en estilos absolutamente distintos unos de otros y no repetir nunca la misma idea musical. Su creatividad y su imaginación eran infinitas. Cada noche volvía del revés la sección rítmica. Supón que tocábamos un blues, Bird empezaba en el undécimo compás. Aunque la sección rítmica continuara tal como iba, Bird se lanzaba a tocar de un modo que hacía que la sección sonase como si estuviera en los acentos uno y tres en lugar del dos y cuatro. Nadie era capaz de seguir a Bird en aquellas fechas, excepto quizá Dizzy. Cada vez que hacía aquello, Max le gritaba a Duke que no tratara de seguir a Bird. Quería que Duke siguiera tal como iba, porque no habría sabido adaptarse a Bird y habría jodido el ritmo. Duke cayó en ello un montón de veces cuando no escuchaba con atención. Mira, cuando Bird se lanzaba de aquella manera en uno de sus increíbles solos, todo lo que la sección rítmica tenía que hacer era quedarse donde estaba y tocar sin ninguna variación. Tarde o temprano, Bird volvía a coger el ritmo sin perder un compás. Era como si su mente lo hubiera planeado. Lo más peculiar era que no podía explicarlo, no podía transmitir su secreto a nadie. Tú tenías que limitarte a dar salida a tu música. Porque, musicalmente, cualquier cosa podía ocurrir cuando tocabas con Bird. Así aprendí a tocar lo que sabía y a empujarlo hacia arriba, un poco más arriba de lo que sabía. Tenías que estar dispuesto a todo.
Una semana aproximadamente antes de la noche del debut, Bird convocó ensayos en un estudio llamado Nola. Muchos músicos ensayaban entonces allí. Cuando convocó los ensayos no le creyó nadie. Nunca anteriormente había hecho algo similar. El primer día de ensayos se presentaron todos, excepto el propio Bird. Esperamos por lo menos un par de horas, y al final quien dirigió el ensayo fui yo.
Llegó la noche de la primera actuación, y el Three Deuces estaba atestado. A Bird no le habíamos visto el pelo en una semana, pero estuvimos ensayando hasta perder el culo. Y de pronto entró aquel negrito sonriente y eufórico, preguntando si todos estábamos a punto para tocar, con aquel falso acento británico que tanto le gustaba utilizar. Cuando fue el momento de atacar el primer número, preguntó: «¿Qué tocamos?». Yo se lo dije. Él asintió, contó los compases y tocó cada jodida melodía en el tono exacto en que la habíamos ensayado. Tocó como un hijoputa. No falló un compás, una nota, no tocó fuera de tono en toda la noche. Algo grande. Nos quedamos pasmados como idiotas. Y cada vez que se volvía y veía que lo mirábamos atónitos, simplemente sonreía como diciendo: «¿Acaso dudabais?».
Terminada nuestra actuación, Bird vino a decirnos, siempre con su falso acento británico: «Esta noche habéis tocado bastante bien, chicos, excepto un par de veces en que habéis perdido el ritmo y fallado algunas notas». No pudimos hacer otra cosa que mirar al muy hijoputa y echarnos a reír. Éste era el tipo de sorpresas que Bird prodigaba en el escenario. Con el tiempo llegabas a esperarlas, y entonces la sorpresa era que no hiciese algo increíble.
Bird tocaba frecuentemente con soplidos fuertes y cortos. Duro como un loco. Más adelante, Coltrane tocó también así. El caso es que, con aquel método, Max Roach se encontraba de vez en cuando fuera de compás. Y yo no sabía qué coño estaba haciendo Bird, porque nunca lo había oído con anterioridad. Los pobres Duke Jordan y Tommy Potter se perdían como dos hijoputas; como todos los demás, dicho sea de paso, sólo que más perdidos aún. Cuando Bird tocaba de aquella manera, tenía la sensación de oír música por primera vez. Jamás había oído a nadie que tocase de aquel modo. Más tarde, Sonny Rollins y yo intentamos hacerlo igual, y Trane y yo, con aquellas cortas y duras andanadas de frases musicales. Pero cuando Bird tocaba de aquella manera, era ultrajante. Detesto utilizar una palabra como «ultrajante», pero eso era. Tenía fama por la forma en que tocaba sus combinaciones de notas y frases. El músico medio habría intentado el desarrollo de algo más lógico, pero no Bird. Todo lo que tocaba, cuando se lanzaba a tocar de veras, era terrorífico, ¡y yo lo escuchaba cada noche! Por supuesto, no podíamos pasarnos la noche entera diciendo: «¡Qué! ¿Has oído eso?», porque no habríamos tocado nada. Así llegamos a un punto en que, cuando él comenzaba a tocar de manera «ultrajante», hacíamos la vista gorda. Los ojos se nos habrían abierto más de lo que ya estaban, y lo estaban de sobra. Con ello, tocar junto a aquel gran hijoputa llegaba a ser comparable, no sé, a un día más en la oficina, cosa que lo hacía más irreal todavía.
Yo era el encargado de dirigir los ensayos de la banda, así como de mantenerla conjuntada. Dirigir aquella banda me llevó a comprender qué era lo que debías hacer para tener una gran orquesta. La gente decía que era la mejor banda de bebop que existía. Me sentía, pues, orgulloso de ser su director musical. En 1947 no había cumplido todavía los veintiún años y estaba aprendiendo a toda velocidad lo que realmente significaba la música.
De música, Bird no hablaba jamás. Excepto una vez que le oí discutir con un músico clásico amigo mío. Le decía al cat que uno puede hacerlo todo con los acordes. Yo disentía, le dije que no podías tocar un Re natural en el quinto compás de un blues en Si bemol. Él dijo que sí podías. Tiempo después, una noche, en el Birdland, oí a Lester Young hacerlo, pero distorsionando la nota. Bird estaba presente cuando ocurrió y se limitó a mirar hacia mí con una expresión que indicaba: «Ya te lo dije», a la cual recurría cuando te había mostrado que tenía razón. Pero en ningún momento añadió una sola palabra del tema. Sabía que una cosa podía hacerse porque él la había hecho antes, pero nunca se molestaba en demostrar a nadie cómo hacerla. Te dejaba que lo averiguases por ti mismo, y si no lo conseguías, pues no lo averiguabas y en paz.
Aprendí mucho de Bird por este procedimiento, es decir, deduciendo por qué tocaba o por qué no tocaba de cierta forma una frase musical o una idea. Sin embargo, como creo haber mencionado, nunca hablé demasiado con él, nunca más de quince minutos seguidos, salvo que discutiéramos de dinero. Yo le decía a la cara: «Bird, no me jodas con el dinero». Pero me jodía siempre.
A mí no me gustaba la forma en que Duke Jordan tocaba el piano, ni a Max le gustaba tampoco, pero Bird lo mantenía en la banda a pesar de todo. Max y yo queríamos tener al piano a Bud Powell. Bird no, porque él y Bud no se llevaban bien. Bird iba con frecuencia a casa de Monk y trataba de hablar con Bud, pero Bud se quedaba allí sentado y no le decía nada. Si Bud venía a alguna de nuestras actuaciones, ataviado con sombrero negro, camisa blanca, traje negro, corbata negra, paraguas negro, más pulcro que un hijoputa, no le dirigía la palabra a nadie, salvo a mí y a Monk, si estaba allí. Bird lo invitaba a unirse al grupo y Bud lo miraba en silencio y se dedicaba a beber. A Bird, ni siquiera una sonrisa. Iba a sentarse entre el público, más borracho que un hijoputa, empachado de heroína. Bud se enganchó de mala manera y enganchado se quedó, como Bird. Pero al piano era un genio, el mayor que hubo entre los pianistas de bebop.
Max, inevitablemente, arremetía con furia contra Duke Jordan por jodernos el tempo del conjunto. Se enfadaba tanto que quería agredirle físicamente. Duke no escuchaba: iba tocando, y Bird hacía alguna de las suyas, y Duke perdía el compás. Eso sacaba a Max de sus casillas si yo no estaba allí marcando el compás para él. Entonces, Max gritaba a Duke: «¡Quítate de en medio, hijoputa, que has vuelto a joder el ritmo!».
Sustituimos a Duke Jordan por Bud Powell en un disco para la Savoy, hacia mayo de 1947. Creo que el disco se llamaba Charlie Parker All Stars. Intervenían en él todos los que formaban normalmente el grupo de Bird, con excepción de Duke. Yo escribí para aquel álbum una pieza llamada «Donna Lee», que fue la primera composición mía que se grabó. Pero cuando el disco se publicó, quien constaba como compositor era Bird. No fue culpa suya, sin embargo. Simplemente, la compañía discográfica cometió un error y yo no perdí dinero ni nada.
Bird estaba todavía bajo contrato con la Dial Records cuando grabó aquel disco para la Savoy, pero este género de compromisos le tenía sin cuidado a la hora de hacer lo que le daba la gana. Quienquiera que tuviese dinero disponible, se lo llevaba consigo. Bird grabó cuatro álbumes en 1947 en los que yo toqué, creo que tres para la Dial y uno para la Savoy. Durante aquel año se mostró musicalmente muy activo. Algunas personas opinan que 1947 fue el mejor año de Bird; yo no lo sé, y no me gusta hacer afirmaciones de esa clase. Todo lo que sé es que entonces tocaba una música grandiosa, pero también la tocó después.
Gracias a «Donna Lee» conocí a Gil Evans. Él había oído el tema y fue a ver a Bird por si había posibilidad de hacer algo con él. Bird le dijo que la pieza no era suya, sino mía. Gil quería la partitura principal para escribir los arreglos correspondientes con destino a la orquesta de Claude Thornhill. Me encontré con él por primera vez cuando acudió a mí a propósito de los arreglos de «Donna Lee». Yo le dije que le dejaba hacerlos si a su vez me conseguía una copia de los arreglos de «Robbin’s Nest» que había hecho Claude Thornhill. Me consiguió los arreglos y, después de hablar un rato y sondearnos mutuamente, descubrimos que a mí me gustaba su manera de escribir música y a él, mi manera de tocarla. Ambos oíamos el sonido de la misma forma. Sin embargo, acabé no aprobando lo que Thornhill hizo con los arreglos de «Donna Lee» que le preparó Gil. Resultaba demasiado lento y amanerado para mi gusto. Pero las posibilidades de Gil como arreglista las podía percibir en otras cosas, así que lo ocurrido con «Donna Lee» me fastidió, aunque al final no le di excesiva importancia.
Como contrapartida, estoy convencido de que aquel disco de la Savoy con Bird fue mi mejor grabación hasta aquel momento. Yo iba ganando confianza en mi forma de tocar y desarrollando un estilo propio. Me alejaba de las influencias de Dizzy y de Freddie Webster. Pero fue tocar cada noche en el Three Deuces con Bird y Max lo que realmente me ayudó a encontrar mi propia voz. Constantemente venían músicos a sumarse a la banda, por lo cual estábamos siempre adaptándonos a diferentes estilos. A Bird le entusiasmaba esa historia, y a mí me gustaba a veces. Pero yo estaba más interesado en desarrollar el sonido de la banda que en rodearme de hijoputas diferentes cada noche. El caso era que Bird se había formado en Kansas City de acuerdo con aquella tradición, la misma que mantuvo en el Minton’s y el Heatwave de Harlem; era algo que siempre le había encantado y con lo cual se sentía cómodo. Pero cuando participaba alguien incapaz de tocar nuestras flipadas, aquello era un desastre.
Tocar con Bird y ser visto y oído noche tras noche en la calle Cincuenta y dos contribuyó a que me correspondiera grabar un disco como líder. El disco se titulaba Miles Davis All Stars. Lo hice para el sello Savoy. Charlie Parker tocaba el saxo tenor; John Lewis, el piano; Nelson Boyd, el bajo; y Max Roach, la batería. Nos encerramos en el estudio en agosto de 1947. Yo compuse y arreglé cuatro piezas del álbum: «Milestones», «Little Willie Leaps», «Half Nelson» y «Sippin’ at Bell’s», un tema dedicado a un bar de Harlem. También grabé un álbum con Coleman Hawkins. Por lo tanto, estuve muy ocupado en 1947.
Irene se había venido a Nueva York con nuestros dos hijos y encontramos una vivienda en Queens bastante más amplia que la que antes habíamos tenido. Yo, por entonces, esnifaba coca, bebía y fumaba un poco; porros no, porque nunca me habían gustado. Pero no consumía todavía heroína. De hecho, Bird me dijo en una ocasión que si alguna vez me sorprendía pinchándome me molería a palos. Lo que empezaba a complicarme la vida eran todas aquellas mujeres que andaban siempre colgadas de la banda y de mí. Pues yo no me había aficionado aún a ellas; estaba por el momento tan inmerso en la música que incluso ignoraba a Irene.
Hubo un concierto en el que tocaron un montón de músicos. Fue en el Lincoln Square, una sala de baile situada donde ahora está el Lincoln Center. Macho, ¡qué gran concierto! Todas las estrellas: Art Blakey, Kenny Clarke, Max Roach, Ben Webster, Dexter Gordon, Sonny Stitt, Charlie Parker, Red Rodney, Fats Navarro, Freddie Webster y yo. Me parece que costaba algo así como un dólar y medio entrar y escuchar a todos aquellos grandes músicos. En el público, unas personas bailaban y otras sólo escuchaban.
Recuerdo aquel concierto porque fue una de las últimas veces que Freddie Webster tocó en Nueva York. La muerte de Freddie, en 1947, me afectó seriamente. A todos los demás también, en particular a Diz y Bird. Webs, como le llamábamos, murió en Chicago de una sobredosis de heroína que estaba destinada a Sonny Stitt. Sonny había estado sableando dinero a todo el mundo para mantener su adicción. Lo mismo hizo en Chicago cuando él y Freddie tocaban allí. Alguien de quien había abusado se las arregló para endosarle alguna mierda adulterada, probablemente ácido de batería o estricnina. No sé lo que fue. De todos modos, Sonny le pasó la mierda a Freddie, que se la inyectó y murió. Aquello me trastornó durante mucho tiempo. Éramos casi como hermanos, Freddie y yo. Hoy todavía pienso en él.
Nos pusimos en camino hacia Detroit en noviembre de 1947. Se suponía que allí íbamos a tocar en un club llamado El Sino, pero nos cancelaron el contrato después de que Bird se presentara en el club y saliese como había entrado. Cuando Bird dejaba Nueva York tenía siempre problemas para comprar heroína. Como resultado, bebía mucho, que fue lo que hizo aquella noche, y no podía tocar. Tras haberse enzarzado en una discusión con el gerente y largarse, regresó al hotel y se enfureció tanto que tiró el saxo por la ventana y lo estrelló contra la calle. Billy Shaw le compró otro, sin embargo, un Selmer completamente nuevo.
Después de volver a Nueva York y grabar otro disco (en el que participó J. J. Johnson), el grupo partió de nuevo hacia Detroit para cumplir con el contrato roto que teníamos con el club El Sino. Esa vez todo marchó bien y Bird tocó hasta perder el culo. Betty Carter se había unido al grupo para el viaje. Después nos dejó, sin embargo, creo que para incorporarse a la banda de Lionel Hampton. Me parece que fue en Detroit donde Teddy Reig se puso en contacto con Bird para que le hiciera otro álbum con el sello Savoy. Billy Shaw, que tenía mucha influencia sobre Bird y era, si no me equivoco, un cogerente, dijo a Bird que debía terminar con las grabaciones para compañías pequeñas como la Dial y dedicarse a una discográfica grande como la Savoy. Mira, todo el mundo sabía que la Federación Americana de Músicos había declarado el boicot a las grabaciones con motivo de una divergencia sobre contratos. Esto no impidió que Bird, siempre necesitado de dinero, pasara inmediatamente al estudio. Calculo que sería el domingo antes de Navidad.
Terminado aquel álbum (pienso que se tituló Charlie Parker Quintet) y el que hicimos en Detroit, Bird se marchó a California para unirse a la Norman Granz’s Jazz en la Philharmonic y efectuar una gira de conciertos por el sudoeste. Yo me fui a Chicago, para ver a mi hermana y a su esposo, Vincent Wilburn, aprovechando la Navidad. Luego seguí hasta Nueva York y allí me reuní de nuevo con Bird. Él se había escapado a México, donde se casó con Doris, saltándose para ello un concierto y jodiendo a Norman Granz. Bird tenía en aquella gira tratamiento de estrella. Era la principal atracción, de modo que cuando faltó al concierto la gente se enfureció y descargó sus iras sobre Norman. Pero ya sabes que Bird no se preocupaba de semejantes minucias. Siempre conseguía persuadir a sus víctimas y congraciarse con ellas.
De la gira con la Philharmonic regresó Bird lleno de confianza. Acababa de ser nombrado el mejor saxo alto del año por la revista Metronome. Nunca lo había visto con un aspecto tan feliz. Tocamos otra vez en el Three Deuces y las colas eran más largas cada noche. Pero yo tenía la impresión de que, siempre que estaba a punto de rehabilitarse, Bird lo mandaba todo a la mierda. Habrías dicho que le daba miedo vivir una vida normal, que evitaba tercamente que la gente le tomara por un tipo conservador, un ortodoxo, algo así. Eso resultaba trágico, pues cuando quería podía ser, no ya un genio, sino una excelente persona. Pero los continuos pinchazos empezaban entonces a destrozarlo de verdad. Los traficantes de drogas lo seguían adondequiera que fuese. En 1948 su caída parecía ya fuera de control.
Recuerdo una ocasión en el 48, cuando habíamos salido a Chicago para tocar en el Argyle Show Bar. La banda estaba a punto para empezar la actuación, pero Bird no había aparecido aún. Al fin llegó, aunque tan empapado de heroína y alcohol que, evidentemente, no podía tocar. Subió al escenario medio dormido. Max y yo tocamos cuatro compases cada uno, a ver si lo despertábamos. Bueno, si el tema estaba en Fa, Bird arrancaba en otra tonalidad. Encima, Duke Jordan, que normalmente ya tocaba con dificultad, pretendía seguir los disparates de Bird. Fue todo tan indescriptiblemente malo que nos despidieron. Bird salió del club, confundió la cabina telefónica con un lavabo y orinó allí. El dueño del club, un blanco, nos dijo que fuéramos a recoger nuestro dinero a las oficinas del sindicato negro. Pero el sindicato negro local, en Chicago, era muy duro, ¿entiendes?, y no conseguimos ni un dólar. A mí no me preocupó excesivamente, porque mi hermana vivía en Chicago y podía quedarme con ella. Algún dinero me prestaría. Pero sí me preocupaba el resto de la banda. De todos modos, Bird nos dijo que nos reuniéramos con él en la sede del sindicato de músicos negros al día siguiente y recogeríamos nuestro dinero.
Bird se presentó en el despacho de Gray, presidente del sindicato, y le dijo que quería lo que era suyo. Bien, date cuenta de que a ninguno de aquellos tipos le gustaba la forma en que tocaba Bird y que le veían como un vulgar yonqui sobrevalorado y todo eso, ¿entiendes? Así, cuando Bird le dijo aquello al presidente, Gray metió la mano en el cajón de su mesa y sacó una pistola. Nos dijo que nos largáramos o dispararía. Naturalmente, nos largamos, y pronto. Camino de la salida, Max Roach me dijo: «Descuida, Bird conseguirá el dinero». Max consideraba a Bird capaz de conseguirlo todo. Ciertamente, Bird quería volver atrás y enfrentarse a Gray. Pero Duke Jordan se lo impidió. Aquel hijoputa negro le habría, sin duda, disparado a Bird, porque era un sujeto miserable a quien lo que fuera Bird le importaba un cuerno.
Sin embargo, Bird se vengó del dueño del Argyle cuando, tiempo después, pero el mismo año, volvimos a actuar allí. Mientras todos estaban tocando, Bird dejó el saxo al terminar su solo, abandonó el escenario y salió al vestíbulo del club. Se dirigió a una cabina telefónica que había en el vestíbulo y, macho, inundó la cabina de orines. Un lago de orines, te lo seguro, que desbordó la cabina y se extendió por la jodida alfombra. Luego salió sonriente de la cabina, se subió la cremallera de los pantalones y regresó al escenario. Todo el público, blancos, lo observaba. Enseguida se puso otra vez a tocar y lo hizo con toda el alma. Aquella noche no estaba pirado ni nada parecido: le había dicho simplemente al patrón del club, sin necesidad de palabras, que a él no se le jodía. ¿Y sabes qué? El patrón no dijo ni mu, actuó como si no hubiera visto lo que Bird hacía. Y le pagó. Otra cosa es que Bird nos pagara a nosotros, porque aquel dinero no nos llegó nunca.
Más o menos por entonces, la calle Cincuenta y dos empezó a decaer. El público seguía acudiendo a los clubes para escuchar música, pero la policía estaba por todas partes. En la calle proliferaban las putas, los chorizos, los macarras, por lo que la policía presionaba a los propietarios para que limpiaran sus clubes. La policía empezó a arrestar a algunos de los músicos y a muchos de los otros elementos. La gente continuó acudiendo para oír a Bird y su grupo, pero a otros grupos no les iban las cosas tan bien. Varios de los clubes de la Calle habían suprimido el jazz para dedicarse al striptease. Además, en el pasado, entre el público había una gran proporción de tipos movilizados por causa de la guerra, o recién desmovilizados, con muchas ganas de pasarlo bien, pero ahora, terminada la guerra, la gente era más rígida y menos indulgente.
La escena musical sufrió serios perjuicios, tanto por la decadencia de la Calle como por la continuidad del boicot a las grabaciones. De la música no quedaba constancia ni testimonio. Si no oías tocar bebop en los clubes, olvidabas que existía. Nosotros actuábamos con regularidad en unos pocos lugares, entre ellos el Onyx y el Three Deuces. Pero Bird nos puteaba a todos con el dinero y eso nos tenía trastornados. Yo siempre había considerado a Bird como un dios, pero la venda ya me había caído de los ojos. Tenía veintidós años, una familia, y acababa de ganar el premio New Star 1947 de la revista Esquire en el apartado de trompetistas y había empatado con Dizzy en el primer lugar en la votación de los críticos, según Down Beat. No se trataba de que los humos se me hubieran subido a la cabeza, pero empezaba a comprender quién era yo musicalmente hablando. Que Bird no nos pagase no era justo. No nos demostraba el menor respeto y yo no estaba dispuesto a tolerarlo.
Recuerdo una ocasión en que la banda se trasladó de Chicago a Indianápolis para unas actuaciones. Max y yo éramos compañeros de habitación e íbamos a todas partes juntos. De camino, nos detuvimos en un pequeño restaurante en algún lugar de Indiana, un local integrado, para comer alguna cosa. Nos habíamos sentado a comer y hablábamos de nuestros propios asuntos cuando entraron cuatro blancos y se sentaron frente a nosotros. Bebían cerveza y se iban emborrachando, riendo y hablando más alto que nadie, como por allí suelen hacer los campesinos y montañeses borrachos. Habiendo crecido en East St. Louis, yo sabía bien qué clase de blancos eran, pero Max, que procedía de Brooklyn, no tenía idea. Yo sabía que eran cuatro hijoputas ignorantes. Y su modo de beber cerveza empeoraba las cosas, ¿entiendes? Sea como fuere, uno de ellos se inclinó hacia delante y dijo: «¿A qué os dedicáis vosotros, chicos?».
Bien, Max es inteligente, pero no se percataba de la situación, de modo que se volvió hacia aquellos sujetos y respondió con una sonrisa: «Somos músicos». No conocía la típica broma provocativa del granjero zafio. Siendo de Brooklyn, nunca se había tropezado con ella. Así que el blanco dijo: «¿Por qué no tocáis algo para nosotros, si sois tan buenos?». Apenas dijo aquello, supe lo que vendría después, por lo cual, simplemente, levanté el mantel de la mesa con todo lo que tenía encima y lo volqué sobre los hijoputas antes de que pudieran hacer ni decir nada. Max vociferaba. Los cuatro blancos estaban tan sorprendidos que se quedaron sentados con la boca abierta, completamente mudos. Cuando salimos, dije a Max: «La próxima vez limítate a ignorarlos, esto no es Brooklyn».
Cuando aquella noche en Indianápolis llegó la hora de tocar, yo estaba más furioso que un hijoputa. Y cuando terminamos la actuación, no se le ocurrió a Bird otra cosa que anunciarnos que no tenía dinero, que el patrón no le había pagado y que para cobrar no habría más remedio que esperar a la siguiente vez que tocáramos. Todo el mundo se lo tragó, pero Max y yo subimos a la habitación de Bird. Su mujer, Doris, estaba allí, y cuando entramos vi que Bird metía un fajo de billetes debajo de la almohada. Inmediatamente protestó: «No tengo dinero. Éste lo necesito para otra cosa. Os pagaré cuando volvamos a Nueva York».
Max replicó: «De acuerdo, Bird, lo que tú digas».
Yo dije: «Anda ya, Max, se ha quedado otra vez con nuestro dinero. Nos está estafando».
Max se limitó a encogerse de hombros y no añadió palabra. Estaba siempre de parte de Bird, hiciera éste lo que hiciese, ya sabes. En consecuencia, yo dije: «Quiero mi jodido dinero, Bird».
Bird, que siempre me llamaba Junior, dijo: «No recibirás ni un centavo, Junior, nada, nada en absoluto».
Max dijo: «Sí, lo comprendo, Bird, yo puedo esperar, lo comprendo. Lo comprendo, Miles, por lo mucho que con Bird hemos aprendido».
Cogí una botella de cerveza, la rompí, y con ella en la mano, apuntándole dije a Bird: «Hijoputa, dame mi dinero o te mato», y le agarré por el cuello.
Él buscó entonces a toda prisa debajo de la almohada, me tendió el dinero y, con una mueca como de comer mierda en su puñetera cara, dijo: «Vaya, te has enfadado, ¿eh? ¿Has visto esto, Max? Miles se ha enfadado conmigo después de todo lo que he hecho por él».
Max se situó de nuevo de su parte, diciendo: «Miles, Bird sólo quería ponerte a prueba. Sí, no hablaba en serio».
Fue entonces cuando empecé realmente a pensar en dejar el grupo. Bird estaba constantemente pirado, no nos pagaba, y yo trabajaba como un perro para mantener la banda conjuntada y la música a punto. Él se desintegraba por momentos. Además, yo me respetaba demasiado a mí mismo para consentir que me trataran de aquel modo. Y Doris, su mujer, me parecía una especie de Olive Oyl. No soporto que nadie me hable si no controla su propia mierda. Especialmente con aire protector, como suelen hacer los blancos cuando se creen los mandamases. Doris era de esa especie. Era bonita y todo eso, estaba siempre a favor de Bird, pero le gustaba hacer el papel de mandamás, sobre todo con los negros. Cuando viajábamos a alguna parte para tocar, Bird enviaba por delante a Doris a la estación del ferrocarril con los billetes. Allí estaba aquella puta, exactamente igual que Olive Oyl, plantada en medio de la estación de Pennsylvania y mangoneando a un grupo de grandes músicos como si fuera nuestra madre y yo qué sé. No me gusta que una mujerzuela cualquiera se comporte como si yo fuera de su propiedad. Pero a Doris le encantaba verse rodeada por todos aquellos negritos refinados. Estaba en la gloria. Mientras tanto, Bird vagaba por alguna otra parte, pirado o a medio pirar. Era, simplemente, insensible.
Dado que la calle Cincuenta y dos decaía rápidamente, el mundo del jazz se trasladaba a la calle Cuarenta y siete y Broadway. Una de sus sedes era el Royal Roost, propiedad de un tipo llamado Ralph Watkins. El local había sido originariamente una pollería. Pero, en 1948, Monte Kay persuadió a Ralph de que permitiera a Symphony Sid organizar allí un concierto en una noche libre. Monte Kay era un joven blanco que rondaba por los círculos de jazz. En aquella época se hacía pasar por un negro de piel clara, pero cuando ganó algún dinero volvió a ser blanco. Ha ganado millones promocionando músicos negros y hoy es un millonario que vive en Beverly Hills. En fin, Sid eligió un martes por la noche y montó un concierto con Bird, Tadd Dameron, Fats Navarro, Dexter Gordon y yo. En el club había una sección para no bebedores, donde los chicos jóvenes podían entrar y escuchar música por 90 centavos. En Birdland se hizo, más adelante, una cosa parecida.
Aquélla fue la época en que conocí a Dexter Gordon. Dexter había venido al este en 1948 (o por los alrededores de ese año) y él, Stan Levey y yo comenzamos a salir juntos por ahí. Yo ya conocía a Stan desde Los Ángeles. Dexter era de lo más sofisticado y capaz de tocar hasta perder el culo, así que solíamos ir a todas partes e intervenir en jams. Stan y yo habíamos vivido juntos una temporada, en 1945, de modo que éramos buenos amigos. Stan y Dexter, los dos, tomaban heroína, pero yo todavía estaba limpio. Bajábamos a deambular por la calle Cincuenta y dos. Dexter andaba siempre pulcro y superelegante, vestido con aquellos trajes de hombros anchos que entonces estaban de moda. Yo vestía mis ternos de Brooks Brothers, también me parece que superelegantes. Ya sabes, el estilo St. Louis. Los negros de St. Louis teníamos fama de estar en la vanguardia cuando se trataba de vestir, así que nadie tenía que enseñarme nada.
Sin embargo, Dexter opinaba que mi modo de vestir no era tan elegante como yo creía. Por ello me decía constantemente: «Jim («Jim» era una expresión que muchos músicos usaban entonces), no puedes venir con nosotros con ese aspecto y vestido de esa manera. ¿Por qué no llevas otra clase de ropa? Tienes que cambiar. Tienes que ir a F & M», que era un establecimiento de moda masculina que había en Broadway.
«Pero, Dexter, éstos son buenos trajes. Me han costado un montón de dinero», le explicaba yo.
Y él añadía: «Miles, no se trata de eso, se trata de que no están al día. Mira, nada tiene que ver con el dinero; tiene algo que ver con el refinamiento, Jim, y esas cosas que llevas están muy lejos de ser refinadas. Cómprate algunos trajes de hombros anchos y unas camisas Mr. B si quieres parecer sofisticado, Miles».
Molesto y dolido, yo decía: «Pero Dex, macho, mis trajes son bonitos».
«Sé que a ti te parecen bonitos, Miles, pero no lo son. Yo no puedo dejarme ver con alguien que lleva cosas tan ortodoxas como las que tú llevas. ¿Y tú tocas en la banda de Bird? ¿En la banda más sofisticada del mundo? Macho, deberías saberlo mejor que nadie», insistía él.
Aquello me dolió. Yo respetaba a Dexter porque lo consideraba supersofisticado, uno de los más refinados y distinguidos cats jóvenes que entonces encontrabas en los círculos musicales. Luego, un día, me dijo: «Tío, ¿por qué no te dejas crecer el bigote? ¿O la barba?».
Le respondía: «¿Cómo, Dexter? ¡No tengo pelo en ningún sitio, excepto en la cabeza y un poco en los sobacos y alrededor del pito! En mi familia hay mucha sangre india, y ni los negros ni los indios tienen barbas ni les crece pelo en la cara. Mi pecho es lampiño como un tomate, Dexter».
Entonces él me decía: «Bien, Jim, algo tendrás que hacer. No puedes acompañarnos por ahí con ese aspecto, porque me siento incómodo a tu lado. Y si no te va a salir pelo en la cara, ¿por qué no te compras alguna ropa decente?»
No me quedó otro remedio que ahorrar 45 dólares, ir a F & M y comprarme un traje gris de hombros anchos que parecía demasiado grande para mí. Es el traje que llevo en todas las fotos de la época en que estaba en la banda de Bird, en 1948, e incluso en las que se usaron para publicidad. Cuando me puse el traje F & M, Dexter se me acercó luciendo aquella amplia sonrisa suya, se inclinó hacia mí, me palmeó la espalda y dijo: «Sí, Jim, ahora pareces alguien, ahora eres un hombre de mundo. Puedes venir con nosotros». Un tipo extraordinario, Dexter.
Cada día resultaba más claro que el verdadero director de la banda de Bird era yo, puesto que él no aparecía nunca, salvo para tocar y cobrar. Cada día, también, le enseñaba acordes a Duke, con la esperanza de que captase algo, pero nunca parecía escuchar. Nunca salimos adelante. Bird no quería despedirlo y yo no podía porque la banda no era mía. Constantemente pedía a Bird que lo despachase. Max y yo pretendíamos tener en la banda a Bud Powell, no a Duke Jordan. Pero Bird se aferraba a Duke.
Hubo, no obstante, un problema con Bud. Ocurrió que una noche, unos años antes, había ido al Savoy Ballroom, allá en Harlem, vestido con el conjunto negro que tanto le gustaba exhibir. Llevaba consigo a sus chicos del Bronx, de los que siempre se ufanaba porque «le pateaban el culo a cualquiera». De modo que subió al Savoy sin un dólar en el bolsillo, y el matón de la puerta, aunque lo conocía, le dijo que no podía entrar sin dinero. Pero decía esto a Bud Powell, al más grande de los pianistas jóvenes que había en el mundo entero, cosa que el propio Bud sabía. Así que se limitó a pasar indiferente ante aquel hijoputa. El matón hizo lo que le pagaban por hacer: le abrió la cabeza a Bud de un culatazo de su pistola.
Después de aquello, Bud empezó a inyectarse heroína como si la heroína se estuviera acabando, y él era la última persona que hubiera debido pincharse, porque la droga le volvía loco. Tampoco podía beber, y entonces empezó a beber, también como si se estuviera acabando el alcohol. A partir de aquel momento tuvo un comportamiento demencial, sufrió ataques de rabia, pasó semanas sin dirigirle la palabra a nadie, ni siquiera a su madre o a sus mejores amigos. Finalmente, su madre lo envió al pabellón psiquiátrico de Bellevue, en Nueva York. Fue en 1946. Comenzaron a aplicarle tratamientos de choque. Allí también creían que estaba loco.
Así terminó. Después de esos tratamientos, Bud no volvió a ser el mismo, ni como músico ni como persona. Antes de que Bud ingresara en Bellevue, todo lo que tocaba encerraba alguna idea aguda, alguna innovación; siempre había algo distinto en la forma en que fluía su música. Macho, después de que le abrieran la cabeza y le aplicaran aquellos tratamientos, mejor habría sido que le cortaran las manos en lugar de hacerlo con su creatividad. En ocasiones me pregunté si aquellos médicos blancos le dieron el tratamiento a propósito, con la intención de separarlo de sí mismo, que fue, por cierto, lo que hicieron con Bird. Sólo que Bird y Bud eran diferentes. Todo lo que Bird tenía de terco, lo tenía Bud de pasivo. Bird sobrevivió a los tratamientos de choque; Bud no.
Antes de que todo esto ocurriese, Bud Powell era un hijoputa estupendo. Fue el eslabón perdido que impidió a nuestra banda convertirse realmente en el que quizás habría sido el más grandioso grupo bebop de la historia. Con Max impulsando a Bird y Bird impulsando a Bud, y yo flotando por encima de toda aquella música maravillosa… Macho, pensar lo que eso podía haber sido es demasiado doloroso. Al Haig, el pianista que Bird tuvo en el grupo en 1948, tocaba bastante bien. Era correcto. Y John Lewis, quien también tocó con nosotros, era aceptable. En cambio, lo único que hacía Duke Jordan era ocupar espacio. Y Tommy Potter atacaba el contrabajo como si estuviera estrangulando a alguien a quien odiase. Siempre le decíamos: «¡Tommy, suelta a esa mujer!», aunque hay que admitir que su ritmo no era malo. Pero si Bud hubiera estado allí, bueno, qué voy a decirte; no ocurrió, pero pudo haber ocurrido.
Por alguna razón, la madre de Bud confiaba en mí y me apreciaba. Claro que entonces la gente solía apreciarme mucho, y me refiero a todo tipo de gente. A veces pienso que ello guarda relación con el hecho de que yo, de pequeño, había repartido periódicos en East St. Louis. A lo largo de una ruta de reparto aprendes a tratar con personas de todas clases. Supongo que la madre de Bud me quería porque cada vez que la veía le hablaba de algo. Cuando Bud se trastornó de aquella manera, su madre le dejaba ir a los sitios conmigo. Ella sabía que yo apenas bebía ni tomaba drogas, a diferencia de la mayoría de los tipos que rodeaban a Bud.
Iba a visitarlo y, a escondidas, le llevaba una botella de cerveza: era el límite de lo que podía beber sin que se le subiera a la cabeza. Él la sorbía, allí sentado, sin decir nada. Normalmente se colocaba ante el piano que había en su apartamento de St. Nicholas, en Harlem. Yo le pedía que tocara «Cherokee» y él lo hacía con brillantez. Al piano era como un pura sangre, incluso después de enfermar. Después intentaba tocar, porque nunca se le ocurrió que no podía. Pero, por mucha que fuera la grandeza con que tocaba «Cherokee» o cualquier otra cosa cuando estaba enfermo, nunca tocó como lo hacía antes. Y no porque no supiera cómo tocarla, macho, eso no, por lo menos en el interior de su mente. Bird era igual que él en ese aspecto.
De hecho, Bird y Bud son los dos únicos músicos que he conocido que poseyeran aquel don.
A veces, cuando yo vivía en Harlem, Bud venía a mi apartamento de la calle Ciento cuarenta y siete y no pronunciaba una palabra. En una ocasión hizo eso cada día durante dos semanas. No decía nada a nadie, ni a mí, ni a Irene ni a nuestros dos hijos. Simplemente se quedaba sentado y miraba al vacío, con una dulce sonrisa en su rostro.
Años después, en 1959, salimos de gira Lester Young y yo (fue el mismo año en que Lester murió), con Bud. Bud seguía igual: se sentaba y sonreía. Con frecuencia miraba a un músico que se llamaba Charlie Carpenter. Un día, Bud estaba sentado como siempre, callado, sólo sonriendo a Charlie. Hasta que Charlie preguntó: «Bud, ¿de qué te sonríes siempre?». Bud, sin cambiar de expresión, dijo: «De ti». Lester Young se cayó de tanto reír, porque Charlie era un hijoputa tristísimo y aquello era lo que hacía a Bud sonreír constantemente.
Antes de aquello, cuando Bud salió del manicomio donde lo habían encerrado, fue una noche al centro de la ciudad para oír tocar a la banda de Bird, vestido con su habitual traje negro, paraguas negro, camisa blanca, corbata negra, zapatos negros, calcetines negros y sombrero negro. Salimos a la calle en un descanso y lo encontramos plantado allí, perfectamente sobrio y limpio. Mira, fíjate, el motivo de que Bird no quisiera a Bud en la banda no era que no le gustase su forma de tocar. Nos había dicho a Max y a mí que no quería a Bud en la banda porque andaba «demasiado pirado». ¿Tú te imaginas a Bird diciendo que alguien andaba «demasiado pirado»? ¿Más pirado que él?
Por lo tanto, en aquel momento, Max y yo dijimos: «Bud, quédate donde estás, volvemos enseguida. No te marches». Él sólo sonrió sin decir nada. Volvimos corriendo al club, tocamos lo que correspondía y dijimos a Bird: «Bud está ahí fuera, y limpio».
Bird repuso: «Ah, ¿sí? No lo creo».
Nosotros le contestamos: «Ven, Bird, y lo verás». Así que Max y yo llevamos a Bird a la calle y vimos a Bud en pie junto a un coche, donde lo habíamos dejado, como un zombi. Miró a Bird y se le pusieron los ojos en blanco. Luego, simplemente, empezó a resbalar a lo largo del jodido coche y fue a parar al suelo. «Bud, ¿dónde has estado?», le pregunté. Murmuró confusamente algo sobre que había ido a la taberna White Rose, allá en la esquina. Se había emborrachado a toda leche.
Más adelante, cuando ya estaba tan ido, apenas quería hablar con nadie. Fue una pena. Era uno de los más grandes pianistas del siglo.
Las cosas, en la banda, estaban mal. Bird empeñaba su saxo una y otra vez. La mayor parte del tiempo no tenía instrumento con que tocar y recurría a pedir prestados los saxos de otros. Eso se complicó tanto que el Three Deuces encargó a un tipo, creo que era un conserje o algo así, para que fuera cada día a la casa de empeños a sacar el saxo de Bird, para después devolverlo en cuanto éste terminaba de tocar.
Por aquella época, Max y yo estábamos convencidos de que podríamos desenvolvernos solos y nos sentíamos hartos de las hazañas estúpidas e infantiles de Bird. Lo único que pretendíamos era tocar buena música, y Bird estaba comportándose como un imbécil, una especie de hijoputa payaso. A nosotros nos trataba como si no fuéramos nadie, como niños tontos. Nosotros pensábamos otra cosa.
Una vez, en el Three Deuces, Bird llegó tarde y se fue al camerino a comer unas sardinas y unas galletas saladas que traía. El patrón intentaba darle prisa para que saliera al escenario y Bird, indiferente, se limitaba a comer, sonriendo como un hijoputa idiota, ¿entiendes a qué me refiero? El patrón le instaba a tocar y Bird le ofrecía galletas. Macho, la escena era de risa, y yo me reí casi hasta morir. Finalmente, Bird salió del camerino y tocó. Pero para entonces ya había puesto en ridículo a los dueños del club, que nunca lo olvidaron. Después de aquello, Bird trasladó su grupo al Royal Roost y jamás volvimos a tocar en el Three Deuces.
Me parece que desde septiembre de 1948 hasta diciembre del mismo año tocamos en el Royal Roost. El Roost estaba bien, porque Symphony Sid transmitía por radio las actuaciones desde allí y nos escuchaba una audiencia mucho más amplia. Además, yo empecé a tocar con otros grupos, aparte del de Bird, y con mi banda propia. La música que toqué en aquella época era la que interpretaba con Bird y los demás grupos, pero también tocaba la mía, que era muy diferente a las otras. Estaba encontrando mi propia voz y eso era lo que principalmente me interesaba.
Alrededor de aquellas fechas el grupo de Bird hizo su primera grabación de 1948, creo que en septiembre. Convencí a Bird de que sustituyera en el disco a Duke Jordan por John Lewis. Duke se enfadó en serio conmigo, pero no me importó lo que él pensara porque me preocupaba exclusivamente la música. Curly Russell intervino también en aquella grabación.
Más tarde, Al Haig vino al grupo como sustituto permanente de Duke. Eso sería hacia diciembre de 1948. Que Bird incorporase a Al no me entusiasmó. No tenía nada contra él como persona, pero pensaba que John Lewis y Tadd Dameron eran mejores pianistas. Supongo que la decisión de Bird respondía al deseo de demostrar a todo el mundo que era él, no yo, quien tenía el mando. No era un secreto para nadie a quién quería yo en el grupo, así que para Bird se trataba sólo de salvar la cara. No lo sé en realidad. Bird y yo nunca hablábamos mucho, probablemente quince minutos como máximo durante todo el tiempo en que le traté. Además, en 1948 hablábamos todavía menos que antes. Tras la incorporación de Al Haig, Bird reemplazó a Tommy Potter por Curly Russell. Luego se echó atrás y sustituyó a Curly por Tommy.
Inmediatamente después de eso llevé al Roost un conjunto de nueve músicos. Lo formaban Max Roach, John Lewis, Lee Konitz, Gerry Mulligan, Al McKibbon al bajo y Kenny Hagood, de vocalista. También tenía a Michael Zwerin al trombón, a Junior Collins a la trompa y a Bill Barber a la tuba. Había empezado a trabajar con Gil Evans algún tiempo antes y él hizo los arreglos.
Gil dejó de actuar como arreglista de la banda de Claude Thornhill el verano de 1948. Tenía la esperanza de escribir y arreglar para Bird. Pero Bird no encontraba el momento de escuchar lo que Gil hacía, pues para él Gil sólo era el proveedor de un lugar conveniente donde comer, beber, cagar y estar cerca de la calle Cincuenta y dos, dado que Gil tenía un apartamento en la calle Cincuenta y cinco. Cuando finalmente escuchó la música de Gil, le gustó; pero para entonces Gil ya no quería trabajar con Bird.
Gil y yo habíamos empezado a hacer cosas juntos y todo iba verdaderamente bien para ambos. Yo buscaba un apoyo para tocar mis solos más en el estilo en que los oía. Mi música era un poco más lenta y no tan intensa como la de Bird. Mis conversaciones con Gil sobre formas de expresión más sutiles y mierdas así me resultaban estimulantes. Gerry Mulligan, Gil y yo comenzamos a hablar de formar aquel conjunto. Pensábamos que nueve instrumentos era un número correcto para la banda. De hecho, Gil y Gerry habían decidido cuáles serían los instrumentos de la banda antes de que yo entrase en las conversaciones. Pero la teoría, la interpretación musical y lo que la banda tocaría fueron idea mía.
Alquilé los locales donde ensayar, convoqué los ensayos y lo puse todo en marcha. Ese trabajo con Gil y Gerry lo hacía marginalmente desde el verano de 1948 hasta que grabamos, que fue en enero y abril de 1949, y otra vez en marzo de 1950. Conseguí para nosotros algunas actuaciones y establecí los contactos con Capitol Records para los discos. Sin embargo, a lo que realmente me condujo trabajar con Gil fue a componer. Mis composiciones se las tocaba a Gil en el piano de su apartamento.
Recuerdo que, cuando empezamos a reunir el conjunto, yo quería a Sonny Stitt en el saxo alto. Sonny sonaba muchísimo como Bird, y es lógico que pensara en él enseguida. Pero Gerry Mulligan prefería a Lee Konitz porque tenía un sonido ligero más que un sonido de bebop duro. Pensaba que aquella clase de sonido sería lo que caracterizaría el álbum y la banda. Temía que con Al McKibbon, Max Roach, John Lewis y conmigo en el mismo grupo y todos procedentes del bebop, se repetiría una vez más lo ya conocido, de modo que seguí su consejo y contraté a Lee Konitz.
Max se reunía en casa de Gil con Gerry y conmigo, y lo mismo hacía John Lewis, de modo que ellos ya sabían lo que pretendíamos conseguir. También lo sabía Al McKibbon. Nos hubiera gustado tener a J. J. Johnson, pero estaba de gira con la banda de Illinois Jacquet; pensé entonces en Ted Kelly, que tocaba el trombón en la banda de Dizzy, pero estaba comprometido y no pudo aceptar. Al final convinimos en incorporar a un músico blanco, Michael Zwerin, más joven que yo, a quien había conocido en el Minton’s una noche en que participaba en una jam. Le pregunté si quería ensayar al día siguiente con nosotros en el Nola’s Studio. Vino e ingresó en la banda.
Mira, toda esta idea empezó como un simple experimento, un experimento de colaboración. Enseguida, algunos músicos negros trataron de meter las narices en mis asuntos alegando que ellos no tenían trabajo y allí estaba yo, contratando blancos para mi banda. Yo les respondí sencillamente que si un tipo sabía tocar tan bien como tocaba Lee Konitz (eso era lo que les enojaba más, porque los saxos altos abundaban), lo contrataría siempre, y me importaría un huevo si era verde y tenía el alma roja. Yo contrataba a un hijoputa para tocar, no porque fuera de un color u otro. Cuando oyeron esto, muchos de ellos olvidaron la cuestión; pero unos pocos continuaron enfadados conmigo.
Bien, el caso es que Monte Kay nos colocó en el Royal Roost por dos semanas. Cuando debutamos en el Roost, hice que el club colocara fuera un cartel que decía: MILES DAVIS’S NONET. ARREGLOS DE GERRY MULLIGAN, GIL EVANS Y JOHN LEWIS. Tuve que sostener una lucha infernal con Ralph Watkins, patrón del Roost, para obligarlo a aquello. No quería hacerlo, ante todo, porque pensaba que era excesivo para él estar pagando a nueve hijoputas cuando podía haber pagado sólo a cinco. Sin embargo, Monte Kay lo convenció. A mí no me gustaba demasiado Watkins, pero se ganó mi respeto por el riesgo que afrontaba. Tocamos en el Royal Roost durante dos semanas, a finales de agosto y principios de septiembre de 1948, alternando con la orquesta de Count Basie.
Mucha gente pensó que la mierda que interpretábamos era rara. Recuerdo que Barry Ulanov, de la revista Metronome, estaba un poco confundido por la música que tocábamos. Count Basie solía escucharnos cada noche, mientras esperaba su turno, y le gustó. Me dijo que lo nuestro era «lento y extraño, pero bueno, realmente bueno». A muchos de los músicos que solían ir a oírnos también les gustó, y entre ellos a Bird. Pero quien verdaderamente se entusiasmó con lo que oía fue Pete Rugolo, de Capitol Records; enseguida me preguntó si podría grabarnos para la Capitol cuando el boicot a las grabaciones terminase.
A finales de septiembre llevé otro grupo al Roost, con Lee Konitz, Al McKibbon, John Lewis, Kenny Hagood y Max Roach. Symphony Sid retransmitió aquella actuación y la grabó, así que hubo un disco de lo que tocábamos. El grupo causaba sensación, macho. Nos dimos cuenta en cuanto actuamos juntos, ya sabes lo que es eso. Max se desenfrenaba.
Por aquel tiempo, Gil sufrió un bajón como compositor. Tardaba una semana en escribir ocho compases. Sin embargo, acabó recuperándose y escribió una melodía titulada «Moon Dreams» y algunas cosas para «Boplicity», destinadas al álbum Birth of the Cool. El álbum Birth of the Cool surgió de algunas de las sesiones que celebramos tratando de sonar como la banda de Claude Thornhill. Buscábamos aquel sonido, con la diferencia de que lo queríamos lo más reducido posible. Yo dije que tenía que ser la expresión de un cuarteto, con las voces de soprano, alto, barítono y bajo. Contaríamos con tenor, semialto y semibajo. Yo era la voz soprano, Lee Konitz era el alto. Teníamos otra voz en una trompa para el registro alto y una voz de barítono, que era la tuba. Teníamos soprano y alto: yo y Lee Konitz. Para el registro alto usaríamos también la trompa; y el saxo, para el registro de barítono; y la tuba, para el registro bajo. Yo concebía el grupo como un coro, un coro que era un cuarteto. Muchos músicos sitúan el saxo barítono en lo más bajo, pero no es un instrumento bajo como lo es la tuba. La tuba sí es un instrumento bajo. Yo quería que los instrumentos sonasen como voces humanas, y así sonaron.
Gerry Mulligan hacía a veces dobletes con Lee y luego conmigo, y con Bill Barber, que estaba siempre en los bajos tocando la tuba. En ocasiones subía de registro y en otras le hacíamos elevar el sonido. Y funcionaba.
Pasamos un día en el estudio con nuestro noneto, creo que fue en enero de 1949. Kai Winding ocupaba el lugar de Michael Zwerin, que había tenido que volver a la universidad, y Al Haig sustituía a John Lewis al piano, y Joe Shulman había relevado a Al McKibbon. En aquella primera sesión me parece que grabamos «Jeru», «Move», «Godchild» y «Budo». No usamos en aquella sesión ninguno de los arreglos de Gil porque Pete Rugolo quería grabar primero las piezas rápidas y de tempo medio. La sesión transcurrió casi sin tropiezos. Todos tocamos bien, y Max nos motivaba a todos. Me gustó mucho la forma en que respondimos aquel día. La Capitol Records quedó tan satisfecha del resultado que publicó «Move» y «Budo» en un disco de 78 rpm aproximadamente un mes después de haberlas grabado, y «Jeru» y «Godchild» en abril. Más adelante organizamos otras dos sesiones de grabación, una en marzo o abril de 1949 y otra en 1950. Por entonces se habían producido más cambios en la banda: J. J. Johnson sustituyó a Kai Winding al trombón; Sandy Siegelstein, a Junior Collins a la trompa; y él mismo fue luego sustituido por Gunther Schuller; Al Haig cedió el piano a John Lewis; Joe Shulman fue relevado en el bajo por Nelson Boyd, y éste lo fue por Al McKibbon; Max Roach cedió la batería a Kenny Clarke y éste se la volvió a ceder a él; y en la última sesión, Kenny Hagood interpretó la parte vocal. Los únicos que no variamos en las tres grabaciones fuimos Gerry Mulligan, Lee Konitz, Bill Barber y yo.
Gil y yo escribimos «Boplicity», pero la pusimos a nombre de mi madre, Cleo Henry; porque yo quería publicarla en una editorial de música distinta de aquella con la que me ligaba un contrato. Apareció a nombre de mi madre, y en paz.
Birth of the Cool se convirtió en una pieza de coleccionista, según creo, como reacción ante la música de Diz y Bird. Ellos tocaban aquellas paridas rapidísimas y sofisticadas, y si no eras un oyente ágil no llegabas a captar el humor y el sentimiento que había en su música. Su sonido musical no era dulce, y no tenía unas líneas armónicas que pudieras tararear fácilmente por la calle, junto a tu chica, mientras te disponías a darle un beso. El bebop no tenía la humanidad de Duke Ellington. No tenía siquiera aquella cosa tan reconocible. Bird y Diz eran grandes, fantásticos, provocativos; pero no eran dulces. Yo considero que Birth of the Cool fue diferente porque podías oírlo todo y tararearlo.
Birth of the Cool surgió de raíces musicales negras. Procedía de Duke Ellington. Cierto que pretendimos sonar como Claude Thornhill, pero éste había bebido en las fuentes de Duke Ellington y Fletcher Henderson. El propio Gil Evans era un gran admirador de Duke y de Billy Strayhorn, y Gil fue el arreglista de Birth of the Cool. Duke y Billy solían utilizar aquella especie de duplicación en los acordes, parecida a lo que hicimos en Birth. A Duke se le oye siempre, y siempre tenía consigo músicos cuyo sonido podías reconocer. Si tocaban solos en su banda, identificabas sin equivocarte quiénes eran, por su sonido. Si tocaban incorporados a una sección, también los identificabas por la expresión. Imprimían su propia personalidad en determinados acordes.
Pues eso fue lo que hicimos en Birth. Y por eso considero que fue una superación. Los blancos, en aquella época, preferían la música que podían entender, que podían oír sin esforzarse. El bebop les era ajeno, y, por lo tanto, a la mayoría le resultaba difícil percibir lo que había en aquella música. Era algo exclusivamente negro. En cambio, Birth no sólo era tarareable sino que incluía a músicos blancos que tocaban y desempeñaban papeles prominentes. Eso, a los críticos blancos les gustó. Les gustó el hecho de que ellos parecían tener algo que ver con lo que estaba pasando. Digamos que fue como cuando alguien te estrecha la mano con un poco más de calor. Nosotros acariciamos los oídos de la gente un poco más suavemente que Bird o Diz, hicimos la música más mayoritaria. Eso fue todo.
Entrado 1948, yo me encontraba al final de la cuerda con respecto a Bird y si seguía colgado allí era sólo con la esperanza de que él cambiase y mejorase, porque me entusiasmaba aún tocar con él cuando realmente tocaba. Sin embargo, a medida que se hizo famoso se dedicaba más a los solos y a desentenderse de la banda. Admito que de aquel modo ganaba personalmente más dinero, pero se suponía que éramos un grupo y por él habíamos sacrificado demasiado. Muy raras veces nos presentaba cuando actuábamos, y tan pronto terminaba sus solos abandonaba el escenario sin ni siquiera mirarnos. Ya no contaba el tempo de los temas, así que nunca sabíamos qué coño iba a tocar.
Lo único que Bird tenía que hacer era exhibirse en el escenario y tocar. Pero siempre metía mierda en el juego. Recuerdo que una vez, en el Three Deuces, me lanzó una de las aburridas y exasperadas miradas que te dedicaba cuando estaba disgustado por algo: podías ser tú, podía ser la circunstancia de que el tipo que le vendía la droga no hubiese llegado, podía ser que su mujer no le hubiese chupado el pito convenientemente, podía ser el patrón, o alguien del público, podía ser cualquier cosa, pero tú no lo sabías jamás. Porque Bird cubría constantemente con una máscara sus pensamientos, una de las máscaras más logradas que he visto. Bien, como sea: en aquella ocasión me miró y se inclinó hacia mí para decirme que yo estaba tocando demasiado fuerte. Precisamente yo, que en aquella época tocaba con tanta suavidad. Dije para mí que Bird debía de estar loco si le parecía que yo lo hacía demasiado fuerte. Nunca le mencioné la cuestión, claro, pues, ¿qué puñeta le iba a decir? A fin de cuentas era su banda.
Bird había declarado siempre que detestaba la idea de ser considerado meramente un animador, un artista de variedades, pero, como he dicho, se estaba convirtiendo en un espectáculo. Me disgustaba que los blancos vinieran al club donde tocábamos simplemente para ver a Bird haciendo el bufón, esperando que cometiera alguna estupidez, algo para provocar la risa. Cuando conocí a Bird podía estar un poco chiflado, pero no se comportaba como un imbécil, que era lo que hacía entonces. Le recuerdo en cierta ocasión anunciando una pieza que denominó «Suck You Mama’s Pussy». La supuesta gracia era que el público no estuviera seguro de que hubiese dicho aquello, de haberlo oído bien. Resultaba vergonzoso. Yo no había ido a Nueva York para trabajar con un payaso.
Pero cuando empezó a desmantelar la banda por puro capricho, después de que yo hubiera consumido tanto tiempo ensayando en su ausencia con todos y cada uno (sólo para presenciar cómo reía el público blanco, convencido de que aquello era una diversión), fue más de lo que podía soportar. Me ponía furioso, me hacía perder todo el respeto que le tenía. Yo estimaba a Charlie Parker como músico (quizá no como persona), pero como músico creativo e innovador, como gran artista. Y allí, ante mis ojos, se iba convirtiendo en un vulgar comediante.
Por entonces me ocurrieron otras cosas importantes. Al mismísimo maestro, Duke Ellington, debió de gustarle lo que yo hacía, lo que tocaba en 1948, porque en una ocasión envió a un tipo en mi busca. Yo ni siquiera conocía a Duke; sólo lo había visto en el escenario y, eso sí, había escuchado todos sus discos. Pero lo admiraba de veras, por su música, su actitud y su estilo. No es raro, pues, que me sintiera halagado cuando me envió a aquel tipo para que me llevase a su oficina porque quería hablar conmigo. El tipo, creo, se llamaba Joe, y me contó que a Duke yo le caía bien, que le gustaba cómo vestía y cómo me desenvolvía. Bien, aquellos elogios eran embriagadores para una persona de veintidós años, y más si procedían de uno de sus ídolos. Casi me hicieron perder la cabeza, macho; mi ego se disparó hacia el cielo. Joe me dio las señas de la oficina, que estaba en el viejo Brill Building de Broadway y calle Cuarenta y nueve.
Fui a visitar a Duke más pulcro que un hijoputa, subí a su oficina, llamé a la puerta, y allí estaba él, en calzoncillos, con una mujer sentada en su regazo. Me quedé pasmado. Tenía delante a la persona a quien consideraba más fría, más sofisticada y más limpia del mundo de la música, sentada en su oficina con una mujer en el regazo y una amplia sonrisa en su rostro. Macho, aquella estampa me jodió de pies a cabeza. Pero Duke me dijo que me incluía en sus planes para el otoño, musicalmente hablando, y que me quería en su banda. Aquello, tú, ya me dejó K.O. de sopetón, me alegró a reventar, me envaneció no sabes tú de qué manera. Figúrate, uno de mis ídolos me ofrecía entrar en su banda, que era la mejor gran orquesta del ramo. Sólo el hecho de que hubiera pensado en mí, de que hubiera oído hablar de mí y le gustara mi forma de tocar… bueno, increíble.
Sin embargo, tenía que decirle que no podía aceptar porque estaba terminando Birth of the Cool. Eso fue lo que le respondí, y era cierto, aunque la verdadera razón de que no pudiera, o no quisiera, irme con Duke era que me resistía a encasillarme musicalmente, a tocar la misma música noche tras noche. Mi mente estaba en otra parte. Yo pretendía avanzar en una dirección distinta a aquella en que él se movía, a pesar de que lo estimaba y respetaba totalmente. Pero eso no se lo podía decir. Por lo tanto, me limité a contarle que debía terminar Birth of the Cool, cosa que comprendió. También le dije que él era uno de mis ídolos y que me enorgullecía que hubiera pensado en mí. Confiaba en que mi negativa no le indispondría conmigo. Replicó que no me preocupara, que mi deber era seguir el camino que considerase mejor.
Cuando salí de la oficina de Duke, Joe me preguntó qué había pasado, y le expliqué que después de haber tocado con la gran orquesta de Billy Eckstine me era imposible volver a aquella clase de trabajo. Le dije que admiraba tanto a Duke que no quería trabajar con él. Nunca volví a estar a solas con Duke después de aquello, nunca volvimos a hablar, y muchas veces me he sorprendido preguntándome qué habría ocurrido si me hubiese unido a su banda. Lo único seguro es que nunca lo sabré.
Por entonces iba mucho a casa de Gil Evans y escuchaba lo que él decía sobre música. Gil y yo hacíamos muy buenas migas. Yo me sentía próximo a sus ideas musicales y él, a las mías. Con Gil, la cuestión de la raza nunca se planteó: música y nada más. No le importaba de qué color eras. Fue uno de los primeros blancos que conocí en aquella línea. Pero era canadiense, y ello quizá guardaba relación con su manera de pensar.
Como consecuencia de Birth of the Cool, Gil y yo nos hicimos realmente grandes amigos. Gil era exactamente la clase de persona con quien te gusta estar, porque veía cosas que nadie más veía. Le interesaba la pintura y me mostraba detalles que yo nunca habría notado. O bien, escuchando una orquestación, te decía: «Miles, escucha ese violonchelo de ahí. ¿De qué otra forma crees que podría haber tocado este pasaje?». Constantemente te incitaba a pensar. Tenía el don de penetrar en la música y sacar de ella cosas que, normalmente, otra persona no habría oído. Luego me llamaba, supongamos, a las tres de la madrugada para decirme: «Si alguna vez estás deprimido, Miles, escucha “Springsville”» (una espléndida pieza que incluimos en el álbum Miles Ahead). E inmediatamente colgaba el teléfono. Gil era un pensador, uno de los rasgos que más apreciaba en él.
Cuando lo conocí, solía ir a escuchar a Bird en la época en que yo estaba en la banda. Comparecía con una bolsa llena de rábanos (él decía «rábanos picantes»), que comía con sal. Allí estaba aquel canadiense, alto, flaco, blanco, más sofisticado que nadie. Insisto en que yo no conocía a ningún blanco que fuera como él. Estaba acostumbrado a aquellos negros de East St. Louis que entraban en todas partes con una bolsa de sándwiches de careta de cerdo asada que iban sacando y comiendo tan tranquilos, lo mismo en el cine que en un club que en cualquier otro lugar. Pero ¿llevarse «rábanos picantes» a los clubes nocturnos y comérselos de una bolsa con un poco de sal, siendo un joven blanco? Así era Gil en la frenética calle Cincuenta y dos, entre todos aquellos supersofisticados músicos negros emperifollados, vestidos como petimetres, y él tocado con una gorra. Un personaje, macho.
El apartamento de Gil en la calle Cincuenta y cinco, un sótano, era punto de reunión de muchos músicos; un lugar tan oscuro que nunca sabías si era de día o de noche. Max, Diz, Bird, Gerry Mulligan, George Russell, Blossom Dearie, John Lewis, Lee Konitz y Johnny Carisi estaban constantemente allí. Gil tenía una cama enorme, que ocupaba mucho espacio, y un jodido gato muy raro que se metía por todas partes. Nosotros nos sentábamos donde fuera y hablábamos de música o discutíamos sobre cualquier cosa. Recuerdo que Gerry Mulligan estaba entonces muy enojado por una serie de cuestiones. Pero también lo estaba yo, y de vez en cuando nos enzarzábamos en alguna disputa. Nada serio, sólo azuzarnos uno a otro. En cambio, Gil era como una gallina clueca para todos. Su frialdad lograba calmar los ardores. Era una persona maravillosa a quien, sencillamente, encantaba rodearse de músicos. Y a nosotros nos apasionaba estar a su alrededor por lo mucho que nos enseñaba, por su interés hacia la gente y la música, especialmente hacia los arreglos musicales. Me parece que Bird también apareció por allí durante un tiempo. Gil era capaz de soportar a Bird cuando nadie más podía hacerlo.
Sea como fuere, yo me movía en otra dirección, alejándome de Bird. Así, cuando la crisis estalló, en diciembre de 1948, tenía ya muy claro lo que quería hacer y lo que iba a hacer. La moral de la banda estaba por los suelos cuando decidí marcharme. Bird y yo apenas nos hablábamos y había en el interior del grupo una fuerte tensión. El golpe final se produjo justo antes de Navidad. Bird y yo discutimos en el Three Deuces a propósito de mi dinero. Aquel día, él se había instalado en el club, dedicado a comer una tonelada de pollo frito y a beber, repleto de heroína como un hijoputa, y yo no había cobrado en varias semanas. Sonreía como un gato de Cheshire culón y tenía la apariencia de un Buda. Le pregunté qué pasaba con mi dinero y siguió comiendo pollo como si yo no estuviera allí. Como si yo hubiera sido una especie de lacayo. De modo que agarré a aquel hijoputa por el cuello y le dije algo como: «Págame ahora mismo, hijoputa, o te mato, y no bromeo, negrito». Y dio resultado, porque a toda prisa me entregó algún dinero, no todo el que me debía, pero sí aproximadamente la mitad.
Unos días después, en vísperas de Navidad, estábamos tocando en el Royal Roost. Bird y yo tuvimos otra disputa sobre el resto de su deuda, antes de subir al escenario. Bird inició enseguida sus bufonadas: dispararle a Al Haig con una pistola de juguete, soltar el aire de un globo ante el micrófono. La gente reía, y él también, porque le parecía divertido. Yo, simplemente, bajé del escenario y me largué. Max se largó igualmente aquella noche, aunque luego regresó hasta que Joe Harris ocupó su puesto. Yo también volví, por un tiempo, pero finalmente, no mucho después de aquello, Kenny Dorham, mi viejo amigo, se incorporó a la banda de Bird en mi lugar.
Cuando dejé la banda, mucha gente escribió que me había marchado del escenario por las buenas y nunca volví. No ocurrió de ese modo. No dejé a Bird mientras él tenía compromisos por cumplir. Nunca lo habría hecho; no es propio de un profesional comportarse de semejante manera, y yo he creído siempre en la profesionalidad. Ya le había insinuado a Bird que estaba cansado, hastiado de lo que pasaba, le había dicho que pensaba marcharme y acabé haciéndolo.
Poco tiempo después, cuando Norman Granz vino a ofrecernos a Max y a mí 50 dólares por noche para incorporarnos con Bird a su Jazz en la Philharmonic, le dije que no. Cuando se lo propuso a Max, éste quiso partirle la boca. Pero yo le dije: «Max, lo único que has de hacer es decir que no; amenazar con pegarle a ese hijoputa no sirve de nada». Me hizo caso. Max se había enfadado porque Norman ni aprobaba ni se tomaba en serio la música que normalmente hacíamos, y además el dinero que ofrecía era inadecuado. De hecho, lo que Norman quería era tener a Bird en sus programas, procurando que se sintiera cómodo entre las personas que le rodeaban. Necesitaban un batería, un piano y un bajo, y Bird me reclamaba a mí como trompeta. Norman ya tenía como pianista a Errol Garner, aunque Bird podía tocar con cualquiera, así que no importaba quién fuera el pianista con tal de que supiera darle al teclado. La ventaja, lo positivo, era que Erroll tocaba bien. Pero a mí me resultaba imposible hacer lo que Norman o Bird pretendían que hiciese, de modo que dije simplemente que no. Era doloroso decirle que no a Bird, pero lo hice. Y creo que mi negativa de entonces me ayudó, andando el tiempo, como persona: sirvió para convencerme de que me conocía a mí mismo.
Tras cortar mi colaboración con Bird me bastó con cruzar la calle para encontrar trabajo en el Onyx Club. Tuve a Sonny Rollins al saxo tenor, a Roy Haynes a la batería, a Percy Heath al bajo, a Walter Bishop al piano. Procuré no mirar atrás.
En el futuro, Bird y yo tocamos juntos dos o tres veces y juntos grabamos algunos discos. Contra Bird, yo no tenía nada; no soy esa clase de persona. Lo único que quería era no hundirme en la misma mierda que él. Creo que, hacia 1950, Red Rodney ocupó el lugar de Kenny Dorham en la banda de Bird, y Bird solía hablarle de cuánto lamentaba la forma en que nos había tratado. Kenny me contó la misma historia, e incluso el propio Bird nos lo dijo un par de veces. Sin embargo, ello no le impidió hacer las mismas cabronadas a cada una de las bandas que tuvo después de nosotros.
En enero de 1949, no obstante, Metronome seleccionó a un grupo de All Stars para grabar un disco tan pronto como se levantase el boicot a las grabaciones, lo que ocurrió el primer día laborable de aquel año. Yo intervine a la trompeta, así como Dizzy y Fats Navarro, J. J. Johnson y Kai Winding en los trombones; Buddy De Franco al clarinete, Bird al saxo alto, Lennie Tristano al piano, Shelly Manne a la batería, y varias personas más. Pete Rugolo fue el director. La RCA publicó el disco, que sería Metronome All Stars.
Bird se comportó en aquella sesión de manera curiosa. Dijo que no entendía los arreglos, cosa que obligó a muchas tomas extra. Pero naturalmente que los entendía: era sólo una excusa para cobrar más dinero. Como resultado, con sus tomas extra y sus tonterías alargó la sesión unas tres horas más allá del límite y todos nos beneficiamos. Posteriormente se dio el título de «Overtime» a una pieza, en recuerdo de lo que Bird había hecho.
El disco fue una porquería, excepto lo que tocábamos Fats, Dizzy y yo. A todos se nos impusieron limitaciones, porque los solistas eran muchos y se trataba de grabaciones a 78 rpm. Pero lo que tocó la sección de trompetas me pareció brutal. Fats y yo decidimos seguir la pauta de Dizzy y tocar como él tocaba en lugar de hacerlo con nuestros respectivos estilos. El parecido fue tal que el propio Dizzy difícilmente conseguía identificar dónde terminaba él y empezábamos nosotros. Macho, aquellos licks de trompeta volaban por todas partes. Algo muy serio. Después de aquel disco, muchos músicos se percataron de que yo podía hacer las mismas cosas que Dizzy, además de tocar en mi propio estilo. Todos ellos, los obcecados por Dizzy, me tuvieron un gran respeto después de oír el disco.
Cuando terminé de tocar en el Onyx, pasé a hacerlo en el Royal Roost con la banda de Tadd Dameron. Tadd era un gran compositor y arreglista, además de un pianista excelente. El nuevo trabajo me ofrecía seguridad, cosa que después de haber dejado a Bird necesitaba para mantener a mi familia. Fats Navarro había sido el trompetista fijo de Tadd, pero por entonces era un yonqui total y estaba perdiendo mucho peso. Se pasaba el tiempo enfermo y faltaba constantemente al trabajo. Tadd compuso muchas cosas para la trompeta de la Gorda; pero en enero de 1949, la Gorda estaba demasiado enfermo para tocar, así que yo ocupé su puesto. Todavía vino y actuó algunas veces, pero ya no era el músico que había sido.
Inmediatamente después de actuar con Tadd en el Royal Roost, me uní a la banda de Oscar Pettiford y entramos en el Three Deuces llevando a Kai Winding como trombón. Los dueños del Three Deuces, Sammy Kaye e Irving Alexander, abrieron en enero de 1949 un nuevo club en Broadway llamado Clique. Confiaban en atraer al nutrido público del jazz que se había trasladado a Broadway desde la calle Cincuenta y dos, pero tuvieron que cerrar a los seis meses de haber inaugurado. Nuevos empresarios arrendaron a continuación el local, y allí fue donde el verano de 1949 se abrió el Birdland.
En fin, la banda de Oscar Pettiford se componía de buenos músicos; estábamos, entre otros, Lucky Thompson, Fats Navarro, Bud Powell y yo. Pero aquella banda no se dedicaba a tocar en grupo. Cada uno interpretaba sus largos solos y sus mierdas particulares, tratando de superar al que le seguía. Eso lo jodió todo, y fue una pena porque podía haber sido algo genial.
A principios de 1949, Tadd y yo llevamos un grupo a París y tocamos alternando con Bird, lo mismo que habíamos hecho en el Royal Roost. Fue mi primer viaje al extranjero, y cambió para siempre mi forma de ver las cosas. Me encantó estar en París y me encantó la manera en que fui tratado. Me había comprado algunos trajes nuevos, hechos a la medida, así que, macho, me sentía todo un tipo.
Formábamos el grupo Tadd, Kenny Clarke, James Moody y yo, con un bajista francés llamado Pierre Michelot. Fuimos la sensación del Festival de Jazz de París, juntamente con Sidney Bechet. Allí conocí a Sartre, Picasso y a Juliette Greco. Jamás en mi vida me he vuelto a sentir como entonces. Únicamente en dos ocasiones había experimentado algo parecido: cuando oí por primera vez a Bird y a Diz en la banda de B, y aquella otra vez con la gran orquesta de Dizzy en el Bronx. Pero entonces se trató únicamente de música. Ahora era distinto: ahora se trataba de la vida. Juliette Greco y yo nos enamoramos. Me importaba mucho Irene, pero nunca antes había sentido las cosas que por aquellos días me trastornaban.
Conocí a Juliette en uno de mis ensayos. Ella venía y se sentaba a escuchar la música. Yo no sabía que era una cantante famosa, lo ignoraba todo. Simplemente, estaba tan bonita sentada allí…: largo cabello negro, un rostro hermoso, menuda, estilizada, tan diferente a cualquier otra mujer que yo hubiese conocido… Distinta por su aspecto, diferente por su manera de comportarse… Le pregunté a un tipo quién era.
Me preguntó: «¿Qué quieres de ella?». Yo le respondí: «¿Por qué he de querer algo de ella? Quiero conocerla». Entonces dijo él: «Bueno, ya sabes, es una de esas existencialistas». Así que enseguida repliqué: «Macho, me importan un huevo esas chorradas. No me interesa lo que es. Me parece una chica bonita y quiero conocerla».
Pero me cansé de esperar a que alguien nos presentara, y un día, cuando vino al ensayo, simplemente levanté el dedo índice y le hice seña de que se acercara, y se acercó. Conseguí hablar con ella y me dijo que no le gustaban los hombres pero le gustaba yo. A partir de aquel momento estuvimos siempre juntos.
Nunca en la vida me había sentido de aquella manera. Era la libertad de estar en Francia y de que te tratasen como un ser humano, como alguien importante. Incluso la banda y la música que interpretábamos sonaban mejor allí. Incluso los olores eran diferentes. Me acostumbré en París al olor del agua de colonia y el olor de París era para mí una especie de aroma de café. Más tarde descubrí que la misma clase de aroma la percibes en la Riviera francesa, por la mañana. Desde entonces no he vuelto a oler perfumes como aquéllos. Son algo como coco, lima y ron mezclados. Algo casi tropical. El caso es que todo pareció cambiar para mí mientras estuve en París. Me sorprendí incluso a mí mismo anunciando los títulos de las canciones en francés.
Juliette y yo solíamos pasear juntos por las orillas del Sena, cogiéndonos de la mano y besándonos, mirándonos a los ojos, besándonos otra vez y apretándonos mutuamente la mano. Era como cosa de magia, casi como si me hubieran hipnotizado, como si estuviera en una especie de trance. Todo aquello yo no lo había hecho nunca. Estuve siempre tan inmerso en la música que no tuve tiempo para romances de ninguna clase. La música había sido la totalidad de mi vida hasta que conocí a Juliette Greco y ella me enseñó lo que era amar a alguien al margen de la música.
Juliette fue probablemente la primera mujer a quien amé a un nivel de igualdad entre seres humanos. Era una persona ideal. Teníamos que comunicarnos, sobre todo, a través de expresiones, gestos, lenguaje corporal. Ella no hablaba inglés y yo no hablaba francés. Conversábamos por medio de los ojos, de los dedos, no sé si me entiendes. Cuando te comunicas así, sabes que la persona no finge ni miente. Te vales de sensaciones y sentimientos. Era abril en París. Sí, y yo estaba enamorado.
Kenny Clarke decidió allí y entonces que se quedaba, y me dijo que era un imbécil si regresaba a Estados Unidos. A mí también me dolía, porque cada noche iba a los clubes con Sartre y Juliette y nos sentábamos en las terrazas de los cafés y bebíamos vino y comíamos y hablábamos. Juliette me pidió que me quedara. El propio Sartre dijo: «¿Por qué no os casáis Juliette y tú?». Pero no lo hice. Me quedé una o dos semanas, me enamoré de Juliette y de París, y después me marché.
Cuando me disponía a partir, en el aeropuerto, me encontré rodeado de caras tristes. La mía era tan triste o más. Kenny estaba allí despidiéndome. Macho, me deprimía tanto volver a este país que en todo el trayecto en avión no pude dirigirle la palabra a nadie. No sabía que aquella experiencia iba a afectarme de tal modo. Y tan deprimido seguía cuando regresé que, antes de que me diera cuenta, tenía una adicción a la heroína de la que me costó cuatro años desengancharme, y por primera vez me encontré sin control, cayendo más deprisa que un hijoputa hacia la muerte.