CUANDO REGRESÉ A ESTE PAÍS, en el verano de 1949, encontré exactamente lo que Kenny Clarke me había anticipado: no había cambiado nada. No me explico por qué pensé que sería más o menos diferente de lo que era antes; supongo que esperaba que fuera diferente por la clase de cosas que me habían ocurrido en París. Estaba aún prendido de la ilusión y de lo que allí me había pasado. Pero, en el fondo, sabía que nada podía haber cambiado en Estados Unidos. Sólo había estado ausente un par de semanas. Vivía con la fantasía de una posibilidad, de que quizá se hubiera producido un milagro.
Fue en París donde aprendí que no todas las personas blancas eran iguales, que unas tenían prejuicios y otras no. En parte lo había deducido después de conocer a Gil Evans y a otros pocos, pero en realidad lo descubrí en París. Comprender aquello fue para mí muy importante y me hizo consciente de lo que políticamente ocurría a mi alrededor. Empecé a notar cosas en las que antes no había reparado, cuestiones políticas: lo que de verdad pasaba con el pueblo negro. Conocía el problema desde mucho antes, por supuesto, pues no en vano me había educado junto a mi padre; pero estuve tan entregado a la música que, de hecho, no le presté atención. Sólo cuando me golpeó en plena cara hice algo a propósito de ello.
Por aquellos días, Adam Clayton Powell, de Harlem, y William Dawson, de Chicago, eran los dos políticos negros con mayor poder. Yo veía con frecuencia a Adam en Harlem porque le gustaba mucho la música. Ralph Bunche acababa de ganar el premio Nobel. Joe Louis, entonces, había sido campeón mundial de los pesos pesados durante mucho tiempo, y para cada negro era un héroe (así como para muchos blancos). Sugar Ray Robinson no se quedaba muy atrás en popularidad. Ambos solían descolgarse por Harlem. Ray tenía un club en la parte alta de la Séptima Avenida. Jackie Robinson y Larry Doby jugaban al béisbol en primera categoría. Los negros empezaban a hacer cosas en este país.
Nunca me había inclinado demasiado hacia la política, pero sabía cómo los blancos trataban a los negros y me resultaba muy duro volver a tragar la mierda que la gente blanca hace tragar a un negro en este país. Darte cuenta de que no tienes el más mínimo poder para cambiar las cosas es una gran putada.
En París, coño, fuera lo que fuese lo que tocábamos, era celebrado, aceptado. Eso tampoco es bueno, pero así eran las cosas, y en cambio, cuando volvimos aquí, no pudimos siquiera encontrar trabajo. Éramos estrellas internacionales y en casa no teníamos empleo. Los empleos eran para los músicos blancos que estaban copiando Birth of the Cool. Macho, aquella situación me dolió en lo más hondo. Conseguimos algunas actuaciones y me parece que aquel verano ensayamos con una banda de dieciocho instrumentos, pero eso fue todo. En 1949, yo tenía solamente veintitrés años y supongo que esperaba más. Perdí el sentido de la disciplina, perdí el sentido del control sobre mi propia vida, y empecé a ir a la deriva. No se trataba de que no supiera lo que me estaba pasando. Lo sabía, pero ya no me importaba. Confiaba de tal modo en mí mismo que incluso cuando perdía el control me creía que aún lo controlaba todo. La mente, ya sabes, puede hacerte estas jugarretas. Deduzco que cuando empecé a andar tan colgado como anduve sorprendí a muchas personas que me consideraban un tipo centrado. También me sorprendió a mí lo deprisa que acabé perdiendo el control.
Recuerdo cómo me dediqué a holgazanear por Harlem cuando volví de París. En torno a los círculos musicales había montones de droga y los músicos enganchados eran un batallón, especialmente a la heroína. La gente, los músicos en particular, se consideraba que estaban en la onda en determinados ambientes si se pinchaban. Varios entre los más jóvenes, como Dexter Gordon, Tadd Dameron, Art Blakey, J. J. Johnson, Sonny Rollins, Jackie McLean y yo mismo (todos nosotros) empezamos a meternos heroína por la misma época. A pesar de que teníamos ante las narices el hecho de que Freddie Webster había muerto de una mala dosis. Además de Bird, Sonny Stitt, Bud Powell, Fats Navarro, Gene Ammons, todos tomábamos heroína. Y no digamos Joe Guy y Billie Holiday. Se pinchaban constantemente. También buen número de músicos blancos (Stan Getz, Gerry Mulligan, Red Rodney, Chet Baker) estaban fuertemente enganchados. La prensa de entonces, sin embargo, procuraba dar a entender que eran adictos sólo los músicos negros.
Yo nunca me tragué el cuento de que si te inyectabas heroína serías capaz de tocar como Bird. Pero conocía a muchos músicos que sí se lo tragaron, y Gene Ammons fue uno de ellos. No fue eso lo que me empujó a la heroína. Lo que me desmadró fue la depresión que sufrí cuando regresé a Estados Unidos; eso y el echar de menos a Juliette.
Por otra parte estaba la cocaína, un producto latino de la máxima importancia. Tipos como Chano Pozo estaban enganchados, y de qué manera, a la cocaína. Chano era percusionista en la banda de Dizzy. Era un negro cubano, el más genial intérprete de conga que había entonces en la escena musical. Pero también un bravucón. No pagaba la droga que adquiría. La gente le tenía miedo porque era el rey de las riñas callejeras y en un minuto le partía la cara a cualquier hijoputa. Era un tipo alto y corpulento, furibundo, que llevaba siempre un gran cuchillo. Tenía aterrorizada a la gente de la parte alta de la ciudad. Lo mataron en 1948, después de que pegara a un traficante latino de cocaína, allá en Harlem, en el Río Café de Lenox Avenue, por la calle Ciento doce o Ciento trece. El tipo reclamó a Chano un dinero que le debía y Chano, como respuesta, le soltó un mamporro. El traficante sacó la pistola y disparó contra Chano. Macho, que el cubano muriese de aquel modo conmocionó a todo el mundo. El hecho ocurrió antes de que yo me fuera a París, pero formaba parte destacada del panorama de la droga.
La búsqueda de droga en la zona alta de la ciudad me mantenía más alejado aún de mi familia. La había trasladado a un apartamento en Jamaica, Queens, y posteriormente a St. Albans. Yo iba y venía en mi descapotable Dodge, modelo 1948, que Sonny Rollins había bautizado con el nombre de Diablo Azul.
Irene y yo, de todos modos, no teníamos vida familiar de ninguna clase. No disponíamos de dinero para grandes cosas: había que mantener a los dos niños, mantenernos a nosotros, todo eso. No íbamos a ninguna parte. A veces, yo me pasaba horas con la mirada perdida, pensando sólo en la música. Irene imaginaba que pensaba en otra mujer. Si en mi chaqueta o en mi gabán encontraba algún cabello, juraba que había estado jodiendo con alguien. Una de las razones por las cuales Irene me acusaba de tener otras mujeres era que le había comprado ropa a Coleman Hawkins, quien sí era un notorio mujeriego y llevaba prendidos cabellos de todas clases. Pero en aquella época a mí no me interesaban las mujeres, así que discutíamos simplemente por nada. Era un fastidio. Yo quería realmente a Irene y todo eso. Era una persona encantadora, una buena mujer, pero para otro. Una dama distinguida, con auténtica clase. Fui yo quien necesitó algo diferente. Fui yo, no ella, quien empezó a echarlo todo a perder. Después de conocer a Juliette me pareció entender lo que deseaba en una mujer. Si no tenía que ser Juliette, tendría que ser alguien con su misma manera de mirar la vida y su mismo estilo, tanto en la cama como fuera de ella. Juliette era independiente, pensaba por su cuenta, tenía ideas propias, y eso me gustaba.
Básicamente dejé a Irene en casa con los niños porque yo no quería estar allí. Uno de los motivos de que dejara de ir a casa fue porque me sentía tan mal que a duras penas podía enfrentarme a mi familia. Irene había tenido gran confianza y gran fe en mí. Gregory y Cheryl, los niños, eran todavía pequeños y no sabían exactamente lo que pasaba. Pero Irene sí lo sabía. Se leía en sus ojos.
La dejé al cuidado de Betty Carter, la cantante. De no ser por ella no sé lo que Irene hubiera hecho. Debido a la forma en que yo trataba a Irene en aquella época, supongo que Betty Carter, incluso hoy, no debe de apreciarme mucho. No se lo reprocho, pues yo era entonces un hijoputa indescriptible en lo que se refiere a cuidar de mi familia. No tenía intención de abandonar a Irene como lo hice, pero estaba obsesionado por mi adicción a la heroína y mis sueños de la mujer que deseaba, y no podía pensar en otra cosa.
Cuando tomas heroína constantemente pierdes el deseo de tener relaciones sexuales con una mujer, o por lo menos yo lo perdí. Sé que Bird y otros como él parecían necesitar el sexo lo mismo si tomaban heroína que si no. No parecían encontrar ninguna diferencia. Yo gocé del sexo con Irene, como lo gocé con Juliette. Pero después de engancharme ni siquiera pensaba en practicarlo, o no gozaba si lo hacía. En lo único que podía pensar era en cómo conseguiría algo más de heroína.
Al principio no me la inyectaba en las venas, sino que esnifaba toda la que me caía en las manos. Un día estaba en una esquina de Queens con la nariz chorreando, hecho una mierda. Sentía fiebre, como si me hubiera resfriado. Un chorizo amigo mío que se hacía llamar Matinee se me acercó y me preguntó qué me pasaba. Le dije que había estado esnifando heroína y coca y que lo había hecho cada día y que aquel día en particular no había ido a Manhattan, que era donde solía comprar las drogas. Matinee me miró como si yo fuera un imbécil y me dijo que tenía el mono.
«¿De qué me hablas? ¿Un mono?», dije.
Matinee me dijo: «Te moquea la nariz, tienes escalofríos, estás débil. Es el puñetero mono, negrito. El hábito». Luego me compró algo de heroína en Queens. Esnifé lo que me había llevado y me sentí perfectamente bien. Los escalofríos desaparecieron, mi nariz dejó de chorrear y la debilidad se me pasó. Continué esnifando después de aquello, pero cuando volví a ver a Matinee éste me dijo: «Miles, no tires el dinero esnifando esa cosa porque volverás a enfermar. Te sentirás mucho mejor si te la inyectas». Así empezó una película de horror que duraría cuatro años.
No tardé mucho en verme obligado a conseguir droga como fuera, pues sabía que si no la encontraba iba a enfermar. Y cuando enfermaba era como tener la gripe. Te chorreaba la nariz, te dolían terriblemente las articulaciones, y si no te dabas prisa en meterte un poco de heroína en las venas, pronto empezabas a vomitar. Una miseria espantosa. Por lo tanto, evitaba a toda costa llegar a aquella situación.
Cuando empecé a inyectarme heroína, lo hacía solo. Luego empecé a relacionarme. Un bailarín de claqué llamado Leroy, un tipo a quien llamábamos Laffy, y yo, nos proveíamos en las calles Ciento diez, Ciento once y Ciento dieciséis, en Harlem. Deambulábamos por bares como el Río, el Diamond, el Sterling’s, los billares de LaVant, lugares así. Esnifábamos coca con heroína el día entero. Si no estaba con Leroy, estaba con Sonny Rollins, o bien con Walter Bishop; y poco después con Jackie McLean, o quizá Philly Joe Jones, quien también rondaba por allí.
Comprábamos tres dólares de heroína y nos la inyectábamos. Tomábamos cuatro o cinco dosis al día, según el dinero que tuviéramos. Nos íbamos al apartamento de la Gorda en el Cambridge Hotel, en la calle Ciento diez entre las avenidas Séptima y Lenox; o a veces a casa de Walter Bishop, y allí nos pinchábamos. Teníamos que ir a casa de Bishop para coger nuestros «instrumentos»: las jeringas y lo que utilizáramos para atarnos los brazos con el fin de que destacaran, se vieran bien, las venas en que pretendíamos pincharnos. A veces nos colocábamos tanto que dejábamos los instrumentos en casa de Bishop, para luego merodear en torno al Minton’s y contemplar a los bailarines de claqué, los tap dancers, compitiendo unos con otros.
Me gustaba ver y oír a los tap dancers. Están muy cerca de la música, por su forma de percutir. Son casi como tambores, como bateristas, y se aprende mucho simplemente escuchando los ritmos que obtienen de tacones y puntas. Durante las horas diurnas, junto al Minton’s y el hotel Cecil, los tap dancers solían reunirse y retarse unos a otros en la acera. Recuerdo especialmente los duelos entre dos bailarines, Baby Laurence y un sujeto muy alto y flaco llamado Ground Hog. Baby y Ground Hog eran yonquis, y si bailaban delante del Minton’s era para conseguir droga, porque los traficantes solían detenerse a contemplarlos y se la daban gratis. En torno a ellos se congregaba un gran gentío, y bailaban como hijoputas. Baby Laurence era tan bueno, macho, que no se le puede describir. Pero Ground Hog no hacía mal papel frente a Baby, ni mucho menos. Era realmente sofisticado y más limpio que un perro casero, ya sabes, en sus ropas y en todo. Barney Biggs era otro bailarín genial, como lo era uno llamado I. D., y como Fred y Sledge y los Step Brothers. La mayoría de aquellos tipos eran drogadictos, aunque los Step Brothers no lo sé. En todo caso, si no formabas parte de la gente in no te enterabas de lo que ocurría delante del Minton’s. Aquellos tap dancers hablaban con frecuencia de que Fred Astaire y el resto de los bailarines blancos no eran nadie, y ciertamente no eran nadie comparados con el nivel a que aquellos tíos bailaban. Sólo que, como eran negros, no tenían la menor esperanza de ganar dinero y fama bailando.
Por aquella época, yo sí me estaba haciendo verdaderamente famoso, y una legión de músicos empezaban a darme coba como si fuera alguien importante. Por mi parte, me preocupaba de si, en público, debía adoptar esta o aquella actitud, de si era mejor sostener la trompeta así o asá cuando tocaba. ¿Debería hacer esto o lo otro, hablar al público, marcar el compás con el pie izquierdo o con el derecho? ¿O marcarlo con el pie dentro del zapato de modo que nadie me viese hacerlo? Éstas eran las gilipolleces que me preocupaban cuando cumplí veinticuatro años. Además, mientras estuve en París había descubierto que no era un intérprete tan malo como muchos hijoputas de tiempos pasados decían que era. Mi ego era mucho más grande de lo que había sido antes de marcharme. Pasé de ser una persona extremadamente tímida a ser alguien lleno de aplomo y confianza.
En 1950 había vuelto a Manhattan y me alojaba en el hotel América, allá en la calle Cuarenta y ocho. Buen número de músicos vivía allí, como Clark Terry, quien finalmente había ido a Nueva York. Clark tocaba entonces en la banda de Count Basie, creo, y, por lo tanto, andaban mucho de gira. Baby Laurence solía aparecer también por el hotel, donde, además, vivían muchos yonquis.
Yo estaba muy enganchado a la heroína y empecé también a merodear con Sonny Rollins y su pandilla de Sugar Hill, en Harlem. Ese grupo incluía, aparte de a Sonny, al pianista Gil Coggins, a Jackie McLean, Walter Bishop y Art Blakey (que, de hecho, era de Pittsburgh, pero se había descolgado en Harlem), a Art Taylor y a Max Roach, que era de Brooklyn. También creo que encontré por primera vez a John Coltrane en aquel período, cuando él tocaba en una de las bandas de Dizzy. Me parece que le oí tocar en un club de Harlem.
Sea como fuere, Sonny tenía una sólida reputación entre muchos de los músicos jóvenes de Harlem. La gente de Harlem quería mucho a Sonny Rollins, aunque también le querían en todas partes. Era una leyenda, casi un dios para la mayoría de los músicos jóvenes. Algunos pensaban que tocaba el saxo al nivel de Bird. Yo sólo sé una cosa: le andaba muy cerca. Era un intérprete agresivo e innovador, siempre rebosante de ideas musicales ingeniosas y frescas. Lo aprecié mucho como intérprete, por aquellas fechas, pero además componía y escribía de maravilla. (Opino, sin embargo, que más adelante la forma de tocar de Coltrane le afectó y le hizo cambiar de estilo. Si hubiera seguido haciendo lo que hacía cuando empecé a oírle, estoy seguro de que habría llegado a ser un músico todavía mejor de lo que es hoy en día, y conste que es un músico muy bueno.)
Sonny acababa de regresar de una serie de actuaciones en Chicago. Conocía a Bird, y Bird estimaba sinceramente a Sonny, o Newk, como lo llamaba, porque se parecía al pitcher de los Brooklyn Dodgers, Don Newcombe. Un día, Sonny y yo volvíamos en un taxi de comprar algo de droga, cuando el taxista, un blanco, se volvió, miró a Sonny y dijo: «¡Coño, si es usted Don Newcombe!». Macho, el tipo se había excitado como no quieras saber. Yo estaba atónito, porque hasta entonces no me había dado cuenta del parecido. Pero al final metimos al taxista en un bonito embrollo. Sonny se puso a hablar de la clase de lanzamientos que aquella tarde iba a hacerle a Sttan Musial, el famoso hitter de los St. Louis Cardinals. Aquel día se sentía maligno y le dijo incluso al taxista que dejaría entradas a su nombre en la taquilla, después de lo cual el hombre nos dio un tratamiento de príncipes.
Yo tenía un trabajo en el Audubon Ballroom y propuse a Sonny unirse a la banda y él aceptó. En aquella banda estaba Coltrane, y también Art Blakey a la batería. Todos ellos (Sonny, Art y Coltrane) tomaban en aquella época mucha heroína, así que estar tanto con ellos sólo sirvió para hundirme más en la adicción.
Por entonces, Fats Navarro era ya un mal yonqui que inspiraba compasión. La esposa de la Gorda, Lena, se inquietaba constantemente por él. Era blanca. Tenían una niña llamada Linda. Fats había sido una excelente persona, muy alegre, bajo y gordo antes de que la droga lo destrozara. Pero en esa época no era más que piel y huesos, caminaba perdido, con una terrible tos que constantemente parecía desgarrarle el cuerpo. Aquella tos, cada vez que le acometía, lo zarandeaba literalmente de pies a cabeza. Era muy triste verlo en aquel estado. ¡Era un cat tan maravilloso, macho, y un trompetista tan grande…! Yo le quería de veras. Salía con él de vez en cuando, y también me pinchaba con él. La Gorda, Ben Harris, otro trompetista y yo. La Gorda lo odiaba. Yo lo sabía, pero consideraba que Benny era un buen tipo. Cuando estábamos colocados hablábamos apaciblemente de música, de los viejos tiempos del Minton’s, de cómo la Gorda barría allí a quienquiera que entrase. Yo le contaba cosas, cosas técnicas, sobre la trompeta, porque, ya ves, la Gorda era músico por naturaleza, un genio natural de la interpretación, y yo le enseñaba trucos para tocar. Por ejemplo, tenía problemas para tocar baladas. Yo le aconsejaba que tocara más suave, o que invirtiera algunos de los acordes que tocaba. Me llamaba Millie. Siempre hablaba de cambiar, de dejar la heroína, pero no lo hizo. Nunca lo consiguió.
La Gorda grabó su último disco conmigo en mayo de 1950. Murió pocos meses después. Tenía veintisiete años. Fue penoso oírle aquella última vez, tratando de dar notas que antes lograba como si nada. Me parece que el disco se tituló Birdland All Stars, porque fue en Birdland donde se hizo. Intervinimos J. J. Johnson, Tadd Dameron, Curly Russell, Art Blakey, la Gorda y un saxofonista llamado Brew Moore. Más tarde grabé un disco con Sarah Vaughan, tocando yo la trompeta en la banda de Jimmy Jones. En uno u otro momento, según creo, toqué en otra banda All Star con la Gorda, y aquélla debió de ser la última ocasión en que tocamos juntos. No estoy seguro, pero pienso que sería otra Birdland All Star, en esa ocasión con Dizzy, Red Rodney, la Gorda y Kenny Dorham en las trompetas y J. J., Kai Winding y Bennie Green en los trombones; Gerry Mulligan y Lee Konitz en los saxos; Art Blakey a la batería, Al McKibbon al bajo y Billy Taylor al piano.
Recuerdo que todo el mundo tocaba unos solos fantásticos y que luego se jodía el asunto cuanto tratábamos de tocar juntos. Si no me confundo, nadie conocía los arreglos, que procedían de las partituras de la gran orquesta de Dizzy. Me parece recordar que los empresarios del Birdland querían que la banda se llamase Dizzy Gillespie’s Dream Band, pero Diz no se avino porque no quería hacerle sombra a nadie. Entonces pretendieron llamarla Symphony Sid’s Dream Band, nombre que olía a racismo blanco. El propio Sid, sin embargo, era demasiado prudente, demasiado sutil para admitirlo. Así que terminaron llamándola Birdland Dream Band. Incluso creo que registraron el nombre.
Después de esto calculo que actué en el Black Orchid Club, que era el antes llamado Onyx Club. Tenía conmigo a Bud Powell, a Sonny Stitt y a Wardell Gray, así como a Art Blakey en la batería, aunque no estoy seguro de si era él u otro. Esto ocurría hacia junio de 1950. Sé que la Gorda murió en julio.
A finales de aquel verano se cerró la calle Cincuenta y dos; entonces, Dizzy disolvió su gran orquesta y la escena musical, sencillamente, pareció desintegrarse. Yo empezaba a pensar que toda aquella mierda se nos venía encima por alguna razón específica, aunque no conseguía dilucidar cuál era. Mira, yo soy una persona muy intuitiva. Siempre he sido capaz de predecir cosas. Pero la jodí a la hora de predecir lo que iba a ocurrirme con las drogas. Según la numerología soy un número seis, un seis perfecto, y el seis es el número del diablo. Supongo que llevo mucho de diablo dentro de mí. Cuando descubrí esto hice también la comprobación de que la mayoría de las personas raramente me gustaban más de seis años, incluidas las mujeres. No sé lo que es, llámalo superstición si quieres. Pero en mi fuero interno estoy convencido de que todo ello es verdad.
En 1950 se cumplían los seis años de mi vida en Nueva York, por lo cual quizá pensé que todas aquellas puñeteras cosas se suponía que tenían que ocurrirme sin que, al parecer, yo pudiese hacer nada por evitarlo. Quería desengancharme de las drogas casi desde el primer instante en que comprendí que tenía el mono. No quería terminar como Freddie Webster o la Gorda. Pero tampoco parecía capaz de parar.
Inyectarme heroína cambió totalmente mi personalidad: de ser una persona gentil, tranquila, honesta y solícita pasé a ser todo lo contrario. Y era el ansia de conseguir heroína la culpable del cambio. Habría hecho cualquier cosa para no sentirme enfermo, lo cual significaba disponer de heroína para inyectármela constantemente, día y noche.
Comencé a sacarles dinero a las putas para mantener y alimentar mi adicción. Comencé a chulearlas, incluso antes de darme cuenta de qué era lo que estaba haciendo. Fui lo que yo solía llamar un «yonqui profesional». Sólo vivía para eso. Llegué a seleccionar mis trabajos de acuerdo con la posibilidad que ofrecían para proveerme de droga. Hice de mí uno de los mayores chorizos, simplemente porque dejaron de importarme los medios que utilizaba para asegurarme la heroína de cada día.
Incluso a Clark Terry le choricé en una ocasión lo que pude para comprar droga. Me encontraba por los alrededores del hotel América, donde Clark residía también, sentado en el bordillo de la acera, pensando en cómo y de dónde sacaría dinero para colocarme cuando Clark se me acercó, mi nariz chorreaba, tenía los ojos enrojecidos. Clark me pagó el desayuno y a continuación me llevó a su habitación del hotel y me dijo que durmiera un rato. Él salía de gira con Count Basie y se disponía a partir. Me dijo que cuando me sintiera lo bastante bien para marcharme, simplemente cerrase la puerta al salir, pero que podía quedarme tanto tiempo como quisiera. Así era de estrecha nuestra amistad. Él sabía bien lo que me pasaba y lo que hacía, pero no podía concebir que cometiese contra él alguna guarrada. Bueno, se equivocó.
Tan pronto como Clark salió en busca del autocar, abrí todos sus armarios, todos sus cajones, y cogí cuanto encontré que pudiera llevarme. Llevé una trompeta y un fardo de ropa directamente a la casa de empeños, y lo que no pude empeñar lo vendí por el poco dinero que quisieron darme. Una de las cosas que vendí, a Philly Joe Jones, fue una camisa que más tarde le vería puesta. Luego descubrí que Clark no había tomado el autocar. Lo había esperado, pero el autocar se retrasó y él volvió a la habitación para ver cómo estaba yo y lo que vio fue la puerta abierta. Entonces llamó a su casa, en St. Louis, y le dijo a su mujer, Pauline, quien todavía vivía allí, que llamara a mi padre y le contase en qué mala situación me encontraba yo. Cuando ella lo llamó, mi padre reaccionó con hostilidad.
«Lo único malo que tiene hoy Miles son esos condenados músicos, como el marido de usted, con quienes se codea», le dijo a Pauline. Mi padre confiaba en mí y le resultaba imposible admitir que yo estuviera en un apuro grave, y, en consecuencia, culpaba a Clark. Él pensaba que Clark era el principal responsable de que me hubiera dedicado a la música.
Dado que Clark conocía a mi padre, sabía de qué pie calzaba, y para colmo me perdonó lo que le había hecho. Pensó que si no hubiera estado enfermo, aquello no habría pasado. Sin embargo, por algún tiempo después de lo ocurrido, evité encontrarme en los lugares donde suponía que Clark estaría. Cuando finalmente nos encontramos, le pedí excusas y continuamos nuestra relación como si nada hubiera sucedido. Bien, eso es un amigo. Durante meses, luego, cada vez que me encontraba tomando copas en un bar con el dinero del cambio sobre el mostrador, Clark lo cogía en pago de lo que le había robado. Y eso, macho, es sentido del humor.
Irene y yo andábamos retrasados en el pago del hospedaje en el hotel América. Yo había empeñado mucho de lo que poseía, incluida mi propia trompeta, y le alquilaba una trompeta a Art Farmer a diez dólares por noche. En una ocasión, él tenía que tocar, y cuando fui a buscar el instrumento dijo que no podía alquilármelo y me vi metido en complicaciones. Por otra parte, cuando me lo alquilaba, iba a recogerlo al lugar donde yo estuviera actuando. No se fiaba de mí ni para dejármelo la noche entera. También me había retrasado en el pago de los plazos del coche. Los tipos que me vendieron el Diablo Azul me importunaban sin cesar, amenazando con recuperarlo, lo que me obligaba a buscar lugares secretos donde aparcarlo. Todo se derrumbaba.
En 1950, con Irene y los niños, hice un viaje a St. Louis en el Diablo Azul. Nos dijimos a nosotros mismos que sería una ruptura momentánea con Nueva York y que quizá nos serviría para poner las cosas otra vez en su sitio. En el fondo de mi conciencia yo sabía que entre Irene y yo todo había terminado. Desconozco lo que ella pensaba entonces, pero sí sé que estaba asqueada y harta de mis imbecilidades.
Tan pronto como llegamos a East St. Louis y aparqué el Diablo Azul frente a la casa de mi padre, la compañía financiera retiró el coche de la calle. Todo el mundo se preguntó a qué se debería aquello, pero nadie dijo nada. Circulaban rumores en casa de que yo estaba enganchado a la droga, aunque el asunto todavía no había salido a la luz. Por lo demás, la gente de East St. Louis no tenía drogadictos a su alrededor y no sabía cuál era su aspecto ni cómo se comportaban. Para aquellas personas yo era simplemente Miles, el excéntrico hijo músico del doctor Davis, que vivía en Nueva York con otros músicos excéntricos. O por lo menos eso era lo que yo creía que pensaban.
Un amigo me había dicho que Irene estaba preñada de otro hombre. Esa vez yo sabía que el hijo no podía ser mío, porque ya no mantenía relaciones sexuales con ella. Aquel amigo me contó que la había visto salir de un hotel de Nueva York en compañía del otro sujeto. Ella y yo nunca nos habíamos casado legalmente, así que no necesitábamos obtener el divorcio. Al final, no discutimos ni nada semejante; se acabó, y basta.
Mira, Irene me había seguido a Nueva York y solía acompañarme por la ciudad; por ejemplo, a casa de mi tío Ferdinand (hermano de mi padre), en Greenwich Village. Mi tío era un borracho. Yo andaba por ahí con él y un par de periodistas negros amigos suyos. Aquellos tipos bebían una barbaridad y no me gustaba especialmente que Irene los viera agarrar aquellas curdas, en particular cuando se trataba de mi tío. Cierto día, mi madre me preguntó qué había estado haciendo en Nueva York y le mencioné las relaciones con el tío Ferd. Ella dijo: «Ah, los dos de parranda, ¿eh? El ciego que guía al ciego». Bueno, mi madre intentaba explicarme que mi tío y yo teníamos un carácter similar: adictivo. Pero en la época en que me dijo aquello mi única «adicción» era la música. Luego fue la heroína, y entonces comprendí lo que había pretendido decirme.
En suma, Irene se quedó en East St. Louis y allí fue donde nació Miles IV, en 1950. Yo regresé a Nueva York por un tiempo y encontré empleo nuevamente en la banda de Billy Eckstine, que se disponía a marcharse a tocar en Los Ángeles. Allá fui. Necesitaba algún dinero fijo y no tenía nada mejor que hacer. Ya he dicho que no me gustaba la clase de música que interpretaba B, pero en la banda estaban Art Blakey y unos cuantos músicos más a quienes respetaba, así que pensé que aquello me serviría mientras me centraba un poco.
Los Ángeles era la última etapa de la gira, que fue uno de aquellos largos viajes en autocar en los que íbamos de ciudad en ciudad. Por el camino no sabíamos dónde conseguir droga, y como no la encontraba de buena calidad y de una manera regular, empecé a pensar que había acabado con mi adicción. Dexter Gordon, Blakey, y creo que Bird también venía con nosotros, nos dirigíamos al aeropuerto de Burbank. Art quiso pararse no sé dónde y comprar algo de mierda a un tipo que conocía. Lo hicimos, y la policía nos arrestó en el aeropuerto. Nos habían seguido desde la casa del traficante. Nos metieron en su coche y dijeron: «Muy bien, sabemos quiénes sois y lo que hacéis». Eran todos blancos, tiesos como flechas. Nos preguntaron los nombres. Yo les di el mío; Bird, el suyo; Dexter, el suyo; pero cuando le llegó el turno a Blakey les dijo que se llamaba Abdullah Ibn Buhaina, que era su nombre musulmán. El policía que lo anotaba todo, replicó: «¡Alto con gilipolleces y dime tu puñetero nombre americano, tu nombre correcto!». Blakey alegó que le había dado el nombre correcto. El poli se enfureció y terminamos todos en la cárcel. Estoy seguro de que nos habrían soltado si Blakey hubiera dado el nombre que le exigían. El caso es que nos metieron en la cárcel y tuve que llamar a mi padre para que me ayudara a salir. Él llamó a su vez a un amigo que vivía en Los Ángeles, un dentista compañero de estudios suyo apellidado Cooper, quien se puso en contacto con un abogado, Leo Branton. El abogado fue y me sacó.
Yo llevaba en el brazo viejas señales de pinchazos, que la policía examinó, pero en aquellos momentos no me pinchaba. Le dije esto a Leo Branton y él me dijo algo que me jodió de veras. Dijo que Art había contado a la policía que quien tomaba drogas era yo, con el fin de que lo trataran con mayor benevolencia. Me negué a creerlo, pero uno de los polis lo confirmó. Nunca mencioné este asunto a Art, y ésta es la primera vez que aludo a él en público.
Aquélla fue la primera ocasión en que me arrestaban por algo, la primera en que fui a la cárcel, y no me gustó en absoluto. Allí te deshumanizan, te sientes condenadamente desvalido detrás de tantos barrotes de acero, con tu vida en manos de alguien a quien no importas una puñetera mierda. Algunos de los guardias blancos son furiosamente racistas, te apalizarían sin necesidad de pretexto, o te matarían como si fueras una mosca o una cucaracha. Por lo tanto, mi estancia en la cárcel me abrió los ojos, fue una auténtica revelación.
Cuando salí en libertad me quedé un tiempo con Dexter en Los Ángeles. Trabajamos un poco, pero lo cierto es que casi no hicimos nada. Dexter se pinchaba mucho y le gustaba quedarse en casa, donde podía conseguir una heroína realmente buena. Así pues, yo empecé otra vez a inyectarme.
En mi primera visita a California había conocido a Art Farmer, y cuando volví en 1950 lo conocí mejor. Después de alojarme con Dexter por algún tiempo, tomé una habitación en el hotel Watkins, situado en West Adams cerca de la avenida Oeste. Me reunía con Art y hablábamos de música. Creo que yo fui el primero que habló de Clifford Brown, a quien había oído en alguna parte. Pensaba que era bueno y que a Art le gustaría también oírle. Clifford todavía no era famoso, pero muchos músicos hablaban ya de él. Art era y es un tipo francamente agradable, muy tranquilo, aunque un demonio tocando la trompeta.
Hacia finales de año, la revista Down Beat publicó un reportaje sobre cómo la heroína y otras drogas estaban arruinando el mundo de la música, en el cual se aludía al arresto que Art Blakey y yo habíamos sufrido en Los Ángeles. Bien, después de aquello salió todo a relucir y a duras penas pude conseguir algún que otro trabajo. Los empresarios de los clubes se limitaron a cerrarme las puertas. Pronto me cansé de Los Ángeles. Regresé al este. Me detuve un minuto en casa y continué rumbo a Nueva York. Pero tampoco allí encontré nada mejor que hacer que pincharme en compañía de Sonny Rollins y de los tipos de Sugar Hill. Para mí no había actuaciones.
Esperar el juicio que debía celebrarse en Los Ángeles se hacía insoportable, porque prácticamente nadie creía que yo fuera inocente. Alrededor de Navidad conseguí al fin un empleo para tocar con Billie Holiday en el Hi-Note de Chicago. Duró dos o tres semanas, y lo pasé en grande.
Fue una buena experiencia. En el curso de aquellas actuaciones tuve ocasión de conocer muy bien a Billie y a Anita O’Day, la cantante de jazz blanca. Billie me pareció una persona muy dulce, muy bella y extremadamente creativa. Tenía una boca peculiarmente sensual y siempre llevaba una gardenia blanca en el pelo. Yo diría que no era sólo bella, sino sexy. Pero estaba enferma a causa de la cantidad de drogas que tomaba, situación que yo comprendía porque estaba enfermo como ella. Sin embargo, era un mujer cálida, a quien a pesar de todo daba gusto tener al lado. Años después, cuando su estado se agravó, yo solía visitarla en su casa de Long Island y hacer cuanto podía por ella. Llevaba conmigo a mi hijo Gregory, a quien Billie quería mucho, y nos sentábamos a charlar durante horas, bebiendo ginebra tras ginebra.
Un joven blanco llamado Bob Weinstock había puesto en marcha una nueva marca discográfica dedicada al jazz, el sello Prestige, y me buscaba para que le grabase un disco. No había logrado encontrarme, y un día que estaba en St. Louis por negocios, sabiendo que yo era de por allí, llamó a todos los Davis de East St. Louis y St. Louis que figuraban en la guía telefónica hasta que dio con mi padre y éste le dijo que trabajaba en Chicago. Justo después de la Navidad de 1950 me localizó en el Hi-Note, donde yo tocaba con Billie. Firmamos un contrato de un año, vigente a partir de enero, cuando yo regresaría a Nueva York. El dinero no era mucho (creo que serían unos setecientos cincuenta dólares), pero me permitía liderar un grupo que yo mismo seleccionaría, diseñar una música determinada que quería grabar y meterme en el bolsillo un poco de calderilla. El resto del tiempo que pasé en Chicago lo dediqué a pensar en quiénes serían los músicos que me acompañarían en la grabación.
Fui absuelto en enero de 1951 y liberé mi mente de un gran peso. Pero el daño ya estaba hecho. Mi absolución no salió en los titulares de Down Beat como lo había hecho mi arresto: en lo que concernía a los empresarios de clubes, yo no era sino un yonqui más.
Pensaba entonces que las grabaciones con grupos de nueve instrumentos favorecerían mi carrera, cosa que hasta cierto punto fue verdad. Capitol Records, que había grabado mis anteriores sesiones con este tipo de formación, no ganó con ellas el dinero que esperaba ganar, por lo cual no tenía interés en grabar más material del mismo estilo. Y dado que yo no tenía con Capitol un acuerdo de grabación en exclusiva, era libre de irme a Prestige y terminé por hacerlo. Todavía no había obtenido el reconocimiento que creía merecer. A finales de 1950 fui elegido para la All Star Band de la revista Metronome por votación entre sus lectores, pero en aquella banda todos eran blancos, excepto Max y yo. Bird ni siquiera resultó elegido: Lee Konitz le sobrepasó, como Kai Winding lo hizo con J. J. Johnson y Stan Getz con todos los grandes artistas negros del saxo tenor. Me dejó perplejo el estar situado por encima de Dizzy. Por otra parte, muchos músicos blancos como Stan Getz, Chet Baker y Dave Brubeck (en quienes mis grabaciones habían influido) grababan ahora para los principales sellos. Al tipo de música que tocaban la llamaban cool jazz. Se suponía que era, según sospecho, una especie de alternativa al bebop, a la música negra o al hot jazz, que para los blancos significaba jazz negro. Pero era la misma y vieja historia: lo negro destripado una y otra vez.
Bird rompió con Doris Sydnor (Olive Oyl) en 1950 y empezó a vivir con Chan Richardson. Chan representaba una mejora en relación con Doris: por lo menos daba gusto verla, y entendía la música y a los músicos. Doris no. Bird no tenía buen aspecto, ni tampoco, por supuesto, lo tenía yo. Él había engordado mucho y parecía bastante más viejo de lo que era. La mala vida empezaba a pasarle factura. Sin embargo, se había trasladado a la zona baja de la ciudad, a la calle Once Este, y tenía nuevas esperanzas. Había firmado un contrato de grabación con una marca importante, Verve, y aquel enero de 1951 me pidió que grabase con él. Accedí y lo esperaba con expectación. En realidad pensaba que el nuevo año traería perspectivas generales de progreso a mi vida y a mi música, y en ese marco el contrato con Prestige contribuía también a levantarme el ánimo. Mil novecientos cincuenta había sido el peor año de mi vida. Supuse, pues, que el único camino que me quedaba era hacia arriba. Ya estaba en el fondo.