REGRESÉ A NUEVA YORK CON OPTIMISMO. No tenía alojamiento propio, así que me fui a vivir con Stan Levey, el batería, hasta que se me arreglaran las cosas. Entonces, a mediados de enero de 1951, alrededor del día 17, toqué en tres sesiones de grabación: una con Bird para Verve Records, a primeras horas del día, luego en mi propia sesión para Prestige, y finalmente en otra con Sonny Rollins. En la sesión con Bird creo que intervinieron, además de Bird y yo, Walter Bishop al piano, un tipo llamado Teddy Kotick al bajo y Max Roach a la batería. Bird estaba aquel día en buena forma y tocó magistralmente. Lo mismo ocurrió con los demás. La música tenía una base latina y era interesante. Fue una de las sesiones mejor organizadas que le vi hacer a Bird. Todo se desarrolló sin tropiezos, pese a que, como de costumbre, los ensayos fueron pocos. Recuerdo haber pensado que a Bird parecían irle bien las cosas. Se le notaba feliz, y eso era buena señal.
Cuando terminé la sesión con Bird, pasé a grabar mi primera actuación como líder para Prestige. Había contratado a Sonny Rollins, Bennie Green, John Lewis, Percy Heath y Roy Haynes para la ocasión. A Bob Weinstock, el productor, no le gustó la idea de utilizar a Sonny, porque no creía que estuviera a punto, pero no sólo lo persuadí de que sí lo estaba, sino también de que debía asignarle su propia sesión de grabación, cosa que hizo aquel mismo día.
En aquella sesión yo no toqué bien: estaba cansado por haber tocado con Bird. Recuerdo que el día era frío y melancólico, uno de esos días en que parece que la nieve no ha decidido si caer o no caer; un día jodido y desapacible. Yo había empezado de nuevo a pincharme y ni mi cuerpo ni mis carrillos estaban en sus mejores condiciones. Creo, no obstante, que todos los demás tocaron bien, especialmente Sonny en un par de piezas. Bob Weinstock sabía que yo era un yonqui, pero estaba dispuesto a confiar en la suerte.
En la sesión de Sonny, John Lewis tuvo que marcharse y yo terminé tocando el piano. Los demás músicos fueron los mismos que habían intervenido en mi grabación. Cuando terminamos, todos me hacían bromas asegurando que había tocado el piano mejor que antes la trompeta. Creo que Sonny grabó aquella vez una pieza, que yo grabé cuatro, y eso fue todo. Recuerdo haberme sentido muy a gusto cuando la cosa acabó. Estaba de vuelta en Nueva York, tocaba de nuevo y tenía un contrato para grabar dos discos más. También recuerdo haber pensado, mientras Sonny y yo nos dirigíamos a la zona alta de la ciudad bajo el aguanieve para comprar algo de heroína: «Si sólo pudiera librarme de esta adicción, la vida sería perfecta». Pero estaba muy lejos de librarme y, en el fondo de mi conciencia, lo sabía.
Para que me salieran las cuentas y poder pagarme los vicios me dediqué a transcribir música de los discos a particellas, los primeros ocho compases de una melodía, por 25 o 30 dólares. Era un trabajo fácil que podía despachar en un par de horas. Cobraba, me iba a la zona alta y me ponía en órbita. Pero pronto eso no bastó para satisfacer mi adicción. Mi salud se había quebrantado y no se me ofrecían suficientes actuaciones para que pudiese tocar con regularidad; mi boquilla estaba en baja forma. La trompeta es un instrumento que exige mucho a quien lo toca: para hacerlo bien has de estar en excelentes condiciones físicas. Por otra parte, si siempre había presumido de vestir a la moda, en esa época me echaba encima cualquier cosa que me cubriera el cuerpo. Antes de que aquella peste de heroína me hundiera, me consideraba exquisito por llevar el cabello bien rizado y largo hasta los hombros. Mierda, nadie se habría atrevido a decir que no iba hecho un primor. Pero cuando la heroína empezó a llevarse lo mejor de mí, todo aquello se vino abajo, incluyendo mi apariencia, y no pude soportar el gasto de hacerme la permanente, cortar y arreglar el pelo, porque no tenía dinero sobrante que dedicar a esos cuidados. Al cabo de algún tiempo mi cabeza adquirió un aspecto lamentable, con el cabello sucio y deshilachado que me brotaba como agujas. Parecía un puerco espín irritado. Los cinco dólares que solía costarme arreglar el cabello me los inyectaba en el brazo, simplemente para alimentar al monstruo. Me introducía heroína en las venas para que el monstruo que llevaba dentro de mí no pasara hambre y me hiciera sentir enfermo. En 1951 no era aún capaz de reconocer ante mi propia conciencia lo grave que estaba, de modo que continuaba deslizándome por aquel largo, oscuro y resbaladizo camino que conducía a la adicción más profunda.
A los pocos días de haber grabado para Prestige volví al estudio para grabar con los Metronome All Stars de 1951 para Capitol Records. La sesión no tuvo nada que merezca ser destacado. Todo sonó muy profesional, y basta; ninguno de esos instantes que te cortan el aliento se produjo. Recuerdo que estaban promocionando a Lennie Tristano y que grabamos algunas piezas de George Shearing. En suma, sólo fueron unos cuantos minutos de música rígidamente estructurada y arreglada. De semejante atmósfera nada podía salir. Se trataba de camelos publicitarios, intentos de promocionar a los músicos blancos usándonos a Max y a mí (los únicos negros entre once músicos) como señuelo. Esto no habría tenido importancia de no ser porque la mayor parte del dinero iba a parar a los blancos. Todo el mundo sabía dónde estaba realmente la acción, que era entre los músicos negros. Yo cobré mi dinero y me fui de compras a la zona alta.
Cosa de un mes después llevé mi banda al Birdland. Tenía a Sonny Rollins, Kenny Drew, Art Blakey, Percy Heath y Jackie McLean. Bud Powell me había dicho que debía contratar a Jackie porque lo conocía y confiaba en él. Yo sólo lo conocía de vista, como a otros chicos de Sugar Hill, en Harlem. Él, por su parte, conocía bien a Sonny Rollins, dado que ambos procedían del mismo vecindario, los alrededores de la avenida Edgecombe. Jackie no había cumplido aún veinte años cuando intervino en aquellas actuaciones en el Birdland, pero ya perdía el culo tocando. Aquella primera noche estaba tan impresionado, tan asustado, que después de los primeros siete u ocho compases de su solo echó a correr repentinamente, abandonó el escenario y se marchó por la puerta trasera. Bueno, la sección rítmica siguió tocando, el público se quedó boquiabierto, preguntándose qué coño pasaba. Yo me marché también para averiguar qué le había dado a Jackie, aunque en el fondo de mi mente pensaba que le habría afectado la heroína, pues ya sabía que la tomaba. Oscar Goodstein, el patrón del Birdland, me siguió al exterior. Allí estaba Jackie vomitando a morir en un contenedor de basuras. Le pregunté si se sentía bien y respondió que sí con la cabeza. Le dije que limpiara su saxo, volviera a su sitio y tocase. Desde donde nos encontrábamos se oía a la sección rítmica todavía sonando. Oscar se acercó con una mueca de disgusto en la cara y al pasar junto a Jackie le dijo: «Toma, chico, límpiate», le entregó una toalla, se volvió y nos precedió de regreso al club. Jackie reapareció en el escenario y tocó perdiendo el culo. Es decir, aquella noche fue genial.
Después de la actuación me retiré a Long Island, que era donde entonces vivía con Stan Levey, y reflexioné sobre Jackie. Al día siguiente lo llamé y le dije que viniera a practicar algunas melodías conmigo, cosa que hizo. A continuación, le propuse que se incorporase a la banda que estaba formando (Art Blakey, Sonny Rollins, Percy Heath y Walter Bishop), y después fuimos compañeros de cuarto de manera discontinua durante dos o tres años.
Jackie y yo empezamos a salir juntos con mucha frecuencia, pinchándonos y yendo a los cines de la calle Cuarenta y dos. Casi siempre, tras dejar a Stan Levey, me alojaba en un hotel u otro con alguna zorra que me diera lo que necesitaba para mantener mi adicción. Unas veces estaba en el hotel University de la calle Veinte, o entraba y salía del hotel América, en la calle Cuarenta y ocho. Jackie y yo nos divertíamos viajando en metro, colocados como hijoputas, burlándonos de los zapatos vulgares o las ropas cursis que usaba la gente. Nos bastaba con mirar a alguien, y si pensábamos que tenía aspecto cómico, nos partíamos de risa. Jackie era un tipo muy alegre, macho, un gran aficionado a gastar bromas. A veces me quedaba en su casa, con él y su novia, en la calle Veintiuno, sobre todo si estaba demasiado colocado para marcharme. Subíamos de vez en cuando al gimnasio Stillman para ver entrenar a los boxeadores, pero la mayor parte del tiempo andábamos juntos en busca de droga y nos pinchábamos. Yo tenía veinticuatro años, iba a cumplir veinticinco cuando trabé amistad con Jackie, y había hecho ya un montón de cosas. Él tenía sólo diecinueve y no había estado en ninguna parte. Yo me había labrado ya un prestigio, por lo cual, Jackie me miraba con cierto respeto y me trataba con la consideración que suele brindarse a los veteranos.
También me relacionaba con Sonny Rollins. Recuerdo que frecuentábamos un local de la zona alta llamado Bell’s («Sippin’ at Bell’s» es una pieza que compuse dedicada a aquel bar). Era un sitio distinguido, que estaba en Broadway hacia la calle Ciento cuarenta y algo, con una clientela inofensiva y pulcra. O aterrizábamos en el apartamento de Sonny, allá en Edgecombe. Primero nos colocábamos y después contemplábamos la espléndida vista que el apartamento tenía sobre el parque situado enfrente. Desde allí podía verse el Yankee Stadium.
Si no nos refugiábamos en casa de Sonny, o en la de Walter Bishop, íbamos a casa de los padres de Jackie (dos personas que me gustaban mucho) o nos sentábamos en la plazoleta que hay en St. Nicholas y la calle Ciento cuarenta y nueve o Ciento cincuenta; esto último especialmente en verano. Solíamos estar Jackie, Sonny, Kenny Drew, Walter Bishop, Art Taylor y yo.
Lo pasé muy bien en Harlem: merodeando por los clubes, en el parque de la calle Ciento cincuenta y cinco y St. Nicholas, yendo a nadar con Max en la piscina Colonial, en Bradhurst hacia la calle Ciento cuarenta y cinco. Todos nos dopábamos y había incontables lugares donde hacerlo. Incluso en casa de Art Taylor. Su madre, una dama encantadora a quien yo apreciaba mucho, trabajaba todo el día, así que la casa era toda para nosotros.
Cuando volvíamos a tener los pies sobre la tierra íbamos, quizás, a casa de Bud Powell y nos sentábamos a oírle tocar. Él no decía una palabra, siempre con aquella amplia y dulce sonrisa en el rostro. O quizá nos presentábamos en el club nocturno de Sugar Ray Robinson, un local que hervía de animación; por no hablar del Small’s Paradise, de Lucky’s y del resto de los clubes de moda. Ya ves, pues, que pasaba mucho tiempo en Harlem, aunque siempre persiguiendo la heroína. Ella era mi amante.
Después de las actuaciones en el Birdland, creo que grabé con Lee Konitz, como miembro de la orquesta, para el sello Prestige. Max Roach estuvo también en aquella sesión, así como George Russell y otros músicos que he olvidado. Tocamos algunos de los arreglos y composiciones de George; él siempre era muy interesante como compositor. La música, según recuerdo, nos salió bien, pero no fue nada del otro jueves. Para mí significó únicamente un trabajo más del que sacar algún dinero. Los empresarios de los clubes me tenían en la lista negra; la única persona que me contrató más de una vez fue Oscar Goodstein, en el Birdland.
Toqué en el Birdland, en junio, con J. J. Johnson, Sonny Rollins, Kenny Drew, Tommy Potter y Art Blakey. Creo que grabaron la sesión de un sábado, en su habitual retransmisión por radio de los sábados por la noche. En aquella ocasión, todos tocamos bien, aunque sé que mis carrillos todavía estaban en malas condiciones. Más tarde, en septiembre, Eddie Lockjaw Davis y yo llevamos una banda al Birdland en la que figuraban Charlie Mingus, Art Blakey, Billy Taylor y un saxo tenor llamado George Big Nick Nicholas. La música fue buena. Yo toqué mejor de lo que era habitual en mí por aquel entonces.
Siempre me gustó la forma de tocar de Lockjaw, prácticamente desde que le oí por primera vez en el Minton’s. Tenía un estilo superenergético. Si querías tocar con Lockjaw, no podías tomarte las cosas en broma, porque te la jugabas, y lo mismo con Big Nick. Nick nunca tuvo gran prestigio, pero todos en el mundillo musical sabían entonces que era capaz de tocar como un ángel; nunca he entendido por qué no logró un reconocimiento más amplio. Con toda aquella energía a mi alrededor, yo probablemente toqué con más aplicación en aquellas sesiones que en todo el período precedente. Mira, Lockjaw era uno de los decanos de la escena musical. Lo mismo digo de Big Nick, que solía tocar con Dizzy y liderar una gran banda en Harlem, la «banda de la casa» en el Small’s Paradise Club. Allí tocaba frecuentemente con Monk y Bird. Quiero que entiendas que con aquellos tipos no podías permitirte la menor gilipollez, pues te despachaban del club de una patada en el culo. Por muy colocado que anduviera, yo sabía que cuando tocaba con músicos como ellos tenía una reputación que proteger. Así pues, para aquellas actuaciones ensayé y practiqué primero, y aparecí tocando lo mejor que supe.
Fue agradable tocar de nuevo con Mingus. Él había deambulado por Nueva York sin hacer nada desde que abandonó el trío de Red Norvo, porque se quedó sin contrato. Pescaba algún trabajo acá y allá, y pienso que tocar en el Birdland le ayudó a restablecerse. Era un gran bajista, pero resultaba difícil entenderse con él, especialmente en cuestiones de música, porque tenía ideas propias y bien definidas acerca de lo que era malo y lo que era bueno, y no le importaba decirle a cualquiera lo que pensaba. En este sentido, él y yo nos parecíamos mucho. Nuestras ideas musicales no necesariamente coincidían, pero celebré volver a tocar a su lado porque era un músico siempre imaginativo, de una inventiva constante, y un trabajador tenaz.
Mi segunda grabación para Prestige estaba fijada para el mes de octubre de 1951, y quería que mi participación fuera mejor de lo que fue la primera vez. Además, Prestige iba a grabarme usando una tecnología nueva que llamaban «microsurco». Bob Weinstock me dijo que aquel procedimiento me permitiría sobrepasar el límite de tres minutos que se nos imponía en los discos de 78 rpm. Podríamos desarrollar nuestros solos como si tocáramos en vivo en cualquier club. Yo sería uno de los primeros músicos de jazz que grabaría con ese sistema, que hasta entonces se había utilizado exclusivamente para actuaciones en vivo; me entusiasmaba la libertad que aquella nueva tecnología iba a darme. Estaba harto del cepo de los tres minutos que las 78 rpm habían puesto a los músicos. No nos dejaba espacio para la improvisación verdaderamente libre; tenías que entrar con tu solo a toda prisa, y salir. Bob me dijo que el productor del álbum iba a ser Ira Gitler. Convoqué a Sonny Rollins, Art Blakey, Tommy Potter, Walter Bishop y Jackie McLean para la fecha convenida: sería el debut de Jackie en las sesiones de grabación.
En aquella sesión grabé mi mejor trabajo en mucho tiempo. Había estado practicando e hice ensayar a la banda hasta que todos se familiarizaron con el material y los arreglos. Sonny tocó en aquel álbum con toda el alma, y otro tanto hizo Jackie McLean. El álbum se tituló Miles Davis All Stars; a veces lo llamaban simplemente Dig. Interpretamos «My Old Flame», «It’s Only a Paper Moon», «Out of the Blue» y «Conception». Mingus había ido conmigo al estudio, llevando su contrabajo; tocó algunas cosas en los fondos de «Conception». Su nombre no figuró en el álbum debido al contrato en exclusiva que tenía con Verve. Charlie Parker vino y se situó en la cabina de los técnicos. Como era la primera grabación de Jackie McLean, éste ya se hallaba nervioso, pero cuando vio a Bird perdió el control. Bird era su ídolo, así que se dirigió a él y le preguntó qué hacía allí, a lo que Bird respondió repetidamente que sólo estaba de paso y quería oírnos. Macho, Jackie le preguntó aquello a Bird por lo menos mil veces. Pero Bird comprendió y no perdió la paciencia. Jackie quería que Bird se marchara para poder distenderse. Bird, sin embargo, insistió en lo bien que sonaba y le dio toda clase de ánimos. Al cabo de un rato, Jackie se relajó y tocó de maravilla.
Me gustó lo que yo había tocado en Dig, porque mi sonido estaba adquiriendo realmente un carácter personal. No me parecía a nadie y, además, había recuperado mi tono; especialmente en «My Old Flame», que pide una aproximación muy melódica. Recuerdo que también me gustó lo que hice en «It’s Only a Paper Moon» y «Blueing». El nuevo formato longplay estaba hecho a la medida de mi forma de tocar. Pero luego, cuando dejamos el estudio de grabación, el mismo panorama repugnante me esperaba fuera.
Sumergido en una espesa niebla, pirado constantemente, chuleando a las mujeres para conseguir dinero con que pagarme el vicio, así pasé el resto de 1951 y la primera parte de 1952. En un momento determinado tuve una cuadra entera de putas que hacían la calle para mí. Continué viviendo de hotel en hotel. Pero las cosas no eran como la gente piensa que son: aquellas mujeres necesitaban a alguien con quien estar, y les gustaba estar conmigo. Yo las llevaba a cenar y tenía atenciones con ellas. También había sexo, por supuesto, aunque no mucho, pues la heroína te roba los impulsos sexuales. Yo me limitaba a tratar a las prostitutas como si fueran cualquier otra persona. Las respetaba, y ellas me daban a cambio dinero para colocarme. Las mujeres opinaban que yo era guapo; por primera vez en mi vida empecé a creer que quizá lo era. Formábamos una especie de familia más que otra cosa. Pero aún así, el dinero que ellas me daban no era suficiente.
En el curso del año 1952 comprendí que debía intentar algo para librarme de las drogas. Siempre me había gustado boxear, así que pensé que quizá podría dedicarme al boxeo. Si me entrenaba cada día, acaso lograría desprenderme en serio de mi adicción. Había conocido a Bobby McQuillen, que era un preparador del gimnasio Gleason, situado hacia el centro de Manhattan. Las veces que yo iba allí, nos sentábamos juntos en alguna parte y hablábamos de boxeo. Él había sido un campeón del peso wélter, hasta que mató a un tipo en el ring, y entonces abandonó los combates para dedicarse a preparar y cuidar a otros púgiles. Un día, calculo que a principios de 1952, le pregunté si quería entrenarme. Dijo que lo pensaría. Asistí a un combate en el Madison Square Garden y, al terminar, fui al vestuario del púgil de Bobby para saber si éste accedía a entrenarme. Bobby me examinó con una mirada de franco disgusto y me dijo que nunca entrenaría a alguien enganchado a las drogas. En consecuencia, le repliqué que yo no estaba enganchado a las drogas; yo, que estaba ante él más colgado que un hijoputa, casi dando cabezadas por el efecto de la heroína. Me dijo que no le tomase el pelo y que lo que debía hacer era volverme a St. Louis y tratar de dejar el vicio. Luego añadió que saliera del vestuario y procurase reponerme.
Nadie me había hablado nunca de aquel modo, y especialmente no en relación con mi consumo de drogas. Macho, Bobby me hizo sentir como un enano. Siempre había estado rodeado de músicos que, o bien tomaban drogas, o si no las tomaban se abstenían de hacer comentarios a los demás. Así que escuchar semejantes cabronadas fue algo serio, macho.
Después de que Bobby me dijese aquello, en un momento de lucidez llamé a mi padre y le pedí que viniera en mi busca. Tan pronto colgué el teléfono, corrí a pincharme.
Una noche estaba tocando en el Downbeat Club con Jackie McLean al saxo alto, Jimmy Heath al tenor, su hermano Percy Heath al bajo, Gil Coggins al piano y Art Blakey a la batería, cuando eché una mirada al público y allí descubrí a mi padre; allí, en pie, cubierto con un impermeable, mirándome. Yo sabía que tenía mal aspecto, puesto que estaba en las últimas: debía dinero a todo el mundo y tocaba con trompetas prestadas. Creo que la de aquella noche me la había prestado Art Farmer. El patrón del club guardaba un fajo de papeletas de empeño que yo le había dado como garantía a cambio de préstamos. Tenía conciencia de mi baja forma. Mi padre lo notó claramente. Me miraba con aquella expresión de disgusto que me hacía sentir como un montón de mierda. Me dirigí a Jackie y dije: «Allá abajo está mi padre, macho. Ocúpate de terminar esta sección mientras tengo con él una pequeña charla». Jackie replicó: «Vale», dedicándome una mirada burlona. Yo debía de tener un aspecto un poco raro.
Dejé el escenario y mi padre me siguió al guardarropa. El patrón vino también. Mi padre me miró fijamente a los ojos y me dijo que tenía un aspecto terrible y que aquella misma noche me marcharía con él a East St. Louis. El patrón le dijo que yo debía terminar la semana, pero recibió como respuesta de mi padre que no iba a terminar nada y que buscase a alguien para sustituirme. El patrón y yo coincidimos en J. J. Johnson, a quien llamé de inmediato y que accedió a ocupar mi puesto con su trombón.
Acto seguido, el patrón sacó a relucir la cuestión de las papeletas de empeño, y mi padre le extendió un cheque y se volvió a mí y me dijo que recogiera mis cosas. Yo dije: «De acuerdo», pero que tenía que volver a la sala y avisar a la banda de lo que ocurría. Él dijo que me esperaba.
Cuando la sección terminó, aparté a Jackie McLean a un lado y le anuncié que J. J. ocupaba mi puesto y terminaría la semana por mí. «Te avisaré cuando vuelva, pero mi viejo ha venido a buscarme y no puedo hacer otra cosa que marcharme con él.» Jackie me deseó buena suerte y mi padre y yo tomamos un tren hacia East St. Louis. Me sentía como un niño que viaja con su papá. Excepto cuando era niño de verdad, nunca antes me había sentido de aquella manera y probablemente nunca lo volveré a experimentar.
Por el camino le aseguré que iba a dejar la droga y que todo lo que necesitaba era un período de reposo y que me sentaría bien estar en casa, donde no había drogas a mano. Mi padre vivía en Millstadt, Illinois, donde tenía su granja, y había comprado una casa en St. Louis. Permanecí en la granja algún tiempo, montando a caballo y esas cosas, tratando simplemente de relajarme. Pero aquello me aburrió pronto; además, me sentía enfermo porque el mono era cada día más fuerte. Entonces entré en contacto con algunas personas que sabían dónde comprar heroína. Antes de que me diese cuenta, estaba pinchándome otra vez y sableando a mi padre, para mantener mi adicción, 20 o 30 dólares cada vez.
Por aquellos días trabé amistad con Jimmy Forrest, un estupendo saxo tenor de St. Louis. Él era, asimismo, un yonqui y sabía dónde estaba la mejor mierda. Jimmy y yo comenzamos a tocar con mucha frecuencia en un club de Delmar, en St. Louis, llamado Barrelhouse. La mayoría del público que acudía a aquel club estaba formada por blancos y allí fue donde conocí a una chica blanca, joven, bonita, rica, cuyos padres poseían una industria de calzado. Yo le gusté mucho y ella tenía montañas de dinero.
Un día que me sentía especialmente mal fui al despacho de mi padre a pedirle un poco más de dinero. Él me dijo que no me lo daría, que mi hermana Dorothy le había contado que lo único que hacía con el dinero era pincharme. Al principio, mi padre no quiso creer que seguía enganchado a las drogas, puesto que yo le había dicho que las había dejado, pero después de que Dorothy le asegurase que mentía me dijo que, de más dinero, nada.
Cuando mi padre me dijo aquello, macho, perdí completamente el control y me puse a maldecirlo, a insultarlo, a llamarlo toda clase de cosas. Era la primera vez en mi vida que hacía algo parecido. Y a pesar de que una voz dentro de mí me decía que no lo hiciera, la necesidad de heroína era más fuerte que el temor de maldecir a mi padre. Él se limitó a dejar que maldijese e insultase sin hacer ni decir nada. La gente que había en el despacho se quedó atónita, con la boca abierta. Yo vociferaba tanto y estaba tan exaltado que ni siquiera me percaté de que mi padre hacía una llamada telefónica. De pronto aparecieron dos enormes hijoputas negros que me agarraron y me llevaron a una cárcel en Belleville, Illinois, donde estuve encerrado una semana, más furioso y más enfermo que un hijoputa, vomitando constantemente. Pensé que iba a morirme. Pero sobreviví, y creo que por primera vez me dije a mí mismo que podía cortar con las drogas en seco; todo lo que tenía que hacer era tomar la decisión.
Gracias a que era sheriff en East St. Louis, mi padre había organizado mi arresto de forma que no fuera oficial y no constara en los archivos policiales. Aprendí mucho sobre robos y técnicas de carterismo de todos los criminales que había allí dentro. Incluso tuve una pelea con un tipo que se empeñaba en fastidiarme. Lo dejé K.O. en un instante, como resultado de lo cual me gané algún respeto. Pero luego, macho, cuando descubrieron que yo era Miles Davis, porque varios de ellos habían escuchado mi música, me respetaron una barbaridad. Nadie volvió a molestarme con estupideces. Finalmente salí. Y lo primero que hice al salir fue correr a pincharme. Mi padre, sin embargo, había decidido tomar otras medidas con relación a mi problema: iba a llevarme a la prisión federal para adictos a las drogas y hacer que me inscribiera para rehabilitarme. Cuando armé el escándalo en su despacho, pensó que había perdido la razón y realmente necesitaba ayuda. En aquel momento estuve de acuerdo con él.
Viajamos a Lexington, Kentucky, en el nuevo Cadillac de mi padre, con su segunda esposa, Josephine (su apellido de soltera era Hanes). Yo le había dicho a mi padre que me sometería al programa de rehabilitación porque me sentía verdaderamente mal y también porque no quería decepcionarlo; pensaba que ya le había decepcionado suficiente. Suponía que aquello sería un camino para cortar el hábito, del que ya estaba harto, y al propio tiempo para contentar a mi padre. En aquella época enfermaba seria y progresivamente a causa de la heroína. La había tomado sólo una vez desde mi salida de la cárcel, así que aquél parecía el momento de intentar dejarla y conseguirlo.
Cuando llegamos a Lexington descubrí que, para ingresar, tenía que hacerlo voluntariamente, puesto que no me habían arrestado por ningún delito. Pero no podía, no podía ni quería encerrarme a mí mismo en una prisión, ni para rehabilitarme ni para lo que fuere. ¡Mierda, nunca entraría voluntariamente en una cárcel! Por una parte, detestaba la idea y, por otra, llevaba en aquel momento dos semanas sin pincharme, así que pensé que quizá ya había acabado con mi adicción. (Algunos músicos que entonces estaban en Lexington me contaron más tarde que habían circulado por la prisión rumores de que yo acudía para ingresar por voluntad propia, que ellos bajaron a recibirme y que en la entrada se enteraron de que finalmente no me había inscrito.) Me dije entonces que estaba haciendo aquello sobre todo para complacer a mi padre, no por mí mismo. Lo convencí de que estaba bien, así que me dio algún dinero. Ni siquiera me echó en cara que le hubiera insultado de aquel modo, o por lo menos a mí nunca me dijo nada más porque sabía que estaba enfermo. Pero comprendí, aunque tampoco dijo nada, que se sentía inquieto cuando decidí no ingresar en Lexington, pues la preocupación se leía en su cara a la hora de despedirnos. Me deseó suerte y se marchó con su esposa a Louisville, a visitar al padre de ella. Yo me puse en camino hacia Nueva York.
Durante el trayecto llamé a Jackie McLean anunciándole mi llegada. Había ya hablado con Oscar Goodstein, el patrón del Birdland, quien me asignó una fecha para actuar, de modo que necesitaba organizar un grupo. Quería en él a Jackie y Sonny Rollins, pero Jackie me dijo que Sonny estaba en la cárcel, arrestado por drogas o algo parecido. Sea como fuere, le dije a Jackie que tenía a Connie Kay en la batería, pero que me faltaban un pianista y un bajo para debutar en el Birdland. Jackie comprometió a Gil Coggins y Connie Henry; dijo que podía alojarme con él, y tan pronto como llegué a Nueva York volví a inyectarme drogas; no de entrada, pero sí de una manera más o menos gradual, y sin haberlo pensado me encontré otra vez hundido en la mierda. Me había engañado a mí mismo pensando que lo había dejado y que por una pequeña dosis casual no pasaría nada. Entonces me enfurecí por no haber ingresado en Lexington. A pesar de todo, me sentía feliz en Nueva York, porque en el fondo de mi mente sabía que o dejaba el vicio o moría, y como no estaba dispuesto a morir supuse que tarde o temprano me libraría de él, aunque no supiera cuándo. Ir a parar por las buenas a la cárcel y encontrarme obligado a la abstinencia me había hecho confiar en que lo lograría si me empeñaba. Pero empeñarme en lograrlo era una empresa muy superior a lo que hubiese imaginado jamás. En Nueva York, Symphony Sid organizaba una gira de conciertos y me preguntó si quería sumarme. Le dije que sí, pues definitivamente necesitaba el dinero. También debutaría en mayo en el Birdland con el grupo que Jackie McLean me ayudaba a reunir: Jackie y yo, Connie Kay a la batería, Connie Henry al bajo, Gil Coggins al piano y un tipo llamado Don Elliot al melófono.
No tuvimos tiempo de ensayar, dado que yo acababa de regresar, y creo que en la música se notó. Pero recuerdo que, una noche, Bird estaba entre el público y que aplaudió todo lo que Jackie tocaba, incluso los errores, aunque no muy frecuentes porque en el curso de aquellas actuaciones Jackie tocó perdiendo el culo. En una ocasión, Bird corrió al escenario y besó a Jackie en el cuello o en la mejilla, no sé, cuando había terminado una sección. Sin embargo, en todo aquel tiempo no me dijo nada a mí, por lo cual supongo que debí de sentirme afectado, aunque me cuesta creerlo; sólo me llamó la atención, fue raro, porque nunca había visto a Bird comportarse de semejante manera. Me estuve preguntando si estaba chiflado o qué, pues cuando dedicaba a Jackie aquellos aplausos entusiastas era una de las pocas personas que aplaudían. Jackie tocaba bien, pero no tan jodidamente bien. Me habría gustado saber por qué hacía aquello, si para intimidarme psicológicamente o para que la gente me considerase malo mediante el procedimiento de vitorear a Jackie e ignorarme a mí. No obstante, la circunstancia de que Bird aplaudiese de aquel modo condujo a que gran número de críticos empezaran a prestar mayor atención a Jackie. Aquella noche en particular situó realmente a Jackie en el panorama musical.
Pese a que podía tocar bien, como digo, Jackie seguía teniendo problemas con su disciplina, por una parte, y, por otra, le costaba aprender determinadas piezas. Poco después de la actuación en el Birdland mantuvimos una discusión verdaderamente grave en un estudio de grabación sobre la forma en que él no tocaba «Yesterdays» o «Wouldn’t You». Jackie tenía muchísima habilidad natural, pero en aquella época era holgazán como un hijoputa. Si yo le decía que tocase una determinada melodía, solía contestarme que no la conocía.
«¿Qué significa eso de que no la conoces? Apréndela», le respondía.
Entonces se contentaba con decirme cualquier gilipollez sobre que aquellas piezas eran de otros tiempos, que él era un «músico joven» y que no veía por qué tenía que aprenderse «aquellas cosas prehistóricas».
«Macho –le respondía–, la música no tiene épocas, la música es música. A mí me gusta esta pieza, ésta es mi banda, tú estás en mi banda, yo toco esta pieza, así que apréndela y aprende todas las piezas, te gusten o no. Apréndelas.»
Cierto día, en 1952, yo estaba haciendo mi primera grabación para el sello Blue Note de Alfred Lion (mi contrato con Prestige no era exclusivo). Gil Coggins tocaba el piano en aquella sesión; J. J. Johnson, el trombón; Oscar Pettiford, el bajo; Kenny Clarke (que había venido de París), la batería; y Jackie, el saxo alto. Me pareció que la gente actuaba realmente bien en aquel álbum, que yo mismo tocaba bien. Creo que grabamos «Woody ‘n’ You», la «Donna» de Jackie (que se tituló «Dig» en el otro álbum y me fue atribuida a mí), «Dear Old Stockholm», «Chance It», «Yesterdays» y «How Deep is the Ocean». Jackie me obsequió con su mierda de costumbre mientras grabábamos «Yesterdays». Corté y se lo recriminé con tanta frialdad que creía que se echaba a llorar. Nunca había tocado aquello correctamente, de modo que le dije simplemente que no interviniera en el tema; éste es el motivo de que él no estuviera en «Yesterdays» en aquel álbum. Me parece que fue el único que hice en 1952.
En otra ocasión estábamos en Filadelfia, tocando en un club, Jackie y yo, Art Blakey, Percy Heath y, según creo, Hank Jones al piano. Bueno, el caso es que entraron Duke Ellington, Paul Quinechette, Johnny Hodges y otros miembros de la banda de Duke. Dije para mí: «Macho, tenemos que obsequiarlos». De modo que anuncié «Yesterdays». Inicié la melodía con Jackie, luego toqué un solo y le hice señas a él de que tocara otro. Es cierto que habitualmente, en «Yesterdays», no dejaba tocar a Jackie, pero él me había prometido una vez más que iba a aprenderlo. Quise ver si había cumplido su palabra.
Jackie empezó a jugar con la melodía y la volvió a joder, ¿entiendes? Cuando la interpretación hubo terminado y yo presenté por el micrófono, uno por uno, a los componentes de la banda (en los buenos tiempos solía hacer este tipo de memeces), al llegar a Jackie dije: «Señoras y caballeros, Jackie McLean; no sé cómo consiguió su carné sindical, dado que nunca sabe cómo tocar “Yesterdays”». Vaya, el público no supo si bromeaba, si aplaudir a Jackie o abuchear al hijoputa. Terminada la actuación, Jackie vino a mi encuentro en el callejón que había detrás del club, donde Art y yo nos estábamos colocando, y dijo: «Miles, eso no ha sido justo, tío, ¡avergonzarme de ese modo delante de Duke, tío, que musicalmente es como mi padre, tú, hijoputa!». ¡Estaba llorando!
Así que le dije: «Jódete, Jackie, ¡no eres más que un puñetero niño grande! Hablando constantemente de que eres un músico joven y tanta chorrada y que por ello no puedes aprender esa música antigua. ¡A la mierda todo eso y a la mierda tú! La música es música, ya te lo dije. De modo que mejor será que aprendas tu música o no vas a durar mucho tiempo en mi banda, ¿oyes? Aprende la música que se te exige para poder tocar. Dices que Duke estaba entre el público y que te he avergonzado presentándote de aquella manera. Muy bien, hijoputa, tú te has avergonzado a ti mismo cuando has tocado mal “Yesterdays”. Macho, ¿te figuras que Duke no sabe cómo es esa melodía? ¿Has perdido el juicio? ¡Yo no te he avergonzado, te has avergonzado tú solo! Y ahora, a hacer puñetas con tanto llanto y volvamos al hotel».
Jackie se limitó a guardar silencio, y entonces le conté la historia verídica de mis primeros tiempos en la banda de B, cuando tenía que hacerle sus recados a B, mientras él se lo pasaba en grande con cualquier mujer bonita. Conté a Jackie que B gritaba: «¡Dónde está Miles!». Y me enviaba a recoger sus trajes, o a comprobar que le habían lustrado los zapatos o a comprarle un paquete de cigarrillos; que me hacía tomar asiento en un cajón vacío de Coca Cola cuando me incorporé a la sección de trompetas. Y todo porque él era el líder de la banda y yo, el miembro más joven, un chico; porque como líder tenía pleno derecho a imponerme una, digamos, contribución. «Así que no me vengas con lo que te digo o con lo que digo respecto a ti, macho –le hice observar a Jackie–, porque hasta ahora ni siquiera has empezado a pagar tu contribución. Eres sólo un niño mimado y vas a aprender a tocar esa música o te largarás de mi banda.»
Él estaba aturdido, pero no repuso nada. Pienso que si lo hubiera hecho le habría dado de puntapiés en su culo de hijoputa, porque mis palabras debían servir para ayudarlo, no para perjudicarlo.
Más adelante, cuando Jackie ya no estaba en la banda, cada vez que iba a verlo actuar tocaba un par de piezas antiguas, especialmente «Yesterdays». Terminada la actuación venía a preguntarme cómo lo había hecho. Por entonces se había convertido en un maestro y podía tocar como le viniera en gana. Yo le decía: «Lo has hecho muy bien, para ser un músico joven», y se partía de risa. Al cabo de algún tiempo, cuando le preguntaban dónde había estudiado música, respondía: «Estudié en la universidad de Miles Davis». Estaba todo dicho.
En algún momento de aquel año utilicé a John Coltrane como sustituto de Jackie. Quería dos tenores y un alto, pero no podía pagar a los tres. Por lo tanto, en una actuación en el Audubon Ballroom (donde más tarde mataron a Malcolm X), usé a Sonny Rollins y Coltrane como tenores. Recuerdo que Jackie se puso nervioso cuando le anuncié que Trane tocaría en su lugar: pensó que le estaba despidiendo. Pero era verdad que no podía pagar tres saxos. Después de explicarle que era sólo por una noche, se calmó. Por cierto, Sonny estuvo pasmoso aquella velada: aterrorizó a Trane, exactamente como éste lo aterrorizaría a él pocos años después.
Pasados aquellos incidentes, sin embargo, mi relación con Jackie ya no volvió a ser lo que había sido. Mi forma de hablarle cuando le reñía introdujo cierta tensión en nuestra amistad, de manera que progresivamente nos distanciamos y él abandonó la banda, aunque ello no impidió que más tarde tocáramos varias veces juntos.
Jackie me presentó a muchos músicos valiosos, como Gil Coggins, que era un demonio como pianista. Pero Gil decidió dedicarse a negocios inmobiliarios porque, en realidad, no le gustaba el estilo de vida de los músicos y porque el dinero no nos llegaba entonces con suficiente regularidad. Él era un muchacho de clase media, preocupado por la seguridad. Pero yo aprobaba su forma de tocar y estoy convencido de que si hubiera seguido en la profesión habría sido uno de los mejores pianistas de nuestro entorno. Cuando Jackie nos puso en contacto por primera vez, no supe apreciarle. Luego me acompañó interpretando «Yesterdays» y me dejó K.O. Me parece que conocí a Gil cuando acababa de regresar a Nueva York, aquella ocasión en que mi padre me había llevado a Lexington. Posteriormente, Jackie me presentó al bajista Paul Chambers y al batería Tony Willians. Creo que también a Art Taylor, otro batería, lo conocí también a través de Jackie o de Sonny Rollins, diría que de Jackie. A través de ambos me relacioné mucho con la gente del Sugar Hill, en Harlem. Todos los músicos del Sugar Hill, por aquellos días, tocaban de veras. Eran tipos supersofisticados.
Excepto por unas pocas actuaciones acá y allá, pasé el resto del tiempo corriendo en pos de las drogas. Mil novecientos cincuenta y dos fue otro año terrible, y el hecho es que los años parecían ir de mal en peor después de aquella cima que fue 1949. Por primera vez empecé a dudar también de mí mismo, de mi habilidad y mi disciplina; por primera vez empecé a preguntarme si realmente llegaría a alguna parte en la música, si tendría la energía interna necesaria para conservarme íntegro.
Un puñado de críticos blancos continuaba hablando de todos aquellos músicos de jazz también blancos, imitadores nuestros, como si ellos fueran los máximos hijoputas y demás; hablaban de Stan Getz, Dave Brubeck, Kai Winding, Lee Konitz, Lennie Tristano y Gerry Mulligan como si fueran dioses o algo parecido. Y algunos de aquellos blancos eran yonquis como lo éramos nosotros, pero nadie escribía sobre ello. Los cronistas no prestaron atención a que también los blancos se enganchaban, hasta que Stan Getz fue arrestado tratando de asaltar una farmacia para procurarse algo de mierda. Aquello apareció en los titulares, hasta que la gente lo olvidó y volvimos a la eterna historia de que los músicos negros eran yonquis.
Mira, no digo aquí que aquellos tipos no fueran buenos músicos, porque sí lo eran: Gerry, Lee, Stan, Dave, Kai, Lennie, todos ellos eran buenos músicos. Pero no empezaron nada, y lo sabían, ni tampoco eran los mejores en lo que se estaba haciendo. Lo que más me molestaba era que todos los críticos se habían puesto a hablar de Chet Baker, que estaba en la banda de Gerry Mulligan, como si fuera Jesucristo reencarnado. Y él sonaba simplemente como yo; peor que yo, incluso, pese a que yo era un terrible yonqui. A veces me pregunto si verdaderamente habría podido tocar mejor que yo y que Dizzy y que Clifford Brown, que entonces estaba entrando en escena. Bien, yo sabía que, entre los músicos jóvenes, Clifford sobresalía, que les pasaba a todos hombros y cabeza, o por lo menos ésa era mi opinión. Pero ¿Chet Baker? Macho, yo no lo veía a aquel nivel. Los críticos empezaban a tratarme como si yo fuera uno de los viejos, ya entiendes, como si fuera sólo un recuerdo (un mal recuerdo, para decirlo claro), y en 1952 yo no tenía más que veintiséis años. Confieso que, a veces, yo mismo me preguntaba si no estaría pasado de moda.