CREO QUE HABÍAMOS FIRMADO EL CONTRATO para salir de gira con Symphony Sid a principios de aquel verano de 1952 y la gira debía conducirnos a varias ciudades. Formábamos la banda Jimmy Heath (el hermano de Percy) al saxo tenor, J. J. Johnson al trombón, Milt Jackson al vibráfono, Percy Heath al bajo, Kenny Clarke a la batería y yo con mi trompeta. Zoot Sims no pudo incorporarse y fue reemplazado por Jimmy Heath. Conocí a Jimmy en 1948, cuando toqué con la banda de Bird en el Downbeat Club, en Filadelfia. Jimmy solía prestarle a Bird su saxo, porque el de Bird estaba siempre en la casa de empeños, pero cada noche sin falta iba a recogerlo al terminar nuestra actuación, pues temía, con razón, que Bird también lo empeñase. Bird tomaba frecuentemente el tren hacia Nueva York, porque Filadelfia era una ciudad muy incómoda para los yonquis: la policía les echaba mano en menos de un minuto.
Jimmy tenía los pies pequeños y, por lo general, calzaba unos zapatos que eran pura dinamita. Y además vestía como para caerse de culo. Le veía siempre que iba a Filadelfia, donde había nacido. Su madre quería mucho a los músicos de jazz. Percy y Jimmy tenían otro hermano, Albert, o Tootie, como se le llamaba en el ambiente musical, que tocaba la batería. Los hermanos Heath eran una familia de músicos, y su madre cocinaba muy bien, por lo que algunos colegas se dejaban caer por su casa. Jimmy tuvo una gran banda, de la que salió Coltrane. Eran grandes hijoputas, sofisticados y todo eso.
Por otra parte, Jimmy estaba bien enganchado a la heroína; seguramente él y yo empezamos a pincharnos juntos antes de la gira de Symphony Sid. Sé que se pinchaba con Bird. Creo que quizá recomendé que Jimmy ingresara en la banda porque me convenía que en ésta hubiera algún otro adicto a la heroína como yo. En aquel momento todos los demás componentes de la banda se habían desenganchado. Y si Zoot no venía (aparte de que también se desenganchó), yo estaba solo.
Todos teníamos la impresión de que debíamos llamarnos algo distinto de The Symphony Sid All Stars, pero nada podíamos hacer al respecto si queríamos cobrar nuestro sueldo. Debido a sus retransmisiones desde el Birdland, Sid era mucho más conocido que cualquiera de nosotros, una voz en la noche que llegaba a los hogares de la gente y presentaba la gran música que estaba cambiando la vida de todos. Por lo tanto, no sólo era famoso, sino que el público creía que él nos había descubierto, que él era la causa de que aquella música existiera. Debo reconocer que el público blanco venía, sin duda, a vernos actuar porque un hombre blanco como él estaba implicado en la cuestión. Pero el público negro venía a vernos tocar a nosotros, y la mayoría de las actuaciones eran para negros. Sid nos pagaba quizá 250 o 300 dólares por semana, que en aquellos días era una buena cantidad. Pero él ganaba dos o tres veces más sólo por su nombre y por decir unas cuantas palabras. No es de extrañar que esto fastidiase a todos.
Tocamos en Atlantic City. Recuerdo que en aquella actuación no teníamos pianista porque, en cierto modo, el vibráfono de Milt desempeñaba su función, así que el planteamiento musical era interesante. Cuando alguien necesitaba el piano, yo u otro de los compañeros se sentaba ante el teclado y lo acompañaba, con lo cual la experiencia resultaba instructiva para todos. Si nadie necesitaba el piano, entonces quienquiera que tocase podía sencillamente «pasearse», lo cual significa tocar lo que uno quisiera sin otro apoyo que la batería y el bajo y un espacio vacío donde normalmente estaría el piano. Era como deambular por la calle en un día de sol radiante sin que nada ni nadie se interpusiera en tu camino. Eso es lo que yo entiendo por «pasear»; eso y usar tu imaginación. Tocar sin piano libera la música. Durante aquella gira descubrí que, en ocasiones, el piano te estorba, que no lo necesitas cuando pretendes conseguir un sonido más libre y más suelto.
A continuación tocamos en el Apollo Theatre de la calle Ciento veinticinco, en Harlem, una actuación que fue gloriosa. Macho, el local estaba atestado de negritos que adoraban, insisto, a-do-ra-ban cuanto hacíamos, lo que tocaba cada uno. Recuerdo que aquella noche toqué casi por encima de mis posibilidades, la primera vez en muchísimo tiempo, tan entusiasta era la audiencia. Macho, allí estábamos recién salidos de la peluquería, yo con mis trajes recuperados de la casa de empeños, así que no me dirás que no era un triunfo, con toda aquella gente aclamándonos. Yo me había hecho arreglar el cabello en Rogers, allá en Broadway. Estaba limpio y tocaba hasta perder el culo en el Apollo Theatre con un grupo de músicos geniales. Colocado y dispuesto a cobrar una buena suma de dinero decente, ¿qué más puede pedir un negro?
Después de aquello salimos en serio a la carretera, en dirección a lugares como Cleveland, como el Graystone Ballroom de Detroit, etcétera, y entonces fue cuando la cosa empezó a estropearse, porque a Jimmy y a mí nos resultaba muy difícil establecer contactos para la heroína que necesitábamos. Las actuaciones no eran propiamente conciertos, más bien eran bailes, donde Sid presentaba el espectáculo completo. Eso era lo único que hacía, además de recaudar el dinero y pagarnos.
Perdidos en el Medio Oeste no conseguíamos encontrar droga o lo pasábamos muy mal buscándola. A veces llegábamos tarde a las actuaciones y el resto de la banda debía empezar sin nosotros. Eso ocurría también en los intermedios. Si Jimmy y yo localizábamos a alguien del público con mercancía, corríamos a la habitación del hotel para pincharnos y era fatal que volviésemos con retraso. Al cabo de cierto tiempo, los demás miembros de la banda empezaron a cabrearse y a decirnos que cambiáramos de conducta. El hermano de Jimmy, Percy, se mostraba especialmente duro con él. Pero a mí se me echaban encima todos. Estaban asqueados, hartos de cubrirnos a Jimmy y a mí. Quienes más se metían conmigo eran Kenny, Milt y Percy. Además, entre los músicos y Sid se había creado un fuerte malestar. En Buffalo, Sid no se presentó, así que nos repartimos sus 200 dólares entre todos. Nos denunció al sindicato cuando nos negamos a darle el dinero, y perdió. Luego, una vez, cuando estábamos tocando en Chicago, descubrimos que Sid había cobrado por el espectáculo 2.000 dólares, y en cambio nos dijo que eran 700. Milt Jackson oyó casualmente la conversación entre Sid y el empresario del club. En calidad de representante nuestro, le correspondía el porcentaje de agente, que entonces era entre el cinco y el diez por ciento, y también cobraba su parte como presentador (y como estrella, según su opinión) del espectáculo. Es decir, que se quedaría con aquello más la totalidad de los 1.300 dólares que eran la diferencia entre los supuestos 700 dólares y los reales 2.000. Toda aquella suma iría a parar a su bolsillo.
Mientras tanto, nosotros ganábamos unos quinientos dólares por actuación, a repartir entre seis personas; y él 200, también por actuación, que en su caso consistía únicamente en anunciar el espectáculo y pasear por allí dándose importancia. En fin, cuando le enfrentamos a los hechos los negó y nos acusó de desagradecidos. Muy propio de un hombre blanco, ¿no crees? De regreso a Nueva York estábamos hasta los huevos de las guarradas de Sid. Ninguno le odiaba; simplemente, no queríamos tenerlo cerca.
Hacia el final de la gira, Sid debía a J. J. 50 dólares, y J. J. se los reclamó. Sid se lo quitó de encima; era un hijoputa arrogante. J. J. fue hacia él y de un puñetazo le sacó de la boca los dientes postizos. Se liaron a tortas, rodaron por tierra. No lo presencié, pero Milt me contó lo que había pasado cuando llegamos, tarde y colocados. Luego, Sid avisó a unos gánsteres, que se presentaron en el club para ajustarle las cuentas a J. J. y quizá para matarle. Nosotros estábamos allí cuando entraron, como salidos de una película: grandes sombreros, cigarros, trajes negros, toda esa mierda, y aire de matones. Me preguntaron si estaba con J. J. y dije que si algo iba a ocurrirle a J. J. estaba, por supuesto, con él. Todos los compañeros se agruparon en torno a J. J. Sid debió de pensar que se había equivocado, enfrió los ánimos generales y dio a J. J. el dinero, pero la situación había sido alarmante.
Por aquella época, yo andaba con una chica blanca que se llamaba Susan Garvin, rubia, de pechos grandes y bonitos, parecida a Kim Novak. Más tarde escribí «Lazy Susan» para ella. Era buena conmigo, porque me daba algo de dinero y me trataba bien. Me quería. A mí me gustaba mucho, y aunque debido a mi adicción no había entre nosotros demasiado sexo, cuando lo había me encantaba estar con ella. Tenía además otras chicas que me daban dinero, un escuadrón completo. Pero pasaba con Susan la mayor parte del tiempo. Veía también a aquella chica blanca tan rica que conocí en St. Louis: había venido a Nueva York en mi busca. La llamaremos Alice, porque sigue viva y no quiero causarle problemas, aparte de que está casada. Las dos eran bellas y ambas me daban dinero. Pero Susan me gustaba mucho, y era ella quien solía venir conmigo a los clubes.
Con excepción de lo que he contado, en 1952 no me ocurrieron demasiadas cosas. Trataba de rehacer mi vida. Sin embargo, hay una historia que se produjo por aquella época, que Cecil Taylor dice que sí ocurrió, pero que me maten si yo la recuerdo. Es a propósito de Joe Gordon, un buen trompetista, que era de Boston, donde también Cecil Taylor había nacido. Bueno, Cecil cuenta que Joe fue una noche al Birdland para tocar conmigo y que en cuanto empezó a tocar yo me largué del escenario (porque tocaba demasiado bien), hasta que Bird corrió a mi encuentro y me dijo «Macho, tú eres Miles Davis; no puedes dejar que nadie te haga eso». Supuestamente, yo volví al escenario, pero me limité a estar allí. Alguien escribió que aquel tipo me había jodido únicamente porque yo lo miraba desde mi propia «distorsionada perspectiva de 1952». No recuerdo, sinceramente, que me ocurriera nada parecido. Quizás ocurrió, pero no lo creo. (Joe Gordon murió en un incendio en 1963 y nunca hizo nada extraordinario, excepto una vez con Thelonious Monk en uno de sus álbumes. Por lo tanto, no puede ratificar esta historia, y el otro tipo, Cecil Taylor, siempre me ha odiado desde que dije que era incapaz de tocar, así que contará lo que quiera con tal de devolverme la pelota.)
Mil novecientos cincuenta y tres empezó bien, con un disco que hice para Prestige junto a Sonny Rollins (que había salido de la cárcel), Bird (que figuró en el álbum como «Charlie Chan»), Walter Bishop, Percy Heath y Philly Joe Jones a la batería (con quien yo andaba mucho por ahí en aquellas fechas). Bird tenía un contrato en exclusiva con Mercury (creo que entonces ya había dejado a Verve), de modo que debía usar un seudónimo para grabar. Se había desenganchado de la heroína porque, desde que Red Rodney fue arrestado y encarcelado en Lexington, pensaba que la policía le tenía bajo vigilancia. En lugar de sus grandes dosis normales de heroína, ahora bebía enormes cantidades de alcohol. Recuerdo haberle visto despachar un cuarto de galón de vodka en el ensayo, así que cuando el técnico de sonido puso en marcha la cinta para la sesión, él ya estaba fuera de órbita.
Fue como si en aquella sesión hubieran habido dos líderes. Bird me trataba como si fuera su hijo, o un miembro de su banda. Pero era mi contrato y me veía obligado a meterlo en vereda. Era difícil, porque lo tenía constantemente encima por una cosa u otra. Me enfadé tanto con él que le dije que se largara, le dije que yo nunca le había hecho aquello a él en una de sus sesiones de grabación. Le dije que siempre había actuado con profesionalidad en sus compromisos. ¿Y sabes lo que me contestó el hijoputa? Me soltó una gilipollez del estilo de: «Muy bien, Lily Pons… para producir belleza hay que padecer dolor: de la ostra nace la perla». Me lo dijo con aquel jodido acento británico que adoptaba cuando le daba por ahí. Y luego, el hijoputa se durmió. Volví a enfadarme tanto que me dispuse a echarlo todo a rodar. Ira Gitler, que producía el disco para Bob Weinstock, salió de la cabina y me dijo que aquello no era una broma. Pero yo había llegado al límite, estaba tan harto que enfundé la trompeta para marcharme. Entonces oí que Bird me decía: «Miles, ¿qué estás haciendo?». Le repetí las palabras de Ira y Bird añadió: «Anda, vamos, Miles, toquemos un poco de música». De este modo, a fin de cuentas, tocamos algunas cosas realmente buenas.
Me parece que aquel disco lo hicimos en enero de 1953. Sé que, poco tiempo después, grabé otro para Prestige con Al Cohn y Zoot Sims en tenores, un cat llamado Sonny Truitt al trombón, John Lewis al piano, Leonard Gaskin al bajo y Kenny Clarke a la batería. Bob Weinstock se había incomodado por lo sucedido en aquel último álbum con Bird, y, en consecuencia, reunió un grupo de músicos más «respetables», por lo menos en el estudio; tipos que no se pirarían ni harían el payaso. Pero Zoot y yo éramos los yonquis de aquella banda y ambos nos colocamos antes de grabar. La sesión fue un éxito, porque todo el mundo tocó muy bien. Casi nadie interpretó solos en aquel disco: yo tuve uno, creo, y John Lewis, otro; el álbum estaba lleno de interpretaciones conjuntas. Yo tocaba mejor entonces de lo que había tocado en bastante tiempo.
Poco después de aquel álbum hice otro para Blue Note con J. J., Jimmy Heath al saxo tenor, Gil Coggins al piano, Percy Heath al bajo y Art Blakey a la batería. Recuerdo aquella ocasión porque, aparte de la música que tocamos, Jimmy Heath y yo tratábamos de resolver cómo haríamos para comprarle algo de heroína a Elmo Hope, un pianista que vivía en la calle Cuarenta y seis y traficaba un poco. Grabábamos en la vecindad y queríamos comprar la heroína para colocarnos antes de actuar. Jimmy y yo nos sentíamos enfermos porque teníamos que calmar el hambre de nuestros respectivos monstruos. Dijimos a Alfred Lion, productor y propietario del Blue Note, que Jimmy necesitaba comprar unas lengüetas para su instrumento. Yo le dije también que acompañaría a Jimmy para ayudarlo a traer la caja de las lengüetas. Bueno, tío, tú sabes que una caja de lengüetas no es más grande que una barra de jabón, y sabes que no son necesarios dos hombres para transportar algo tan pequeño. No sé si Alfred nos creyó o prefirió seguirnos la corriente. El caso es que estábamos colocados como hijoputas cuando hicimos aquel disco. Art Blakey estaba igual, pero después de aquella putada de Los Ángeles, cuando Art y yo fuimos arrestados y él me acusó, nunca volví a pincharme con él.
Grabamos una pieza de Jimmy Heath titulada «CTA», que eran las iniciales de una mujer preciosa, medio china y medio negra, con la que él iba. Se llamaba Connie Theresa Ann. Recuerdo una ocasión en que Jimmy, Philly Joe y yo actuábamos contratados por el Reynolds Hall, en Filadelfia: yo tenía a Susan, que era blanca y exquisita; Jimmy tenía a Connie; y Philly Joe, a una deliciosa chica portorriqueña. Las tres eran una maravilla, dejaron K.O. a todo el mundo. Solíamos llamarlas «las Naciones Unidas».
Hice todavía otro disco en 1953, y otro más cuando se grabó una actuación mía en el Birdland, donde toqué en sustitución de Dizzy. Trabajé dos noches en el Birdland y el disco fue grabado en el entretiempo, así que en aquella época mis carrillos estaban la mar de bien, puesto que tocaba con regularidad. La sesión de grabación fue con un cuarteto: Max Roach, John Lewis, Percy Heath y yo; el disco era para Prestige. Tuve ocasión de desarrollar mi propia música, pues yo era el solista principal. Además, Charlie Mingus tocó el piano en una de las piezas, «Smooch» creo que fue. Todos tocamos bien en aquel álbum.
Sin embargo, las actuaciones en el Birdland me sacaban de quicio. No por los músicos de la orquesta, que eran excelentes, sino por un cantante llamado Joe Carroll, que se dedicaba a hacer el imbécil. Yo estimaba a Dizzy, pero detestaba las podridas payasadas que dedicaba al público blanco. Admito que eso era asunto suyo, puesto que suya era la banda a fin de cuentas. Pero cuando tuve que aguantar a Joe Carroll aquellas dos noches, macho, toda aquella mierda me revolvió el estómago. Me sometí porque necesitaba el dinero y porque por Dizzy habría hecho cualquier cosa, aunque allí y entonces resolví que nunca tomaría parte en semejantes bajezas por iniciativa propia. Cuando el público viniera a escucharme, lo haría sólo por mi música.
Mi adicción empezaba a empeorar. Por aquellas fechas, los policías, ya de manera rutinaria, hacían que me arremangara la camisa, buscando marcas de pinchazos recientes. Por ese motivo, muchos yonquis se inyectaban la droga en las venas de las piernas. Cuando la policía te sacaba del escenario para registrarte, macho, vaya si era vergonzoso. La situación era mala en Los Ángeles y Filadelfia, donde, en cuanto decías que eras músico, todos los policías blancos pensaban que eras un yonqui.
Yo salía adelante con la ayuda de las mujeres; cada vez que durante aquel período necesité imperiosamente algo, tuve que acudir a ellas para conseguirlo. De no haber sido por las que me mantenían, no sé cómo me las habría arreglado sin robar cada día, que era lo que hacían muchos yonquis. Pero aún con su apoyo hice algunas cosas de las que luego me arrepentí, como me ocurrió con Clark Terry, o como el día que le quité dinero a Dexter Gordon para comprar heroína. Cosas así las hacía constantemente. Empeñé todo lo que pude, a veces pertenencias de otros, que perdí (instrumentos de música, ropa, joyas) porque no me presenté con el dinero a tiempo de recuperarlas. No llegué a correr el riesgo de ir a la cárcel pese a que, después de lo que Down Beat publicó sobre Art Blakey y sobre mí, y después de que Cab Calloway contase a Allan Marshall una serie de mierdas sobre los yonquis, que Marshall publicó en la revista Ebony, mencionando mi nombre entre otros varios, lo mismo daba que estuviera en la cárcel que fuera de ella: no encontraba trabajo en ninguna parte.
Ya era bastante malo tocar la clase de música que tocábamos, pero con la adicción de por medio era peor. El público empezaba a verme de otra manera, como sucio o algo así. Me miraba con piedad y horror, y antes nunca me había mirado de aquel modo. En el artículo a que me he referido aparecían mi foto y la de Bird. A Allan Marshall nunca le he perdonado aquello, ni tampoco perdoné a Cab Calloway por decir las guarradas que el artículo recogió. Aquellas cosas nos costaron dolor y sufrimiento. Muchas de las personas de las cuales habló, jamás se recobraron de lo que había dicho, porque por aquel entonces él era un personaje muy popular a quien todos escuchaban.
Siempre he pensado que las drogas deberían legalizarse, para intentar que dejaran de ser un problema en la calle. Quiero decir, ¿por qué alguien como Billie Holiday tuvo que morir tratando de desengancharse, tratando de empezar otra vez? Considero que las drogas debieron de habérsele facilitado, quizás a través de un médico, para que no tuviera que degradarse y prostituirse por ellas. Y lo mismo podría aplicarse a Bird.
Una noche me encontraba en el exterior del Birdland, a finales de la primavera o del verano de 1953. Era inmediatamente después o mientras ocupé allí el puesto de Bird. Por cierto, que se ha dicho que este incidente ocurrió en California en 1953; el año es correcto, pero el lugar no. Ocurrió en Nueva York. Yo estaba, pues, en el exterior del Birdland, más colgado que un hijoputa, dando cabezazos, hecho una mierda, vistiendo unas ropas viejas y sucias, cuando se me acercó Max Roach, me miró y me dijo que tenía «buen aspecto». Luego me metió en el bolsillo un par de flamantes billetes de cien dólares, ¿entiendes? Él estaba limpio como un hijoputa, un hombre que parecía valer un millón de dólares, sólo porque cuidaba de sí mismo.
Mira, Max y yo éramos casi como hermanos. Macho, su acción me avergonzó tanto que en lugar de coger el dinero y correr a pincharme, como habría hecho normalmente, llamé a mi padre y le dije que volvía a casa para intentar rehabilitarme otra vez. Mi padre no me había retirado su apoyo. Me dijo inmediatamente que fuera, y fui: tomé el primer autobús hacia St. Louis.
A mi regreso a St. Louis empecé a ver de nuevo a mi amiga Alice. Pero, como ocurre siempre, no tardé en aburrirme como una ostra y en recurrir a inyectarme droga. No mucha, pero la suficiente para preocuparme. A finales de agosto o primeros de septiembre de 1953, Max Roach llamó, no sé si desde Nueva York o desde Chicago, y me dijo que se dirigía en coche a Los Ángeles con Charlie Mingus para sustituir a Shelly Manne en los Lighthouse All Star de Howard Rumsey. Pasaría por East St. Louis y le gustaría hacerme una visita. Yo le dije que sí, que podrían quedarse a dormir en la casa de mi padre en Millstadt. Lo grande que era aquella casa les dejó boaquiabiertos, como, también, que mi padre tuviera una doncella y una cocinera, toda clase de comodidades, y vacas, caballos y cerdos premiados en los certámenes ganaderos. Engalané a Max y Mingus con pijamas de seda. Pero, sobre todo, me alegré mucho de verlos. Max estaba limpio como de costumbre y conducía el Oldsmobile que acababa de comprar, porque entonces estaba ganando dinero. Al dinero que le llegaba había que añadir además el que le daba su chica, que tenía mucho y no lo escatimaba.
Pasamos la noche entera charlando de música. Macho, una verdadera fiesta. Y viéndolos a ellos allí me di cuenta de lo que había echado de menos a los compañeros del mundillo musical de Nueva York. Por entonces yo ya no era como ninguno de mis viejos amigos de East St. Louis, aunque los quisiera como hermanos. No podía quedarme más tiempo en aquella ciudad; no encajaba en ella, porque mi mentalidad era la de un neoyorquino. Cuando Max y Mingus se disponían a partir, al día siguiente, decidí marcharme con ellos. Mi padre me dio algún dinero y salí rumbo a California.
Aquel viaje a California fue muy especial. Mingus y yo discutimos durante todo el trayecto, y Max fue una especie de mediador. La discusión se centró en torno a los blancos, con lo cual Mingus se disparó inmediatamente. Por aquellas fechas, Mingus era implacable con los blancos, no soportaba nada que fuera blanco, y un hombre blanco menos que nada. En cuestiones de sexo podía gustarle una chica blanca, o una chica oriental, pero que le gustara una chica blanca no guardaba relación con lo mucho que le repugnaba el varón americano blanco, lo que vulgarmente se llama WASP. Después pasamos a otra discusión, Max, Mingus y yo, a propósito de los animales. Eso fue luego de que Mingus se hubiera referido a los blancos diciendo que no eran más que bestias. Mingus quiso entonces hablar de los verdaderos animales, y dijo: «Si estuvieras conduciendo tu coche nuevo y vieras un animal en medio de la calle, ¿harías una maniobra brusca y estrellarías el coche, o intentarías frenar, o simplemente arrollarías el animal? ¿Qué harías?». Max respondió: «Bueno, arrollaría al hijoputa, porque ¿qué otra cosa podría hacer? ¿Parar y provocar un desastre si había otro coche detrás de mí? ¿Destrozar mi nuevo coche?».
Mingus replicó: «Fíjate, tienes las mismas ideas que los blancos: así es como un hombre blanco pensaría. Un blanco también embestiría al pobre animal, sin importarle si lo mataba. ¿Yo? Yo destrozaría mi coche antes que matar a un animalito indefenso». Éste fue el tono de la conversación a lo largo del viaje hasta California.
En algún lugar del trayecto, creo que sería en Oklahoma, como ya habíamos liquidado todo el pollo que la cocinera de mi padre nos había preparado, paramos para comer alguna cosa. Encargamos a Mingus que fuera a buscar comida, porque tenía la piel muy clara y la gente podía tomarle simplemente por un forastero. Sabíamos que no podríamos comer allí, así que le dijimos que se limitara a comprar unos sándwiches y los trajese. Mingus salió del coche y entró en el restaurante. Entonces le dije a Max que quizá no habríamos debido dejarle ir solo, teniendo en cuenta lo loco que estaba.
De pronto, Mingus volvió a salir del restaurante más furioso que un hijoputa. «Esos hijoputas blancos no nos dejan comer aquí. ¡Voy a volarles el jodido establecimiento!»
Yo dije: «Siéntate, macho. Mingus, calma, siéntate y por una vez cierra la boca. Si dices una palabra más te partiré una botella en la cabeza; no estoy dispuesto a terminar en la cárcel porque tú te vayas de la lengua».
Al cabo de un rato se tranquilizó, porque sabía bien que en aquel tiempo, y en aquella parte del país, bastaba con que vieran a un negro para que le pegasen un tiro. Y sin consecuencias, pues sería en nombre de la ley. De ese modo continuamos hasta llegar a California, donde Mingus había nacido.
Yo no conocía a Mingus tan bien como suponía. Había viajado otras veces con Max, y cada uno sabía bien cómo era el otro. Pero nunca había ido con Mingus a ninguna parte y, de hecho, ignoraba cómo era fuera del escenario, por más que en California hubiéramos tenido una vez aquellas diferencias respecto a Bird. Yo era una persona callada, no me gustaba hablar, y otro tanto podía decirse de Max. Pero ¿Mingus? Macho, aquel hijoputa hablaba sin descanso. Una parte del tiempo hablaba de cosas que tenían cierto peso, aunque lo más frecuente era que a uno le interesaran menos que el zumbido de un mosquito. Llegaba un momento en que tus nervios ya no resistían; eso explica que yo lo amenazara con pegarle un botellazo, simplemente porque no podía aguantar más. Sin embargo, Mingus era un hijoputa alto y fuerte, y seguro que no le intimidé ni de lejos. Pero calló; un rato, por lo menos, antes de volver incansable a largar y largar.
Llegamos a California hechos polvo, así que nos deshicimos de Mingus y me fui con Max al hotel de éste. Max tocaba en el Lighthouse, en Hermosa Beach, que está aproximadamente a una manzana del océano. Bueno, un día Max dejó a Mingus que usara su coche y éste despanzurró una rueda. A qué no adivinas cómo. Chocó contra una boca de incendios para no aplastar un gato. Macho, creí que me moría de risa, porque la historia era la misma que había provocado aquella larga discusión durante el viaje. Pero Max estaba más irritado que un hijoputa, macho, y la discusión volvió a empezar.
Mientras actuaba en California me ocurrieron algunas cosas buenas. Toqué con algunos de los músicos del Lighthouse unas pocas veces, y de ello se grabó un disco. En aquel tiempo, Chet Baker era considerado el trompeta joven más hot de la escena del jazz, y era oriundo de California. Tocó en una jam en el Lighthouse el mismo día que yo intervine. Era la primera vez que nos veíamos, y él parecía cohibido por haber triunfado recientemente en la encuesta de Down Beat para designar el Mejor Trompetista de 1953. Sospecho que sabía que no merecía estar por encima de Dizzy ni de otros muchos trompetistas. Yo no tenía nada contra él personalmente, aunque sí estaba molesto con la gente que le había elegido. Chet era un buen chico, tranquilo, buen intérprete. Pero tanto él como yo sabíamos que me había copiado un montón de cosas. Por lo tanto, y me lo confesó después, la primera vez que nos encontramos, tocar conmigo ante el público, le puso muy nervioso.
Otra cosa buena que me ocurrió en aquel viaje fue que conocí a Frances Taylor. Más tarde se convertiría en mi esposa: la primera mujer con quien me casé legalmente. Yo procuraba tener mejor apariencia de la que había tenido los últimos tiempos en Nueva York, así que compré ropa decente y llevaba el cabello bien cuidado y ondulado con la permanente. Un día, Buddy, un joyero con quien había trabado amistad, me llevó consigo a entregar un estuche de joyería (regalo de cumpleaños de un blanco rico) a una chica que bailaba en el grupo de Katherine Dunham. Buddy me dijo que la bailarina era muy atractiva, que se llamaba Frances y que quería que yo la viese.
Cuando llegamos a nuestro destino, en Sunset Bulevard, Frances bajó por las escaleras de la casa y Buddy le dio el estuche de joyería. Mientras tomaba el estuche de manos de Buddy, ella me miraba sonriendo. Yo iba vestido como para causar estragos. Ella era tan bonita que casi me dejó sin aliento, así que saqué un trozo de papel y escribí en él mi nombre y mi número de teléfono y se lo di mientras le aseguraba que no tenía que mirar de aquel modo. Ella se ruborizó y, cuando nos marchamos, subía las escaleras observándome por encima del hombro. Supe en el acto que le había gustado. Buddy estuvo dedicándole elogios delirantes durante todo el camino de regreso y afirmando que había notado la gran impresión que yo le había causado a la chica.
En aquella época, Max iba con una encantadora muchacha negra llamada Sally Blair, y ella lo volvía loco. Era una mujer muy fina, de Baltimore, que parecía una Marilyn Monroe de tez oscura. Max tenía con Sally serios problemas. Yo procuraba poner ante Max cara impasible, pues él era muy sensible para determinadas cosas. No incordiaba a nadie con sus asuntos personales. Pero Sally le hacía salirse de las casillas con su comportamiento, por lo cual había empezado a mirar a su alrededor en busca de otra mujer.
Así había encontrado a Julie Robinson (hoy casada con Harry Belafonte), que pareció convenirle. Un día me dijo que Julie tenía una amiga a quien quería presentarme. Se puso a contar lo bonita que era. Le dije, pues, que de acuerdo, que me la presentara.
En aquel tiempo yo tenía la convicción de que podía conseguir a cualquier mujer que deseara. Fuimos al encuentro de las chicas, y la amiga de Julie era Frances. En cuanto me vio, dijo: «Tú viniste con Buddy a mi hotel cuando me trajo aquella joya». Yo repliqué: «Exacto». Inmediatamente congeniamos. Max estaba sorprendido. Me dijo que aquélla era la chica de quien me había hablado. Fue una coincidencia que la primera vez la hubiera conocido de aquel modo. Pero apenas Max nos volvió a reunir, supe que algo iba a ocurrir entre nosotros, y ella lo supo también.
Con ocasión de aquella primera cita, Max y Julie se sentaron en la parte delantera del coche de Max, mientras que Frances y otra bailarina llamada Jackie Walcott y yo nos sentamos atrás. Estábamos dando un paseo cuando Julie dijo que tenía ganas de gritar. Max observó: «Cada cual hace lo que le viene en gana. Grita, si quieres»; y Julie se puso a gritar tan fuerte como podía.
Yo le dije a Max: «Macho, ¿estás loco? ¿No sabes dónde estamos? Estamos en Beverly Hills, y somos negros y ella es blanca. La policía nos hará pedazos. Vamos, basta de gritos». Julie calló. Y la noche fue una verdadera fiesta. Fuimos a casa de B y nos divertimos con él y escuchamos sus habituales gansadas; cosas como: «Dick, ¿de dónde has sacado esos adefesios? Macho, ¡si son como mulas!». Ése era el estilo de las bromas que te gastaba B. Un excéntrico.
No tardé mucho en establecer un contacto para obtener algo de heroína, y, en consecuencia, empecé a presentarme pirado en el Lighthouse de Hermosa Beach y a avergonzar terriblemente a Max. Para él, en aquellos momentos, las cosas marchaban de maravilla. En cambio, a mí la adicción me estaba hundiendo de nuevo. En fin, una noche, creo que era su cumpleaños, yo estaba en el Lighthouse con Max. Salimos un rato al exterior. Yo había tomado lecciones de judo durante mi última estancia en casa, en East St. Louis, y llevaba un cuchillo e iba a demostrarle a Max de qué forma podía quitárselo a alguien que pretendiera apuñalarme. Le di el cuchillo y le dije que actuara como si fuera a clavármelo. Cuando lo hizo, le quité el cuchillo y, además, lo volteé por encima de mi hombro, ¿entiendes? Admirado, dijo: «Macho, Miles, esto es muy serio». Yo volví a guardarme el cuchillo en el bolsillo y lo olvidé.
Más tarde, en el bar, tomando unas copas, Max dijo: «Tú pagas». Yo repliqué bromeando: «Tu tienes dinero y es tu cumpleaños, así que pagas tú». Pero el barman, que había oído la conversación y no me tenía ninguna simpatía, cuando Max caminaba hacia el escenario para volver a tocar, me dijo: «Vamos, tío, quiero mi dinero». Yo le dije que Max pagaría al término de su actuación. El barman y yo comenzamos a discutir, que si esto, que si aquello, hasta que finalmente me dijo: «Cuando termine mi trabajo voy a deshacerte el culo a patadas». Era blanco, ¿entendido? Max regresó en aquel momento y dijo al tipo: «¿A qué viene esto? Él no ha hecho nada». Pagó el importe de las copas, pero por entonces el tipo estaba furioso. Max se echó a reír y me miró como diciendo: «Ujú, si se supone que eres tan bueno, a ver cómo manejas a este chiflado». A continuación volvió al escenario para su última actuación. El barman dijo algunas cosas más a propósito de patearme el culo, de modo que le atajé: «No necesito esperar a que termines el trabajo, hijoputa, puedes salir ahora y aquí mismo arreglamos el asunto». Eso fue suficiente para que el imbécil dejara su puesto al otro lado del bar y viniera directo hacia mí. Yo había notado que el tipo era zurdo, así que esquivé fácilmente su primer golpe, le pegué en lo alto de la cabeza y lo tiré sobre los asientos, entre los clientes. Max estaba en el escenario, con una mueca de asombro en el rostro. El público gritaba y se apresuraba a ponerse a cubierto. Un puñado de amigos del barman se me echó encima, y alguien llamó a la policía. En todo aquel tiempo, Max ni siquiera abandonó el escenario: se quedó allí y siguió tocando.
Antes de que los amigos del barman me causaran algún daño, el portero del club restableció el orden. Llegó la policía. Piensa que todas las personas que había en el local eran blancas, excepto Max y yo. En aquella época, los negros no podían ni acercarse al Lighthouse. Me llevaron al puesto de policía y allí declaré que el tipo me había llamado «negro hijoputa», lo cual era cierto, y que había dado el primer golpe. Entonces me acordé del cuchillo que todavía llevaba en el bolsillo. Me asusté como un hijoputa, porque si lo encontraban era seguro que iba a parar a la cárcel. Pero no me registraron. De pronto recordé que mi tío William Pickens ocupaba un cargo importante en la NAACP, y se lo dije a los policías y enseguida me soltaron. Esto coincidió aproximadamente con la llegada de Max, quien se hizo cargo de mí y me acompañó a casa. Yo estaba más indignado que un hijoputa, y le dije: «Tú, hijoputa, tú has dejado que me llevaran así, por las buenas». Pero Max sólo reventaba de risa.
Las cosas empezaron a ponerse feas otra vez e incluso Max se cansó de mis cabronadas. Llamé a mi padre una vez más y le pedí que me pagara el billete de autobús para volver a casa. En ese momento estaba decidido a desengancharme, y cuando llegué a casa era eso lo único que tenía en mente.
A mi regreso a East St. Louis fui directamente a la granja de mi padre en Millstadt. Mi hermana vino de Chicago, y ella, mi padre y yo dimos un largo paseo por los campos. Finalmente, mi padre dijo: «Miles, si fuera una mujer lo que te tortura, te aconsejaría que buscaras a otra mujer y despacharas a la primera. Pero tratándose de drogas no puedo hacer nada por ti, hijo, salvo darte mi amor y mi apoyo. El resto debes ponerlo tú mismo». Tras decir esto, él y mi hermana, simplemente, dieron media vuelta y me dejaron solo. La granja tenía anexa una casa para los huéspedes con un pequeño apartamento de dos habitaciones, y allá me encaminé. Cerré la puerta con llave y me quedé dentro hasta, a la brava, desengancharme.
Estuve enfermo. Quería gritar, pero no podía hacerlo porque mi padre habría acudido desde su blanca casona, que estaba al lado, a ver qué pasaba. De modo que tenía que guardarlo todo dentro de mí. A él le oía con frecuencia, caminando en torno a la casa de invitados, parándose a escuchar. Cuando hacía eso, yo guardaba silencio. Permanecía acostado en la oscuridad, sudando como un hijoputa.
Estuve muy, muy enfermo tratando de darle la patada a mi adicción. Me dolía todo, tenía el cuello rígido; las piernas, inútiles; las articulaciones me torturaban. Era un sufrimiento como el de la artritis, o como el de una gripe aguda, sólo que peor. La sensación es indescriptible. Todas tus articulaciones se quedan rígidas y duelen a rabiar, pero no puedes ni rozarlas porque, si lo hicieras, gritarías. En consecuencia, nadie puede darte un masaje. Es la clase de dolor que más tarde volví a experimentar después de una operación, cuando me colocaron una prótesis de cadera. Es una sensación cruda y salvaje que no consigues dominar. Sientes que te vas a morir, y si alguien te garantizara que morirías en dos segundos, lo aceptarías sin titubear. Tomarías el regalo de la muerte, ante la tortura de aquella vida. En un momento determinado estuve a punto de tirarme por la ventana (el apartamento estaba en el segundo piso) con la esperanza de que el golpe me dejara sin sentido y me permitiese dormir un poco. Pero se me ocurrió que, dada mi mala suerte, sólo conseguiría romperme una puñetera pierna y me quedaría allí tendido, sufriendo todavía más.
Eso duró siete u ocho días. No podía comer. Mi chica, Alice, vino a verme y echamos un polvo, y maldición si con ello no empeoró mi estado. Yo hacía dos o tres años que no tenía un orgasmo. El dolor en los huevos, y en todas partes, fue horrible. Pasé así un par de días más, y luego empecé a beber zumo de naranja, pero invariablemente lo devolvía. Y luego, un día, se acabó; así, sencillamente. Terminado. Terminado al fin. Me sentí mejor, bueno y puro. Salí al exterior, al aire limpio y suave, me acerqué a la casa de mi padre, y cuando él me vio se le iluminó el rostro con una amplia sonrisa, y nos abrazamos y lloramos. Él sabía que, finalmente, yo había vencido. Por último, me senté a la mesa y comí todo lo que había a la vista, porque estaba más hambriento que un hijoputa. No creo que jamás haya comido de aquella manera, ni antes ni después. Con calma, me puse a pensar de qué modo iba a recomponer mi vida, lo cual no sería tarea fácil.