TAN PRONTO COMO ME DESENGANCHÉ de la droga me marché a Detroit. No confiaba en mí mismo lo suficiente como para volver a Nueva York, donde todo estaba al alcance de la mano. Suponía que, incluso en el caso de que flaqueara un poco, la heroína que pudiese adquirir en Detroit no sería tan pura como la que habría encontrado en Nueva York; suponía que eso me ayudaría, y ciertamente necesitaba toda la ayuda imaginable.
Llegado a Detroit, empecé a tocar en algunos clubes locales con Elvin Jones a la batería y Tommy Flanagan al piano. Tomé allí un poco de heroína, pero no era fuerte y escaseaba mucho. No había aún borrado por completo de mi mente la droga, pero estaba muy cerca, y lo sabía.
Permanecí en Detroit unos seis meses. Durante aquel período también chuleé un tanto. Mi hice con dos o tres chicas. De nuevo disfruté del sexo. Una de las chicas era una diseñadora que procuró ayudarme cuanto pudo. No quiero dar su nombre: hoy en día es una persona muy importante. Fue ella quien me llevó a un sanatorio para que hablase con un psiquiatra. El tipo me preguntó si me masturbaba alguna vez, y le dije que no. No quiso creerlo. Me dijo que debería masturbarme cada día en lugar de tomar drogas. Yo pensé que quizá le convendría encerrarse a sí mismo en el manicomio si era aquello lo único que el hijoputa tenía que decirme. ¿Masturbarse para romper la adicción? Mierda, el pobre debía de estar loco.
Acabar con la adicción era mucho más duro. Finalmente lo conseguí, pero aquella maldición me exigió mucho tiempo, porque yo no parecía capaz de terminar de una vez. Me hundía y volvía a subir, me decía a mí mismo que estaba limpio y después empezaba de nuevo.
Tenía un amigo, un tipo desastrado llamado Freddie Frue, o a quien nosotros, por lo menos, llamábamos así. Sea como fuere, yo me alojaba en un hotel y no comía ni nada. Él era mi contacto para conseguir droga en Detroit. Freddie subía a mi habitación y me entregaba el suministro correspondiente al día. Uno de los principales obstáculos que encontraba para desengancharme eran los tipos como él, aparte mi propia debilidad. Tenía una y otra vez que imponerme a mí mismo la decisión de dejarlo. Pensé incluso que casarme con alguien podía servirme de ayuda; pensé concretamente en proponérselo a Irene. Por esta razón hice un viaje a St. Louis y pregunté a mi padre si podía casarnos. Pero luego reflexioné. Y en lugar de cometer aquella tontería, volví de nuevo a Detroit.
Mientras estuve allí, conocí a una joven muy bonita; realmente dulce, realmente bella. Pero yo la jodía igual que a todas las mujeres con quienes me relacionaba en aquella época. Si no tenían dinero, no quería ni verlas, puesto que todavía no me había quitado de encima el mono: estaba aflojando su presa, pero aún no me había soltado del todo. Yo seguía razonando como un yonqui.
Conocí a un sujeto llamado Clarence que se dedicaba a las apuestas clandestinas en Detroit. Solía decirme: «Macho, ¿por qué tratas así a esa chica? Es una excelente persona y se preocupa por ti. Entonces, ¿por qué la tratas tan mal?». Yo lo miraba y le decía: «¿De qué coño hablas?».
Mira, aquel gran hijoputa era uno de esos gánsteres que tienen matones por todas partes. Llevaba en los bolsillos pistolas y esas cosas, y yo había adoptado una actitud desafiante con él, ¿te das cuenta? Pero, entiéndelo, no era yo quien le hablaba de aquel modo, era la droga. Él me miraba de una manera muy rara, como si estuviera dudando entre matarme o qué sé yo. Pero me respetaba porque le gustaba la música y le gustaba mi forma de tocar. Hasta que un día me dijo: «Te estoy preguntando por qué tratas a la chica de ese modo. ¿Acaso no me oyes?».
En lo único que yo pensaba en aquel momento era en inyectarme una vez más otra dosis, así que le dije: «Vete a la mierda. Lo que yo hago no es asunto tuyo».
Su expresión me indicó que un segundo después iba a matarme. Sin embargo, sus fríos ojos se llenaron de compasión. Me estudió unos instantes, contemplándome como si yo fuera un perro vagabundo que se arrastrara por las calles. «Tío, eres jodidamente patético, un lastimoso, miserable hijoputa que no merece siquiera vivir. Eres un jodido yonqui, pobre hijoputa. Y si creyera que iba a servir de algo, te perseguiría a puntapiés por todo Detroit. Pero te diré una cosa: ¡vuelve a tocarle un pelo a esa chica, y no vivirás para lamentarlo, tú, yonqui asqueroso!» Luego me volvió la espalda y se marchó.
Macho, aquello me hizo verdadero daño, porque él tenía razón en todo lo que había dicho. Cuando te estás pinchando no te importa nada: lo único que buscas es no sufrir, no sentirte enfermo. Pero después de aquello, después de que Clarence me avergonzara de aquel modo, empecé en serio a tratar de enderezar mi conducta.
La droga era muy mala en Detroit (era lo que Philly Joe decía algunas veces: «Podías haberte comprado una tableta de chocolate Hershey y ahorrarte el dinero») porque la cortaban mucho. Ello hace que tu tolerancia disminuya gradualmente: pincharme ya no me hacía nada, excepto añadir agujeros a mis brazos. Sólo me pinchaba por la jodida sensación que te produce clavarte una aguja en el brazo. Y luego, bruscamente, ya no quise añadir más agujeros a mis brazos, y paré.
Había en Detroit unos cuantos músicos buenos, con algunos de los cuales yo empezaba a tocar. Eso me ayudó mucho, y además la mayoría de ellos estaban limpios. Algunos músicos de Detroit me respetaban por todas las cosas que había hecho. Por lo tanto, una de las razones que me inducían a no recaer en el vicio era la estima en que me tenían; y dado que ellos estaban limpios, yo quería continuar estándolo. Había un gran trompetista, Clair Rockamore, creo que se llamaba así. Macho, aquel hijoputa era genial. Era uno de los mejores que jamás he oído. También me avine mucho con Elvin Jones. La gente, pues, se apiñaba para vernos cuando tocábamos en un pequeño club llamado Blue Bird.
Una de las cosas que quiero aclarar sobre la época que pasé en Detroit es esa historia referente a Clifford Brown, a Max Roach y a mí en el Baker’s Keyboard Lounge. Yo había estado tocando durante varios meses en el Blue Bird como solista (solista invitado) con la banda de Billy Mitchell, que era la banda de la casa. En ella estaban también Tommy Flanagan al piano y Elvin Jones a la batería. Betty Carter solía venir y participar con Yusef Lateef, Barry Harris, Thad Jones, Curtis Fuller y Donald Byrd. La ciudad era verdaderamente sofisticada en cuestión de música. Bien, cuando Max llegó a Detroit con Clifford y su nuevo grupo (Richie Powell, hermano menor de Bud, al piano, Harold Land al saxo tenor y George Morrow al bajo), Max me invitó a tocar con ellos en el Baker’s.
Pero se equivocan completamente quienes cuentan que yo aparecí allí por las buenas, dando traspiés, empapado y con la trompeta envuelta en una bolsa de papel, y subí al escenario y empecé a tocar «My Funny Valentine». Dicen que Brownie, como llamábamos a Clifford, me dejó tocar porque le di pena, que hizo que la banda dejara de tocar lo que estaba tocando, y que, en cuanto terminé, dejé el escenario tambaleándome y me perdí otra vez en la lluvia. Supongo que la escena sería estupenda en una película, pero no se produjo. Mira, en primer lugar, yo nunca me habría inmiscuido en una actuación de Max y Brownie de semejante manera, sin preguntarles si podía participar. Segundo, no pasearía mi trompeta en una jodida bolsa de papel bajo la lluvia, porque mi instrumento es para mí demasiado importante. Además, no habría dejado que Max me viese si la suerte me hubiera abandonado hasta el extremo de obligarme a deambular con la trompeta dentro de una bolsa de papel. Soy demasiado orgulloso para eso.
Lo que realmente sucedió en el Baker’s fue que Max me invitó a tocar porque le gustaba oír cómo lo hacía a la manera de Freddie Webster. Yo podía tocar como Freddie y podía, como Freddie, producir un buzzzzz con la trompeta en los registros bajos: una especie de vibración que se hace con la lengua. Aquélla fue la única vez que toqué con la banda. Y no tengo la menor idea de cuál fue el origen de la historia. Se trata simplemente de una leyenda. Yo pude haber sido un yonqui, pero no estaba ya tan atrapado como todo eso, sino en camino de desengancharme.
Por otra parte, acabé con la droga gracias al ejemplo de Sugar Ray Robinson: me dije que si él podía ser tan disciplinado como era, también podía yo. Siempre me gustó el boxeo, pero me gustaba especialmente Sugar Ray, y le respetaba, porque era un gran púgil, con muchísima clase, más limpio que un hijoputa. Era bien parecido y mujeriego: siempre tenía un batallón de mujeres persiguiéndolo. De hecho, Sugar Ray fue uno de los pocos ídolos que he adorado. Sugar Ray parecía un personaje de la alta sociedad cuando lo veías retratado en los periódicos saliendo de alguna limusina con bellas mujeres colgadas del brazo, impecablemente vestido. Pero cuando se entrenaba para un combate no tenía, que se supiera, mujeres a su alrededor; y cuando subía al ring para enfrentarse a un contrincante no sonreía, ni mucho menos, como en aquellas fotos que todo el mundo había visto. En el ring era un hombre serio, entregado a su trabajo.
Decidí que así era también como iba a ser yo, serio y disciplinado en cuanto a mi trabajo concernía. Decidí que era el momento de regresar a Nueva York y empezar de nuevo. Sugar Ray era mi imagen mental del héroe. Fue él quien me hizo pensar que ya era lo bastante fuerte como para volver a enfrentarme a Nueva York. Y fue su ejemplo el que me sostuvo a lo largo de un período realmente difícil.
Llegué a Nueva York en febrero de 1954, tras haber pasado en Detroit unos cinco meses. Me sentía completamente bien por primera vez en mucho tiempo. Mis carrillos estaban firmes porque había tocado cada noche y al fin había dejado la heroína. Me notaba fuerte, tanto física como musicalmente. Dispuesto a todo. Tomé una habitación en un hotel. Recuerdo haber llamado a Alfred Lion, de Blue Note Records, y a Bob Weinstock, de Prestige, para anunciarles que estaba a punto para grabar otra vez. Les dije que me había desenganchado de la droga y que quería hacer un par de álbumes utilizando sólo un cuarteto: piano, bajo, batería y trompeta. La idea los sedujo.
En Nueva York, el escenario había cambiado desde que yo me marché. El MJQ (Modern Jazz Quartet) dominaba entonces la escena; es decir, la especie de jazz de cámara «cool» que ellos practicaban estaba en evidente ascenso. La gente hablaba aún de Chet Baker y Lennie Tristano y George Shearing, aquella música surgida de Birth of the Cool. Dizzy continuaba tocando con la categoría de siempre, pero Bird estaba completamente jodido: gordo, cansado, tocando mal cuando se molestaba en aparecer en alguna parte. La gerencia del Birdland había llegado al extremo de prohibirle la entrada después de que le armara un terrible escándalo a uno de los propietarios. Y el Birdland, fíjate, llevaba ese nombre en su honor.
Lo único que pensaba cuando regresé a Nueva York era en tocar y grabar discos y recuperar todo el tiempo que había perdido. Los dos primeros álbumes que hice aquel año (Miles Davis, Vol. 2, para Blue Note, y Miles Davis Quartet, para Prestige) fueron para mí muy importantes. El contrato con Prestige no había entrado aún en vigor, razón por la cual pude hacer la grabación para Blue Note con Alfred Lion, cosa que necesitaba porque todavía andaba escaso de dinero. Tuve la sensación de haber pegado fuerte en los dos discos. Utilicé a Art Blakey en la batería, a Percy Heath, del MJQ, al bajo, y a un joven pianista llamado Horace Silver que había estado tocando con Lester Young y Stan Getz. Creo que fue Art Blakey quien me recomendó a Horace, porque lo conocía muy bien. Horace se hospedaba en el mismo hotel que yo, el Arlington, en la calle Veinticinco cerca de la Quinta Avenida, así que empezamos a relacionarnos bastante. En su habitación tenía un piano vertical, donde yo tocaba y componía algunas canciones. Era un poco más joven que yo, tres o cuatro años, según creo. Le enseñé unas cuantas cosas, mostrándolas en el piano. Su manera de tocar me gustaba, porque tenía aquella cualidad sensual que por entonces yo apreciaba mucho. Ponía fuego bajo mi música, y con Art a la batería no podías andarte por las ramas: tenías que lanzarte y tocar de verdad. Sin embargo, en aquel primer álbum, hice que Horace tocase como Monk en «Well, You Needn’t» y acompañando una balada en «It Never Entered My Mind». También grabamos «Lazy Susan».
El contrato que firmé con Bob Weinstock y Prestige Records era por tres años. Yo había apreciado siempre lo que Bob Weinstock hizo por mí anteriormente, en los primeros tiempos, porque apostó a mi favor cuando nadie más en la industria discográfica pensaba que yo valiese un centavo, con excepción de Alfred Lion, quien también se portó de modo excelente conmigo. El dinero que Bob me dio por aquellos primeros discos de Prestige no fue mucho; creo que algo así como setecientos cincuenta dólares por disco, y además pidió todos los derechos de edición de mi música, cosa que no le concedí. Pero aquella discreta suma me sirvió, allá por 1951, para mantener mi adicción a la droga, y las grabaciones me ayudaron más adelante a convertirme en un buen líder de banda y a comprender cómo se hacían los discos, los buenos discos. Bob y yo nos llevábamos bien, aunque él pretendía siempre decirme lo que tenía que hacer, cómo debían ser mis discos, a lo que yo replicaba: «Yo soy el músico y tú eres el productor, así que limítate a trabajar en el aspecto técnico y déjame a mí la parte creativa». Si no se daba por aludido, tenía que añadir: «Vete a la mierda, Bob, lárgate de aquí y déjanos solos». De no haber actuado así, no habríamos conseguido que Sonny Rollins, Art Blakey, y más tarde Trane y Monk, tocaran las flipadas que tocaron, porque Bob quería que tocaran y grabaran de manera diferente a como lo hicieron en aquellas sesiones para Prestige.
La mayoría de los productores discográficos blancos buscaban siempre que la música sonara más blanca, así que para conservarla negra debías enfrentarte a ellos hora tras hora, sin ceder. Bob quería hacer una especie de mierda aburrida, una mierda pseudoblanca. Sin embargo, al cabo de algún tiempo cambió; hay que decir esto en su favor. Nunca pagó un precio decente (ni siquiera después, cuando grabamos todas aquellas jodidas obras maestras), y siempre procuró que yo lo diera todo a cambio de su mezquino puñado de dólares. Ésa era la forma habitual de tratar a los músicos de jazz, especialmente a los músicos negros, en aquella época. Y no ha mejorado en nuestros días.
No sé cómo, perdí mi trompeta y en varias ocasiones tuve que alquilarle la suya a Art Farmer. Usé la suya en «Blue Haze», en el álbum Miles Davis Quartet, de Prestige. Grabábamos en la calle Treinta y uno. Recuerdo esto porque yo quise eliminar luces cuando estábamos haciendo «Blue Haze», con el propósito de que todos cayéramos en una cierta melancolía, en el estado de ánimo que me parecía adecuado. Pero cuando pedí que apagaran las luces del estudio, alguien dijo: «Si apagamos las luces no veremos ni a Art ni a Miles». Era una broma, una alusión al hecho de que Art Blakey y yo tengamos la piel tan oscura. Recuerdo que Art Farmer también estaba allí, y estuvo en la siguiente sesión, que fue en abril. Creo que Bob Weinstock empezó entonces a utilizar a Rudy Van Gelder como técnico de sonido. Rudy vivía en Hackensack, en Nueva Jersey, y grabábamos en su casa, en su sala de estar. Fue allí donde se hicieron la mayoría de los discos de Prestige, hasta más tarde, cuando Rudy hizo construir un estudio de grandes dimensiones. En aquella pequeña sala estábamos comprimidos. Por otra parte, durante todo aquel período, como he dicho, yo le alquilaba la trompeta a Art Farmer, hasta que un día fui a pedírsela porque tenía una actuación y resultó que él también tenía una. Nos enzarzamos en una discusión sobre su trompeta. Yo le pagaba diez dólares por usarla, y, en consecuencia, creía tener derecho exclusivo, no sólo sobre su instrumento sino casi sobre él. Después de aquello utilicé la trompeta de Jules Colomby hasta que me compré una propia. Jules trabajaba en Prestige y era músico aficionado, hermano de Bobby Colomby, quien más adelante estuvo en el grupo Blood, Sweat and Tears.
En aquella sesión del mes de abril para Prestige, Kenny Clarke sustituyó a Art Blakey en la batería porque yo necesitaba su peculiar golpe de escobilla. Cuando se trataba de tocar la batería con suaves golpes de escobilla, nadie podía hacerlo mejor que Klook. Yo usaba sordina en aquella sesión y necesitaba detrás de mí un fondo suave, swing pero suave.
A finales del mismo mes hice Walkin’ para Prestige y, macho, aquel álbum cambió por completo mi vida y mi carrera. Llevé a la sesión a J. J. Johnson y a Lucky Thompson porque quería aquel gran sonido que ellos dos podían darme. Ya sabes, Lucky para aquellas cosas estilo Ben Webster, pero con un toque bebop. J. J. puso su gran sonido y su tono, y además tuve a Percy Heath al bajo y a Horace al piano. Elaboramos todos los conceptos de la música en mi habitación y en la de Horace, en el hotel Arlington. Mucho de lo que hicimos salió del piano vertical de Horace. Cuando terminamos la sesión éramos conscientes de que habíamos logrado algo grande (incluso Bob Weinstock y Rudy se habían excitado con lo que tocábamos), pero no nos percatamos del verdadero impacto de aquel álbum hasta que se publicó, ya más entrado el año. Aquel disco era de puta madre, tío, con Horace derramando aquel sensual piano suyo mientras Art nos sostenía con sus ritmos geniales. Fue algo fuera de lo común. Yo quería devolver la música al fuego y las improvisaciones del bebop, al género que Diz y Bird habían engendrado. Pero también quería que la música progresara hacia un tipo de blues más sensual, hacia el género al que Horace nos llevaría. Y conmigo, con J. J. y Lucky en lo alto de aquel engendro, teníamos que ir hacia una meta distinta, y la alcanzamos.
Precisamente por entonces, Capitol Records publicó aquellas otras sesiones de Birth of the Cool que habíamos grabado en 1949 y 1950. Capitol incluyó ocho de las doce grabaciones en un LP y tituló el álbum Birth of the Cool. Fue la primera vez que alguien llamaba de ese modo aquella música. Faltaban en el disco «Budo», «Move» y «Boplicity», cosa que me indignó. Pero gracias a la publicación del disco, y a su título, Birth of the Cool, que entonces tenía mucha garra, muchísimas personas (especialmente críticos, críticos blancos) empezaron de nuevo a prestarme atención. Ello me indujo a pensar en la formación de una banda permanente que efectuase giras. Pondría a Horace Silver al piano, a Sonny Rollins al saxo tenor, a Percy Heath al bajo y a Kenny Clarke a la batería. Debido a la drogadicción de Sonny y a que estaba constantemente entrando y saliendo de la cárcel, me iba a ser muy difícil conseguirlo; pero mis pensamientos iban entonces en aquella dirección.
En el verano de 1954 volví al estudio de grabación para Prestige, ahora con Sonny, Horace, Percy y Klook a la batería. Había decidido que, para el sonido que quería en aquel momento, Klook me daba una dimensión más justa que Art Blakey: él era más sutil que Art. Con ello no quiero decir que fuera mejor batería que Art, sino que su manera de tocar era la que necesitaba para la ocasión.
Por cierto, que en aquellos días había otro estilo de piano que me gustaba de veras. Me habían seducido la forma de tocar y los conceptos musicales de Ahmad Jamal, sobre quien mi hermana Dorothy me había dado un toque de atención en 1953. Dorothy me llamó desde una cabina telefónica del Persian Lounge, en Chicago, y me dijo: «Junior –mi familia no me llamó Miles hasta mucho después, cuando mi padre ya había muerto–, aquí hay un pianista a quien estoy escuchando en estos momentos; se llama Ahmad Jamal y creo que te gustará». Fui a oírle en una ocasión, cuando estaba por allí, y me dejó K.O. por su concepto del espacio, la ligereza de su toque, sus reticencias, su forma de frasear notas, acordes y pasajes. Por añadidura, me gustaron las piezas que tocó, como «Surrey with a Fringe on Top», «Just Squeeze Me», «My Funny Valentine», «I Don’t Wanna Be Kissed», «Billy Boy», «A Gal in Calico», «Will You Still Be Mine», «But Not for Me», que eran estándares, y algunas de sus melodías originales, como «Ahmad ’s Blues» y «New Rhumba». Me encantó su lirismo al piano, su estilo de tocar, el espaciado que usaba en la expresión conjunta de sus grupos. Siempre he pensado que Ahmad Jamal era un gran pianista que nunca obtuvo el reconocimiento que merecía.
En el verano de 1954, su influencia sobre mí no era tan fuerte como lo sería más adelante. Pero sí bastó para inducirme a incluir «But Not for Me» en el álbum que hice para Prestige. Las otras piezas que tocamos en aquella sesión procedían todas de Sonny Rollins. Sonny Rollins era extraordinario. Brillante. Estaba interesado en África, por lo cual volvió Nigeria del revés, mientras a uno de sus temas para aquella grabación lo tituló «Airegin»; la otra pieza suya fue «Doxy». De hecho, Sonny llevaba las composiciones al estudio y las reescribía directamente allí. Cortaba un trozo de papel cualquiera y escribía un compás, una nota, un acorde o un cambio en un acorde. Llegábamos al estudio y yo le preguntaba: «¿Dónde está la música?» Y él respondía: «Todavía no la he escrito» o «Todavía no la he terminado». Yo tocaba entonces lo que tenía y Sonny se marchaba a cualquier rincón, garabateaba en unos trozos de papel y al cabo de un rato volvía y decía: «Ya está, Miles, terminada». Una de las composiciones que escribió así fue «Oleo». Tomó el título de la palabra «oleomargarina», un sustituto barato de la mantequilla que entonces circulaba mucho. Yo usé sordina y prescindimos del bajo; Horace entró con el piano cuando nosotros paramos de tocar. Eso fue lo que hizo única aquella pieza.
Lo que entonces practicábamos era algo que llamábamos «picar»: divides los riffs, los rompes y entras y sales de ritmo. Puedes hacerlo a la perfección sólo si cuentas con un excelente batería. Nosotros teníamos a Kenny Clarke, y nadie podía tocar aquel tipo de rollo mejor que Klook.
Aunque había dejado de inyectarme heroína, todavía tomaba un poco de cocaína de vez en cuando porque no notaba que crease adicción: podía tomarla o dejarla sin sentirme enfermo cuando prescindía de ella. Era especialmente eficaz cuando estabas creando e ibas a pasar mucho tiempo en el estudio. En aquella sesión, pues, circuló algo de coca. Fue una buena sesión y mi confianza creció de día en día. Pero me fastidiaba no poder mantener todavía una banda en activo, porque la que había en el estudio pudo haberse convertido en una gran formación. Kenny estaba comprometido con el MJQ, y Percy y Art y Horace hablaban de formar un grupo un año después. Así, para ganarnos la vida, Philly Joe Jones y yo íbamos de ciudad en ciudad tocando con músicos locales. Philly me precedía y reunía a unos cuantos tipos, luego llegaba yo y montábamos las actuaciones. Pero aquella historia me ponía generalmente los nervios de punta, porque los músicos no conocían los arreglos y muchas veces ni siquiera los temas. Las cosas no estaban todavía donde yo pensaba que podían estar.
Sin embargo, en el Birdland organizábamos en aquella época buen número de jam sessions. En tales ocasiones rondaba por allí abundante coca, que todos los músicos usaban. Fue entonces cuando descubrí que un trompetista que tomara mucha coca necesitaba beber líquidos en cantidad para que la boca no se le secase. En lo que a mí concierne, la boca se me podía poner tonta, pero seguro que no me quedaba sin ideas creativas: me salían a chorro de la mente.
Cuando era un drogadicto, no sólo los empresarios de los clubes me habían tratado como si fuera basura; también los críticos se comportaron igual. Ahora, en 1954, cuando me sentía cada vez más fuerte y estaba limpio de heroína, tenía la convicción de que no aguantaría por más tiempo sus estúpidas gansadas. Este sentimiento había arraigado profundamente en mi conciencia, y no era algo que yo supiera que sentía o pensaba. Dentro de mí había muchísimo rencor por muchas cosas que me habían ocurrido en los últimos cuatro años. No confiaba en nadie, lo cual supongo que estaba relacionado con mi actitud. Cuando íbamos a algún sitio a tocar, yo me mostraba absolutamente frío con los hijoputas: pagadme y tocaré. Ni hablar de lamerle el culo a quien fuese, de deshacerse en sonrisas ante nadie. Dejé incluso de anunciar las piezas que tocaba, porque pensaba que no era el título de la pieza lo que importaba, sino la música que con ella hacía. Si el público sabía cuál era la pieza, ¿por qué tenía que anunciarla? Dejé de hablar al público, pues no venía a oírme hablar, sino a escuchar la música que tocaba.
Mucha gente me consideraba retraído, y lo era. Pero, sobre todo, no sabía en quién confiar. Era receloso y ésa era la parte de mi actitud que la mayoría de las personas veía: aquella cautela en dar confianzas a quienes no conocía. Y debido a mi anterior adicción a las drogas, también trataba de protegerme no estableciendo relaciones demasiado íntimas con casi nadie. No obstante, quienes me conocían bien sabían que yo no era tal como me describían los periódicos.
Había convencido a Bobby McQuillen de que ya estaba lo bastante limpio para que me aceptase como alumno de boxeo. Iba al gimnasio siempre que tenía ocasión y Bobby me enseñaba a boxear. Me entrenaba con dureza. Nos hicimos amigos, pero él era ante todo mi entrenador porque yo quería aprender a boxear como él.
Boby y yo íbamos juntos a los combates y a los entrenamientos, en el gimnasio Gleason, que estaba en la zona media de la ciudad, o en el Silverman, que estaba allá en Harlem, en la calle Ciento dieciséis y Octava Avenida (que ahora se llama Frederick Douglass Boulevard a partir de la calle Ciento diez), en el cuarto o quinto piso del edificio de la esquina. Sugar Ray entrenaba allí, y cuando aparecía todos interrumpían lo que estuvieran haciendo para observarlo.
Bobby lo sabía todo sobre el giro, que es como yo llamo al movimiento giratorio de cadera y piernas cuando golpeas a un tipo. Si hacías eso al golpearlo, tus golpes tenían mucha más fuerza. Bobby usaba la misma técnica que el entrenador de Joe Louis, Blackburn, quien enseñó a Joe cómo girar cuando golpeaba. Así era como Joe podía dejar fuera de combate a sus contrarios con un único golpe. Pienso, pues, que Bobby debió de aprenderlo de Joe, dado que se conocían y ambos eran de Detroit. Johnny Bratton solía también hacerlo. Y Sugar Ray dominaba, asimismo, el giro. Era sólo uno de esos movimientos que los grandes boxeadores utilizan cuando pelean.
Sin embargo, es un movimiento que necesitas practicar insistentemente, una y otra vez, hasta que lo dominas como Ray, hasta que se convierte en un acto reflejo, instintivo. Puede compararse a la práctica de un instrumento musical: tienes que repetir una vez, y otra, y otra. Muchas personas me dicen que tengo mentalidad de boxeador, que pienso como un boxeador, y probablemente es cierto. Supongo que soy un hombre agresivo cuando se trata de cosas que para mí son importantes, como las que se refieren a la música o a lo que yo quiero hacer. Pelearé, físicamente, a la menor provocación si considero que alguien me injuria. Siempre he sido así.
El boxeo es una ciencia y disfruto viendo combates de boxeo entre dos tipos que saben lo que hacen. Cuando lanzas un golpe corto a tu oponente y éste lo esquiva, moviéndose a la derecha o a la izquierda, has de saber en qué dirección se desplazará y lanzar el puño en el momento en que mueve la cabeza, para que ésta se encuentre exactamente en la línea de tu golpe. Bien, eso es ciencia, es precisión, y no simplemente esa especie de jodida barbarie, como opina mucha gente.
Así pues, Bobby me enseñaba el estilo de Johnny Bratton, que era el que yo quería aprender. El boxeo tiene estilo, como lo tiene la música. Joe Louis tenía un estilo, Ezzard Charles tenía un estilo, Henry Armstrong tenía un estilo, Johnny Bratton tenía un estilo, y Sugar Ray Robinson tenía su propio estilo; como lo tenían Muhammad Ali, Sugar Ray Leonard, Marvelous Marvin Hagler, Michael Spinks y más tarde Mike Tyson. El «estilo picabú» de Archie Moore era extraordinario.
Uno ha de tener estilo en cualquier cosa que haga: literatura, música, pintura, modas, boxeo, todo. Algunos estilos son ingeniosos, creativos, imaginativos e innovadores y otros no lo son. El estilo de Sugar Ray Robinson era todo eso, lo cual hacía de él el boxeador más preciso que he visto jamás. Bobby McQuillen me contó que Sugar Ray Robinson tendía a su oponente cuatro o cinco trampas durante los dos o tres primeros asaltos, sólo para ver cómo reaccionaba el contrario. Ray tanteaba, no pasaba de ahí, y se mantenía fuera de tu alcance mientras te medía para dejarte K.O., y tú ni te enterabas de lo que pasaba hasta que, ¡bum!, te encontrabas contando estrellas. Luego, con otro contrincante, podía pegarle duro en el costado, ¡bum!, después de hacerle fallar un par de cortos. Ya en el primer asalto, digamos. Luego empezaría a martillearle el cráneo al incauto, pero sólo después de ocho o nueve golpes más en el costado. En el cráneo quizá le pegaría fuerte cuatro o cinco veces. A continuación se dedicaría a castigarle de nuevo las costillas y volvería a la cabeza. De ese modo, hacia el cuarto o quinto asalto, el tipo no tendría ni noción de qué sería lo siguiente que le haría Ray. Aparte de que por entonces las costillas y la cabeza le dolerían lo suyo.
Ese tipo de cosas no las aprendes de manera natural. Son cosas que alguien te enseña, como cuando tú enseñas a alguien a tocar correctamente un instrumento. Cuando ya has aprendido a tocar tu instrumento de forma correcta, puedes independizarte y tocar como te venga en gana, como a ti te parezca que oyes la música y el timbre y quieras interpretarlos. Pero primero tienes que aprender a contenerte, a ser frío, a dejar que lo que debe ocurrir, tanto en música como en boxeo, ocurra. Así me lo enseñaron, en música, Dizzy y Bird; así me lo enseñaron Monk, Ahmad Jamal y Bud Powell.
Cuando yo iba a ver a Sugar Ray entrenarse en el gimnasio de la calle Ciento dieciséis, había allí un viejo negro a quien llamaban Soldier. Nunca supe cuál era su verdadero nombre. Soldier era la única persona a quien Ray escuchaba, aparte de su entrenador. Cuando Ray subía al ring, Soldier se deslizaba a su lado y le murmuraba algo al oído. Ray asentía en silencio. Nadie sabía lo que Soldier le decía a Ray, pero Ray se plantaba en el ring y le partía la cara al infeliz hijoputa de turno como si éste le hubiera hecho alguna cabronada a su mujer. Yo observaba a Ray con admiración, lo idolatraba. Cuando, aquel verano, le dije un día que él era la causa principal de que me hubiera desenganchado de la heroína, sonrió y se echó a reír.
Recuerdo que me dejaba caer por el bar de Sugar Ray, en la Séptima Avenida (hoy llamada Adam Clayton Powell Jr. Boulevard), hacia las calles Ciento veintidos o Ciento veintitres. Ray estaba allí. En el local coincidían una serie de tipos sofisticados, mujeres hermosas, púgiles y buscavidas de categoría. Todos presumían, fanfarroneaban, hablaban en voz alta, ya sabes. Y quizás ocurría que, de una manera u otra, alguno de los púgiles desafiaba a Ray. Entonces, Ray miraba fijo al hijoputa y decía: «¿No piensas que hoy soy el campeón? ¿Aquí y ahora? ¿Aquí donde estoy hablando contigo? ¿Quieres que te dé una prueba, aquí mismo, aquí donde estamos, mientras hablo contigo?». Y se plantaba, cuadrado de hombros, separados los pies, cogiéndose una mano con la otra, balanceándose adelante y atrás sobre los talones, más limpio que un hijoputa, enseñando los dientes en una sonrisa, el cabello cuidadosamente rizado a la permanente, con aquella expresión maligna y petulante que solía adoptar cuando retaba a alguien a que dijese alguna inconveniencia. Los grandes púgiles son quisquillosos, igual que los grandes artistas; ponen a prueba a todo el mundo. Ray era el gallo del corral, y lo sabía bien.
Decía a todos que yo era un gran músico que quería ser boxeador y soltaba inmediatamente aquella risa aguda tan propia de él. Le gustaba rodearse de músicos, porque tenía afición a tocar la batería. Venía a mi encuentro cuando combatía Johnny Bratton (Ray sabía que yo estaba loco por Bratton), y me preguntaba: «¿Qué va a hacer tu chico?». Yo replicaba: «¿Qué va a hacer sobre qué?». «Ya sabes, Miles, ¿qué va a hacer en el próximo combate?» –me contestaba–. «Me parece que ese tipo es demasiado fuerte para él, pesa demasiado para un peso wélter como Johnny.» Johnny combatía contra un peso medio, un púgil del Canadá con quien Ray había peleado diez asaltos. En suma, Ray separaba los pies y cuadraba los hombros, cerraba los puños a la altura de la ingle, me miraba fríamente a los ojos y sonreía. Luego decía: «¿Qué piensas, Miles? ¿Vas a decirme que tu chico puede ganar?».
Sabía perfectamente que yo no iba a decir nada contra Johnny, así que cuando respondía: «¡Sí, pienso que ganará!», Sugar mantenía su fría sonrisa y añadía: «Bien, Miles, eso lo veremos, ya sabes, eso lo veremos».
De modo que cuando Johnny Bratton puso fuera de combate al canadiense en el primer asalto, le dije: «Bien, Ray, supongo que Johnny sabía lo que estaba haciendo, ¿no?».
«Sí, creo que sí. Esta vez. Pero espera a que suba al ring conmigo; no tendrá tanta suerte», replicaba. Y cuando Ray, efectivamente, batió a Johnny Bratton, vino en mi busca y se plantó ante mí como hacía siempre, balanceándose adelante y atrás sobre los talones, con la mueca maligna en el rostro, y me dijo: «¿Has visto, Miles?, ¿qué piensas ahora de tu chico?». E inmediatamente rió tan fuerte, con aquella risa aguda inconfundiblemente suya, que temí que fuera a caerse muerto.
El motivo de que hable tanto de Sugar Ray es que en 1954 él era lo más importante de mi vida, aparte de la música. Me sorprendí a mí mismo actuando incluso como él en todo, ya sabes. Adoptando hasta su actitud arrogante.
Ray era frío, era el mejor y era todo lo que yo quería ser en 1954. Yo había sido un chico disciplinado cuando llegué a Nueva York. Lo único que ahora debía hacer era retroceder a la que fue mi personalidad antes de quedar atrapado en aquel engañoso escenario de la droga. De modo que fue entonces cuando dejé de hacer caso a la gente, de escuchar al primero que se me acercaba. Busqué un Soldier, como lo tenía Ray; y mi confidente fue Gil Evans. Decidí que si alguien no me decía algo que para mí tuviera importancia, le atajaría: «A hacer puñetas». Con ello volvía al buen camino.
De todas las personas que conocía, Gil Evans era una de las pocas que captaban mi forma de pensar en cuestiones musicales. Por ejemplo, me escuchaba mientras tocaba y luego se acercaba a decirme: «Miles, sabes que tu trompeta tiene un sonido y un timbre bonitos, abiertos. ¿Por qué no los empleas más?». Y enseguida se marchaba, se acabó, y me dejaba reflexionando sobre lo que había dicho. (Generalmente, allí mismo decidía que tenía razón.) O venía a decirme, siempre confidencialmente, para que no lo oyese nadie: «Miles, no los dejes tocar esa música solos. Toca tú algo, mete también tu sonido». O cuando yo tocaba con músicos blancos: «Mete tu sonido por encima del suyo», refiriéndose a su sonido y su sentimiento blancos. Con eso quería decir que los cubriera con mi música de modo que lo negro estuviera arriba. Bien, todo aquello yo ya lo sabía, pero la función de Gil consistía en reforzar mis convicciones y no permitir que las olvidase.
Empecé a ir con regularidad al gimnasio en 1954 para mantenerme en forma, tanto física como mentalmente. Sabía de antemano que lo conseguiría, que la energía seguía estando en algún lugar muy dentro de mí, porque allí estaba antes de mi llegada a Nueva York, y en mis primeros tiempos de vida en la ciudad, y sólo la había perdido después de la estancia en París en 1949. También comprendí que cualquier persona es afortunada si tiene en la vida un Soldier o un Gil Evans, alguien lo bastante próximo a ti para tirarte de los faldones de la chaqueta cuando algo se estropea. Porque, ¿quién sabe lo que habría hecho o lo que habría sido de mí si no hubiese tenido a alguien como Gil para inquietar mi conciencia? En el fondo he sido siempre como fui después de librarme de la adicción. Aquella persona enganchada a la droga nunca fue mi verdadero yo. Así, cuando me desenganché, recuperé sencillamente mi identidad y continué esforzándome en progresar, que era para lo único que había ido a Nueva York en otro tiempo.
Aquel verano, Juliette Greco vino a Nueva York para tratar con los productores que filmaban el libro de Ernest Hemingway The Sun Also Rises. Querían que Juliette figurase en la película. Por entonces, ella era la estrella más famosa de Francia (o casi), de modo que ocupó una suite en el Waldorf-Astoria, en la parte baja de Park Avenue. Se puso en contacto conmigo. No nos habíamos visto desde 1949, y habían pasado un montón de cosas. Nos habíamos escrito un par de cartas, nos habíamos enviado uno a otro mensajes a través de amigos mutuos, pero eso era todo. Yo sentía curiosidad por ver cómo me afectaría, y estoy seguro de que ella sentía lo mismo. No sabía si estaría enterada de la forma en que me había hundido en la mierda y me interesaba averiguar si las noticias de mis problemas con la heroína habían llegado hasta Europa.
Me invitó a visitarla, y fui. Pero recuerdo que lo hice con cautela por todo lo que me había ocurrido antes, cuando dejé París llevándola a ella en la mente, en el corazón y en la sangre. Fue, creo, la primera mujer que amé de verdad, y la separación casi me partió el alma y me precipitó al fondo de un pozo y me hundió en la heroína. Sabía que deseaba verla, tenía que verla, todo en mí lo exigía, pero por si acaso llevé a un amigo conmigo, el batería Art Taylor. Pensaba que de ese modo podría manejar mejor la situación.
Bajamos hasta el Waldorf en el pequeño MG deportivo que yo tenía, y con premeditación aceleré fuertemente el motor al entrar en el garaje. Macho, aquello jodió a todos aquellos blancos: dos negros de aspecto raro llegando al Waldorf en un MG. Nos dirigimos al mostrador de recepción y el vestíbulo entero nos miraba, ¿entiendes? El pasmo de ver en el vestíbulo principal del Waldorf a dos negros que no formaban parte del servicio. Nos detuvimos ante el mostrador y pregunté por Juliette Greco. El hombre que estaba al otro lado del mostrador dijo: «¿Juliette qué?». La expresión del hijoputa daba a entender que aquello no era real, que aquel negrito debía de estar loco. Repetí el nombre y dije que llamara a la habitación. Así lo hizo, y mientras marcaba el número fijaba en mí una mirada de «no puedo creerlo». Cuando Juliette le dijo que subiéramos, pensé que el hijoputa iba a morir ante mis ojos.
Bien, atravesamos todo el vestíbulo, que estaba silencioso como un mausoleo, tomamos el ascensor y subimos a la suite de Juliette. Ella abrió la puerta, me rodeó con sus brazos y me dio un gran beso. Le presenté a Art, que estaba detrás de mí muy cohibido, y vi cómo la alegría se desvanecía de su cara. Es decir, fue evidente que lo que menos deseaba era ver, en aquel momento y allí, a aquel negrito. Estaba verdaderamente decepcionada. Pero, en fin, entramos, y su aspecto era el de una hijaputa total, más bella aún de como la recordaba. Mi corazón latía aceleradamente y procuraba tener mis emociones bajo control, por lo que reaccioné ante Juliette mostrándome frío con ella. Adopté mi papel de macarra negro. Principalmente porque estaba asustado, y también porque la actitud de macarra se me había pegado mientras fui un yonqui.
Le dije: «Juliette, dame algo de dinero. ¡Necesito dinero ahora mismo!». Ella fue en busca de su bolso, sacó unos billetes y me los dio. Pero su cara mostraba una expresión de completo asombro, como si no creyera lo que estaba ocurriendo. Cogí el dinero y di unas vueltas alrededor, mirándola fríamente. En mi fuero interno ansiaba abrazarla y hacerle el amor, pero sentía miedo de las consecuencias que aquello tendría para mí, miedo de no ser capaz de dominar mis emociones.
Al cabo de unos quince minutos le dije que tenía algo que hacer. Ella me preguntó si volvería a visitarla, si no sería posible que fuera a España con ella cuando rodase la película. Le respondí que lo pensaría y la llamaría más adelante. Dudo de que nadie la hubiese tratado anteriormente de aquel modo; tantos hombres la admiraban y deseaban que probablemente habría conseguido siempre lo que quiso. Cuando me dirigía a la puerta, me preguntó: «Miles, ¿realmente volverás?».
«Vamos, cállate, zorra. ¡He dicho que te llamaré más adelante!», le contesté. En mi interior anhelaba que ella encontrase algún medio de obligarme a quedarme. Pero la había humillado tanto en aquel reencuentro que el desconcierto le impidió hacer otra cosa que dejarme marchar. Más tarde llamé y le dije que estaba demasiado ocupado para ir con ella a España, pero que, si iba a Francia más adelante, trataría de localizarla. Estaba tan perpleja que no supo qué hacer, pero accedió a que nos viéramos en un futuro próximo, cuando yo fuese a Francia. Me dio su dirección y número de teléfono, colgó, y así quedó la cosa.
A la larga volvimos a reunirnos y fuimos amantes muchos años. Le conté cuál era mi problema cuando la visité en el Waldorf, y lo comprendió y me perdonó, aunque reconocía que se había sentido extremadamente confusa y frustrada por la forma en que la traté. En una de sus últimas películas (una película de Jean Cocteau, creo) se la ve colocando una foto mía sobre una mesa, junto a su cama, claramente reconocible.
Ése fue, pues, uno de los aspectos en que cambié desde mi drogadicción: me había encerrado en mí mismo para protegerme de lo que consideraba un mundo hostil. Y a veces, como en el caso de Juliette Greco, no sabía quién era mi amigo y quién mi enemigo, y en muchas ocasiones no me paraba a averiguarlo. A fin de protegerme no permitía a casi nadie que penetrase en mis sentimientos y emociones. Durante mucho tiempo me dio resultado.
La víspera de Navidad, en 1954, grabamos en estudio con Milt Jackson, Thelonious Monk, Percy Heath y Kenny Clarke. El disco era para Prestige y se tituló Miles Davis and the Modern Jazz Giants. El estudio que utilizamos fue el de Rudy Van Gelder, en Hackensack. Ahora bien, en torno a aquella sesión de grabación se ha creado una serie de malentendidos, especialmente referidos a la tensión y el rencor que se supone existía entre Thelonious Monk y yo. La mayor parte son mentiras y rumores que la gente ha repetido hasta convertirlos en hechos. Lo que sí ocurrió aquel día fue que tocamos una música magnífica. Sin embargo, quiero aclarar de una vez por todas lo que hubo entre Monk y yo.
Simplemente, le dije que no tocaba, o sea, que no me acompañase mientras yo tocaba, excepto en «Bemsha Swing», una pieza escrita por el propio Monk. El motivo de que le dijera eso fue que Monk nunca supo cómo tocar acompañando a un trompetista. (Los únicos músicos que sonaron bien tocando con él fueron John Coltrane, Sonny Rollins y Charlie Rouse.) Con la mayoría de los intérpretes, y especialmente con los trompetistas, en mi opinión, no resultaba. Las trompetas no tienen excesivo número de notas, así que debes realmente empujar a la sección rítmica, y éste no era el estilo de Monk. Un trompetista necesita que la sección rítmica sea hot incluso si lo que toca es una balada. Has de tener detrás aquella cosa como un pateo, y Monk no iba por ahí. Así que me limité a decirle que no interviniera mientras tocaba yo, porque no me sentía cómodo con su manera de marcar los cambios, y además el mío era el único instrumento de viento en aquella sesión. Quería oír a la sección rítmica paseándose sin el sonido del piano. Quería percibir espacios libres en la música. Estaba apenas comenzando a emplear el concepto del espacio que respira a través de la música (composición y arreglos), tomado de Ahmad Jamal, e incluso grabamos una pieza que él solía tocar y que a mí me gustaba mucho: «The Man I Love».
En aquel álbum, el toque de Monk suena franco y natural, que era como yo quería oírlo. Le había dicho simplemente lo que quería oír, que a fin de cuentas era lo mismo que él se disponía a tocar; o sea, que entrara con su música un poco después de que yo hubiera tocado. Y eso fue lo que hizo. No hubo discusión de ninguna clase. Por lo tanto, no me explico de dónde salió aquella historia de una disputa entre Monk y yo, disputa tan acalorada, al parecer, que casi terminó a puñetazos.
Ten en cuenta que Monk estaba constantemente diciendo barbaridades y andando de acá para allá como si se hubiera trastocado. Pero aquello era sólo una manera de actuar, una farsa, y todos cuantos lo conocían lo interpretaban así. Se ponía a hablar solo, a hablarse a sí mismo, ante un puñado de gente, y decía cualquier cosa que se le ocurriera. Además, era un artista de la tomadura de pelo, y en ello se basaba su método de tener a raya a las personas: comportándose como un chiflado. Es posible que le dijera algo a alguien en cualquier ocasión en que aquella sesión saliera a relucir, pero sería sólo para joderle. Yo sé que Monk era como un niño pequeño, que guardaba en su interior mucho cariño; sé que me quería, y, por supuesto, yo lo quería. No habría reñido conmigo ni aunque yo hubiera estado pisándole una semana entera, sencillamente porque no era esa clase de persona. Monk era amable y bondadoso, pacífico y gentil, pero fuerte como un toro. Si yo hubiese dicho que me había enfrentado con él a golpes (cosa que nunca hice), me habrían llevado directamente al manicomio: Monk podía incrustarme contra una pared con una sola mano.
Aquel día hicimos una música estupenda, y el disco llegó a convertirse en un clásico, como había ocurrido con Walkin’ y Blue ’n’ Boogie. Pero, sobre todo, fue en Modern Jazz Giants donde empecé a entender cómo crear espacio dejando fuera al piano y a los demás «paseando» a su aire. Este concepto lo ampliaría después y lo emplearía más; en 1954 y principios de 1955 no lo tenía tan claro como lo iba a tener en el futuro.
Mil novecientos cincuenta y cuatro fue un gran año para mí, a pesar de que sobre la marcha no me di cuenta de su importancia. Me había librado del vicio y tocaba mejor que nunca; por otra parte, algunos de los álbumes publicados aquel año, como Birth of the Cool y Walkin’, consiguieron que todos (los músicos, se entiende) levantaran la cabeza y volvieran a tomarme en consideración, incluso más que antes. Las cabezas de los críticos estaban todavía en otra parte, pero unas cuantas personas empezaban a comprar mis discos. Puedo afirmarlo porque, más o menos por aquellas fechas, Bob Weinstock me pagó aproximadamente tres mil dólares para grabar mis siguientes álbumes, cifra superior a cualquiera de las anteriores. Yo tenía la sensación de que estaba llegando, y con mis propias condiciones. No había comprometido mi integridad para alcanzar aquel nivel de reconocimiento. Y si no lo había hecho hasta entonces, no lo haría nunca.
Por lo tanto, entré en 1955 sintiéndome realmente bien. Luego, en marzo, murió Bird, y eso nos jodió a todos. Sabíamos que se encontraba en mal estado, que ya no podía tocar, gordo, borracho y flipado constantemente, así que nadie pensaba que de aquel modo durase mucho. Fue, sin embargo, un fuerte golpe que muriese como murió, en el apartamento de la baronesa Pannonica de Koenigswarter, en la Quinta Avenida. Yo había conocido a la baronesa en 1949 cuando toqué en París, donde ella estaba entonces. Adoraba la música negra, tío, y especialmente a Bird.
Para mí fue peor aún, pues Irene me había enviado a la cárcel por incumplir mis obligaciones en el pago de la pensión alimenticia, y en la cárcel estaba, en Rikers Island, cuando me enteré de la muerte de Bird a través de Harold Lovett, quien más tarde sería mi abogado y mi mejor amigo. Harold, que entonces frecuentaba el mundillo musical y era el abogado de Max Roach, vino a Rikers Island para tratar de sacarme. Pienso que lo envió Max, o simplemente vino porque oyó que yo estaba allí. Sea como fuere, me dijo que Bird había muerto y recuerdo que me deprimió de verdad. Ante todo, supongo que ya estaba deprimido por encontrarme en la cárcel rodeado de hijoputas locos, precisamente cuando todo parecía marchar tan bien. Como he dicho, sabía que Bird tenía la salud hecha una mierda (la última vez que lo vi, tío, su aspecto era horrible), a pesar de lo cual su muerte me hundió. Tres días encerrado en aquella celda, y Bird lo aprovechaba para morir. En fin, Harold me sacó con dinero que consiguió de Bob Weinstock y de una actuación que había contratado en Filadelfia, sobre la cual exigió un anticipo. Averigüé más tarde que Harold había viajado en coche a Filadelfia, ida y vuelta sin pararse a descansar, para recoger aquel dinero. Hizo esto a pesar de que prácticamente no me conocía. Cuando lo vi entrar en mi celda de Rikers Island, sin embargo, lo miré como si fuera un amigo de muchos años y le dije: «Sí, sabía que serías tú quien vendría. Sabía que serías tú». Le jodió no haberme sorprendido, pero ya he mencionado que siempre he tenido el don de predecir esa clase de cosas.
Tomamos su Chevrolet 1950 color castaño y fuimos directamente a Harlem, al club de Sugar Ray, el Sportman’s Bar. Tras pasar un rato allí, Harold me llevó a casa de mi chica, Susan, en el Village, calle Jones. Vi enseguida que aquel tipo me gustaba, vi la forma en que trataba a Sugar Ray cuando estuvimos en su club, vi que era agudo y sagaz. De modo que empezamos a andar juntos por ahí y poco después se ocupó de mis asuntos profesionales.
Al morir Bird de aquella manera, mucha gente se esforzó en desengancharse de la heroína, y eso fue bueno. Pero a mí, que Bird muriese como había muerto sólo me entristeció, porque, macho, era un genio y todavía tenía mucho que dar. Así es la vida, no obstante. Bird fue un hijoputa insaciable y nunca supo decir basta a nada. Eso lo mató: su tremenda avidez.
Se suponía que Bird tendría un funeral modesto y un entierro discreto; por lo menos, eso era lo que Chan, entonces su mujer, había planeado. Pero yo no iría a ninguna clase de funeral. No me gusta asistir a funerales: prefiero recordar a una persona tal como era cuando estaba viva. Sin embargo, oí contar que Doris (Olive Oyl) se presentó y lo jodió todo, montó un circo y, digamos, eliminó a Chan de la foto. Macho, fue una cabronada tan ridícula como triste, porque Bird hacía años que ni veía a Olive Oyl. El caso es que apareció allí, reclamó el cuerpo, armó un cisco y organizó un grandioso funeral en la iglesia baptista abisinia de Harlem. Eso estaba bien, porque aquélla era la iglesia de Adam Clayton Powell. Pero Doris no quiso luego que nadie tocase jazz ni blues (exactamente lo mismo que después ocurriría en el funeral de Louis Armstrong: nadie pudo tocar aquello). Aparte de las estupideces musicales que, según me contó Diz, tocaron sobre el cuerpo de Bird, él yacía vestido con un traje a rayas finas y una corbata que Doris le había comprado. Macho, del funeral de Bird hicieron una farsa. Quizá por eso, mientras sacaban el féretro, los portadores casi lo dejaron caer cuando uno de ellos dio un resbalón. Macho, era Bird que protestaba de tantos disparates.
A continuación, el cuerpo fue facturado para ser enterrado en Kansas City, un lugar que Bird detestaba. Había hecho prometer a Chan que de ningún modo lo enterraría allí. Me contaron que el entierro de Bird fue una ceremonia por todo lo alto, que le colocaron en un ataúd de bronce y que su cuerpo estaba debajo de una pieza de vidrio que, según alguien me dijo, despedía luz. Un tipo comentó que parecía «como si un halo rodeara la cabeza de Bird». Macho, aquella mierda hizo perder el tino a un montón de tipos, que juraban que Bird era un dios; fue la guinda que remató el pastel.
Bird había muerto y yo tenía que seguir viviendo. En junio de 1955 reuní un cuarteto en el estudio para mi próximo disco por cuenta de Bob Weinstock. Debido a que quería encontrar un pianista que tocase como Ahmad Jamal, decidí utilizar a Red Garland, a quien Philly Joe me había presentado ya en 1953, en aquella sesión en que Bird se llamó a sí mismo Charlie Chan. Era aficionado al boxeo y tenía aquel toque ligero que yo buscaba en el piano. Nació en Texas y durante años había tocado en Filadelfia y Nueva York. Conoció a Philly Joe por ahí, en el circuito de conciertos, y a mí me agradó porque era sofisticado. Red sabía que yo admiraba a Ahmad Jamal, que era el tipo de pianista que yo necesitaba; en consecuencia, le pedí directamente que me diera el sonido de Ahmad, porque Red tocaba mejor que nunca cuando lo hacía de aquella manera. Philly Joe tocó la batería en aquella sesión y Oscar Pettiford, el bajo. Fue un bonito disco, titulado Miles Davis Quartet, que mostraba la influencia que Jamal ejercía sobre mí en aquella época. Tanto «A Gal in Calico» como «Will You Still Be Mine» eran temas que Jamal tocaba siempre, y con Red dándoles aquel sentimiento y aquella vibración a lo Jamal nos aproximamos mucho en aquel disco a lo que yo quería oír. Aquella especie de contención melódica que Jamal tenía, aquella ligereza, estaban en el álbum. Cuando la gente dice que Jamal influyó mucho en mi música, tiene razón; pero lo que hay que recordar es que a mí me gustaba aquel género de sentimiento y lo tocaba mucho antes de que hubiera oído hablar de Ahmad Jamal. Lo que él hizo por mí fue volver a poner en su sitio mi propia manera de tocar en la línea que había seguido siempre. Me hizo volver a ser yo mismo.
Por mucho que me complaciera la música que entonces estaba haciendo, creo que mi nombre era todavía mierda en los clubes y que muchos críticos probablemente seguían pensando que yo era un yonqui. No era propiamente popular en aquella época, aunque eso empezó a cambiar después de que en 1955 tocase en el Newport Jazz Festival. Fue el primer festival que organizó aquella notable pareja, Elaine y Louis Lorillard. Eligieron a George Wein para que lo produjese. Me parece que George procedía de Boston. Para el primer festival, George seleccionó a Count Basie, Louis Armstrong, Woody Herman y Dave Brubeck. Tenía además una gran banda, con Zoot Sims, Gerry Mulligan, Monk, Percy Heath y Connie Kay, a la que posteriormente me sumé. Ellos tocaron sin mí un par de piezas y yo me incorporé en «Nows the Time», que era un tributo a la memoria de Bird. A continuación interpretamos «Round Midnight», un tema de Monk. Yo lo toqué con sordina y todo el mundo se volvió loco. Fue algo grande. Me gané una ovación interminable. Cuando bajé del escenario de la banda, la gente me miraba como si fuera un rey o algo así; una serie de personas se me echó encima ofreciéndome contratos para grabar discos. Todos los músicos presentes me trataban como si fuera un dios, y todo por un solo que tuve problemas para aprender mucho tiempo atrás. Extraordinario, macho, contemplar aquella cantidad de público y ver que de repente todos se levantaban y aplaudían lo que yo había hecho.
Por la noche hubo una fiesta en la gran mansión. Allí fuimos todos, y nos encontramos con ricachones blancos por todas partes. Yo estaba sentado en un rincón, pensando en mis cosas, cuando la mujer que había organizado el festival, Elaine Lorillard, se acercó por allí con un grupo de esos blancos sonrientes que parecen tontos, y dijo algo así como: «¡Oh, éste es el chico que ha tocado tan bien! ¿Cómo te llamas?».
Bueno, allí estaba ella, de pie, sonriendo como si me hiciera un puñetero favor, ¿entiendes? Así que la miré y dije: «¡A la mierda, que yo no soy un jodido chico! Mi nombre es Miles Davis, y será mejor que lo recuerde si alguna vez quiere dirigirme la palabra». Inmediatamente me alejé, dejándolos a todos pasmados como hijoputas. No pretendí ser desagradable ni nada parecido, pero la tía me había llamado «chico» y, sencillamente, no tolero esa clase de fanfarronadas.
Me marché, pues, en compañía de Harold Lovett, que había ido allí conmigo. Regresamos a Nueva York con Monk, y aquélla fue la única vez que discutí con él. En el coche, Monk dijo que yo no había tocado correctamente «Round Midnight». Yo dije que de acuerdo, pero que tampoco a mí me había gustado la forma en que él me acompañó, y en cambio no se lo decía, así que ¿por qué tenía él que soltarme aquella guarrada? Añadí que al público le había gustado, y que por ello se había puesto en pie y aplaudido como aplaudió. Luego le dije que debía de estar celoso.
Conste que cuando le dije eso bromeaba, y que se lo dije sonriendo. Pero supongo que pensó que me reía de él, que me burlaba, que le tomaba el pelo. Dijo al conductor que parase el coche, y se apeó. Como yo sabía lo testarudo que era Monk (cuando se empeñaba en algo, ya estaba, nada le hacía cambiar de idea), dije más o menos al conductor: «Bah, que se joda ese hijoputa. Está loco. Vámonos». Y nos marchamos. Dejamos a Monk allí donde se toma el ferry y regresamos a Nueva York. Cuando volví a ver a Monk, fue como si aquel incidente no se hubiera producido. Monk era así en ocasiones, ya sabes, más raro que un hijoputa. Ni él ni yo mencionamos nunca el incidente.
Después de mi aparición en Newport empezaron a ocurrirme cosas. George Avakian, productor de jazz para la Columbia Records, quiso que le firmase un contrato en exclusiva. Le dije que me apetecía irme a Columbia dada la cantidad de mierda que me ofrecía, pero me callé que tenía ya un contrato de larga duración con Prestige Records. Cuando se enteró, quiso negociar un acuerdo con Bob Weinstock, pero Bob le pidió un montón de dinero y un montón de otras cosas. Macho, debo admitir que todo aquello empezaba a fascinarme. Aquellos hijoputas hablaban de dinero, de dinero de verdad, así que el asunto tomaba buen aspecto. Mi posición era excelente, la gente hablaba bien de mí en todas partes en lugar de difamarme, y me propusieron formar un grupo para actuar en el café Bohemia, un nuevo club de jazz hot de Greenwich Village. Aquella atención tan positiva me producía una sensación muy, muy agradable.
Grabé un disco con Charlie Mingus para el sello Debut. En aquellos momentos se decía que Mingus era uno de los mejores bajistas en activo, aparte de un gran compositor. Sin embargo, algo no funcionó en aquella sesión, nada salió bien del todo, y el resultado fue que la música no tenía ni una chispa de fuego. No sé lo que sería, quizá los arreglos, pero está claro que algo falló; Mingus llevaba a Elvin Jones en la batería, y tú sabes que ese hijoputa puede prenderle fuego a cualquier cosa.
Por las mismas fechas, yo ensayaba con mi propia banda preparando nuestra presentación en el café Bohemia, de modo que quizás en la sesión de Mingus estaba distraído. Iba a tener a Sonny Rollins al saxo tenor, Red Garland al piano, Philly Joe Jones a la batería, yo a la trompeta, y un joven bajista de quien me había hablado Jackie McLean, Paul Chambers, que tocaba en el George Wallington Quintet. Paul llevaba sólo un par de meses en Nueva York y ya había actuado con J. J. Johnson y Kai Winding en el nuevo grupo que éstos formaron. Todo el mundo se deshacía en elogios para Paul, que era oriundo de Detroit. Cuando le oí, comprendí que era un perfecto hijoputa.
Debutamos en el Bohemia, creo que en julio de 1955, y el local estaba siempre atestado. Después de mi compromiso con el Bohemia, Oscar Pettiford llevó allí un cuarteto que tenía a Julian Cannonball Adderley al saxo alto. Yo solía bajar al Bohemia simplemente para pasar el rato, con Susan, mi chica. Bien, pues Cannonball me jodió por la forma en que tocaba los blues, a pesar de que nadie hasta entonces había oído hablar de él. Fue evidente a partir de aquel momento que aquel gran hijoputa era uno de los mejores intérpretes que teníamos alrededor. Incluso los críticos blancos se entusiasmaban con su música. Todas las marcas discográficas lo perseguían. Macho, triunfó en un abrir y cerrar de ojos.
Yo me entretenía charlando con él, porque era una excelente persona además de un saxo alto increíble. Cuando empezó a ser el foco de la atención general y todas las casas de discos se lo disputaban, traté de decirle quién era quién, con quién podía enrollarse y con quién no. Le recomendé a Alfred Lion como persona en quien confiar, a quien, además, le dejaría actuar a sus anchas en el estudio. Pero no me escuchó. También le hablé de John Levy, que se convirtió en su administrador. Sin embargo, firmó con la Mercury-Emarcy, que le imponía siempre lo que debía tocar y grabar. Al final, aquellas gilipolleces echaron a perder a Cannonball y raras veces tocó lo que quería tocar o era capaz de tocar. Los muy gansos no sabían qué hacer con su talento.
En Florida, de donde vino, había sido profesor de música, así que tenía la pretensión de que en ese terreno nadie iba a enseñarle nada. Yo era un par de años mayor que Cannonball y había estado en el mundillo musical de Nueva York muchísimo más tiempo. Conocía un montón de cosas sobre música sólo por haberme relacionado con todos los grandes hijoputas, cosas que no se aprenden en un aula; ése fue el motivo de que dejara la Juilliard. Pero Cannonball creía que ya lo sabía todo, de modo que cuando yo intentaba hablarle de algunos acordes tontos que tocaba (le dije que debía cambiar la forma de abordarlos), se limitaba a eludirme con evasivas. Por entonces él ya había escuchado suficientemente a Sonny Rollins, así que sabía que mis palabras eran de ley. Cuando en una entrevista, poco después de eso, declaré que Cannonball no conocía los acordes pero que podía tocar muy bien, vino y se excusó por no haberme escuchado cuando se lo dije.
La primera vez que le oí, casi podía oírle tocando en mi banda. Mira, tenía aquella cosa especial, aquella vena de blues, y yo adoro los blues. Además, con respecto a mi banda, me preocupaba la posición de Sonny Rollins. No por la forma en que tocaba ni nada parecido, sino porque volvía a hablar otra vez de marcharse de Nueva York para siempre. Yo andaba, pues, a la caza de un posible sustituto de Sonny si éste me dejaba. Pero entonces, Cannonball regresó a su puesto de profesor en Florida, nos jodió a todos y no volvió hasta el año siguiente.
En agosto, terminadas las actuaciones en el Bohemia, tuve que preparar otra grabación para Prestige y pasé a trabajar en el estudio. En esa ocasión utilicé a Jackie McLean en el saxo alto; a Milt Jackson, al vibráfono; a Percy Heath, en el bajo; a Art Taylor, en la batería; y puse a Ray Bryant al piano porque quería un sonido bebop. Recuerdo que Jackie estaba tan flipado que se aterrorizó pensando que no podría tocar. No sé cuál sería la causa, pero después de aquella sesión nunca volví a recurrir a Jackie.
En aquel disco figuraban dos composiciones de Jackie: «Dr. Jackle» y «Minor March». En «Bitty Ditty», una pieza de Thad Jones, Art tuvo un pequeño problema con el compás. Pero yo sabía que lo resolvería. Art es un tipo muy sensible, y uno procura no tratarle con demasiada dureza porque puede tomárselo a pecho. Súbitamente, Jackie vino hacia mí, flipado y todo eso, y me dijo: «Miles, ¿qué pasa aquí? Tú no tratas a Art como me tratas a mí cuando la jodo. A mí me dices directamente lo que he hecho. ¿Por qué no regañas a Art como me regañas a mí?».
Miré a Jackie (un buen amigo, aunque nuestros caminos se habían separado porque él estaba todavía muy hundido en las drogas y yo no), y dije: «¿Qué pasa contigo, macho? ¿Tienes ganas de mear, o qué?». Jackie se enfadó tanto que enfundó el instrumento y se largó del estudio. Por eso sólo se le oye en dos de las piezas de aquel álbum.
Durante el tiempo que dedicamos a aquella grabación ocurrió una cosa horrible: un chico negro de Chicago, Emmet Till, que sólo tenía catorce años, fue linchado en Mississippi por una pandilla de blancos por hablarle a una mujer blanca. Echaron su cuerpo al río. Cuando lo encontraron y lo sacaron, estaba completamente hinchado. Tomaron fotos del cadáver y las publicaron en los periódicos. Macho, aquello fue espantoso, afectó a todo el mundo en Nueva York. A mí me revolvió el estómago. Pero una vez más hizo saber a los negros lo que pensaba de ellos la mayoría de blancos de este país. No olvidaré mientras viva las fotos de aquel muchacho.
Yo había contratado una serie de actuaciones en clubes, que debían empezar en septiembre, y cuando llegó la hora, Sonny Rollins desapareció, tal como había dicho que haría. Se comentaba que estaba en Chicago, pero no logré seguirle la pista. (Más tarde me enteré de que se había recluido voluntariamente en Lexington para romper con su adicción a la heroína para siempre.) Yo estaba desesperado por encontrar un saxo tenor, de modo que probé a John Gilmore, que tocaba con la Sun Ra’s Arkestra. Se había trasladado a Filadelfia y Philly Joe lo conocía, había tocado con él unas cuantas veces, y lo recomendó. Vino a unos cuantos ensayos, pero no encajó bien, a pesar de que como músico es un verdadero demonio. No encajó, simplemente, en lo que yo pretendía hacer; su sonido no era lo que yo oía en la banda.
Philly Joe trajo entonces a John Coltrane. Yo conocía ya a Trane desde aquella actuación en que ambos participamos, varios años atrás, en el Audubon. Pero aquella noche Sonny le había barrido, por lo que cuando Philly mencionó a quién traía no me produjo excesiva emoción. Sin embargo, después de unos pocos ensayos (en los que comprobé que Trane había progresado muchísimo desde aquella noche famosa), dijo que tenía que volver a casa, y se marchó. Imagino que la razón de que al principio no nos entendiéramos fue que entonces Trane tenía la manía de agobiarte a preguntas sobre lo que debía y no debía tocar. Macho, a la mierda con semejantes puñeterías: para mí, él era un músico profesional y siempre he querido que cualquier tipo que toque conmigo encuentre por sí mismo su propio lugar en la música. Por lo tanto, es probable que mi silencio y mis miradas aviesas le indujeran a desistir.
El grupo casi abortó cuando Trane regresó a Filadelfia para tocar con Jimmy Smith. Tuvimos prácticamente que implorarle que viniera a unirse a la banda para una actuación que habíamos comprometido en Baltimore, a finales de septiembre de 1955. Lo sucedido era que yo había contratado a la Shaw Artists Corporation para que hiciera las reservas por mí y administrase mis compromisos, dado que de pronto me llovían las demandas. Los Shaw, Milt y Billy concertaban las actuaciones en mi nombre. Pero les dije desde el principio (eran blancos) lo que yo quería que hiciesen; no estaba dispuesto a hacer lo que quisieran ellos. Porque en aquellos tiempos los blancos decían siempre a los negros lo que debían hacer; yo no iba a tolerarlo y se lo dije a la cara.
Designaron a un tipo llamado Jack Whittemore para que trabajase conmigo. Nos hicimos amigos al cabo de un tiempo, pero yo tenía a Harold Lovett vigilándolo como un halcón, pues aparte del hecho de que Jack llegó a gustarme, no quería que se aprovechase de mí. Fue Jack quien organizó la primera gira de mi banda cuando Coltrane estaba en ella, una gira que incluía Baltimore, Detroit, Chicago, St. Louis y regreso a Nueva York para actuar en el café Bohemia.
Cuando todo estaba preparado, Sonny Rollins no había vuelto y Trane se había ido a Filadelfia para tocar con Jimmy Smith, el organista. Nos encontramos sin saxo tenor. Phylly Joe, pues, llamó a Trane y le pidió que se uniera a nosotros. Trane era el único que conocía todos los temas y yo no podía arriesgarme a tener conmigo a alguien que no los conociera todos. Sin embargo, después de haber tocado un tiempo juntos, comprendí que aquel tipo era un hijoputa sensacional, exactamente la voz que necesitaba oír del saxo tenor para lanzar mi propia voz.
No supimos hasta más tarde que Trane había decidido que si le llamábamos volvería junto a nosotros, porque la música que nosotros tocábamos le gustaba más que la de Jimmy Smith; pensaba que en nuestra banda había espacio para desenvolverse. Pero nosotros no lo sabíamos. Lo aprovechó para hacerle a Philly Joe una jugarreta, es decir, lo aprovecharon Trane y su novia de aquel momento, Naima Grubbs: cuando accedió a que nos encontráramos en Baltimore y nosotros nos presentamos allí, él y Naima se casaron rodeados de toda la banda. Fuimos sus padrinos de boda, la banda entera. Como grupo, en el escenario y fuera de éste, congeniamos la mar de bien.
Ahora teníamos a Trane al saxo; Philly Joe, a la batería; Red Garland, al piano; Paul Chambers, al bajo; y yo, a la trompeta. Con mayor rapidez de lo que imaginé, la música que tocábamos juntos llegó a ser sencillamente increíble. Era tan buena que por las noches me producía escalofríos; el mismo efecto tenía sobre el público. Macho, el sonido que al poco tiempo soltábamos era terrorífico, tanto que solía pellizcarme para asegurarme de que no lo estaba soñando. El crítico Whitney Balliett dijo, poco después de que Trane y yo empezáramos a tocar juntos, que Coltrane tenía «un tono árido, casual, que hace que Davis destaque como una piedra preciosa sobre una montura tosca». Pero Trane no tardó en ser mucho más que aquello. No tardó en ser él mismo un diamante, y yo lo sabía; yo y cualquier persona que le oyese.