Trece

LAS COSAS CAMBIABAN EN ESTE PAÍS y, al parecer, muy deprisa. También la música se estaba transformando mucho en 1964.

Algunas personas empezaban a decir que el jazz había muerto. Culpaban de ello a la esotérica free thing que músicos como Archie Shepp, Albert Ayler y Cecil Taylor tocaban y al hecho de que aquello no tenía línea melódica, no era lírico y no podías tararearlo. Veamos, yo no digo que aquellos músicos no fueran serios respecto a lo que hacían. Pero el público comenzaba a volverles la espalda. Coltrane seguía pegando fuerte, y lo mismo Monk; la gente todavía les era muy fiel. Pero la free thing experimental (incluso Trane tomó aquel camino poco antes de morir) no era lo que la mayoría del público quería escuchar.

Mientras que apenas unos años antes la música que nosotros tocábamos era la punta de lanza, estaba haciéndose realmente popular y encontraba una amplia audiencia, todo ello empezó a decaer cuando los críticos (críticos blancos) optaron por apoyar la free thing, impulsándola por encima de lo que casi todos los demás estaban ofreciendo.

El jazz empezó por entonces a perder la gran repercusión que había tenido.

En lugar de jazz, muchísima gente escuchaba música rock: los Beatles, Elvis Presley, Little Richard, Chuck Berry, Jerry Lee Lewis, Bob Dylan; y el sonido Motown era la nueva moda: Stevie Wonder, Smokey Robinson, las Supremes. James Brown comenzaba también a ponerse al rojo. En mi opinión, parte del apoyo a la free thing entre buen número de los críticos musicales blancos era intencionada, porque muchos de ellos pensaban que los personajes como yo éramos ya demasiado populares y, especialmente, demasiado poderosos en el negocio de la música. Necesitaban encontrar una manera de cortarnos las alas. Les sedujo el carácter melódico, el tono lírico que dimos a Kind of Blue, pero la popularidad que alcanzó y la influencia que adquirimos al hacerlo los asustó.

Cuando aquellos críticos hubieron promocionado las extravagancias esotéricas y se encontraron con que el público les volvía la espalda, las soltaron como si les quemaran los dedos. Pero para entonces ya nadie hacía caso de lo que la mayoría de nosotros tocaba; de pronto, el jazz quedó obsoleto, se convirtió en la reliquia del pasado que se exhibe en la vitrina de un museo para que la examinen los estudiosos. De pronto, el rock and roll (y en breve tiempo el rock duro) se situó en primera línea en los medios de comunicación. Rock and roll blanco, robado del rhythm and blues, y gente como Little Richard y Chuck Berry y el sonido Motown. De pronto, la música pop blanca fue promocionada en la televisión y en todas partes. Anteriormente, la llamada música popular americana blanca no significaba nada. Pero ahora que se dedicaba al hurto, sonaba cojonudamente bien, tenía un poco de aroma, un poco de brío, un poco de alocada sofisticación. Seguía, sin embargo, siendo una música convencional y conservadora, seguía faltándole peso. En cambio, debido a lo que el público creía ahora que era el jazz (música no melódica, no tarareable), una legión de músicos serios y valiosos tuvo a partir de entonces la vida muy difícil.

Los clubes de jazz cerraban uno tras otro, por lo cual muchos músicos de jazz abandonaron el país rumbo a Europa. Red Garland regresó a su hogar en Dallas, Texas, lamentándose de que ya no hubiera sitios donde tocar. Wynton Kelly había muerto repentinamente y Paul Chambers estaba a punto de seguirle (si no había ya muerto por entonces).

Todavía hoy me resisto a creer que Ornette Coleman, Cecil Taylor, John Coltrane y todo el resto de adeptos al esoterismo se dieran cuenta de cómo habían sido manipulados por los críticos blancos.

A mí personalmente no me gustaban muchas de las cosas que ocurrían, ni siquiera las que hacía Trane: prefería lo que había hecho en mi banda, durante quizá los dos o tres primeros años. Luego se hubiera dicho que tocaba sólo para sí mismo, no para el grupo. Siempre he pensado que lo que el grupo hace conjuntamente constituye la razón de que la música exista.

De todos modos, la actitud del público hacia la música que mi nuevo grupo tocaba era, en el mejor de los casos, indiferente, pese incluso a que nuestros conciertos estaban atestados y los discos se vendían bien. Supongo que esto sucedía porque yo era una celebridad, de manera que la gente acudía a ver a aquel famoso rebelde negro capaz de cualquier cosa. Algunos venían aún a escuchar la música, y a muchos que no venían a eso les gustaba lo que oían, pero creo que la mayoría era indiferente y basta. Nosotros tocábamos un tipo de música profunda, penetrante, pero los tiempos habían cambiado. Todo el mundo bailaba.

Debes tener en cuenta que los componentes de una banda, la calidad de los músicos, es lo que hace que la banda sea mala o buena. Si tienes músicos cualificados y con talento, dispuestos a trabajar duro, a tocar duro y lo hacen juntos, puedes conseguir una banda excelente. Los últimos años que estuvo en mi grupo, Trane empezó a tocar para sí, especialmente durante el último año. Cuando esto ocurre, la banda pierde su magia y las personas que solían gozar tocando juntas se van despreocupando. Es entonces cuando la banda se desintegra y toda la música se pudre.

Yo sabía que Wayne Shorter, Herbie Hancock, Ron Carter y Tony Williams eran excelentes músicos y que trabajarían como grupo, como unidad musical. Tener una buena banda exige sacrificio y compromiso por parte de todos; sin estas cosas, nada se consigue. Yo pensaba que ellos podían hacerlo. Si reúnes a las personas adecuadas para que toquen la música adecuada en el momento adecuado, tendrás la gran parida; no necesitas más.

En aquella banda yo era la inspiración, digamos que la sapiencia y el nexo de unión entre todos. Tony era el fuego, la chispa creativa; Wayne era el hombre de las ideas, el conceptualizador de una gran cantidad de ideas musicales que llevamos a la práctica, y Ron y Herbie eran el soporte. Yo era únicamente el líder que lo cohesionaba todo. Aquellos músicos eran jóvenes y, aunque aprendían cosas de mí, yo también aprendía de ellos, concretamente sobre el nuevo estilo, el libre, la free thing. Porque para ser y seguir siendo un buen músico debes estar abierto a todas las novedades, a todo lo que ocurre en cada momento. Has de ser capaz de absorberlo si quieres continuar ampliando y comunicando tu música. La creatividad y el genio en cualquier género de creación artística nada saben de la edad; o los posees o no los posees, y envejecer no va a ayudarte a conseguirlos. Comprendí que teníamos que hacer algo diferente: sabía bien que estaba tocando con unos músicos jóvenes de excelente calidad, cuyos dedos se movían ya con otro pulso.

En sus inicios, Wayne fue conocido como cultivador del estilo libre, pero tras haber tocado con Art Blakey durante varios años, y siendo el director musical de su banda, había en cierto modo retrocedido. Deseaba tocar más libre de lo que en la banda de Art podía; aunque, por otra parte, no quería llegar a la excentricidad. Wayne siempre ha sido el tipo que experimenta con formas, no el que lo hace prescindiendo de ellas. Por esta razón pensé que sería perfecto para el objetivo que con mi música quería alcanzar.

Wayne era la única persona, entre las que entonces conocía, que escribía más o menos como había escrito Bird. La única. Me refiero a la manera en que indicaba el tempo. Lucky Thompson solía oírnos, y exclamaba: «¡Maldición, qué bien escribe música ese chico!». Cuando se incorporó a la banda, empezó a progresar mucho más y mucho más deprisa, porque Wayne es un auténtico compositor. Escribe partituras, escribe las particellas que a cada uno le corresponden, exactamente cómo quiere que suenen. Trabajó siempre así, excepto cuando yo cambiaba algunas cosas. Por lo general no confía en las interpretaciones que dan los demás a su música, así que entregaba la partitura completa y cada cual copiaba de ella particellas; es decir, no partíamos de la melodía y los cambios para montar cada uno la música por las buenas.

Wayne aportó también una especie de curiosidad respecto a trabajar conforme a las reglas musicales. Si éstas no le servían, las rompía; pero sin perder el sentido musical: su idea era que, en música, la libertad consistía en conocer las reglas para adecuarlas a tu satisfacción y a tu gusto. Wayne estaba siempre en las alturas, en su plano personal, girando en torno a su propio planeta. El resto de los componentes de la banda caminábamos con los pies sobre la tierra. En la banda de Art Blakey no había podido hacer lo que hizo en la mía, donde día a día parecía que lo veía florecer como compositor. Por eso digo que actuó como catalizador musical intelectual de todos nosotros en los arreglos que de sus composiciones grabamos.

Yo aprendía algo nuevo cada noche con aquel grupo. Una de las razones estaba en que Tony Williams era un batería sumamente progresista. Podía escuchar un disco y recordarlo entero, todos los solos, todo. Fue el único miembro de mi banda que me dijo: «Macho, ¿por qué no practicas?». Porque yo me saltaba notas, mierda, tratando de no quedarme atrás a su lado. Y, efectivamente, volví a practicar, cosa que había dejado de hacer sin ni siquiera darme cuenta. Pero, oye, te diré algo que es la pura verdad: sólo existe un Tony Williams cuando se trata de tocar la batería. Nunca hubo nadie como él antes, ni lo ha habido después. Es el perfecto hijoputa. Tony tocaba por detrás del compás, apenas una fracción por detrás, y eso le daba a todo un poco más de nervio, porque tenía más nervio. Tony tocaba constantemente polirritmos. Era un híbrido de Art Blakey y Philly Joe Jones, Roy Haynes y Max Roach, quienes, por cierto, eran sus ídolos, y tenía un poco de cada uno de ellos. Pero su arte y estilo eran definitivamente suyos. Cuando se unió a mí no tocaba los charles y yo se los hice tocar. También le dije que usara el pie, porque había escuchado mucho a Max y a Roy, y Max no lo usaba. Sí lo usaba Art Blakey, sin embargo. (Los únicos músicos de mi entorno que entonces tocaban de aquella manera eran Tony, Alphonse Mouzon y Jack DeJohnette.)

Ron era menos musical que Tony, en el sentido de que tocaba lo que oía. No conocía las formas musicales como Tony y Herbie Hancock, pero, en cambio, tenía el brío que Wayne y Herbie necesitaban. Tony y Herbie mantenían siempre contacto con la mirada, pero no habrían constituido una unidad sin Ron. Éste necesitaba quizá cuatro o cinco días para aprender algo, pero cuando lo captaba, macho, mejor era que estuvieras alerta. Porque el hijoputa se lanzaba a desarrollarlo y no quedaba otro remedio que levantarte y ponerte a tocar perdiendo el culo si no querías quedarte atrás y hacer el tonto. Todos teníamos excesivo puntillo para tolerarlo. Tony marcaba el tempo, y Herbie era como una esponja. Cualquier cosa que tocaras, le convenía: la absorbía, y en paz. Un día le dije que sus acordes eran demasiado densos, y él replicó: «Macho, parte del tiempo no sé qué tocar».

«Pues entonces, Herbie, si no sabes qué tocar, no toques. Mira, simplemente déjalo correr: ¡no necesitas estar tocando todo el rato!» Era como el tipo que bebe, bebe y bebe hasta vaciar la botella, sólo porque la tiene delante. Herbie, al principio, era así: tocaba, tocaba y tocaba, porque podía, porque nunca se le acababan las ideas y porque le gustaba tocar. Fíjate, hasta tales extremos le daba al piano que, al terminar mis solos, me acercaba a él y simulaba que iba a amputarle las manos.

Cuando vino a la banda, le dije a Herbie: «Metes demasiadas notas en el acorde. El acorde ya ha sido establecido, lo mismo que el sonido. Por lo tanto, no es necesario que toques todas las notas. Ron las toca en el bajo». Pero fue la única observación que debí hacerle, excepto, a veces, que tocara más despacio. Y que no se excediera, que «no sobretocara»; que de vez en cuando, simplemente, no tocase nada, aunque hubiera de estar toda la noche ante el piano. Que no tocase únicamente por el hecho de tener delante ochenta y ocho teclas a su disposición. Los pianistas y los guitarristas, tío, son dados a esta clase de historia: siempre tocan demasiado, constantemente tienes que frenarlos. El único guitarrista que me gustó de cuantos he oído hasta la fecha fue Charlie Christian. Tocaba la guitarra eléctrica como si fuera un instrumento de viento e influyó en mi forma de tocar la trompeta. Oscar Pettiford, el bajista, tocaba también como Charlie Christian, y fue Oscar quien introdujo aquel concepto en el moderno estilo de tocar el bajo, como una guitarra. Fueron Oscar y Jimmy Blanton. Charlie Christian influyó en mi concepto de la trompeta, y en el de Dizzy Gillespie y en el de Chet Baker, como también influyó en el fraseo de Frank Sinatra y de Nat King Cole.

Yo no necesitaba escribir para la banda; lo único que hacía era arreglar la música de modo que pudiéramos tocarla después de que otros la escribieran, darle a todo el toque final. Wayne escribía cualquier cosa, me la entregaba y se marchaba. No decía una palabra, excepto: «Aquí tiene, señor Davis, he escrito unas canciones nuevas». ¡Señor Davis! Entonces yo miraba lo que me había dado, y era de puta madre. Muchas veces, estando de gira, sonaba una llamada a la puerta de mi habitación del hotel y en el umbral aparecía uno de aquellos jóvenes hijoputas con un puñado de temas nuevos para que yo los examinase. Me los entregaban y se marchaban, como asustados.

Yo me preguntaba con frecuencia: «¿De qué tienen miedo esos hijoputas, con lo buenos que son?».

Por regla general, los tipos que escriben una melodía quieren que sirva para interpretar solos, y con este propósito te dan escritos los diferentes solos previsibles. Pero la mayor parte de lo que aquellos hijoputas escribían no era así, no contenía los diferentes solos, y en consecuencia yo no lo trataba bajo este punto de vista. Estaba más relacionado con la interpretación de conjunto y la armonización de voces, la mezcla, la fusión, esas cosas. Tú tocabas primero en 8/8, luego podías soltar los acordes y el resto de la basura. Sin embargo, yo introducía cambios radicales. En muchas ocasiones dejaba que Herbie no tocara acordes, sino un simple solo en el registro medio, con el bajo dándole apoyo y aquella mierda sonaba a gloria, puesto que Herbie era excepcional y sabía lo que tenía entre manos. Mira, Herbie venía a estar como un paso más allá de Bud Powell y Thelonious Monk, y todavía hoy no he oído a nadie que le sobrepase.

Una de las bases esenciales que has de establecer en una gran banda es la confianza en los demás y de los demás, la confianza en que harán cualquier cosa que se deba hacer, cualquier cosa que tú digas que vas a tocar. Yo confiaba plenamente en que Tony y Herbie y Ron tocarían cuanto quisiéramos tocar, todo cuanto sobre la marcha decidiéramos tocar. Esto proviene de no estar tocando todo el tiempo, porque el resultado es que la música surge fresca, nueva. Además, ellos eran buenos amigos, lo mismo en el escenario que fuera de éste, lo cual siempre ayuda mucho. Ron, por ejemplo, podía desconcertarse ante algo que estuvieran haciendo Herbie y Tony, pero nunca tardaba mucho en intuir de qué se trataba e incorporarse; o empezaba a tocar séptimas mayores en el bajo, y Herbie se liaba con él, y Tony lo entendía enseguida, y no digamos Wayne y yo. Wayne, cuando estaba quieto y silencioso, parecía un ángel, pero en cuanto agarraba su instrumento se convertía en un hijoputa monstruoso. Al cabo de un tiempo habían penetrado todos en la mente de los demás, y Tony, Herbie y Ron eran como una sola persona.

Cuando fuimos a tocar al Hollywood Bowl, las cosas no sólo marcharon bien desde el principio, sino que fueron de bien a mejor. Cuando estás acostumbrado a tocar con tus compañeros no existe un momento determinado en que el sonido empiece a ser como tú lo deseas: eso se produce por ósmosis. Habrá cinco músicos en una banda, y quizá sean sólo dos los que se comunican; pero los otros los oirán y se preguntarán enseguida: «¿Eh? ¿Qué es esto?». Entonces añadirán algo nuevo a lo que hacen los otros dos, y al instante estará todo en la mente de todos.

Me entusiasmaba aquella banda, macho, porque si tocabas una pieza durante un año entero y la oías al principio del año, al final no la reconocías. Cuando yo tocaba con Tony, que era un pequeño genio, tenía que reaccionar con mi música frente a la que tocaba él. Y eso se extendía a toda la banda. Por lo tanto, la forma en que tocábamos juntos hizo que lo que interpretábamos cambiase cada noche durante todo aquel período.

Mi manera de tocar antes de que aquellos chicos entraran en la banda estaba, digamos, irritándome los nervios. Si llevas constantemente el mismo par de zapatos, porque te gustan, llegará un día en que tendrás que cambiarlos por otros. Lo que tenía de bueno Ornette Coleman era que sus ideas musicales y sus melodías se producían con independencia de los estilos, y al ser así de independiente parecía que creaba espontáneamente. Yo tengo un sentido casi perfecto del orden melódico. Pero entonces descubrí, tras prestar atención en serio a lo que Ornette tocaba y a ciertas cosas que decía (especialmente cuando Tony vino a la banda y escuché sus opiniones sobre lo que hacía Ornette), que al tocar una nota en mi trompeta estaba en realidad tocando aproximadamente cuatro notas y que traspasaba a la voz de mi trompeta solos de guitarra. En mi música con Tony empecé a situar la base rítmica en la batería y por encima de todo, como en la música africana. En la música occidental, los blancos de entonces trataban de suprimir el ritmo debido a su procedencia (África) y sus implicaciones raciales. Pero el ritmo es como la respiración. Esto fue, pues, lo que empecé a aprender en aquel grupo, y ciertamente me indicó un camino.

En lo personal, de quien quizá me sentía más cerca era de Ron, porque él oficiaba de tesorero de la banda y solía acompañarme en el coche cuando íbamos de una parte a otra, y a veces conducía. Íbamos a St. Louis cuando tocábamos en la zona, y me parece que fue el único miembro de la banda que conoció a mi madre antes de la muerte de ésta. Conoció también a todos mis antiguos amigos y compañeros de estudios, algunos de los cuales se habían convertido en notorios gánsteres.

Cuando estábamos en el escenario, me colocaba siempre junto a Ron porque quería oír lo que tocaba. Antes solía colocarme junto al batería, pero en ese momento ya no me preocupaba lo que Tony tocase porque se le oía todo a la perfección, y lo mismo ocurría con Herbie. Entonces no había amplificadores y a veces resultaba difícil oír a Ron, aunque también me colocaba a su lado para darle apoyo, pues todos hablaban de mí y de Wayne y de Herbie y de Tony, pero no de Ron, y eso lo inquietaba.

Cada noche, Herbie, Tony y Ron, al regresar al hotel, se reunían en sus habitaciones y comentaban hasta la mañana siguiente lo que habían tocado. Cada noche aparecían y tocaban algo diferente. Y cada noche tenía yo que reaccionar.

Por lo tanto, la música que hacíamos juntos cambiaba cada puñetera noche: si la había oído ayer, hoy era distinta. Macho, había que ver cómo la cosa cambiaba noche a noche. Ni siquiera nosotros sabíamos adónde iría a parar aquello. Pero sí sabíamos que iba hacia alguna otra parte y que probablemente sería sofisticado y actual, y eso bastaba para mantenernos a todos excitados mientras duró.

Con aquel grupo fui al estudio de grabación seis veces en cuatro años: E. S. P. (1965), Miles Smiles (1966), Sorcerer (1967), Nefertiti (1967), Miles in the Sky (1968) y Filles de Kilimanjaro (1968). Grabamos mucho más de lo que se publicó (otra parte apareció más adelante en Directions y Circle in the Round). Y hubo, además, unas cuantas grabaciones en vivo que supongo que Columbia publicará cuando les parezca que van a sacar de ellas más dinero; probablemente, cuando ya me haya muerto.

Mi repertorio, las piezas que tocábamos cada noche, empezaron a cansar a la banda. El público iba a escuchar los temas que había oído en mis álbumes; eso era lo que amontonaba a la gente en la puerta: «Milestones», «’Round Midnight», «My Funny Valentine», «Kind of Blue». Pero la banda quería tocar las piezas que estábamos grabando y que nunca interpretábamos en directo, y yo sabía que eso era una cuestión delicada. Comprendía bien lo que les pasaba, sin embargo, porque habían trabajado mucho en «Kilimanjaro», «Gingerbread Boy», «Footprints», «Circle in the Round», «Nefertiti», todos los grandes temas que grabábamos. Tú tienes una idea musical, la desarrollas, escribes todas las partes, las pasas a los muchachos, y luego la tocáis y la grabáis. Haces unas pruebas, estudias qué partes se necesitan, qué partes deben cambiarse, y escribes los cambios. Nosotros escribíamos y hacíamos los cambios en los ensayos, porque nunca habíamos visto el tema antes. Era, pues, un problema físico, un problema técnico. ¿Esta nota es un Sol o un La? ¿Está en el segundo compás o en el tercero? ¡Cuánto trabajo! Luego, cuando no tocas en vivo donde el público pueda oír lo que has hecho, todo aquel trabajo puede convertirse en un incordio y resultar frustrante. Lo curioso era que las piezas que teníamos grabadas y tocábamos en directo cada noche nos salían cada vez más rápidas, y al cabo de un tiempo la rapidez limitaba lo que podíamos hacer con ellas, pues, definitivamente, no podían ya sonar más rápidas de lo que eran. En lugar de desarrollar en vivo la nueva música que tocábamos en los discos, encontramos maneras de hacer que la música vieja sonara tan nueva como la música nueva que grabábamos.

Yo pagaba bien a la banda, como cien dólares por noche en 1964, que en el momento en que nos separamos eran quizá 150 o 200. Ganaba más dinero y pagaba mejor que cualquiera de mis colegas. Encima, mis músicos cobraban cantidades sustanciosas por las sesiones de grabación, y dado que tocaban conmigo, su prestigio era tan alto como el que más. No estoy fanfarroneando: las cosas eran así. Si tocabas conmigo, a continuación tenías que ser un líder, porque, según decían todos, no te quedaba otra salida, no podías volver atrás. Eso era halagador, aunque ciertamente yo no lo había buscado. Pero reconozco que no tuve problemas en aceptar aquel papel.

En el grupo ocurrían a veces cosas pintorescas. El único tropiezo que tuve cuando lo formé, por ejemplo, fue que Tony era demasiado joven para tocar en los clubes nocturnos. Siempre que tocábamos en clubes, éstos debían tener secciones donde los jóvenes pudieran asistir y consumir bebidas no alcohólicas. Para que pareciese mayor, convencí a Tony de que se dejara crecer el bigote; también le dije que fumara un gran cigarro. A pesar de todo, muchos clubes no nos contrataban porque no tenía la edad legal.

La banda giraba en torno a Tony, y a éste le encantaba que todos tocaran un poco dislocados. Por eso le gustaba tanto Sam Rivers. Le gustaba que un músico se lanzase, se soltara, y no le importaba que cometiera fallos con tal de que improvisara y no se limitase a tocar tal cual. En este aspecto, pues, Tony y yo nos parecíamos mucho.

Herbie era un maníaco de la electrónica y cuando salíamos de gira dedicaba un montón de tiempo a comprar artilugios. Tenía la manía de grabarlo todo y siempre venía con una pequeña grabadora. Muchas veces llegaba tarde, es decir, no realmente tarde ni por causa de las drogas o cosas así, y entraba justo en el primer compás de la primera pieza. Yo miraba al muy hijoputa con aire de reprobación, pero lo primero que él hacía era meterse debajo del maldito piano para disponer allí su grabadora. Cuando terminaba los preparativos, ya andábamos por las tres cuartas partes de la pieza, sin que él hubiese tocado nada. Por esta razón, en bastantes de aquellas grabaciones en vivo no se oye al principio el piano. La duda sobre si Herbie se retrasaría o no era continuo motivo de broma en la banda.

Recuerdo una ocasión en que Tony trajo una grabadora nueva y nos la enseñaba a todos. Cuando le tocó el turno a Herbie, éste se puso a contarle cómo funcionaba, cosa que sacó a Tony de sus casillas, porque lo que quería era explicárnoslo él. Sólo por el hecho de que el otro se le hubiera adelantado, Tony cogió una tremenda rabieta. Y cuando se enfadaba con alguien, no lo acompañaba en sus solos. Aquella noche le dije a Ron: «Ya verás que Tony no acompaña a Herbie cuando toque su solo». Efectivamente, Tony se dedicó a difuminar el piano y no le dio ninguna clase de apoyo. Herbie lo miraba perplejo, preguntándose qué ocurriría, mientras Tony, con la cabeza bien alta, lo dejaba con el culo al aire. Por otra parte, Tony solía molestarse con Wayne, porque a veces Wayne subía borracho al escenario y cometía unos fallos de mierda. Entonces, simplemente, Tony dejaba de tocar. Así era él: si estaba enfadado contigo, mejor que no esperases ni la más mínima colaboración cuando tocabas. Sin embargo, en cuanto comenzaba a tocar otro, volvía a entrar como si nada hubiera ocurrido.

Una noche que actuábamos en el Village Vanguard, el propietario, Max Gordon, quiso que yo tocase acompañando a una cantante. Naturalmente, le dije que yo no acompañaba a cantantes, pero le sugerí que se lo propusiera a Herbie, y si Herbie aceptaba, yo no pondría inconvenientes. Por lo tanto, Herbie, Tony y Ron la acompañaron, y el público se entusiasmó con ella. Ni Wayne ni yo tocamos. Pregunté a Max quién era la chica, ya sabes, cómo se llamaba, y Max me dijo: «Se llama Barbra Streisand y va a ser una auténtica gran estrella». Hoy, cada vez que la veo, refunfuño: «Maldición», y sacudo la cabeza con melancolía.

En 1964, Frances y yo dimos una fiesta en nuestra casa en honor de Robert Kennedy, quien competía en las elecciones a senador por Nueva York. Nos lo pidió, por ese motivo, nuestro amigo Buddy Gist. A aquella fiesta vino toda clase de gente (Bob Dylan, Lena Horne, Quincy Jones, Leonard Bernstein), pero hasta la fecha no recuerdo haber visto a Kennedy. La gente dice que estuvo allí, pero, si estaba, no recuerdo haberlo conocido.

A quien sí recuerdo haber conocido por aquella época es a James Baldwin, el escritor. Marc Crawford, que lo conocía bien, lo trajo a mi casa. Recuerdo que me llenó de admiración lo importante que era, el número de grandes libros que estaba escribiendo, y que no supe qué decirle. Más tarde me enteré de que él había sentido lo mismo con respecto a mí. Pero en el acto me agradó mucho, y yo le gusté a él. Nos tuvimos uno a otro gran respeto. Él era una persona muy reservada y yo también. Pienso que debíamos de parecer hermanos. Cuando digo que ambos éramos reservados me refiero a una especie de reserva artística, en la que cuidas de que la gente no te haga perder el tiempo. Noté esto en él, advertí que tenía conciencia de esa sensación. Pero allí estaba yo con Baldwin, en mi puñetera casa. Había leído sus libros y amaba y respetaba lo que él tenía que decir. A medida que nos conocimos, nos abrimos el uno al otro y nos hicimos grandes amigos. Cada vez que iba al sur de Francia para tocar en Antibes, pasaba un día o dos en casa de Jimmy, en Saint Paul de Vence. En aquella grande y hermosa casa manteníamos largas conversaciones, nos contábamos historias de todo tipo, holgazaneábamos, dentro o en el exterior, bajo el emparrado que tenía. Echo mucho de menos aquellas charlas cuando voy actualmente al sur de Francia. Jimmy Baldwin era un gran hombre.

Por entonces, la situación de mi matrimonio con Frances había empeorado considerablemente. Parte del motivo era que yo estaba muy poco a su lado debido a los largos períodos de tiempo que me ocupaban las giras; aquella prolongada estancia en Los Ángeles, cuando grababa Seven Steps to Heaven, tampoco contribuyó mucho a nuestra buena relación. El dolor de mi cadera parecía más intenso cuando hacía frío, por lo cual procuraba estar lo más posible en lugares cálidos, pero esto era sólo parte del problema. La causa principal eran las drogas, la bebida y todas las mujeres con quienes todavía me relacionaba. Además, Frances había empezado también a beber, con lo cual nuestras disputas se habían hecho realmente terribles. Mientras tanto, yo frecuentaba los locales donde, de madrugada, todos acabábamos atiborrados de coca, cosa que Frances detestaba. Me ausentaba de casa hasta dos días seguidos y ni siquiera llamaba por teléfono. Frances se preocupaba por mí y eso le destrozaba los nervios. Luego, cuando yo aparecía, estaba tan cansado, tan agotado por el tiempo que llevaba en pie, que a medio comer me dormía en la mesa. Los Belafonte nos invitaron a una fiesta de Navidad a finales de 1964 (una de las pocas ocasiones en que yo no actuaba en Chicago por aquella época del año); fuimos y no le dirigí la palabra a nadie. Estaba pirado e irritado incluso por encontrarme allí. Aquello dolió mucho a Frances, para colmo, pues Julie Belafonte era una de sus mejores amigas.

En consecuencia, pasó a dedicarse a sus propias cosas, a salir con sus amistades y a concentrarse en sus intereses personales, y no la culpé por ello. Supongo que ya llevábamos casados tiempo suficiente. La foto de ambos que figura en el álbum E. S. P., en la que yo la estoy mirando, fue tomada en nuestro jardín exactamente una semana antes de que Frances se marchara definitivamente. Por aquellos días, yo sufría la alucinación de que en la casa había un extraño. Registraba los armarios, miraba debajo de las camas y recuerdo haber echado a todos a la calle (a todos con excepción de Frances) para dedicarme a buscar a aquella persona imaginaria. Más loco que un hijoputa, con un cuchillo de carnicero en la mano, me llevé a Frances al sótano para que buscase conmigo a la persona que, por supuesto, no estaba allí. Ella optó por seguirme la corriente y dijo: «Sí, Miles, en esta casa hay alguien; llamemos a la policía». La policía registró la casa y me miró con lógico recelo. Frances se marchó cuando la policía vino y se refugió en casa de una amiga.

La convencí de que volviera y las estrepitosas disputas empezaron de nuevo. Los chicos no sabían qué hacer, de modo que se encerraban en su habitación y lloraban. Pienso que todo esto causó daño especialmente a los varones, Gregory y Miles IV, porque para ellos resultó demasiado duro; Cheryl fue la única que salió más o menos bien parada de aquel fregado, aunque sé que incluso a ella le quedaron cicatrices.

Después de una última discusión, en el curso de la cual le tiré una botella de cerveza desde el otro lado de la habitación y le dije que quería tener la cena a punto cuando llegase a casa, Frances se fue a vivir con unos amigos y más tarde se marchó a California y se alojó en casa de la cantante Nancy Wilson y su esposo. No supe dónde estaba hasta que los periódicos y las emisoras de televisión contaron que andaba por ahí con Marlon Brando. Descubrí que vivía con Nancy, y llamé y hablé con ella (hice que llamara otra mujer para que no colgase). Le anuncié que iba hacia allá en su busca y corté. Entonces me di cuenta de lo mal que la había tratado y de que ya había terminado todo. Nada quedaba por decir y nada dije. Pero sí digo ahora que Frances fue la mejor esposa que he tenido y que quien la tenga hoy es un hijoputa con suerte. Ahora lo sé, y ojalá lo hubiera sabido entonces.

No volví a tocar hasta noviembre de 1965, en el Village Vanguard. Me vi obligado a colocar a Reggie Workman al bajo porque Ron no pudo, o no quiso, romper otro compromiso que acababa de contraer (cosa que solía hacer periódicamente). Fue un regreso afortunado y el público acogió muy bien nuestra música. Después de las actuaciones en el Village Vanguard, en diciembre, salí de gira hacia Filadelfia y Chicago, donde tocamos en el Plugged Nickel y donde grabé un disco. Eran los días en que Teo Macero reapareció, y fue a grabar allí. Columbia tiene todavía algunas grabaciones hechas entonces, que no ha publicado. Pero Ron volvió a la banda para aquella sesión y todos tocamos como si no nos hubiéramos separado nunca. No sé si he dicho que siempre he creído que para una banda es beneficioso que sus componentes dejen de tocar juntos de vez en cuando, siempre que sean buenos músicos y tocar juntos les guste. Cuando vuelven a reunirse, la música se renueva, es más fresca, y eso fue lo que ocurrió en el Plugged Nickel, a pesar de que tocamos el mismo repertorio de antes. En 1965, la música que el público escuchaba era más libre de lo que había sido; parecía que todos se iban soltando. Había arraigado de verdad.

En enero de 1966 caí enfermo, contraje una infección hepática que me retiró de la circulación hasta marzo. Después me marché al oeste con un grupo, y de nuevo Ron Carter no pudo participar, de modo que me llevé a Richard Davis. Esa vez tocamos en muchos centros universitarios, lo cual me pareció menos agobiante que actuar en los clubes. De hecho, me estaba cansando del mundo de los clubes, de tocar siempre en los mismos sitios, viendo las mismas caras y bebiendo todas aquellas mierdas que uno bebía. La infección del hígado hizo que redujera bastante las copas, lógico, pero no que las suprimiera, o por lo menos todavía no. Intervinimos en el Festival de Newport y grabamos, en noviembre, Miles Smiles. En ese álbum se puede oír realmente cómo nos distendemos, cómo relajamos el paso.

En 1966 o 1967, no estoy seguro de la fecha, en el Riverside Park, conocí a Cicely Tyson. La había visto desempeñar un papel de secretaria en una serie de televisión titulada East Side/West Side que protagonizaba George C. Scott. Me impresionó porque llevaba un peinado afro y se mostraba, siempre que la vi, como una persona inteligente. Recuerdo haberme preguntado cómo sería en la realidad. Tenía una belleza distinta, un tipo de belleza nada corriente en las mujeres negras que aparecen en televisión; se la notaba orgullosa y con una especie de fuego interior muy interesante. Cuando nos conocimos, pronunció unas palabras y yo dije algo que la obligara a repetirlas. Me dirigió una mirada sagaz, porque se había dado cuenta de que lo que yo quería era ver cómo fruncía los labios al hablar. El público nunca ve aquella mirada suya en la pantalla: la esconde, la disimula cuando actúa. Es una mirada que dudo que nadie haya visto, excepto yo; por lo menos eso es lo que ella me decía. Cicely nació en Harlem, pero sus padres proceden de las Indias Occidentales y ella piensa también como una gran caribeña que honra su estirpe africana.

Al principio fuimos sólo amigos, nada serio. Yo había estado paseando por el Riverside Park, más abajo de la calle donde vivía, la Setenta y siete Oeste, con un amigo de Los Ángeles, un artista llamado Corky McCoy. Entonces vi a Cicely sentada en un banco del parque. A su vez, cuando ella me vio se levantó. Supongo que ya debíamos de habernos encontrado una o dos veces, bien con Diahann Carroll, bien con Diana Sands. Lo he olvidado. La presenté a Corky, pensando que se gustarían mutuamente. Después de que Frances me dejara no sentía nada por ninguna mujer, mejor dicho, por ninguna persona, excepto por los muchachos de mi banda y un reducido grupo de amigos. Pero Cicely ni siquiera miró a Corky. Me miraba a mí porque sabía que Frances ya no estaba conmigo, y luego preguntó: «¿Vienes aquí cada día?».

Yo le dije: «Sí». Percibí el interés en sus ojos, pero no quería complicarme la vida con ninguna mujer, Cicely incluida. Entonces añadí que no iba al parque cada día como acababa de decirle, sino sólo los jueves.

«¿Hacia qué hora?», preguntó ella. Todavía no había mirado a Corky. Yo me dije: «¡Oh, mierda!». Pero confesé a qué hora iba. En consecuencia, después de aquello, cada vez que fui al parque, o bien ella estaba allí, o no tardaba en aparecer. Más adelante me dijo dónde vivía y empezamos a relacionarnos. Como ella era una excelente persona y no deseaba aprovecharme, le dije: «Mira, Cicely, no ocurrirá nada. Yo no tengo nada que ofrecer. No tengo sentimientos. Sé que te gusto y todo eso, y que te agradaría que nuestra relación fuera un poco más formal, pero me es imposible llenar el vacío que en estos momentos noto dentro de mí». Cicely, sin embargo, era paciente y perseverante, y una cosa llevó a otra, porque es el tipo de mujer que, simplemente, se introduce en ti, se te mete en la mente y en la sangre. Al principio salimos y lo pasamos bien. Salimos juntos mucho tiempo antes de llegar al sexo. A continuación, ella me ayudó a dejar el alcohol fuerte; por un largo período no bebí más que cerveza. Se limitaba a vigilarme, había asumido la responsabilidad de hacer aquello por mí. Al cabo de un tiempo estaba enteramente dentro de mí, y no tardó tampoco en intervenir de lleno en mis asuntos (aunque los suyos no los mencionaba nunca). Cuando hice Sorcerer, en 1967, puse su rostro en la cubierta y todo el mundo que no lo sabía aún se enteró entonces de que formábamos una pareja.

En el curso de los últimos años yo había pasado intermitentemente unos pocos meses en Los Ángeles. Joe Henderson se incorporó a la banda a principios de 1967, porque yo estaba experimentando con un sexteto con dos saxos tenores. Y fue por aquella época cuando empecé a no molestarme en hacer pausas entre los temas: lo tocaba todo sin pausas, enlazando una pieza con la siguiente. Mi música, en realidad, progresaba de escala a escala, por lo cual me parecía un contrasentido romper con paradas y pausas el clima que se iba creando. Prefería pasar sencillamente al siguiente tema, cualquiera que fuera su tempo, y tocarlo por las buenas. Mis actuaciones se convertían cada vez más en una especie de suites musicales, lo cual permitía más y más largos períodos de improvisación. Aquello caló bien en una parte importante del público, aunque otros pensaron de mí que era radical como un hijoputa y había perdido definitivamente la cabeza.

En abril di algunos conciertos en California, de nuevo con Ron Carter y una vez más, asimismo, con Richard Davis. Presentamos nuestra sesión ininterrumpida en Berkeley, ante aproximadamente diez mil personas reunidas en un gimnasio, debido a que una tormenta obligó a trasladar el acto a un espacio cubierto. El concierto dejó a todos patas arriba. Me llenó de asombro que incluso Down Beat nos dedicara una crítica excelente.

Después de Berkeley tocamos en Los Ángeles y fue allí donde Buster Williams ocupó el puesto de Richard Davis. Hampton Hawes, mi amigo de Los Ángeles, me llamó la atención sobre él. Cuando fuimos a tocar en el Both And Club de San Francisco, Hampton pidió a Herbie Hancock que dejara el piano y tocó algunos temas con nosotros. Hampton era un loco, un formidable hijoputa que nunca alcanzó la fama que como pianista merecía. Fuimos amigos hasta que él murió en 1977. En fin, tocamos en la costa Oeste hasta que regresamos a Nueva York para grabar Sorcerer, en mayo de 1967. Ron Carter vino al estudio con nosotros y grabamos Nefertiti durante tres días de aquel mismo mes. En esa ocasión puse mi propia foto en la cubierta. Con aquel álbum la gente empezó de veras a descubrir qué gran compositor era Wayne Shorter. Tuvimos aún aquel mes otra ocasión de grabación, de la que salió una cara de un álbum titulado Water Babies; el resto del álbum se llenó con otros músicos, pues no fue publicado hasta 1976.

En julio, Coltrane murió y nos dejó hechos una mierda. La muerte de Coltrane impresionó a todos, pilló a todos por sorpresa. Yo sabía que no tenía buen aspecto y que había engordado mucho la última vez que lo vi, poco antes de su fin. También sabía que recientemente tocaba poco en público. Pero ignoraba que estuviera tan enfermo, o que simplemente lo estuviera. Pienso que de eso tenían conocimiento muy pocas personas, si es que realmente lo sabían. No sé siquiera si Harold Lovett, que entonces era nuestro abogado, estaba al corriente. Trane lo guardaba todo para sí, y, de hecho, yo lo veía con muy poca frecuencia, porque él andaba ocupado en sus cosas y yo, en las mías. Además, yo también había estado enfermo; me atrevería a decir que precisamente la última vez que lo vi hablamos del incordio que las enfermedades representaban. Pero no mencionó que él mismo se sintiera mal. Trane era una persona absolutamente discreta. Tengo entendido que no acudió al hospital sino un día antes de morir, el 17 de julio de 1967. Padecía cirrosis hepática y sufría tanto que no pudo resistir más.

La música de Coltrane y lo que éste tocaba durante los dos o tres últimos años de su vida representó para muchos negros el fuego, la pasión, el odio, la ira, la rebeldía y el amor que ellos mismos sentían, sobre todo los jóvenes intelectuales y revolucionarios negros de la época. Él expresó mediante la música lo que H. Rap Brown y Stokeley Carmichael, los Panteras Negras y Huey Newton decían con palabras, lo que Últimos Poetas y Amiri Baraka decían con su poesía. En jazz era su abanderado, entonces ya por delante de mí. Tocaba lo que ellos sentían en su interior y manifestaban en los disturbios («burn, baby, burn») que en este país se producían por todas partes durante los años sesenta. Para muchos jóvenes negros significaba la revolución: peinados afro, túnicas dashiki, Poder Negro, puños alzados al aire. Coltrane era su símbolo, su orgullo; su hermoso, negro y revolucionario orgullo. Yo lo había sido unos años antes, ahora lo era él y yo no tenía nada que objetar.

Así estaban las cosas también para muchos intelectuales y revolucionarios blancos, e incluso asiáticos. Es más, cuando Trane cambió a un estilo de música más espiritual en A Love Supreme (que era como una plegaria), su influencia se extendió y alcanzó a los pacifistas, a los hippies, a ese tipo de gente. Oí decir que algunas de las cosas que tocaba hacían furor entre los blancos de California. En suma, que su música calaba en sectores de público muy diferentes, y eso era magnífico y a mí me complacía de veras, a pesar de que me gustaba más la música que Trane tocaba antes. En cierta ocasión, él mismo me dijo que prefería aquella música a la que estaba haciendo en ese momento, por lo menos en parte. Pero se había entregado a la investigación y su camino lo llevaba cada vez más lejos: ya no podía volver atrás, aunque a mí me parece que en el fondo era eso lo que quería.

Su muerte provocó el caos en la free thing, puesto que él era su líder. Era lo que también Bird había sido para todos aquellos músicos que se consideraban a sí mismos out, ya sabes, free, libres en el espacio. Para ellos era como un dios. Cuando murió, la situación fue similar a la que la muerte de Bird creó entre la mayoría de los músicos de bebop, quienes miraban hacia él en busca de orientación y guía, pese a que Bird navegó sin rumbo durante muchos años. Ornette Coleman seguía estando allí y algunos se volvieron hacia él. Pero la mayoría había tenido en Trane su faro, y cuando su luz se apagó dieron la sensación de ser un puñado de náufragos a bordo de un bote perdido en el océano, sin remos ni brújula. Yo diría que casi todo lo que Trane postulaba musicalmente murió con él. Si bien algunos de su discípulos predicaron su mensaje, lo hicieron en ámbitos cada vez más reducidos.

Como en el caso de Bird, fue Harold Lovett quien me informó de la muerte de Trane. Su pérdida me causó una gran tristeza, porque no sólo era un músico bello y grandioso, sino también una persona espiritual y sensible, a quien yo amaba. Lo eché mucho de menos, sentí claramente el vacío que dibujan su imaginación creadora y el enfoque siempre inquisitivo e innovador de todo cuanto hacía. Era un genio, como Bird, y su avidez por la vida y el arte, especialmente por las drogas, el alcohol y la música, terminó matándolo. Pero nos dejó su música y de ella podemos aprender todos.

Por aquella época, este país andaba otra vez revuelto. Todo estaba confuso: la música, la política, las relaciones raciales; todo. Nadie parecía saber en qué sentido marchaban las cosas; todo el mundo parecía desorientado, y no digamos el batallón de músicos y artistas que de pronto creían tener más libertad de la que nunca tuvieron para hacer lo que les apeteciese. La muerte de Trane añadió una fuerte dosis de confusión al pensamiento ya poco claro de muchas personas, puesto que, como he dicho, su influencia se había extendido de manera insólita. Incluso Duke Ellington pareció tomar una dirección espiritual, como Trane había hecho en A Love Supreme: escribió en 1965 una partitura titulada «In The Beginning God» y luego la tocó en las iglesias por todo Estados Unidos y parte de Europa.

Después de morir Trane, Dizzy Gillespie y yo actuamos con nuestras respectivas bandas en el Village Gate durante todo el mes de agosto, y mientras estuvimos allí el gentío formaba una cola que rodeaba la manzana para entrar a vernos. Sugar Ray Robinson vino con Archie Moore, el veterano gran campeón de St. Louis. Recuerdo que cuando aparecieron pedí a Dizzy que los presentara desde el escenario y que él me contestó que el aficionado al boxeo era yo y que aquello era asunto mío. Pero yo era incapaz de hacer aquella clase de cosas, así que acabó presentándolos él. La música que nuestras bandas tocaron mientras duró nuestra estancia allí dio que hablar a todo Nueva York.

Creo que fue en el Village Gate donde conocí a Hugh Masekela, un exquisito trompetista sudafricano. Acababa de llegar a Estados Unidos y lo estaba haciendo francamente bien. Era amigo de Dizzy, quien me parece que había patrocinado sus estudios en una escuela de música de su tierra natal. Recuerdo una noche en que fuimos en coche a la zona alta de la ciudad y él estaba como pasmado de verse sentado junto a mí. Me contó que yo había sido un héroe para él y para otros negros sudafricanos cuando me enfrenté a aquel policía a la salida del Birdland, y recuerdo, asimismo, cuánto me sorprendió que hasta en África se hubieran enterado de aquello. Hugh tenía su propio concepto, ya entonces, de lo que era tocar la trompeta; tenía un sonido propio. Pensé que ello estaba bien, aunque a mi juicio no tocaba con naturalidad la música negra americana. Cada vez que lo vi le dije que se ciñera a hacer su propia música en lugar de intentar tocar lo que nosotros tocábamos. Imagino que un día u otro debió de escucharme, porque su forma de tocar mejoró.

Terminadas las actuaciones en el Village Gate junto a Dizzy, dediqué el resto del año 1967 a una gira por Estados Unidos, seguida de otra por Europa. Esta última fue muy larga. Nos incorporamos a un espectáculo organizado por George Wein, al que llamó «Newport Jazz Festival en Europa». Pero éramos demasiados los grupos que andábamos de gira juntos, y al cabo de un tiempo la cosa se jodió. Thelonious Monk, Sara Vaughan y Archie Shepp formaban parte del paquete, con otros muchos hijoputas. (Yo toqué incluso con Archie un par de veces, porque Tony Williams me lo pidió, pero no llegué a entender lo que él tocaba.) En fin, en España sostuve con George Wein una seria discusión por cuestiones de dinero. Me gusta George, hace muchos años que lo conozco, pero a lo largo de ese tiempo hemos montado otros tantos saraos porque no soporto sus continuos embrollos y se lo digo a la cara. George es un tipo bien, generalmente ponderado, y ha hecho mucho por la música y por gran número de músicos, a quienes ha pagado bastante dinero, y entre ellos me incluyo yo. Ocurre, simplemente, que no aguanto los embrollos a los que es aficionado.

Tan pronto como regresé a Nueva York, en diciembre de 1967, llevé al grupo al estudio de grabación junto con Gil Evans (que arregló algunas piezas) y le agregué un joven guitarrista llamado Joe Beck. Estaba ya desplazando mi música hacia el sonido de la guitarra, debido a que empezaba a escuchar mucho a James Brown y me intrigaba la forma en que él utilizaba la guitarra en sus temas. Siempre me había gustado el blues y siempre me había complacido tocarlo, por lo cual entonces escuchaba también a Muddy Waters y a B. B. King y trataba de encontrar una manera de incorporar a mi música aquel tipo de voz. Había aprendido mucho de Herbie, de Tony, de Wayne y de Ron; había estimulado ya todas las cosas que saqué de ellos en el curso de los casi tres años que pasamos juntos; en esa época comenzaba a pensar en otras vías de aproximación a la música que quería tocar, porque me daba cuenta de que en mí se agitaba el deseo de un cambio, y, sin embargo, no sabía bien en qué consistiría éste. Presentía que tendría algo que ver con introducir el sonido de la guitarra en mi música y empezaba a interesarme por lo que podían hacerle a ésta los sonidos de los instrumentos eléctricos en general. Mira, yo solía escuchar a Muddy Waters en Chicago, en la calle Treinta y tres y Michigan, todos los lunes, cuando tocaba allí y yo me encontraba en la ciudad, y ya entonces pensé que necesitaba conseguir en mi música algo de lo que él estaba haciendo. Ya sabes, el sonido de los tambores de baratillo, de las armónicas, de aquellos blues de dos acordes. Necesitaba retroceder a aquello, porque lo que nosotros habíamos estado haciendo se volvía, simplemente, demasiado abstracto. Fue estimulante mientras lo hice, pero en ese momento sólo ambicionaba regresar a aquel sonido del que un día partí.

Fue en aquella sesión de grabación donde Herbie tocó por primera vez el teclado eléctrico. Yo había oído a Joe Zawinul tocarlo en el grupo de Cannonbal Adderley y me gustó la forma en que sonaba: para mí representaba el futuro. Por otra parte, utilizar instrumentos electrónicos conduciría poco después a la disolución de mi banda y me situaría a mí ante una nueva clase de música.

El joven Joe Beck era un excelente intérprete, pero no pudo darme lo que yo quería en aquel momento. Contraté a otro guitarrista joven, George Benson, para las otras sesiones de grabación (tras grabar primero con mi quinteto habitual) que hicimos en enero, febrero y marzo de 1968. Una de las piezas en que George intervenía, «Paraphernalia», apareció en Miles in the Sky aquel mismo año; el resto se publicó después.

Yo quería oír la línea del bajo un poco más fuerte. Si tú oyes la línea del bajo, cualquier sonido que toques se oirá. Por lo tanto, cambiamos la línea del bajo en los temas que tocábamos; variamos éstas a mi gusto. Si yo escribía una línea de bajo, la variábamos para que tuviese un sonido algo más amplio que el correspondiente a un grupo de cinco instrumentos. Empleando un teclado eléctrico y haciendo que Herbie tocase la línea del bajo y los acordes, más lo que tocaba la guitarra, y con Ron también en el mismo registro, me pareció que la música iba a tener un sonido nuevo, y, por supuesto, bueno. Así ocurrió. Cuando hice aquellas grabaciones con esta clase de voz, estaba desplazándome hacia lo que los críticos llamarían más adelante fusion. Iba en busca de un enfoque nuevo y original.

Por aquella época, Columbia quería que Gil y yo arregláramos una versión en jazz de la música de la película Doctor Dolittle. Mira, Porgy and Bess, de todos mis álbumes, había sido el que mejor se vendió, y por esta causa a algún estúpido hijoputa de la compañía se le ocurrió que aquel coño de Doctor Dolittle sería también un éxito de ventas. Después de escuchar aquella mierda, dije: «No hay nada que hacer, Jose».

Me llevé la banda, incluido Gil, a Berkeley, California, y allí dimos un concierto y nos incorporamos a una banda grande. Columbia grabó el concierto en vivo y todavía guarda las cintas en sus archivos. Inmediatamente antes de aquel viaje y de aquellos conciertos, Martin Luther King, Jr. fue asesinado en Memphis, a principios de abril. En el país se produjo otra erupción de violencia. King había ganado el premio Nobel de la Paz y era un gran líder y un tipo estupendo, pero a mí nunca me convenció su filosofía de la no violencia, lo de ofrecer la otra mejilla cuando te sueltan una torta. Ello no quita que el hecho de que muriese de aquella manera, tan violentamente (exactamente como Gandhi), fuese una puñetera vergüenza. King era algo así como el santo de Estados Unidos, y los blancos lo mataron de todos modos porque les asustó que cambiara su mensaje, que pasara de hablar sólo a los negros a hacerlo en general sobre la guerra de Vietnam y la clase obrera y muchos temas conflictivos. Cuando murió estaba hablando a todo el mundo; a los poderes que controlan el país no les gustó. Si hubiera seguido hablando únicamente a los negros la cosa habría sido tolerable, pero hizo lo mismo que Malcolm cuando volvió de La Meca, razón por la cual lo mataron a él también. Estoy seguro.

De regreso en Nueva York, volví al estudio en mayo para completar el álbum Miles in the Sky volvimos con Herbie, Wayne, Ron y Tony. En junio, una vez terminado volvimos otra vez al estudio para comenzar el álbum Filles de Kilimanjaro. A continuación salimos de gira todo el verano y no terminamos el álbum hasta septiembre.

Las cosas no andaban demasiado bien entre Cicely y yo, y rompimos porque yo había conocido a una joven cantante y autora, muy bella, que se llamaba Betty Mabry, cuya foto ilustra la cubierta de Filles de Kilimanjaro. En este álbum hay incluso una canción que lleva su nombre, «Mademoiselle Mabry». Macho, me había vuelto a enamorar otra vez, muy de veras, y con Betty Mabry me sentía en la gloria. Ella tenía veintitrés años cuando la encontré y procedía de Pittsburgh. Había entrado de lleno en la nueva música pop, la más avanzada. En febrero de 1968, yo había obtenido el divorcio de Frances, de manera que Betty y yo nos casamos aquel septiembre mientras el grupo actuaba en el Plugged Nickel. La boda se celebró en Gary, Indiana, y asistieron mis hermanos.

Betty tuvo una gran influencia en mi vida, tanto personal como musical. Me introdujo en la música de Jimi Hendrix (y me presentó al propio Jimi Hendrix), pero también me dio a conocer otra música y otros músicos representantes del rock negro. Tenía amistad con Sly Stone y con todos aquellos tipos, y ella misma era una figura destacada. Si Betty continuara cantando hoy, sería alguien como Madonna, alguien como Prince, pero en mujer. Inició todo aquello cantando como Betty Davis, su nombre de casada. Se adelantó a su época. De mí consiguió incluso que cambiara mi forma de vestir. Nuestro matrimonio duró aproximadamente un año, no más, pero aquel año estuvo lleno de cosas nuevas, de cosas sorprendentes y contribuyó a marcar la dirección que yo iba a seguir, lo mismo por lo que respecta a mi música que a ciertas cuestiones de mi estilo de vida.