Dieciséis

ENTRE 1975 Y COMIENZOS DE 1980 no cogí la trompeta; durante más de cuatro años no la cogí ni una sola vez. Me acercaba a ella, la miraba, pensaba en tocarla, o en intentarlo por lo menos. Sin embargo, no llegué a hacerlo nunca. Al cabo de un momento se me olvidaba, porque estaba ocupado en otras cosas, en cosas que en su mayoría no eran buenas para mí. Pero las hacía de todos modos y, mirando atrás, no me arrepiento de haberlas hecho.

Había vivido rodeado constantemente de música desde que tenía doce o trece años. Era lo único en que pensaba, lo único para lo cual vivía, lo único que amaba plenamente. Llevaba obsesionado por la música treinta y seis o treinta y siete años sin interrupción, y a los cuarenta y nueve de edad necesitaba romper con ella, necesitaba otra perspectiva sobre todo lo que estaba haciendo, a fin de volver a empezar limpiamente y reconstruir mi existencia. Quería continuar tocando mi música, pero quería tocarla de modo diferente de como lo había hecho en el pasado y tocarla siempre en locales grandes en lugar de en pequeños clubes de jazz. Por el momento había terminado con esos clubes, pues mi música y sus exigencias habían crecido hasta sobrepasarlos. Así de simple.

Mi salud era también un factor: se me hacía cada día más duro tocar constantemente, como tenía por costumbre, porque mi cadera no mejoraba. Detestaba cojear en el escenario, como hacía, soportando tantos dolores y tomando tantas drogas. Era una traba inaguantable. Tengo demasiado amor propio, estimo demasiado mi apariencia, mi manera de presentarme ante los demás. Por lo tanto, no me gustaba el estado físico en que me encontraba, ni menos que la gente me mirase con ojos compasivos. Ya no toleraba aquella mierda, macho.

Me era imposible tocar dos semanas seguidas en un club sin acudir al hospital; bebiendo tanto, esnifando sin parar, jodiendo la noche entera. Uno no puede hacer todo eso y crear la música que uno desea. Ha de hacer una cosa u otra. Artie Shaw me dijo una vez: «Miles, no puedes tocar ese tercer concierto en la cama». Se refería a que si das dos conciertos y estás haciendo todas las demás cosas, el tercer concierto que se supone tocarás en aquellos polvos rápidos y a ciegas tendrás que tocarlo dormido, porque estarás exhausto. Al cabo de cierto tiempo, toda aquella jodienda queda reducida a un barullo de tetas, culos y coños. Al cabo de cierto tiempo pierde toda la emoción, porque toda su capacidad de emoción la pone uno en la música. El único motivo de que yo no me exhibiera borracho perdido era que, cuando tocaba, la mierda parecía evaporarse por mis poros. Nunca me emborraché de verdad, pese a beber tanto, pero al día siguiente vomitaba exactamente a las doce del mediodía. Tony Williams, en ocasiones, venía a verme por la mañana, y a las once y cincuenta y cinco minutos me decía: «Muy bien, Miles, faltan cinco minutos justos para tu hora de vomitar». Entonces salía de la habitación, y yo iba al cuarto de baño y vomitaba puntualmente a las doce.

Por otra parte, existía el lado comercial de la música, los negocios de la industria musical, que es muy rudo, muy exigente y se desenvuelve en un ambiente muy racista. Me molestaba la forma en que me trataban tanto Columbia como la gente que regentaba los clubs de jazz. Sólo porque te dan un poco de dinero te consideran una especie de esclavo, especialmente si eres negro. Yo veía que a las estrellas blancas las trataban como si fueran reyes y odiaba aquella puñetería, en particular porque tales estrellas habían robado toda su mierda de la música negra y pretendían actuar como lo hacían los negros. Las compañías discográficas continuaban promocionando su basura blanca con preferencia a toda la música negra, aun sabiendo que era de los negros de donde aquélla había salido. No les importaba en absoluto. Lo único que en aquel momento interesaba a las casas de discos era ganar mucho dinero y mantener a sus llamadas estrellas negras en, digamos, el plantel, para que las estrellas blancas crecieran en los campos de cultivo. El malestar que aquello me producía era superior al que sentía físicamente; me ponía espiritualmente enfermo, por lo cual tuve que volverle la espalda.

Había invertido con bastante acierto mi dinero y Columbia continuó pagándome hasta un par de años después de haber abandonado la actividad musical. Negociamos un acuerdo para que ellos me conservaran bajo su sello, lo cual para mí significaba seguir cobrando derechos de autor. En los años setenta, mi contrato con Columbia estableció que percibiría más de un millón de dólares por entregar álbumes, aparte de los derechos. Por otra parte, yo contaba con unas pocas damas ricas, blancas, que se preocupaban de que no me faltase dinero. Mi actividad principal durante aquellos cuatro o cinco años en que estuve apartado de la música fue tomar montones de cocaína (unos quinientos dólares al día en un determinado momento) y joder a todas las mujeres que conseguía llevarme a casa. También era adicto a las píldoras, como el Percodan y el Seconal, y bebía mucho, cerveza Heineken y coñac. Lo que más hacía era esnifar coca, aunque a veces me inyectaba coca y heroína en la pierna; a eso se le llama un speedball y fue lo que mató a John Belushi. No salía con demasiada frecuencia, y cuando lo hacía iba casi siempre a los locales de Harlem abiertos hasta altas horas, donde continuaba colocándome y viviendo de un día para otro.

No soy la persona mejor dotada del mundo para cuidar de mí mismo y tener la casa ordenada y limpia, porque nunca necesité ocuparme de esas cosas. Cuando era joven lo hacían mi madre o mi hermana, Dorothy, y más tarde mi padre tenía una sirvienta. Siempre he sido limpio en lo que concierne a mi higiene personal, pero lo otro nunca aprendí a hacerlo y, francamente, ni siquiera se me ocurrió. Cuando empecé a vivir solo, después de haber roto sucesivamente con Frances, Cicely, Betty, Marguerite y Jackie, las sirvientas que contraté dejaron de venir, supongo que debido a mi comportamiento demencial. Probablemente las asustaba estar a solas conmigo. Tuve alguna sirvienta de vez en cuando, pero no conseguí que ninguna viniera con regularidad porque limpiar y ordenar lo que yo había tocado debía de ser un trabajo agobiante. La casa era un desastre, había ropa por todas partes, platos sucios en el fregadero, diarios y revistas esparcidos por el suelo, botellas de cerveza, desechos y basura en todos los sitios. Las cucarachas vivían días de gloria. En raras ocasiones logré que alguien pusiera remedio al caos, o lo hizo alguna de mis amigas, pero la mayor parte del tiempo la casa estaba terriblemente sucia, oscura y lóbrega como una mazmorra. Me importaba un cuerno, puesto que no pensaba en ello nunca, excepto en los escasos momentos en que estaba sobrio.

Me convertí en un eremita que apenas asomaba al exterior. Mi poca vinculación con el resto del mundo se producía principalmente a través de la televisión (que funcionaba las veinticuatro hora del día) y de los diarios y revistas que leía. De vez en cuando recibía información de unos pocos viejos amigos que se dejaban caer por allí a verme y averiguar cómo andaba todo; por ejemplo, Max Roach, Jack DeJohnette, Jackie Battle, Al Foster, Gil Evans (Gil y Al era a quienes más veía), Dizzy Gillespie, Herbie Hancock, Ron Carter, Tony Williams, Philly Joe Jones, Richard Pryor y Cicely Tyson. Todos ellos me traían abundantes noticias, pero algunos días ni siquiera los dejaba entrar.

Durante aquel período cambié de representante. Contraté a Mark Rothbaum, que había trabajado para mi representante anterior, Neil Reshen, por algún tiempo, y más tarde representaría a Willie Nelson. Mi road manager, Jim Rose, permanecía en contacto. Pero la persona que a partir de una determinada época estuvo más cerca de mí, a la que utilicé para recados y gestiones, fue un joven negro llamado Eric Engles a quien conocí a través de su madre. Eric me acompañó la mayor parte del tiempo durante aquellos años de silencio. Si yo no cocinaba, o no lo hacía alguna de mis amigas, Eric iba al Cellar, el establecimiento de mi amigo Howard Johnson, y me traía pollo frito. Fue una suerte tener a Eric, pues hubo épocas a lo largo de aquel período en que no salí de casa en seis meses o más.

Cuando mis antiguos amigos venían a ver cómo vivía, se quedaban impresionados. Pero no decían nada porque pienso que temían que si decían cualquier cosa los echaría a la calle, como efectivamente habría hecho. Con el tiempo, muchos de mis amigos músicos dejaron de venir, puesto que con frecuencia se encontraban con que yo no les abría la puerta. Se cansaron, se asquearon de aquella mierda, y simplemente suspendieron sus visitas. Los rumores que circularon durante aquel tiempo sobre que yo estaba relleno de drogas eran ciertos, porque lo estaba. El sexo y las drogas ocuparon en mi vida el lugar que la música había ocupado hasta entonces, y me entregué a ellos día y noche.

Tuve mientras duró aquel período tantas mujeres que he perdido la pista de la mayoría, y por no recordar no recuerdo ni sus nombres. Si hoy las encontrara por la calle, probablemente no reconocía casi a ninguna. Estuvieron conmigo una noche, se marcharon al día siguiente, y ahí acabó la historia. Muchas son sólo una imagen borrosa. Hacia el final de mi período de silencio, Cicely Tyson volvió a entrar en mi vida amorosa, aunque siempre había sido una amiga y la veía de vez en cuando. Jackie Battle venía a comprobar cómo estaba, pero ya no éramos amantes, sólo muy buenos amigos.

Me interesaba lo que ciertas personas llamarían perversiones sexuales, como acostarme, por ejemplo, con más de una mujer. O, en ocasiones, contemplar simplemente cómo se excitaban entre sí. Disfrutaba con ello, no tengo por qué mentir. Me hacía vibrar… y durante aquel período necesitaba definitivamente vibrar.

Bien, sé que quienes lean esto probablemente pensarán que odiaba a las mujeres, o que estaba loco, o ambas cosas. Pero yo no odiaba a las mujeres; las amaba, posiblemente con exceso. Me gustaba estar con ellas (todavía me gusta) y hacer lo que muchos hombres desean secretamente hacer con muchas mujeres hermosas. Para tales hombres es un sueño, sólo una especie de fantasía, pero yo lo convertí en realidad. Algunas mujeres desean también hacer todas esas cosas, como estar en la cama con varios hombres guapos (o mujeres), entregándose a lo que fantasean en sus sueños secretos. Lo único que yo hacía era lo que mi imaginación me decía que hiciese, satisfaciendo mis más ocultos deseos y nada más. Lo hacía en privado y no ofendía ni perjudicaba a nadie, y las mujeres con quienes estaba lo deseaban tanto o más que yo.

Sé que lo que cuento aquí es reprobado en un país sexualmente tan conservador como Estados Unidos. Sé que mucha gente considerará todo esto un pecado contra Dios. Pero yo no lo veo de la misma manera. Pasaba un buen rato y no lamento haberlo hecho. Tampoco me remuerde la conciencia. Admito que tomar tanta cocaína probablemente tuvo mucho que ver con ello, puesto que cuando esnifas cocaína de calidad tu impulso sexual exige satisfacción. Al cabo de un tiempo todo esto se transformó en aburrimiento y rutina, pero únicamente después de que me hubiera dado un buen hartazgo.

Muchas personas pensaban que había perdido la razón o que estaba muy cerca de perderla. Incluso mi familia tenía sus dudas. La relación con mis hijos (que nunca fue lo que habría debido ser) tocó fondo en aquella época, especialmente en el caso de Gregory, quien entonces se hacía llamar Rahman. No me daba más que disgustos de toda índole, como hacerse arrestar, intervenir en accidentes, ser un engorro constante. Estoy convencido de que me quería y, en realidad, deseaba ser como yo. Solía intentar tocar la trompeta, pero tocaba tan mal que era horrible escucharle y yo no tenía otro remedio que gritarle que parase. Manteníamos muchas discusiones y sé que el uso que yo hacía de las drogas no era para él un espectáculo recomendable. Sé que yo no era un padre adecuado, un padre digno, pero ese papel no era el mío, nunca lo fue.

En 1978 fui a la cárcel por incumplir como padre mis obligaciones de la manutención. Esta vez fue Marguerite quien me metió allí, porque no le daba dinero para Erin. Me costó 10.000 dólares salir de prisión y desde entonces he procurado no volver en la vida a incumplir ese deber. En los últimos años, Erin ha vivido y viajado conmigo, de modo que ahora tengo sobre él plena responsabilidad.

Cuando no disponía de coca mi carácter se agriaba mucho y cualquier cosa acababa con mis nervios. No podía evitarlo. En aquella situación no escuchaba música ni leía nada. Si esnifaba coca, acababa fatigándome y quería dormir, y para dormir tomaba píldoras. Pero incluso tomándolas no podía conciliar el sueño, y hacia las cuatro de la madrugada salía a vagar por las calles como un hombre lobo o como el conde Drácula. Paraba en cualquier local de horario tardío, esnifaba más coca, me asqueaban los imbéciles hijoputas que se descolgaban por aquellos antros. Entonces me marchaba, volvía a casa con una puta, esnifaba otro poco, tomaba una píldora para dormir.

Todo se reducía a deambular a la deriva, arriba y abajo. Éramos cuatro personas, porque siendo géminis yo ya soy dos. Dos personas sin la coca y dos más con la coca. Yo era cuatro personas diferentes; dos de ellas tenían conciencia y dos, no. Miraba al espejo y veía una película completa, una jodida película de horror. En el espejo veía aquellos cuatro rostros. Sufría una alucinación constante. Veía cosas que no estaban allí, oía ruidos y voces inexistentes. Cuatro días sin dormir y atiborrándote de drogas te conducen a eso.

En aquella época hice muchas cosas extrañas, demasiadas para que ahora me entretenga en describirlas. Pero te contaré un par. Recuerdo un día en que estaba verdaderamente paranoico de tanto esnifar y permanecer constantemente despierto. Conducía mi Ferrari por la West End Avenue y pasé junto a unos policías parados en un coche patrulla. Me conocían (todos los policías del barrio me conocían) y hablamos un instante. Cuando me había alejado ya dos manzanas de ellos, me entró de repente la paranoia y pensé que existía una conspiración para atraparme, para detenerme por cualquier cuestión de droga. Entonces miré en el compartimento interior que tenía la puerta del coche y vi un polvo blanco. Jamás saco cocaína de mi casa, nunca la llevo conmigo. Era invierno, nevaba y en el coche había entrado un poco de nieve. Pero esto ni siquiera se me ocurrió: pensé que el polvo blanco era coca y que alguien la había puesto ahí para provocar mi arresto. Presa del pánico, detuve el coche en medio de la calle, corrí hacia un edificio de la West End Avenue, miré si estaba el portero y no lo vi. Seguí hasta el ascensor, entré en él y subí al séptimo piso y me escondí en el cuarto de las basuras. Pasé horas oculto allí, con mi Ferrari abandonado en medio de la West End Avenue con las llaves puestas en el contacto. Finalmente recobré la lucidez. El coche seguía, por fortuna, donde lo había dejado.

En otra ocasión hice más o menos lo mismo, pero esa vez encontré a una mujer en el ascensor. Pensando que estaba todavía en mi Ferrari, le dije: «¡Zorra! ¿Qué coño haces tú en mi coche?». Le di un mamporro y salí corriendo del edificio. Éstas son las cosas, fantasmales y enfermizas, que el exceso de droga te impulsa a hacer. La mujer llamó a la policía y ésta me echó mano y me encerró en el pabellón de locos del Roosevelt Hospital por unos cuantos días, antes de ponerme en libertad.

Uno de mis proveedores de coca era una mujer blanca. A veces, si en mi casa no había nadie, tenía que ir yo mismo a comprarle la droga. Un día no llevaba dinero y le dije que en otro momento se lo daría. Siempre le había pagado, y te aseguro que le compraba la coca a montones, pero me respondió: «Si no hay dinero, no hay cocaína, Miles». Traté de convencerla, pero no cedió. En eso llamó el portero por el interfono y le anunció que su novio subía a verla. Todavía insistí una vez más, y ella continuó negándose. Por lo tanto, me acosté en su cama y empecé a desnudarme. Sabía que su novio conocía mi reputación de mujeriego, ¿y qué pensaría cuando me encontrase desnudo en su cama? La mujer, naturalmente, me suplicó que me marchase. Pero yo me quedé donde estaba, con el cipote en una mano y la otra mano tendida para recibir la coca, y además sonriendo, porque sabía que ella iba a ceder. Efectivamente, me dio la droga. Me insultó como una hijaputa mientras me marchaba, y cuando las puertas del ascensor se abrieron y su novio pasó junto a mí, vi que me miraba de una manera rara, ya sabes, como preguntándose: «¿Habrá estado este negrito con mi mujer?». Nunca volví por allí después de aquello.

Al cabo de algún tiempo, tanta mierda se hizo fastidiosa. Me cansé de que me jodieran sin parar. Cuando estás constantemente bajo la influencia de las drogas, la gente se dedica a aprovecharse de ti. En ningún momento pensé en morir, como he oído decir que a muchas personas les ocurre si esnifan coca en exceso. Ninguno de mis antiguos amigos venía a verme, excepto Max y Dizzy, quienes pasaban por mi casa de vez en cuando sólo para inspeccionar. Entonces empecé a echar de menos a mis compañeros, los de otros tiempos, así como la música que solíamos tocar. Un día coloqué por toda la casa las fotografías que tenía de Bird, de Trane, de Dizzy, de Max, de mis viejos amigos.

Hacia 1978, George Butler, que antes estaba en Blue Note Records y en esa época en Columbia, comenzó a llamarme y a aparecer por casa. Había habido cambios en Columbia desde que me marché. Clive Davis ya no estaba en la empresa; la dirigía Walter Yetnikoff, y Bruce Lundvall se ocupaba de la sección de jazz. Quedaban algunas personas de la época en que me retiré, como Teo Macero y otros. Cuando George les dijo, e insistió en ello, que le gustaría ver si podía convencerme de que grabara otra vez, muchos de ellos le aseguraron que era inútil. No creían que yo volviese a tocar. Pero George se tomó a pecho el convencerme de que reapareciera. No le resultó fácil. Al principio, yo me mostraba tan indiferente a sus palabras que debió de pensar que nunca lo lograría. Pero era condenadamente terco y muy amable cuando venía a visitarme o me hablaba por teléfono. A veces, simplemente nos sentábamos a ver un rato la televisión sin apenas intercambiar palabra. Él no era exactamente la clase de persona con la que solía trabar amistad en los pasados años. George es un tipo conservador y tiene un doctorado en música; un personaje de aire académico, reservado, calmoso. Pero era negro, parecía honesto y le gustaba de verdad la música que yo había hecho hasta entonces.

En ocasiones charlábamos, y era el momento de abordar el tema de cuándo volvería yo a tocar. Al principio me negaba a hablar de ello, pero cuantas más veces venía George a verme, más reflexionaba yo sobre la cuestión. Hasta que un día empecé a sobar el piano más o menos distraídamente, tecleé unos acordes como quien no quiere la cosa. ¡Qué bien me sentí! Y así fue como, poco a poco, me puse de nuevo a pensar en la música.

Por aquellas mismas fechas comencé también a recibir visitas de Cicely Tyson. A lo largo de aquel período había venido algunas veces, pero en esa época lo hacía con más frecuencia. Entre nosotros seguía habiendo una estrecha comunicación espiritual. Ella parece haber intuido siempre cuándo no me siento demasiado bien, cuándo estoy realmente enfermo, cuándo me he hundido en la mierda. Cada vez que he caído enfermo, Cicely ha aparecido a mi lado, porque ha adivinado que algo andaba mal. Incluso la noche que me dispararon en Brooklyn, según me dijo, supo que algo me había pasado. Para mis adentros pensaba con frecuencia que si volvía a casarme después de Betty, sería con Cicely. De modo que ésta empezó a venir por mi casa, y pronto dejé de ver a todas las demás mujeres. Contribuyó a ahuyentar a toda aquella gente, en cierta manera me protegió y se preocupó de que comiera de forma adecuada y no bebiera tanto. Me ayudó a liberarme de la cocaína. Me alimentaba con cosas sanas, muchos productos vegetales, grandes cantidades de zumos. Hizo que me interesara por la acupuntura como remedio a las desdichas que me ocasionaba mi cadera. De pronto noté que pensaba con mayor claridad, y fue entonces cuando realmente volví a fijar mi atención en la música.

Cicely me ayudó, asimismo, a comprender que yo tenía una personalidad adictiva y que nunca más sería un simple consumidor de drogas por imperativo social. Eso lo comprendí, en efecto, pese a que todavía me permito de vez en cuando una o dos esnifadas. Por lo menos, con su ayuda corté la adicción. También pasé a beber cubalibre en lugar de coñac, aunque las cervezas Heineken duraron más tiempo. Cicely consiguió incluso apartarme de los cigarrillos: me enseñó que eran sólo una droga de otro tipo y me dijo que le desagradaba besarme cuando el aliento me olía tanto a tabaco. Me amenazó con dejar de besarme si no paraba de fumar, así que paré.

Otro de los motivos importantes de mi retorno a la música fue mi sobrino Vincent Wilburn, hijo de mi hermana. Yo le había regalado un juego de tambores cuando tenía unos siete años, regalo que le entusiasmó. A los nueve años le dejé que tocara una pieza conmigo y con la banda, una vez que actuamos en Chicago. Sonaba sorprendentemente bien para un chico de su edad. Cuando terminó la escuela superior ingresó en el Conservatorio de Música de Chicago. Se tomaba, pues, la música en serio. Dorothy se quejaba de que él y sus amigos se pasaban la vida tocando en el sótano de la casa. Me limité a decirle que lo dejara en paz, porque en eso era igual que yo. De vez en cuando la llamaba y él tocaba algo para que lo oyera por teléfono. Siempre tocaba bien. Pero yo le daba consejos, le decía lo que debía y no debía hacer. Luego, durante aquellos cuatro años y pico en que permanecí inactivo, Vincent venía a Nueva York para estar conmigo. Constantemente me pedía que tocara algo para él, que le enseñase esto, que le enseñase lo otro. En aquellos momentos, yo no estaba para tales historias, así que le decía simplemente: «No, Vincent, no tengo ganas». Pero él insistía: «Tío Miles (siempre me llamaba «Tío Miles», incluso después, cuando estaba en mi banda), ¿por qué no tocas alguna cosa?». En ocasiones me irritaba los nervios con tanta mierda. Pero siempre, mientras estaba en casa, me ponía la música ante las narices, y yo solía esperar con ilusión sus visitas.

Fue infernal tratar de desengancharme de todas aquellas drogas, pero finalmente lo hice porque tengo una voluntad de hierro cuando tomo una decisión. Eso fue lo que me ayudó a sobrevivir. Lo he heredado de mis padres. Había conseguido mi descanso y gran cantidad de diversión (y dolor y desdicha), pero estaba dispuesto a volver a la música, a ver lo que había dejado. Sabía que estaba allí, sentía por lo menos que estaba en mí y nunca me había abandonado, aunque, de hecho, no lo daba por seguro. Confiaba en mi habilidad y en mi capacidad para salir adelante. Durante aquellos años se llegó a decir que yo había pasado a la historia. Algunas personas me dieron por perdido. Pero nunca he prestado atención a esa clase de gilipolleces.

Creo de veras en mí mismo, en mi habilidad para hacer que la música se mueva. Jamás pienso que no seré capaz de conseguir una cosa determinada, especialmente si se trata de música. Sabía entonces que podía volver a coger mi trompeta cuando se me antojase, puesto que mi trompeta es tanto una parte de mí como lo son mis ojos y mis manos. Sabía que me llevaría tiempo regresar al lugar donde estaba cuando efectivamente tocaba. Sabía, por último, que había perdido mi embouchure tras aquel largo período sin practicar. Sí, me llevaría tiempo reconstruir todo cuanto poseía antes de retirarme. Por otra parte, sin embargo, estaba preparado cuando descolgué el teléfono para llamar a George Butler, a principios de 1980.