A PRINCIPIOS DE 1987, Cicely me llevó a Washington para asistir a una fiesta a la que había sido invitada por el presidente Reagan y su esposa, Nancy. El motivo era la entrega del premio a la Labor de una Vida a Ray Charles y a otras personalidades destacadas, en el curso de una ceremonia que se celebraba en el Kennedy Center. Cicely y yo fuimos para estar cerca de Ray en aquellas circunstancias. Ray ha sido amigo mío desde hace muchos años y admiro fervientemente su música. Ésta es la única razón por la cual asistí; nunca me han gustado aquellas gilipolleces políticas.
Primero cenamos en la Casa Blanca con el presidente y el secretario de Estado, George Schultz. Cuando saludé al presidente, le deseé buena suerte en lo que estuviera tratando de hacer, y él dijo: «Gracias, Miles, porque la voy a necesitar». Reagan, tratado personalmente, es un tipo bastante agradable. Supongo que hacía las cosas lo mejor que podía. Es un político, macho, que da la casualidad que se inclina hacia la derecha. Otros se inclinan hacia la izquierda. La mayoría de los políticos roban al país sin inmutarse. No importa que sean republicanos o demócratas, están allí para ver lo que sacan. Los políticos ya no se preocupan en absoluto del pueblo estadounidense. En lo único que piensan es en la manera de enriquecerse, como el resto de los hombres ambiciosos.
Reagan fue amable con nosotros, respetuoso, todo. Pero, en la pareja, es Nancy quien tiene encanto. Parecía una persona cálida. A mí me saludó cordialmente, y yo le besé la mano. Eso le gustó. Luego saludamos al vicepresidente Bush y a su esposa, y a ella no le besé la mano. Cuando Cicely me preguntó por qué no había besado la mano a Barbara Bush, le dije que la había tomado por la madre de George. Cicely me miró como si pensara que estaba loco. Pero yo no conozco a aquella gente, no me relaciono con ellos, ni ellos me conocen a mí. Cicely cultiva esa clase de mierda, que para ella es importante, pero para mí no lo es. Qué demonio, aquellos personajes se disponían a entregarle una recompensa por la labor de toda una vida a Ray Charles, y casi ninguno de ellos sabía quién era Ray.
En la limusina que nos llevaba a la cena en la Casa Blanca viajamos con Willie Mays; es decir, me parece que íbamos Cicely y yo, Willie, la viuda de Fred Astaire y Fred MacMurray y su esposa. Apenas entramos en el coche, una de las mujeres blancas dijo: «Miles, el conductor de la limusina dice que le gusta tu forma de cantar y que tiene todos tus discos». Me enfurecí inmediatamente, así que miré a Cicely y le dije por lo bajo: «Cicely, ¿por qué me has traído para que me insulten de esta manera?». Ella no contestó y mantuvo la vista al frente con una sonrisa de plástico en el rostro.
Billy Dee Williams también iba en el coche con nosotros, y él, Willie y yo empezamos a divertirnos hablando en la jerga que los negros solemos hablar, ya sabes. Pero eso avergonzaba a Cicely. Fred MacMurray se sentaba en la parte delantera y parecía seriamente enfermo, casi no podía andar. Las dos mujeres blancas estaban en la trasera con nosotros, ¿entiendes? Entonces, una de ellas se volvió hacia mí y dijo: «Miles, estoy segura de que tu mammy se sentirá orgullosa de ti si sabe que vas a ver al presidente».
En el coche se hizo un silencio absoluto. Adivino que cada uno de los presentes pensaba para sí: «Con todos los hijoputas que hay a quienes decirle eso, ¿por qué ha tenido que decírselo a Miles?». Y esperaban a que yo me desahogase contra aquella vieja puta.
Me volví y le dije: «Escuche, mi madre no era ninguna puñetera mammy, ¿entiende lo que le estoy diciendo? Esa palabra ha pasado de moda y la gente ya no la usa. Mi madre era más pulcra y elegante de lo que usted será jamás, y mi padre era médico. Por lo tanto, no vuelva nunca a decirle nada parecido a una persona de piel negra, ¿se entera de lo que le digo?». Mientras le decía esto, no alcé ni un instante la voz. Pero la tía me entendió perfectamente, porque la miraba directamente a los jodidos ojos, y si las miradas matasen, allí mismo habría caído muerta. Captó el mensaje y se disculpó. Después de aquello, me quedé callado.
En la cena, que presidía el secretario de Estado, me correspondió una mesa con la esposa del ex vicepresidente Mondale, Joan; Jerry Lewis, un anticuario y creo que la esposa de David Brinkley, que era una mujer realmente encantadora, despierta, muy al corriente de lo que pasaba. Yo vestía un chaqué negro, muy sofisticado, creación del diseñador japonés Kohshin Satoh. En la espalda llevaba una serpiente roja y un adorno de lentejuelas. Llevaba también dos túnicas, igualmente diseñadas por Kohshin, una roja y otra de velarte negro, cruzadas por cadenas de plata; y pantalones de cuero negro brillante. Cuando fui a los servicios a orinar, todos los tíos allí alineados vestían las mismas ropas anticuadas, ninguno estaba a mi altura. Uno, sin embargo, me dijo que le gustaba mi vestimenta y me preguntó: «¿Quién se la ha hecho?». Se lo dije, y se marchó muy complacido, pero el resto de aquellos estrictos y convencionales hombres blancos parecía presa de una ira infernal.
En todo el lugar debía de haber sólo una decena de persona negras, incluidas las que ya he mencionado, más Quincy Jones. Si no recuerdo mal, Clarence Avon y su esposa estaban presentes. También Lena Horne. A fin de cuentas, los negros quizás eran unos veinte.
En la mesa a la que yo me sentaba, la esposa de un político dijo alguna tontería con referencia al jazz, como: «¿Respaldamos esta forma artística sólo porque es de aquí, del país, y es arte auténtico, o simplemente nos mostramos indiferentes e ignoramos el jazz porque ha surgido de nuestra tierra y no ha venido de Europa, y porque ha nacido de la población negra?».
Aquello caía del cielo. No me gusta esa clase de preguntas, porque no son más que cuestiones retóricas planteadas por alguien que intenta parecer inteligente, cuando, de hecho, el tema le tiene sin cuidado. Miré a la mujer y le dije: «¿Esto qué es? ¿La hora del jazz, o algo parecido? ¿Por qué me pregunta una cosa como ésa?».
Ella replicó: «Bien, usted es un músico de jazz, ¿no?».
Le contesté: «Soy un músico, eso es todo».
«Es un músico, entonces, toca música», dijo ella.
«¿Quiere usted realmente saber por qué a la música de jazz no se le concede mérito en este país?», le pregunté.
«Sí, por supuesto», respondió ella.
«El jazz es ignorado aquí porque al hombre blanco le gusta ganarlo todo. A los blancos les gusta ver a otros blancos ganar como ellos ganan, y no pueden ganar cuando se trata de jazz y de blues porque son creaciones de los negros. Se da el caso de que, cuando tocamos en Europa, los blancos de allí nos valoran porque saben quién ha hecho qué, y lo admiten. Pero la mayoría de los estadounidenses blancos, no», expliqué.
Ella me miró y enrojeció, confundida, y luego dijo: «Bien, ¿qué es lo que ha hecho usted en su vida que sea tan importante? ¿Por qué está usted aquí?».
Mira, detesto que alguien completamente ignorante suelte semejantes mierdas, alguien que quiere ser mundano y te coloca a la fuerza en una situación en que hablas casi a su manera. La mujer se lo había buscado, así que le dije: «Veamos, yo he cambiado la música cinco o seis veces, de modo que supongo que eso es lo que he hecho, y supongo que no creo en tocar solamente composiciones de blanco». La miré con frialdad y añadí: «Ahora dígame usted qué cosas ha hecho que tengan alguna importancia, aparte de ser blanca, lo cual no es importante para mí; cuénteme cuáles son sus títulos para reclamar la fama».
Empezó a crisparse y a hacer muecas raras con la boca. Estaba tan enojada que no podía pronunciar palabra. Hubo un silencio tan espeso que podía cortarse con un cuchillo. Allí estaba aquella tía, supuestamente perteneciente a uno de los niveles más sofisticados de la sociedad, comportándose como una idiota. Macho, qué deprimente.
Aquél fue uno de los momentos más penosos que jamás he vivido. La sensación que tuve allá en Washington fue infernal; la embarazosa sensación de que aquellos blancos que gobiernan el país no entienden nada en lo concerniente al pueblo negro, ni quieren averiguarlo. Da asco estar en una posición en que has de instruir a unos blancos estúpidos que, ante todo, no quieren aprender, pero se sienten obligados a hacer preguntas tontas. ¿Por qué una hijaputa cualquiera hacía que me sintiera incómodo por culpa de su ignorancia? Podía entrar en una tienda y comprar un disco de algunas de aquellas personas a quienes se invitaba y agasajaba. Podía leer un libro e informarse un poco. Pero eso se parecería demasiado a concedernos el respeto que merecemos. Esa gente se encasilla en su estupidez y hace que yo y otros negros como yo nos sintamos a disgusto por causa de su ignorancia. ¿Y el presidente, allí sentado sin saber qué decir? Macho, alguien podía haberle escrito cuatro líneas inteligentes para que las leyese, pero no hay nadie inteligente a su alrededor; sólo un puñado de lúgubres hijoputas con sonrisas de plástico, comportándose con pulcritud por fuera, mierda por dentro.
Cuando nos marchamos, dije a Cicely: «Nunca más en toda tu puñetera vida se te ocurra traerme a un estercolero así y hacer que los blancos me opriman el corazón. El corazón prefiero partírmelo de cualquier modo, no de éste. Deja que estrelle mi Ferrari contra un autobús, por decir algo». Ella no contestó. Pero, macho, nunca se me borrará su imagen, llorando cuando Ray Charles escuchaba cantar a todos aquellos niños ciegos y sordos de la Ray Charles School, en Florida, y el público blanco mirando a Cicely y tratando de decidir si ellos también debían llorar, o fingirlo, o qué. Después de ver eso, susurré a Cicely: «Vámonos de aquí en cuanto esta mierda termine. Esta clase de mierda tú puedes soportarla, pero yo no». A partir de aquel momento comprendí que todo estaba acabado entre nosotros y no quise volver a tener nada que ver con ella. A partir de entonces vivimos prácticamente separados.
Ya entrado 1987 rompí con mi representante, David Franklin, debido a su manera de manejar los asuntos. Jim Rose y yo habíamos, asimismo, reñido como consecuencia de una disputa sobre dinero que comenzó con David. Jim se marchó, pues, y en 1987 tuve que buscar otro gerente de gira, que fue Gordon Meltzer.
Lo que ocurrió con Jim Rose fue lo siguiente. Terminadas nuestras giras, Jim se ocupaba siempre de recaudar el dinero, de manera que en aquélla concretamente (a finales de 1986 o principios de 1987, en Washington) se lo reclamé como de costumbre. Entonces me dijo que se lo había entregado al ayudante de David Franklin en Atlanta. Le dije a Jim: «Que se jodan, es mi dinero así que dámelo». Si dije eso fue porque con mi dinero estaban ocurriendo últimamente algunas cosas raras y quería verlo con mis propios ojos. Pero él se resistía a entregármelo, de modo que acabé largándole un golpe a la cabeza y quitándole el dinero sin más. A continuación, naturalmente, dejó de trabajar para mí. Me indignó que entre nosotros hubiera tenido que suceder aquello, porque Jim había estado siempre conmigo a las verdes y a las maduras. Sea como fuere, yo había comprado un apartamento en Nueva York, en Central Park South, aparte de muchas otras cosas, y empezaba en serio a prestar atención a cómo se administraba mi dinero.
Por lo tanto, despedí a David y nombré a Peter Shukat mi representante, además de mi abogado. Me enfrentaba al problema que a veces sufren las personas que han ganado mucho dinero: uno se encuentra dependiendo de otros para administrarlo. Y todo eso pasaba en la época en que había llegado con Cicely a la ruptura final.
Cuando Cicely y David Franklin salieron de mi vida, me sentí muchísimo mejor. Marcus Miller y yo habíamos, por entonces, empezado a trabajar en la música de la película Siesta, una historia ambientada en España, con Ellen Barkin y Jodie Foster. La música iba a parecerse un poco a lo que con Gil Evans habíamos hecho en Sketches of Spain. En consecuencia, pedí a Marcus que montase algo donde hubiera parte de aquel sentimiento. Mientras tanto, Tutu ganó un premio Grammy en 1987, y eso me llenó de alegría. Realizamos nuestras habituales giras por festivales y conciertos por Estados Unidos, Europa, América del Sur y Extremo Oriente: Japón y, esta vez, también China. En esa época dábamos, asimismo, conciertos en Australia y Nueva Zelanda.
Pienso que uno de los acontecimientos memorables que aquel año se produjeron en un concierto (al margen de las ocasiones en que mi banda tocaba bien) fue cuando fui a Noruega en julio. Al salir el avión que nos llevaría a Oslo encontramos un enjambre de reporteros esperándonos. Caminábamos por la pista hacia el aeropuerto cuando, súbitamente, un tipo se nos acercó y dijo: «Perdone, señor Davis, pero tenemos un coche aguardándolo ahí al lado. No necesita pasar la aduana». Miré hacia donde me indicaba y vi una larga limusina blanca, una de las más largas que he visto nunca. Entré en el coche y partimos directamente de la pista rumbo a la ciudad. Ciertamente, no tuve ni que molestarme en pasar la aduana. Este género de tratamiento se da en Noruega exclusivamente a jefes de Estado, presidentes, primeros ministros, reyes, reinas y similares. El productor del festival me lo contó. Luego añadió: «Y también se le da a Miles Davis». Macho, aquello, para mí, marcó el día. Es decir, ¿cómo habría podido aquella noche no tocar hasta perder el culo?
Por toda Europa me tratan igual: como a un miembro de la realeza. No puedes evitar el tocar mejor cuando la gente te trata de ese modo. Otro tanto ocurre en Brasil, Japón, China, Australia, Nueva Zelanda. El único lugar donde no se me otorga el respeto que recibo en el resto del mundo es en Estados Unidos. Y el motivo de ello es que soy negro y no admito componendas, y los blancos, especialmente los varones, no aceptan esto de una persona negra, especialmente si es varón.
Una de las decisiones más dolorosas que me vi obligado a tomar en 1987 fue la de dejar marchar a mi sobrino Vincent. Sabía desde hacía tiempo que se marcharía, porque continuaba perdiendo el compás. Por mucho que yo le mostrara lo que debía hacer para remediarlo, él no lo hacía. Le di una cinta grabada expresamente para que la escuchase y entendiera, y ni siquiera eso hizo. Me dolió mucho decirle que se fuera, porque lo quería de verdad, pero tuve que resignarme, en pro de la música. Tras habérselo dicho, esperé unos cuantos días y entonces llamé a su madre, mi hermana, Dorothy, y se lo dije también a ella. Le dije que Vincent ya no estaba en mi banda y le pregunté si él le había informado. Ella dijo: «No, no me ha dicho nada». Luego le conté que me disponía a tocar en Chicago. Ella replicó: «Bien, Miles, podrías al menos dejarle tocar aquí, pensando en los muchos amigos que tiene; si no toca, le resultará muy embarazoso».
«Dorothy, la música no tiene amigos de esa clase. Vengo diciéndole a Vincent durante años lo que tiene que hacer, y no lo hace, así que no me queda otro remedio que dejarle marchar. Lo siento.»
A continuación, el marido de Dorothy, padre de Vincent y amigo mío de toda la vida (de nombre Vincent igualmente) se puso al teléfono y me pidió que diera al chico aún otra oportunidad. Yo le dije: «No, no puedo». Cuando Vincent se retiró del aparato pregunté a Dorothy si vendría a mi concierto y respondió que suponía que no, que probablemente se quedaría en casa con Vincent. «¡Está bien, Dorothy, jódete!», dije. «Cuelga el teléfono, Miles –dijo ella–. ¡Yo no te he llamado, me has llamado tú!»
Colgué el teléfono. Ésta es la clase de mierda que se interpone entre un hermano y una hermana que se quieren mutuamente. Es una cosa emocional. Además, implicaba a su único hijo. Comprendí perfectamente lo que le pasaba, y no me importó que ninguno de ellos asistiera al concierto, aunque confieso que me dolió un poco.
Vincent se marchó a primeros de marzo y en su lugar coloqué a un excelente batería de Washington D. C., llamado Ricky Wellman. Había oído un disco suyo que hizo con un grupo, Chuck Brown and the Soul Searchers, y encargué a Mike Warren, mi secretario personal (también oriundo de Washington), que lo llamase y le comunicase que yo estaba interesado en contratarlo. Él dijo que muy bien, así que le envié una cinta, diciéndole que se la aprendiera, y luego nos reunimos. Ricky había tocado durante mucho tiempo lo que llaman música go-go, pero tenía esa cosa especial que yo quería en mi banda.
La banda que tenía en 1987, macho, era un ramillete de hijoputas. Me encantaba su forma de tocar. Era una banda que, de hecho, encantaba a todo el mundo. Mira, en lo que tocaban el nivel de compenetración era altísimo, ya entiendes: Ricky en contraposición a Mino Cinelu, y Darryl Jones subiendo por debajo de aquella cosa y poniéndole cimientos, y Adam Holzman y Robert Irving haciendo de las suyas con el sintetizador, y Kenny Garret (a veces Gary Thomas al saxo tenor) y yo mismo trenzando nuestras voces a través de todo aquello, y Foley, que era mi nuevo guitarrista, soltando aquella música que él toca, un funky blues-rock-funk casi como el de Jimi Hendrix. Eran sensacionales y yo había encontrado al fin el guitarrista que tanto había buscado. Cada uno de los componentes de la banda era capaz de dialogar desde el principio con cualquiera de sus compañeros, cosa excelente. Mi banda era muy buena, de mi salud no me podía quejar, y todo en mi vida circulaba por cauces similares.
En 1987 yo estaba realmente interesado en la música de Prince y en la de Cameo y Larry Blackmon, y en la del grupo caribeño llamado Kassav. Me gusta lo que ellos hacen. Pero quien de verdad me gusta es Prince, y en cuanto le oí quise tocar alguna vez con él. Prince es de la misma escuela que James Brown, y me gusta James Brown por los estupendos ritmos que toca. Prince me lo recuerda, como Cameo me recuerda a Sly Stone. Pero Prince parece llevar dentro algo de Marvin Gaye, de Jimi Hendrix y de Sly, incluso algo de Little Richard. Es una mezcla de todos esos músicos y Duke Ellington. Me recuerda en cierto modo a Charlie Chaplin; me lo recuerdan tanto él como Michael Jackson, a quien también admiro como artista. Prince hace tantas cosas que se diría que puede hacerlo todo: compone, canta, produce y toca música, actúa en películas, las produce y dirige y, al igual que Michael, baila como un dios.
Ambos son auténticos hijoputas, pero Prince me gusta un poco más como fuerza musical completa. Toca perdiendo el culo, tan bien como canta y compone. En todo cuanto hace hay como un toque de iglesia. Domina la guitarra y el piano. Sin embargo, es esa cosa de iglesia que oigo en su música lo que hace de él alguien especial, esa cosa quizá de órgano. Es una cosa negra, no una cosa blanca. Prince es como la iglesia para los gays. Es el músico de la gente que sale después de las diez u once de la noche. Está en la onda y por delante de la onda. Pienso que, cuando haga el amor, Prince escuchará tambores en lugar de Ravel. En suma, que no es un hombre blanco. Su música es nueva, pero tiene raíces; surge de 1988 y 1989 y 1990 y refleja fielmente lo que son estos años. Para mí, puede ser el nuevo Duke Ellington de nuestro tiempo, sólo con que se lo proponga.
Cuando Prince me pidió que fuera a Minneapolis para celebrar la entrada del año 1988 y quizá para tocar una o dos canciones juntos, evidentemente fui. Para ser grande, un músico ha de tener la habilidad de abrirse y extenderse, y Prince ciertamente la tiene. Foley y yo viajamos a Minneapolis. Macho, vaya complejo el que Prince tiene allí. Equipo de grabación y de cine y un apartamento completo para que me instalase como huésped suyo. La totalidad del conjunto ocupa como media manzana de casas. Hay instalaciones de sonido, lo que quieras. Prince organizó un concierto para ayudar a los sin hogar de Minneapolis y cobró 200 dólares de entrada por persona. El concierto se celebraba en sus nuevos estudios de Paisley Park. Llenazo absoluto. A medianoche, Prince cantó «Auld Lang Syne» y me pidió que saliera a tocar algo con la banda, y así lo hice, y lo grabaron.
Prince es muy amable, una persona tímida, y, sobre todo, un pequeño genio. Sabe muy bien lo que puede y no puede hacer, tanto en música como en todo lo demás. Seduce a todos porque colma las ilusiones de todos. Tiene esa cosa desaseada, casi como de un chulo y una puta confundidos en una sola imagen, esa cosa de travesti. Pero cuando canta aquellas cosas fétidas, aquellas cosas calificables con una X que suele cantar sobre sexo y mujeres, lo hace con una voz que viene a ser como la voz de una chica. Si yo digo a alguien «Que te jodan», estará a punto de llamar a la policía. Pero si lo dice Prince con aquella voz de chica característica suya, todo el mundo comentará que es encantador. Y su vida no está siempre a la vista del público: para muchas personas es un misterio. Michael Jackson y yo somos del mismo estilo. Pero él es realmente lo que indica su nombre, macho, un príncipe en persona cuando llegas a conocerlo.
Me chocó que me dijera que quería hacer un álbum entero conmigo. También quería que nuestros grupos salieran de gira juntos. Eso sería muy interesante. No sé cuándo ocurrirá, ni si ocurrirá, pero es ciertamente una idea interesante.
Prince vino a la fiesta que con motivo de mi sesenta y dos aniversario celebramos en un restaurante de Nueva York. Vinieron toda la gente de Cameo, Hugh Masekela, George Wein, Nick Ashford y Valerie Simpson, Marcus Miller, Jasmine Guy y los chicos de mi banda que estaban en la ciudad; Peter, mi abogado y representante; Gordon, mi gerente de gira; y Michael, mi asistente. Había unas treinta personas, fue una cena de rigor, todos sentados a la mesa. Lo pasamos en grande.
El año siguiente, 1988, fue muy bueno para mí, con la excepción de que Gil Evans, probablemente mi mejor y más viejo amigo, murió de peritonitis en marzo. Yo sabía que estaba muy enfermo, porque al final apenas veía ni oía. También sabía que se había marchado a México para ver si encontraba a alguien que le ayudase a curar su enfermedad. Pero Gil se daba cuenta de que se iba a morir, y yo también estaba seguro de ello. Simplemente, nunca hablábamos del tema. De hecho, llamé a Anita, su mujer, la víspera de su muerte, y le pregunté. «¿Dónde coño está Gil?». Ella me dijo que estaba en México, y al día siguiente llamó y me contó que su hijo, que estaba en México con él, había llamado y explicado que Gil hacía esto y lo otro, ya me entiendes. Un día después volvió a llamar y dijo que Gil había muerto. Macho, aquello dejó en mí un gran vacío.
Sin embargo, una semana después de su muerte estuve hablándole y mantuvimos una conversación que más o menos transcurrió así. Yo me encontraba en mi apartamento de Nueva York, sentado en la cama y mirando la foto que tengo de Gil sobre la mesa del otro lado, junto a la ventana. A través de la ventana brillaban unas luces. De pronto me vino a la mente una pregunta dirigida a Gil, y se la hice: «Gil, ¿por qué has ido a morir de ese modo, ya sabes, allá en México?». Entonces él dijo: «Era la única manera en que podía hacerlo, Miles. Tenía que ir a México para hacerlo». Supe que era él porque habría reconocido su voz en cualquier parte. Era su espíritu que venía a hablar conmigo.
Gil era para mí muy importante como amigo y como músico, pues nuestro concepto de la música era similar. Le gustaban todos los estilos, como a mí, desde la música étnica a los ritmos tribales. Pero solíamos hablar durante años de hacer determinadas cosas; precisamente un par de meses antes de morir me llamó y dijo que estaba a punto de realizar un proyecto del cual habíamos hablado veinte años atrás. Me parece que era algo que él quería hacer a partir de Tosca. Yo ya no tenía intención de hacer nada semejante, pero así era él. Gil fue mi mejor amigo, pero nunca supo organizarse y hacer las cosas le ocupaba muchísimo tiempo. Debió haber vivido en cualquier otro lugar que no fuera este país. De haberlo hecho, le habrían reconocido como el tesoro nacional que era y habría recibido subsidios del Gobierno o de algún equivalente del Fomento Nacional de las Artes. Debió haber vivido en un lugar como Copenhague, donde sí le habrían apreciado. Todavía tiene (dondequiera que sea) cinco o seis canciones que yo compuse, para las cuales debía escribir los arreglos correspondientes. Para mí, Gil no ha muerto.
Mientras estuvo aquí nunca tuvo el dinero que necesitaba para hacer lo que quería hacer. Encima tenía que mantener su casa y a su hijo, al cual había puesto mi nombre.
Echaré de menos a Gil, pero no de la manera en que se echa de menos a otras personas. Eran tantos los amigos muertos que supongo que no tuve ni tengo ya cierta clase de sentimientos. Demonio, justo antes de que Gil muriese había muerto James Baldwin, y cada vez que estoy en el sur de Francia inevitablemente pienso en hacerle una visita a Jimmy. Enseguida recuerdo que ha muerto. No, no pensaré en Gil como alguien que murió, ni tampoco pienso así en Jimmy, porque mi mente no va por esos caminos. Le echaré de menos, pero Gil sigue estando vivo en mi recuerdo, como lo está Jimmy, como lo están Trane y Bud y Monk y Bird y Mingus y Red y Paul y Wynton y todo el resto de hijoputas geniales, como Philly Joe, que ya han desaparecido de este mundo. Todos mis mejores amigos están muertos. Pero yo puedo oírlos, puedo penetrar en sus mentes, puedo penetrar en la mente de Gil.
Macho, Gil era un ser diferente. En cierta ocasión, cuando Cicely me acusaba de miles de cosas, y en particular de liarme con toda clase de mujeres, se lo conté a Gil. Él escribió algo en un trozo de papel, me lo entregó y dijo: «Dáselo a ella». Se lo di, y dejó de joderme como me había estado jodiendo. ¿Sabes lo que había escrito en el papel? «Puedes amarme, pero no soy de tu propiedad. Y yo puedo amarte a ti, pero no eres de mi propiedad». Gil era esa clase de amigo, alguien a quien podía recurrir y que realmente me comprendía y quería tal como soy.
Siesta se estrenó en 1988. La película vino y se fue en un abrir y cerrar de ojos; desapareció de las salas de cine casi antes de haber aparecido. Prácticamente lo mismo ocurrió con la otra película cuya música escribí, Street Smart, aunque duró un poco más que Siesta y recibió muy buenas críticas. A los críticos incluso les gustó mi música. Pero machacaron Siesta, pese a que todo el mundo elogió la música que Marcus y yo habíamos puesto.
Otra cosa maravillosa que me ocurrió en 1988 fue que el 13 de noviembre, en la Alhambra de Granada, fui nombrado caballero e ingresé en la Orden de los Caballeros de Malta, por otro nombre de los Caballeros de Rodas o de los Hermanos Hospitalarios o de San Juan de Jerusalén. Ingresé juntamente con tres africanos y un médico portugués. Debo admitir que no sé lo que significan en realidad los diversos nombres de la Orden, pero me han dicho que como miembro puedo entrar en treinta o cuarenta países sin necesidad de visado. También me han dicho que me concedieron aquel honor porque tengo clase, porque soy un genio. La única contrapartida que me pidieron fue que no albergara prejuicios contra ninguna persona y que continuara haciendo lo que hago, que es contribuir a la única manifestación cultural de ámbito musical que ha surgido de Estados Unidos: el jazz o, como yo prefiero llamarlo, la música negra.
Me sentí muy honrado por el nombramiento, pero el día de la ceremonia estaba tan enfermo que a duras penas pude asistir. Tenía lo que suele llamarse «neumonía difusa». Macho, aquella mierda me dejó tumbado durante un par de meses y me obligó a cancelar toda mi gira de invierno a principios de 1989, cosa que por sí sola ya me costó más de un millón de dólares. Pasé tres semanas internado en el hospital de Santa Mónica, en California, con tubos en la nariz, tubos en los brazos y agujas por todas partes. Quienquiera que entrase en mi habitación debía llevar una máscara, pues había peligro de que me infectase algún germen traído por los visitantes o incluso por médicos y enfermeras. Es verdad que estuve muy grave, pero no tenía el sida como aseguró aquel papelucho escandaloso que es The Star. Fue terrible, tío, lo que me hizo ese periódico; pudo, sin más, haber arruinado mi carrera y jodido mi vida. Aquella pretendida información me puso más furioso que un hijoputa cuando la conocí. No era cierta, por descontado, pero mucha gente no lo supo y se creyó la historia.
Al salir del hospital, en marzo, mi hermana, Dorothy, mi hermano, Vernon, y mi sobrino, Vince, el que tocaba la batería en mi banda, vinieron a mi casa de Malibú para cuidarme. Dorothy se ocupó de la cocina y contribuyó mucho a que volviera a sostenerme sobre los pies. También estaba allí mi novia, con quien montaba a caballo y daba largos paseos. Muy pronto la neumonía difusa se difundió en la nada y me sentí con fuerzas para reanudar mis giras. Como nuevo.
No mucho después, el 8 de junio, en una ceremonia en el Museo de Arte Metropolitano de Nueva York, recibí el premio a las Artes 1989 concedido por el gobernador del Estado, que era Mario Cuomo. Calculo que otras once personas y organizaciones recibieron, asimismo, premios en aquella ceremonia. Me sentí muy orgulloso de que volvieran a galardonarme.
Por las mismas fechas se publicó mi tercer álbum con la Warner, Amandla. Tanto las críticas como las ventas fueron buenas. Y Columbia anunció que lanzaría Aura en septiembre de aquel año. Yo había hecho ese álbum en 1985 y, musicalmente, me encontraba ya en otra parte. En la música, al parecer, cada día ocurre algo nuevo. No obstante, Aura es un buen álbum y me gustará ver qué clase de respuesta provoca, especialmente después de cuatro años.
Hoy mi mente se concentra con facilidad y mi cuerpo es como una antena. Ello favorece también mi pintura, a la que en la actualidad me dedico cada vez más. Pinto unas cinco o seis horas diarias, practico un par de horas y escribo abundante música. Estoy realmente muy entregado a la pintura y empiezo a tener una notable lista de exposiciones individuales. Ya expuse dos veces en Nueva York en 1987, y varias veces en diversos lugares del mundo en 1988: unas pocas en Alemania, una en España y un par en Japón. Y la gente compra mis cuadros, que se venden a precios que alcanzan los 15.000 dólares. En la exposición de Madrid se vendió todo, y casi todo en las de Alemania y Japón.
Por otra parte, pintar resulta bueno para mi música. Estoy a la espera de que Columbia saque aquella grabación que hice en Dinamarca de la música de Palle Mikkelborg. En mi opinión, y lo digo sinceramente, es una obra maestra. Compongo, asimismo, cosas para la banda, que no grabamos. Tengo un tipo allá en California, John Bigham de nombre, que como compositor es genial; un joven negro, de unos veintitrés años, que escribe una bella música funky. Es guitarrista. Compone con la ayuda de un ordenador, y cuando se pone a explicarme detalles de su trabajo me pierdo en la jerga propia de la informática. Pero no sabe cómo terminar nada, hasta el extremo de que un día le dije: «John, no te preocupes por eso; pásamelo a mí y yo lo terminaré». Eso es lo que hace. No sabe una palabra de orquestación. Simplemente, oye unos sonidos increíbles. No para de decirme que quiere estudiar, aprender orquestación y todas las demás cosas, pero yo le replico que no se inquiete porque aquellas cosas ya las sé yo. Temo que si se dedica a aprender joderá él mismo sus dotes naturales. Porque esto ocurre con frecuencia, ya sabes. Personajes como Jimi Hendrix, Sly o Prince quizá no habrían hecho lo que han hecho si hubieran tenido que embarullarse en los aspectos técnicos de su arte, que probablemente se habrían interpuesto en su camino. Conociendo esos aspectos es posible que hubieran hecho otras cosas.
En lo que se refiere al camino que lleva mi música, siempre trato de oír algo nuevo. En cierta ocasión pregunté a Prince: «¿Dónde está la línea del bajo en esta composición?».
Él me dijo: «Miles, yo nunca escribo ninguna, y si alguna vez oyes una despediré al bajista, porque una línea de bajos me estorba». Añadió que nunca confesaría aquello a nadie, pero sabía que yo lo comprendería porque en mucha de mi música había percibido el mismo concepto. Ahora, cuando tengo ideas musicales, las llevo inmediatamente al sintetizador. Escribo notas y signos musicales en cualquier cosa que tenga a mano cuando las oigo. Me veo a mí mismo progresando todavía como artista y así es como quiero verme siempre: quiero constantemente progresar y crecer.
En 1988 tuve que prescindir de Darryl Jones como bajista de mi banda. Empezó a ponerse teatral, buscaba demasiado el espectáculo. Siempre tenía que estar reparando algo, rompiendo las cuerdas de su bajo para poder destacar y llamar la atención, con un aire como si algo gordo fuera a ocurrir. Era un hijoputa melodramático, particularmente después de salir de la banda de Sting, especializada en grandes exhibiciones de rock and roll, que son puro espectáculo. Yo quería de verdad a Darryl, que es un cat agradable y despierto. Pero no tocaba lo que a mí me apetecía. Para ocupar su puesto conseguí a un tipo llamado Benjamin Rietveld, que es hawaiano. Mino Cinelu también se marchó para unirse a la nueva banda de Sting. Primero lo sustituí por un percusionista llamado Rudy Bird, pero luego regresó Marilyn Mazur y dejé partir a Rudy. Actualmente, mi percusionista habitual es Munyongo Jackson. La otra cara nueva en la banda es Kei Akagi, en teclados. Kenny Garrett continúa en saxos; Ricky Wellman, en la batería; Adam Holzman, también en teclados; y Foley, en el bajo.
Procuro que mis jugos artísticos continúen fluyendo. Me gustaría algún día escribir una obra de teatro, quizás un musical. Incluso he experimentado con algunas canciones rap, porque considero que en esta música hay algunos ritmos muy vigorosos. He oído decir que Max Roach opina que el próximo Charlie Parker deberá salir de los ritmos y las melodías rap. En ocasiones, estos ritmos no te los puedes quitar de la cabeza. Yo prestaba mucha atención a la música de Kassav, el grupo de las Indias Occidentales que toca un género llamado «Zouk». Forman un grupo excelente, del que pienso que ha influido en parte de la música de Amandla, palabra, por cierto, que significa «libertad» en zulú, una de las lenguas de África del Sur.
Aparte de la hospitalización por neumonía que antes he mencionado, casi la única nota depresiva de 1988 fue mi divorcio de Cicely. Cuando nos casamos habíamos dicho que si nos separábamos no habría guerra, que cada cual tenía sus ingresos propios y seguiría su propia carrera profesional. Pero Cicely faltó a su palabra. No tenía que haber azuzado a sus abogados contra mí, como hizo, persiguiéndome con demandas y citaciones adondequiera que fuese. Resultó un incordio eludirlos hasta que estuve en condiciones de hacerles frente. La cuestión pudo haberse resuelto de manera más amigable. Pero todo ello ya ha quedado atrás, pues los pactos económicos se firmaron en 1988 y el divorcio llegó en 1989, y me siento plenamente feliz. Ahora pueden entrar otras mujeres en mi vida.
He conocido, en efecto, a otra mujer con la que estoy realmente cómodo. Es mucho más joven que yo, más de veinte años. No salimos con mucha frecuencia porque no quiero exponerla a la basura que generalmente les ha caído encima a las mujeres que han salido conmigo. No quiero mencionar su nombre para no contribuir a que nuestra relación se haga pública. Pero es una mujer muy bonita, muy cariñosa, que me ama tal como soy. Lo pasamos estupendamente juntos, aunque sabe que no le pertenezco y que puedo ver a otras mujeres si me viene en gana. Conocí, asimismo, a una mujer encantadora en Israel, cuando toqué allí hace un par de años. Es escultora y tiene mucho talento. Nos vemos de vez en cuando en Estados Unidos. Es también una persona muy agradable, pese a que no la conozco tan bien como a la mujer que trato en Nueva York y en la que se centra mi principal interés.
Cuando oigo a los actuales músicos de jazz tocar los mismos licks que nosotros solíamos tocar hace tanto tiempo, me inspiran compasión. Quiero decir que es como acostarse con una persona vieja de verdad, que incluso huele a vieja. Aclaremos que no menosprecio a los viejos, puesto que yo mismo estoy envejeciendo. Pero he de ser honesto, y eso es lo que me evocan. A la mayoría de la gente de mi edad le gustan, por ejemplo, los muebles antiguos y pomposos; a mí me gusta el nuevo estilo Memphis, o los objetos simples y elegantes de alta tecnología, que casi siempre proceden de Italia. Colores frescos y líneas sueltas, largas, estilizadas. No quiero amontonamientos ni exceso de mobiliario. Lo mío es lo contemporáneo. Tengo que estar siempre en la cresta de la ola, simplemente porque así he sido siempre y así soy.
Me gustan los desafíos y las novedades, que acrecentan mi vigor. Pero la música siempre ha sido para mí curativa, y, además, espiritual. Cuando toco bien y mi banda toca bien, la mayor parte del tiempo estoy de buen humor e incluso mi salud suele ser buena. Sigo aprendiendo algo cada día. Aprendo cosas de Prince y de Cameo. Por ejemplo, me interesa la forma en que Cameo presenta sus espectáculos en vivo. Sus actuaciones en vivo empiezan despacio, pero uno debe estar atento a la mitad del concierto, porque es allí donde sus flipadas van tomando una velocidad increíble y desde allí emprenden el vuelo. Tenía quince años cuando aprendí que un espectáculo, un espectáculo en directo, debe tener una apertura, un punto medio y un final. Si sabes esto, tus recitales serán de principio a fin como los puntos culminantes de un recital normal. Conseguirás un 10 por el principio, un 10 por el espacio intermedio y un 10 por el final, por supuesto con variaciones en el sentimiento, en el estilo, en la marcha. Puedes estar seguro de que será así.
Ver la forma en que Cameo destacaba a los otros músicos me ayudó a hacer lo mismo en mis actuaciones. Abrimos y enseguida toco yo, luego toca la banda y a continuación vuelvo a tocar yo. Entonces tocan Benny al bajo y Foley a la guitarra, y ellos desplazan el sentimiento hacia otro ámbito debido al filo funk-blues-rock de su tono. Cuando hemos terminado con los dos primeros temas, tocamos «Human Nature», que representa un cambio de paso. Viene a ser, digamos, el final del primer movimiento. Pero convertimos la melodía en otra cosa. Y luego, de allí en adelante, es ir hacia arriba y hacia fuera, aunque con profundidad. Yo no empiezo hasta que tocan Benny y el resto de la banda, especialmente Foley, y es después cuando realmente toco. Cuando Darryl Jones estaba en la banda y nos daba aquellas cosas suyas tan sofisticadas, él y yo interactuábamos, y a veces éramos Benny y yo. Pero Benny se dedicaba preferentemente a presentar, en lo cual es un auténtico hijoputa. (Algún día llegará a ser un bajista genial, cosa que ya casi es.) Acto seguido, todos se turnaban interpretando solos.
Billy Eckstine nos dijo, a un cantante y a mí, mucho tiempo atrás, que actuáramos en medio de un aplauso, cuando al público le gustaba lo que estábamos haciendo. Billy le decía al cantante: «Nunca esperes a que los aplausos terminen». Eso es lo que yo hago ahora si me aplauden, ponerme a tocar en pleno aplauso. Empiezo un nuevo número mientras el público todavía aplaude. Incluso si empiezas mal, si tienes algún fallo, la gente no puede oírlo porque está aplaudiendo. De este modo entras y te lanzas con tranquilidad. Así es como montamos los conciertos en vivo, y funciona tal como lo hemos preparado. Gusta al público del mundo entero, y ése es el barómetro de lo que tú haces: no los críticos, sino el público. El público no tiene una agenda oculta ni motivos ocultos. Paga su dinero para verte y oírte, y si no le gusta lo que haces, descuida que te lo hará saber, y muy pronto.