Sam siguió las desesperadas instrucciones de Dellina de vuelta al pueblo. Estaba pálida y temblando. Lo único que había podido lograr que le dijera había sido «los conejos», unas palabras carentes de sentido. ¿Qué conejos? Nunca había visto conejos por el pueblo.
Cuanto más se acercaban, más tráfico congestionaba las calles. Dellina daba golpecitos con impaciencia en el reposabrazos y entonces sacudió la cabeza y dijo:
–Me bajo.
Él apenas tuvo tiempo para parar el coche antes de que ella saltara y echara a correr por la acera. Sam maldijo, aparcó en el primer sitio que encontró y salió corriendo tras ella.
Mientras, fue consciente de que había decenas de personas corriendo en la misma dirección y también percibió el olor a humo en el aire. Segundos más tarde oyó las sirenas. Todo tenía sentido. Lo que no lo tenía tanto era ver a montones de personas caminando en la dirección contraria con lo que parecían montañas de pelaje blanco en los brazos. Después vio a dos hombres con unas gigantescas cabezas de conejo asomando por debajo de sus brazos.
Sam alcanzó a Dellina en la esquina. La agarró del brazo.
–¿Qué está pasando?
Ella tenía los ojos abiertos de par en par.
–Ha habido un incendio en el almacén donde guardamos todos los disfraces de conejo –él debió de poner una cara muy rara porque ella se apresuró a añadir–: En Pascua todas las familias se visten y hay un desfile. Es una tradición.
Se le llenaron los ojos de lágrimas.
–Yo solía desfilar con mis padres y mis hermanas. No podemos dejar que les pase nada a los disfraces. ¿Tienes idea de cuántos recuerdos guardan? Duran años. Tenemos que darnos prisa. ¡Tenemos que ayudar!
Y con eso echó a correr de nuevo. Sam permaneció en la acera mientras la calle se llenaba de gente portando disfraces, incluyendo las cabezas y pies gigantescos. Resultaba raro, divertido y también un poco conmovedor.
Vio a una mujer de más de cuarenta años caminando a trompicones con una pila de disfraces que casi le cubrían la cabeza. Corrió hacia ella y los agarró. La mujer se secó las lágrimas que le cubrían las mejillas.
–Gracias –dijo con la voz cargada de emoción–. El incendio está controlado, pero el humo podría estropearlo todo. Si puedes llevarlos al parque…
–Claro.
Se quedó con ellos mientras la mujer corría a ayudar a alguien más. Siguió a la multitud y de pronto se vio en Pyrite Park, junto al lago. Varios agentes de policía estaban allí con funcionarios del pueblo. Se había restaurado el orden y la gente iba dejando los disfraces en la hierba para que pudieran ventilarse.
Sam dejó los suyos donde le indicaron y dio un paso atrás para observar la extraña imagen de cientos de disfraces de conejo tendidos sobre el césped una tarde de verano. Varias personas estaban comprobando etiquetas y uniendo las cabezas con los cuerpos. Otros hacían lo mismo con las patas. La escena era divertida, pero también ligeramente aterradora, como sacada de una película.
Ayudó a otras cuantas personas con sus pilas de disfraces y, al ver a Dellina, se acercó. Estaba rodeándose con los brazos y parecía en estado de shock.
Quería decirle que solo eran disfraces y que se podían reemplazar, pero sabía que eran mucho más que eso. Por la razón que fuera, esos ridículos cachos de piel falsa y plástico se habían convertido en algo importante, en parte de una tradición. Por eso, en lugar de hablar, la abrazó con fuerza.
Ella se recostó en él y apretó la mejilla contra su hombro.
–Es terrible –susurró.
–Pero ahora ya están todos a salvo. Cuando se ventilen, quedarán bien.
–Lo sé, podría haber sido mucho peor, pero aun así…
Él la besó en la frente y la llevó hasta el coche.
–Vives en un pueblecito muy raro.
Ella se rio.
–Sí, y me encanta. Algún día a ti también te encantará.
No tanto como para meterse en un edificio en llamas para rescatar unos disfraces de conejo, aunque nunca se sabía, ya se había equivocado otras veces.
Sam volvió a la oficina una hora después y fue directo al vestuario donde siempre guardaba una muda de ropa. Después de quitarse la que olía a humo y a pelo sintético chamuscado, agarró una toalla y fue a la ducha.
Score había sido reformada siguiendo las especificaciones exactas de los socios. Los despachos eran grandes, los tonos neutros y el vestuario una mezcla de eficiencia deportiva y lujo de hotel de cinco estrellas. Las grandes duchas estaban hechas de productos de alta calidad, el agua salía ardiendo y había espacio de sobra para que los chicos se reunieran a charlar allí si querían.
Por eso no fue una sorpresa salir de la ducha y ver a Kenny y a Jack tumbados en los bancos junto a las taquillas. Sam terminó de secarse y fue a la suya.
–Ha habido un incendio –comentó Kenny–. Nos han estado llamando. Hay conejos en peligro. ¿Sabes algo? ¿Deberíamos preocuparnos?
–¿Larissa tiene algo que ver en esto? –preguntó Jack–. Seguro que sí. ¿Ha ido a rescatarlos? ¿Voy a tener cincuenta conejos en mi casa?
Porque en todo lo que se implicara Larissa acababa arrastrando a Jack. Su relación le parecía muy interesante. Sabía que no tenían nada romántico, Larissa era la masajista de los socios, pero también la secretaria personal de Jack y se implicaba en todo por él, permitiéndole así mantenerse emocionalmente distante.
–No había conejos –comenzó a decir justo cuando Taryn lo interrumpió entrando en el vestuario.
Ya se había puesto los calzoncillos, pero no se molestó en cubrirse más porque, de todos modos, Taryn ya lo había visto todo. A veces, para meterse un poco con ella, insistían en tener reuniones en la sauna, aunque a su socia no le importaba que estuvieran todos desnudos, lo único que le preocupaba era que la humedad podía estropearle el peinado.
–¿Alguien ha prendido fuego a unos conejos? ¿Y los has salvado tú?
Sam se puso los vaqueros.
–Disfraces de conejo. Había disfraces de conejo. Cientos.
Sus tres socios lo miraron atónitos.
–¡Ey, yo tampoco puedo explicarlo! Tienen un desfile en Pascua y la gente se disfraza de conejo.
–Ah, los conejitos –murmuró Taryn–. Lo he leído en el libro de las Bellotas. Es una tradición. Nuestras niñas desfilarán el año que viene.
Unos meses antes, Taryn había accedido a ayudar a Angel con un proyecto especial. Fool’s Gold tenía su propia versión de los scouts llamada la Futura Legión de los Máa-zib. Las más pequeñas eran las Bellotas. Pero ni siquiera ahora, Sam se la podía imaginar sentada junto a un montón de niñas, aunque, por lo que había oído, se había vuelto muy popular entre las pequeñas.
Kenny sonrió.
–¿Así que te vas a poner un disfraz rasposo de conejo?
Taryn arrugó la nariz.
–Por supuesto que no. Pediré uno hecho a medida. ¿Están bien? ¿Los conejos?
–Se están desahumando en Pyrite Park –se puso una camisa limpia–. Hace buen tiempo, así que se arreglarán.
Taryn suspiró.
–Mi héroe.
Kipling Gilmore descendía por la montaña. Probablemente no era lo más inteligente después de haber estado tanto tiempo sin entrenar, pero parte de su necesidad de velocidad se debía al tiempo que había pasado de fiesta y promocionando y disfrutando, en general, del final de una temporada que había incluido dos medallas de oro olímpicas.
Ahora se inclinaba hacia delante y dejaba que la gravedad y la aerodinámica aumentaran la velocidad. Puso la mente en blanco dejando que solo su cuerpo reaccionara. Los ajustes eran automáticos. Tensarse e inclinarse, aprovechando cada ventaja. En su deporte, el fracaso se medía en centésimas de segundo.
En un par de días daría comienzo el entrenamiento a fondo y estaba preparado. Había dejado de trasnochar y de beber. Y había dejado las mujeres también. Ahora podría centrarse. El frío le hacía sentir bien, y también su cuerpo. El tiempo que había pasado en el gimnasio estaba dando frutos en forma de respuestas rápidas. Lo tenía todo bajo control.
Pero no estaba solo en la montaña. Las gafas le impedían tener visión periférica, tanto que no sabía qué era esa imagen borrosa que se había cruzado por un lateral. Estaba tan lejos que no supondría ningún problema, pero el tipo de su izquierda se sacudió bruscamente y, a casi cien kilómetros por hora, podía resultar letal.
Se apartó del camino, pero no fue suficiente. Al segundo estaba volando y, al siguiente, cayendo.
Durante un instante solo hubo silencio y el mundo girando y girando. Sabía que estaba en problemas, pero no tuvo tiempo de reaccionar. Vio los árboles cada vez más cerca y, cuando se golpeó, una luz cegadora. Después ya no vio nada más.
Dellina sabía que llegarían momentos de pánico, algo inevitable tratándose de un proyecto tan grande. El truco era contenerlo todo lo posible, no adelantar acontecimientos y centrarse en su lista. Porque al final, una buena planificación la salvaría.
Pero esa mañana se había despertado con lo que parecía un reloj gigantesco haciendo tictac dentro de su cabeza. Faltaban menos de dos semanas para el fin de semana y no tenía ni los menús terminados, ni una programación completa ni las bolsas de regalos. Debía tomar decisiones para poder cerrarlas con sus proveedores. ¿Por qué no podía entenderlo Sam?
Respiró hondo y fue a la puerta. La abrió, miró al guapísimo hombre que tenía en el porche y anunció:
–No me lo estás poniendo nada fácil.
Sam enarcó las cejas.
–¿De qué hablas?
–Me ha entrado el pánico. Tenemos que tomar decisiones. No hay tiempo suficiente.
–¿Qué te tiene asustada concretamente?
–Todo. Finge que es temporada fiscal.
–Finanzas. No contabilidad. Yo no me ocupo de la temporada fiscal.
–Bueno, da igual. Necesito que tomes decisiones.
Él entró.
–Por supuesto. ¿Por dónde quieres empezar?
–Por las bolsitas de regalos.
Dellina lo llevó hasta su pequeño comedor donde tenía todas las muestras. Había botes de cremas, pañuelo de cuello, utensilios para barbacoa, el libro de Lark, un videojuego de la Liga Nacional de Fútbol Americano y un póster de los tres chicos de Score. Lo agarró.
–Todos firmarías copias. No me convencía mucho lo de no incluir a Taryn, pero ella no es exjugadora de la Liga Nacional.
–Le parecerá bien.
Pasó a mostrarle los artículos que había elegido para los niños y se apartó mientras él se movía alrededor de la mesa.
–Necesitamos más cosas.
Fue una suerte que no hubiera una espada de juguete en la mesa porque probablemente le habría atacado con ella. Como no la había, respiró hondo y lentamente dijo:
–¿Puedes ser un poco más específico?
Sam le lanzó una sonrisa que la hizo suspirar por dentro.
–Sí que estás estresada.
–Gracias por la noticia. Sí, claro que lo estoy. Y ahora, ¿tienes algo específico en mente? –levantó una mano–. Si me dices que lo sabrás cuando lo veas, voy a buscar a un tipo enorme que se te siente encima hasta que grites como una niña.
Siguió sonriendo.
–No conoces a nadie que pudiera hacerlo.
Ella se cruzó de brazos y enarcó las cejas.
–¿Conoces a Kenny Scott? Porque estoy segurísima de que te aplastaría como a una mosca.
Sam no perdió ni un ápice de su buen humor.
–Entendido. Seré específico. ¿Te importa si uso tu ordenador?
Ella pensó en cómo tenía el despacho y decidió que le daba más importancia a esa información que a lo que él pudiera pensar de su falta de un buen sistema de archivo. Le indicó que la siguiera, recorrieron el pasillo y entraron en el despacho.
Allí estaban las pilas de papeles de siempre, pero multiplicadas por cien. Había presupuestos por todo el escritorio. Los recogió y los metió en la caja de «Súper importante».
–Ya hablaremos de esto luego, cuando los haya estudiado.
–¿Son presupuestos de los proveedores?
–Sí. No logro encontrar un equilibrio entre mis cuentas y las suyas, pero ahora no es lo que más me preocupa. Vamos, encuéntrame algo más que poder ofrecer.
Cuando Sam se sentó en la silla y empezó a teclear, ella parpadeó atónita al ver que su primer destino fue la web de Tiffany & Co. Antes de poder preguntarle en qué estaba pensando, él había clicado en una imagen de unos pendientes de diamante que le hicieron pensar que con ese dinero se podría comprar un coche nuevo.
–Muy bonitos.
–Sí, sí que lo son.
–Pídelos con tickets regalo para que se puedan devolver si a alguna mujer no les gustan.
Ella pensó en los pañuelos que había elegido y se dio cuenta de que debería haber entendido con más claridad su presupuesto.
La siguiente parada fueron videoconsolas para los niños y bonitos relojes para los hombres. En cuestión de minutos, había gastado más de lo equivalente al producto nacional bruto de algunos países pequeños.
Sam era un hombre generoso, lo cual no tendría que haberla sorprendido porque, aunque no lo admitiría, había estado ocupada leyendo el libro que Taryn le había dado. El que había escrito Simone, la exesposa de Sam. En él la mujer había compartido mucha información personal, de la clase que haría que Sam se estremeciera. Pero lo que se deducía de todas esas páginas era que era un tipo genial. Se había quedado con la impresión de que Simone había sido una tonta al dejarlo marchar, y suponía que no sería la única que se había formado esa idea después de terminar de leer el libro.
Sam pidió unas cuantas cosas más y se giró hacia ella.
–Listo. ¿En qué más te puedo ayudar?
Ella señaló los menús que tenía colgados en las paredes.
–Vamos a hablar de eso.
–Para eso estoy.
Dellina sonrió.
–Estás de muy buen humor. ¿Es por las compras? Creía que los hombres odiabais comprar.
–No me gustan las tiendas, pero sí que me gusta comprar por Internet. Es satisfactorio, puedo conseguir cosas desde la distancia –se levantó y se acercó a los menús.
Dellina se acercó con él.
–A ver, la cena del viernes –señaló el dibujo que representaba las mesas en el salón privado–. He añadido a tus padres a la lista de invitados.
Sam suspiró.
–¿Tenías que hacerlo?
–Me ha parecido que sí. ¿Preferirías que no estuvieran?
–Sí, pero tienes razón. De todos modos, se van a plantar allí estén o no invitados.
Aunque entendía que él no soportara pensar en la idea de que sus padres participaran del fin de semana, ella estaba deseando conocerlos. Taryn y Larissa habían intentado asustarla, pero sabía que en el fondo no sería para tanto. Además, sería muy interesante conocer a parte de la familia de Sam.
Señaló los nombres escritos en el papel.
–Kenny y Jack vienen solos. Larissa no quiere ir a la cena. Taryn va con Angel. Con esto debería estar todo.
–Te falta una persona.
–¿Sí? No, creo que no. Lo he repasado como quince veces.
Él sacudió la cabeza.
–Tú no estás en la lista.
–Pero yo no voy a la fiesta.
–Vas a estar allí todo el fin de semana, ¿no?
–Claro, pero coordinando cosas. Estaré trabajando entre bambalinas.
–Deberías estar en la cena.
–Es para tu empresa y vuestros clientes. Yo no formo parte de eso. Sería como si planifico una boda y me siento en una de las mesas.
–¿Y qué tiene eso de malo?
Ella se rio.
–Las cosas no funcionan así. Estaré allí para asegurarme de que el fin de semana marcha según lo previsto, pero eso es todo.
Él miró la lista de nuevo.
–Es una regla estúpida.
–Muchas lo son.
–Yo voy a ir solo –seguía mirando los nombres y el diminuto dibujo de las mesas, pero entonces centró la atención en ella–. Nos besamos.
–¿Tú y yo?
–¿Hay alguien más en la habitación?
Ella lo miró sin saber si quería acercarse más o apartarse, lo cual no era del todo verdad porque sabía exactamente lo que quería hacer. La cuestión era cuál de las dos opciones era la más inteligente.
–No te habría besado si estuviera saliendo con alguien.
–Me alegra saberlo –susurró–. Yo opino lo mismo.
–¿Entonces no hay ningún chico misterioso?
Ella sonrió.
–Ya te lo he dicho. No solo porque no es mi estilo, sino porque estamos en Fool’s Gold y aquí no tenemos secretos.
–Pues lo de los conejos no lo sabía.
–Pero eso no significa que fueran un secreto.
No le parecía que se estuviera moviendo, pero era como si ahora estuvieran un poco más cerca que antes. Y él ya ni se molestaba en mirar las listas, toda su atención estaba centrada en ella.
La intensidad de su mirada la hizo estremecerse, pero no porque tuviera frío. Todo lo contrario. La habitación había subido de temperatura y le estaba costando respirar. Y él tampoco ayudó mucho cuando alargó la mano y le acarició la mejilla. Dellina cerró los ojos, razón por la que, cuando él se inclinó y la besó, la pilló desprevenida.
Sentir su boca sobre la suya le robó el último aliento e hizo que le temblaran las rodillas. Por lo general, luchaba contra convertirse en un cliché, pero en esa ocasión no le importó mucho. No, cuando la cálida boca de Sam la reclamó con una mezcla de deseo y pasión que hizo que deslizara las manos por su torso y se rindiera ante lo inevitable.
Y se alegró de hacerlo porque él la llevó contra sí, la rodeó con ambos brazos, ladeó la cabeza y hundió la lengua en su boca.
Ella se fue perdiendo, caricia a caricia, en el deseo que la invadía. Le ardía el cuerpo de excitación, quería tocarlo por todas partes, pero lo más importante, quería que él la tocara. Quería un contacto piel con piel. Solo sus dedos o su boca podían aplacar tanto deseo. Menos en ese lugar, porque justo ahí necesitaría más que su boca o sus manos.
Él la besaba con intensidad, reclamándola a la vez que se ofrecía a ella. Dellina deslizó las manos por sus hombros y sus brazos y le acarició la espalda. Por un segundo pensó, esperó, que él le cubriera los pechos con las manos. O más. Pero en lugar de eso, Sam siguió besándola, rozando su lengua contra la suya hasta que ella tuvo que contenerse para no suplicar.
Pero entonces, Sam se apartó ligeramente y colmó sus mejillas, su barbilla y sus labios de suaves besos. Le colocó el pelo detrás de la oreja y le besó la punta de la nariz.
–Irás a la cena. ¿He hablado claro?
Ella asintió porque hablar le era imposible.
–Esto no puede volver a pasar. Estamos trabajando juntos, pero eso no significa que no te desee.
Y con esa declaración, se marchó. Dellina lo miró mientras salía, se dejó caer en la silla e intentó tomar aliento. Sam Ridge no era un hombre fácil de llegar a conocer, pero sin duda sabía marcharse dejando huella. Ella no había tenido muchas relaciones, pero sí que había salido mucho, lo suficiente como para saber que esa no era una cualidad que una mujer inteligente buscaría en un hombre.