Capítulo 8

 

Fayrene acariciaba distraídamente la espalda de Caramel mientras estudiaba la lista que su hermana le había dado. La programación con los niños no era excesiva. Había muchas actividades para entretenerlos y ella estaría allí para supervisarlo todo. Después de todo, Dellina había contratado a varias adolescentes que tenían experiencia reciente como canguros para echar una mano. Ahora solo quedaba involucrar a Ryan.

Porque que ayudara con los niños era parte de su plan. La cena con Pia y Raúl había resultado un desastre y había sido imposible que viera las maravillas de una familia feliz cuando la mujer de la relación en cuestión no podía estar despierta más allá de las seis de la tarde. Pero eso ya era pasado. La fiesta sería, exactamente, lo que necesitaba.

Miró a Ryan, que estaba sentado en el sofá viendo un partido de béisbol. Él levantó la mirada y sonrió, después bajó el sonido de la televisión y dio una palmadita en el asiento del sofá para que se sentara a su lado.

–¿Es que no está interesante el partido? –le preguntó mientras se sentaba a su lado con Caramel en brazos. La perrita inmediatamente saltó sobre el regazo de Ryan y le besó la barbilla. Después se tumbó y se puso a dormir. Fayrene se acurrucó a los dos.

–El partido no está mal –respondió él y la besó–. Pero tú estás mejor.

–Qué dulce eres conmigo.

–Te quiero.

–Yo también te quiero –miró la mesa–. He estado repasando la programación para los eventos de los niños y parece factible.

–Sabes que estoy encantado de ayudar. Tú solo dime cuándo tengo que estar allí.

–¿No te importa estar con un montón de niños?

Él se rio.

–No. Nos servirá de práctica.

Fayrene se dijo que debía relajarse, que no podía ver de más en lo que él estaba diciendo. Aunque sí finalmente le pedía matrimonio, eso resolvería todos sus problemas.

–¿En qué sentido nos servirá? –preguntó con inocencia.

Él sonrió y la besó en la boca.

–Para cuando estemos casados. Aunque no vamos a tener tantos niños como los que habrá en la fiesta. ¿Cuántos son?

–Doce.

–Por eso lo digo, yo estoy pensando más bien en dos o tres.

–¿Y quieres niños o niñas? –preguntó instándose a calmarse.

–Ambos. No me importa –la besó de nuevo y agarró el mando de la televisión–. Pero ya no vamos a hablar más de esto.

Decepcionada, preguntó:

–¿Ah, no?

–No. Dejaste claro que quieres esperar a que nos casemos y te prometí que lo respetaba –la sonrisa se desvaneció al mirarla–. Lo digo en serio, Fayrene. Lo que tú quieras es importante para mí. Sé que dijiste que hablar del futuro es como presionarte, así que dejemos el tema y veamos el partido. Caramel es seguidora de los Dodgers.

Fayrene se obligó a no ponerse a patalear de frustración, y se dijo que Ryan era un tipo genial y que simplemente estaba haciendo lo que ella le había pedido. Solo por eso ya debería sentirse feliz.

Pero no lo estaba.

–Creo que no, creo que le va más la Liga Americana.

Ryan se rio y acarició la barriga de la perrita.

–¿Es eso verdad, pequeña?

Caramel se puso patas arriba, cerró los ojos y suspiró con satisfacción.

 

 

Dellina llegó a la oficina de Sam armada con carpetas y listas, pero también con la determinación de que los dos tuvieran una charla seria. La última vez se había sentido abrumada por esas oficinas, por las fotografías y por el éxito y poder que irradiaba ese lugar. Ahora apenas se fijó en las fotos a tamaño natural, aunque tendría que preocuparse de todos modos de no quedar encandilada por ese hombre. Sin embargo, al menos, sus problemas se habían visto reducidos a la mitad.

–Conozco el camino –le dijo a la recepcionista y caminó con decisión hacia el despacho de Sam. Y ya que no la detuvieron en ningún momento, supuso que o Taryn o Sam habían advertido de su visita.

Se detuvo brevemente tras la puerta entreabierta, tomó aire para armarse de valor, llamó una vez y entró.

Sam estaba sentado en su mesa. Llevaba una camisa blanca de manga larga con corbata. Estaba aflojada y tenía las mangas enrolladas. Parecía estar un poco distraído, como si hubiera estado forcejeando con un gran dilema. De pronto se le pasó por la cabeza que habría sido mucho más divertido que hubiera estado forcejeando con ella…

Antes de poder reprenderse por salirse del tema con tanta rapidez, por mucho que solo estuviera en su mente, él levantó la mirada y la vio. En ese nanosegundo previo a que la coraza de Sam se derrumbara, ella vio el destello de deseo. Ardía y resplandecía e hizo que un intenso temblor la recorriera por dentro. E incluso cuando ese brillo quedó oculto, Dellina estaba segura de lo que había visto. Tendrían que tener una charla sobre lo sucedido, pero al menos ahora estaba menos disgustada y no tan tensa.

Él se levantó.

–Dellina, ¿habíamos quedado?

–No, me he pasado directamente. ¿Tienes un minuto?

Lo preguntó meramente por educación porque lo que tenía claro era que no se marcharía de allí hasta que solucionaran el problema, o al menos, lo trataran.

–Por supuesto –le dijo levantándose. Miró la bolsa–. ¿Por qué no nos sentamos en la mesa de reuniones?

«Mejor que el sofá», pensó. Menos sexy. Con una mesa entre los dos tendría la oportunidad de recordar que estaba ahí por trabajo, que Sam y ella tenían una fiesta que organizar y que lo que fuera que estaba pasando entre los dos tendrían que tratarlo después.

Se sentaron el uno enfrente del otro. Ella hizo todo lo que pudo por ignorar cómo ese look ligeramente despeinado le hacía parecer más cercano y accesible, y, por lo tanto, más atractivo.

–Te pareces al señor Darcy –le dijo sin pensar.

Él enarcó las cejas.

–¿Cómo dices?

Dellina intentó no sonreír, pero ahora que lo había pensado, no se lo podía sacar de la cabeza.

–Orgulloso, distante, difícil de interpretar –se detuvo–. Pero eso no es malo. A la mayoría de las mujeres les gusta el señor Darcy. Es un personaje de Jane Austen de Orgullo y prejuicio.

–Conozco la obra –dijo secamente.

–¿La has leído?

–Y he visto la película. Sí.

Ella tenía unas ganas locas de preguntarle por qué. Lo de la película tenía sentido porque muchos chicos se habían visto arrastrados a verla por sus novias, hermanas y esposas, pero lo de haber leído el libro era otra cosa muy distinta.

Todo ello resultaba muy interesante, aunque no era la razón por la que se había pasado por allí.

Pensó en sacar los papeles y fingir que había ido a hablar oficialmente de la fiesta, pero eso era mentir demasiado. Por eso se puso derecha, lo miró a los ojos y dijo:

–No puedes volver a hacerlo. No puedes besarme, soltar algún comentario enigmático y marcharte sin más. No está bien. Tenemos que trabajar juntos. Necesito que nuestra relación sea completamente profesional.

Porque después de otra noche sin dejar de dar vueltas, había admitido que ya estaba sometida a demasiada presión sin tener además que preocuparse por definir cómo era su relación con Sam.

–Si hay algo que quieres que pase entre los dos, tiene que esperar hasta que hayamos celebrado la fiesta. Tener una relación ahora sería una distracción.

–Tienes razón.

–¿En qué?

–En todo –respondió sin dejar de mirarla–. Me disculpo por haberte besado. No diré que lo siento, porque no es así, pero sí que me equivoqué. Te he puesto en una situación complicada. Tenemos una relación profesional, como dices, y es importante que nos centremos en el trabajo. No creo que consiga nada diciéndote que me he sentido atraído hasta límites que escapan a la razón.

Su voz no contenía la más mínima burla y tampoco estaba sonriendo, pero Dellina no estaba segura de que estuviera siendo sincero o no.

–Este trabajo es importante para mí.

–Lo entiendo. Te prometo que no volverá a pasar nada entre nosotros.

Ella aguardó, esperando que añadiera «hasta que no pase la fiesta», pero Sam no dijo nada más.

–Gracias –murmuró queriendo decir en realidad que había disfrutado mucho del beso, que para ella el verdadero problema había sido el momento y no el hecho en sí. Sin embargo, le parecía que eso resultaba inapropiado, como si se estuviera quejando y dándole esperanzas al mismo tiempo. Lo cual, por otro lado, se parecía mucho a lo que había hecho él al besarla y luego dejarla ahí colgada. Pero ella haría lo correcto.

«El sexo lo complicaba todo», pensó con un suspiro.

Sacó varias carpetas de su bolso y las colocó ante sí.

–Es viernes. Queda una semana para la fiesta exactamente. Ya he encargado todos los regalitos y estarán en mi casa el miércoles. También he pedido las bolsas, así que tendré mucho tiempo para llenarlas. El lunes doy una última vuelta por el hotel y mañana lo concreto todo con Heidi. Josh ya ha confirmado el paseo en bici, y también tenemos confirmadas las actividades para los niños. Los autobuses para ir hasta el CDS a la carrera de obstáculos, al festival del pueblo, a la partida de golf y a la visita al rancho también están concertados.

Repasó todo el programa y explicó qué estaba hecho y qué quedaba pendiente. Con el pánico acechando, no estaba durmiendo bien y eso significaba mucho tiempo para repasar las listas.

Sam estuvo callado hasta que terminó.

–Eres buena. Gracias por todo esto. Harás que la fiesta sea un éxito. Debería haber acudido a ti antes.

–Sí, deberías, pero te daba miedo. Y, para serte sincera, lo entiendo. Aquella noche fue muy rara.

Él enarcó una ceja.

–¿Rara?

Ella sonrió.

–Después. Por lo de los vestidos y la pizarra, un poco extraña. Tú te asustaste y me parece normal. A mí me habría pasado lo mismo. Ahora sería distinto. Me conoces y harías unas cuantas preguntas –alargó una mano–. Con esto no estoy diciendo nada –ni insinuando, ni siquiera deseando nada… aunque si se paraba a pensarlo, desearlo sería muy sencillo.

–Te entiendo. Somos víctimas de un momento que no era el oportuno. Mi madre diría que eso es un mensaje.

Dellina intentó no sonreír.

–¿Es que las demostraciones sexuales sobre las que todo el mundo no deja de advertirme no son suficientes? ¿También recibe mensajes del más allá?

Sam sonrió.

–No exactamente, pero cree mucho en prestarles atención a los pequeños detalles. Imagino que no lo habrá cancelado, ¿no?

–Lo siento, pero no. De hecho, ha confirmado su asistencia.

–También me ha confirmado la visita a casa. Mi padre me llamó anoche.

–Son tus padres –dijo inclinándose hacia él–. Taryn y Larissa han intentado asustarme con historias, pero en serio, ¿cuántos años tienen? ¿Sesenta y tantos? ¿Tan malo puede ser?

–Pronto los conocerás y decidirás por ti misma –se relajó–. Te agradezco la actitud que estás teniendo en todo esto. Podrías haber estado recordándome constantemente que yo tengo la culpa de que hayas tenido que trabajar de un modo tan acelerado.

–Ese no es mi estilo.

–Me gusta tu estilo –se la quedó mirando un segundo–. ¿Por qué no hay un señor Dellina?

Ella se rio.

–Creo que no me haría mucha gracia estar con un tipo que quisiera que lo llamaran así. Y no sé si me apetece eso de tener novio formal.

–¿Por qué no?

–Porque… no sé… Crié a mis hermanas, así que tengo la sensación de ya haber hecho cosas, de haber tenido esa experiencia, así que no estoy segura de querer formar una familia.

Él seguía mirándola.

Dellina se movió en su asiento, no muy segura de cómo habían terminado hablando de ella en lugar de hablar de la fiesta, o incluso de él.

–Sí, entiendo que no toda relación resulta en un compromiso o en tener hijos. Hace años hubo un chico, pensé que era genial y que éramos felices, pero después me engañó. Corté la relación en cuanto me enteré.

–¿Y?

¿Cómo sabía que la historia no había terminado ahí?

–Ella se quedó embarazada y se casaron. Aproximadamente un año después se presentó queriendo saber si estaba interesada en volver con él.

–¿Se había divorciado?

–No –respondió en voz baja–. Y eso lo convierte en un cretino, pero lo que de verdad me molestó fue que creía que yo era la clase de persona que estaría interesada en ese tipo de relación. No me gustó lo que eso decía sobre mí.

–No dice nada de ti, Dellina. Tienes razón, ese tipo es un cretino y solo estaba pensando en sí mismo. Había metido la pata, te echaba de menos y esperaba que tú fueras tan rastrera como él. Le rechazaste.

–¿Me lo preguntas o lo afirmas?

–Lo afirmo. Te conozco y sé que jamás harías eso.

–Tienes razón. Me dio asco solo el hecho de hablar con él. Se marcharon de aquí hace un par de años y desde entonces he estado ocupada haciendo crecer mi negocio. Además, este es un pueblo pequeño y puede ser bastante complicado tener vida privada. Por experiencia sé que es duro ver a tu ex a diario.

–Al menos a mí no me pasó eso. Sabes que estoy divorciado.

Ella vaciló.

–Taryn me prestó el libro de Simone. No debería haberlo leído, pero…

A Sam se le tensó un músculo de la barbilla, pero esa fue su única reacción.

–Es como un choque de trenes, imposible de ignorar. Bueno, pues ahora ya sabes lo de nuestra relación.

–Sé lo que ella ha contado de vuestro matrimonio, pero sospecho que la mayoría no es exactamente verdad. Supongo que hay formas de darles la vuelta a tu favor a algunas de esas cosas.

Simone había hablado de todo desde su conquista de Sam hasta cómo era él en la cama. Había detallado su frustración cuando había fallado en algún partido y cómo siempre todo giraba en torno al equipo. Dellina sospechaba que ella había querido convertir a su ex en un atleta consentido y ensimismado.

–Por si te sirve de algo, sales muy bien parado en el libro.

–Lo he leído y estás exagerando.

–No. Deja claro que te importa esforzarte al máximo en tu trabajo y en tus relaciones. Que te preocupa tu intimidad, pero ¿por qué no iba a ser así? Por lo que me has contado, tu familia no gestionaba bien los límites y luego está el hecho de que eres una leyenda del deporte.

Él sonrió.

–Ahora te estás burlando de mí. Fui bueno, pero no una leyenda.

–Qué modesto. Da gusto.

–No soy modesto, soy realista –la sonrisa se desvaneció–. Intenté evitar que Simone publicara el libro, pero no pude conseguir una orden. Como era una figura nacional, me consideraron blanco legítimo. La única buena noticia es que durante las vistas del acuerdo, el juez tuvo en cuenta los adelantos de dinero y los royalties que se había llevado, así que Simone tiene que darme el cincuenta por ciento de cada cheque que recibe.

–¿Y te sirve de algo?

Él se encogió de hombros.

–Lo dono a la caridad. No quiero su dinero. Lo que quería era que no hubiera publicado el libro. Si ella no hubiera sido así, las cosas habrían ido mucho mejor entre nosotros.

–¿La echas de menos?

–¡No! Fue un error. Yo era joven y ella sabía qué botones apretar.

–¿Es que tienes botones? –agarró un boli y lo sostuvo sobre una hoja de papel–. ¿Cuáles pueden ser?

–Lo siento, pero no. Eso tendrás que descubrirlo tú solita. Además, pasó hace mucho tiempo –ahora fue él quien dudó antes de hablar–. Te conté que de pequeño estuve enfermo.

Ella asintió.

–De pequeña yo también era canija, básicamente invisible. Empecé a dar el estirón en décimo y me puse muy alta, pero ninguna chica quiere salir con un chico más bajo.

Intentó reconciliar esa imagen con el hombre alto, sexy y musculoso que tenía delante, pero no pudo.

–Debió de haber una transformación en algún momento.

–El verano anterior a mi último curso. Crecí quince centímetros. Y en el último curso sumé unos pocos centímetros más y empecé a rellenarme. Si a eso le añades una carrera estelar en el equipo de la universidad, el resultado es que todo cambió. Al menos para los demás, porque yo seguía siendo el mismo. Así que cuando Simone apareció, hizo conmigo lo que quiso.

–No puedo imaginarte vulnerable.

–Todo el mundo lo es. Es cuestión de descubrir en qué sentido.

Suponía que era verdad. Ahora Sam era un empresario de éxito, un hombre de mundo, pero en la universidad todo habría sido distinto. Había pasado de ser el típico pelele a un dios del fútbol americano en solo dos años.

–Espero que no te sientas responsable de lo que pasó entre los dos.

–La mayoría de los días no. Venga, te acompaño a la puerta.

Ella sonrió.

–Qué sutil. Puedes decir directamente que no quieres seguir hablando de ti.

–Ya no quiero hablar de mí.

–Pues entonces no lo haremos.

Recogió sus carpetas y lo siguió hasta la entrada. Una vez allí, él le acarició el brazo ligeramente.

–Avísame si necesitas algo. Desde el miércoles estaré libre. Puedo hacer recados, rellenar bolsas de regalos, comprobar el envío de bebidas. Tú solo dilo, y haré lo que pidas.

–Te tomo la palabra.

–Eso espero.

Dellina sonrió y se marchó. De camino a casa, pensó en lo agradable que era Sam y en cómo Simone había sido, claramente, una idiota. ¿Por qué preferir un libro antes que a un hombre como él? Si ella estuviera buscando una relación permanente…

Y no es que lo estuviera haciendo, se recordó, pero de pronto ese argumento suyo de que sentía como si ya hubiera criado a una familia no encajaba tanto como antes. Tenía que admitir, aunque solo fuera a sí misma y por una única vez, que había otras razones por las que no quería tener una relación seria, principalmente el hecho de cómo la había hundido la inesperada muerte de sus padres y de que lo que había experimentado en la vida le había enseñado que el amor y el cariño hacia los demás tenía un precio. Uno que no estaba dispuesta a pagar.

 

 

Sam tocó la pantalla de la cinta andadora. Había aumentado la velocidad y ahora estaba corriendo; no era lo más inteligente para sus rodillas, pero ya se preocuparía por el dolor y la hinchazón luego. Ahora mismo tenía que despejarse la mente.

Estaba sudando y por la pantalla instalada frente a las máquinas de cardio se veía un partido de béisbol. No se había molestado en activar el sonido porque, de todos modos, le resultaba imposible prestar atención a quién estaba jugando y cómo iban. Ahora mismo lo único en lo que podía pensar era en Dellina y en lo mucho que la deseaba.

No sabía qué tenía esa chica que lo había encandilado. Era guapa, pero conocía a mujeres que eran increíblemente atractivas y no le habían despertado el más mínimo interés. Tampoco era su sentido del humor, aunque le gustaba. Ni tampoco era su inteligencia lo que le atraía. Conocía a muchas mujeres inteligentes. Pero entonces, ¿qué era? ¿Por qué ella?

Tal vez era la mezcla, esa esencia indefinible. Era un poco como ser pateador. Se podía saberlo todo y tener talento, pero si no tenías el instinto que te decía exactamente cómo golpear el balón, no serías genial. Y Dellina era genial.

Había hecho bien al llamarle la atención; besarla así y después decir que no podía ir más allá porque estaban trabajando juntos no había estado bien. Él era mejor que todo eso, y ella se merecía mucho más. Contra una pared, en una cama, en la playa, en la montaña… no creía que importara con tal de que estuvieran desnudos y ella llegara al clímax cinco segundos antes de que él perdiera el sentido.

Entre esa imagen y que seguía corriendo, de pronto vio que le costaba respirar. Se rindió ante lo inevitable y bajó la intensidad de la cinta. Agarró la toalla y se secó el sudor de la frente.

Kenny entró justo en ese momento y enarcó las cejas.

–Esta mañana hemos jugado al baloncesto.

–¿Y?

–¿Que por qué estás corriendo? –su amigo sonrió–. ¿Te da miedo ponerte gordo?

Sam le tiró la toalla y apagó la cinta. Kenny se agachó y dejó que la toalla pasara volando sobre su cabeza.

–No eres tan viejo –dijo su socio con tono alegre–. Te quedan un par de años hasta que todo se vaya al infierno.

–Gracias por tu apoyo.

–De nada. ¿Qué pasa?

Sam había conocido a Kenny y a Jack en la universidad y juntos se habían convertido en una tríada invencible. Jack podía lanzar más fuerte y a más distancia que cualquier quarterback de su división y Kenny tenía velocidad y unas manos mágicas. Cuando eso no bastaba, Sam los sacaba de problemas con un perfecto gol de campo de tres puntos.

Alrededor de un millón de niños jugaban al fútbol americano en el instituto. Estadísticamente uno de cada diecisiete lograba seguir jugando en la universidad. Y, según esa estadística, aproximadamente uno de entre cincuenta era seleccionado. Las posibilidades de lograrlo, y eso sin hablar de ser de los grandes, eran mínimas. Pero sus amigos y él lo habían conseguido.

Después de la universidad a todos los habían seleccionado en equipos. Jack se había ido en la primera ronda y Kenny en la segunda, con distintos equipos. Desde el año dos mil nadie malgastaba las primeras rondas seleccionando pateadores y por eso Sam había entrado en la cuarta ronda por más dinero del que habría esperado nunca.

Cuatro años después habían terminado los tres juntos jugando para los L.A. Stallions. Habían ganado la Super Bowl y habían subido a la cima del mundo. Después Kenny se había lesionado y había tenido que pasarse de baja media temporada. Había sido entonces cuando Sam había decidido que había llegado el momento de replantearse las cosas. Los dos estaban listos para retirarse. Jack aún estaba en lo más alto, pero había estado de acuerdo en marcharse del equipo y los había llevado a Score.

Ahora Sam miraba a su amigo y se preguntaba sí Kenny tendría algún pesar al respecto. Suponía que muchos, pero dudaba que alguno tuviera que ver con su carrera.

–¿Qué te preocupa? Solo corres cuando no puedes sacarte algo de la cabeza.

–No quiero hablar de ello.

Kenny sonrió.

–Cuéntame algo que no sepa –abrió la puerta–. Vamos. Te invito a una cerveza.

Sam siguió a Kenny arriba. Recorrieron el largo pasillo y atravesaron las puertas dobles para entrar en una sala que era como medio hangar de un avión. Allí había un montón de sofás de piel negros, una televisión gigante, una barra de bar y una grifo de cerveza. Era un lugar para relajarse, para reunirse a charlar. Para escapar. Porque incluso ahora había momentos en los que el mundo parecía caérseles encima. Cuando la fama era demasiada y los chicos necesitaban desconectar, iban ahí. Allí nadie los molestaba.

En L.A. habían tenido una sala así. En una ocasión habían intentado prohibirle la entrada a Taryn, pero ella había contraatacado cortándoles la televisión por cable en mitad de un partido de semifinales y, después de aquello, no habían vuelto a meterse con ella.

Kenny pasó detrás de la barra y sirvió dos cervezas. Sam sacó una toalla grande de un montón que había en una estantería y la tendió sobre el sofá. Después se sentó. Kenny se sentó enfrente y se recostó en el sillón de piel.

–¿Es por tus padres?

Sam negó con la cabeza.

–Entonces es por una mujer.

Sam esbozó una mueca.

–Debería haber aprendido ya.

–A todos nos pasa, excepto a Jack, que tiene el cuidado de no implicarse nunca en una relación.

Sam se bebió la cerveza. Kenny tenía razón. A Jack se le daba bien aparentar que le importaba una relación sin llegar a implicarse ni comprometerse emocionalmente. Su breve matrimonio con Taryn había sido resultado de un embarazo, no de las emociones. Antes y después de ella por su vida había pasado todo un desfile de bellezas interesadas únicamente en decir que se habían acostado con Jack McGarry. Aunque se implicaba con distintas asociaciones benéficas, lo hacía en la distancia, y si era necesario hacerlo de manera personal, enviaba a Larissa.

Sam se volvió hacia Kenny.

–¿Sigues pensando en lo que pasó?

–Cada día –respondió su amigo con rotundidad–. Cada maldito día.

–Lo siento.

Kenny se encogió de hombros.

–Sucedió y punto. Fui un idiota. Tenía todas las señales, pero no las quise ver.

–¿Hablas con ella?

Kenny sacudió la cabeza.

–Nunca.

Sam sabía que no debía preguntarle a su amigo si hablaba con el hijo que había creído suyo porque la respuesta sería «no».

–¿Te estás acostando con Dellina?

Sam estuvo a punto de escupir la cerveza.

–No.

–¿Por qué no? Es muy guapa y sexy. Le gustas.

Sam se obligó a permanecer sentado cuando lo que de verdad quería hacer era levantarse de un brinco y preguntar: «¿Cómo lo sabes? ¿Te ha dicho ella algo? ¿Qué has oído?».

Y eso era, precisamente, lo que quería Kenny. Estiró las piernas e hizo lo posible por mostrarse natural y relajado.

–¿Estás lo suficientemente preparado para perder cuando juguemos al golf el fin de semana?

–Te voy a dar una paliza. Y no creas que no me he dado cuenta de que has cambiado de tema.

Sam sonrió.

–No sé de qué estás hablando.

 

 

–Te odio –dijo Dellina con energía–. Y, para que lo sepas, no empleo ese término a la ligera. Lo digo en serio. Te odio de verdad.

El cursor parpadeaba como si no le importara esa declaración, lo cual tampoco era una sorpresa. «Estúpido ordenador», pensó desanimada. Y estúpido programa. ¿Por qué no funcionaba?

Miró la hoja impresa que tenía en la mano, volvió a mirar la pantalla y suspiró profundamente. El trabajo con Score era de los grandes. Estaba facturando montones de horas y pasándoles las facturas de todo lo que había comprado. Sam pagaba puntualmente, así que, ¿por qué no salía adelante económicamente?

Una fiesta así debería haberle generado unos grandes ingresos extra, pero cuando repasó sus cuentas, vio que estaba prácticamente igual que hacía dos meses. Cubriría costes, se sacaría un poquito de margen, pero nada de lo que se había imaginado ni, mucho menos, la cantidad que se había esperado.

Soltó los papeles en la mesa y se apartó de la pantalla. Buscaría una solución después de la fiesta, se prometió, cuando no tuviera cincuenta millones de cosas de las que ocuparse. Después podría descubrir por qué, habiendo trabajado tanto, seguía perdiendo dinero y enfrentándose a la posibilidad real de tener que cerrar las puertas de su negocio.