–Es bueno relajarse –dijo Dellina tanto para sí, como para Sam. Estaban en la terraza de la parte trasera del hotel después de un largo día de éxitos con sus clientes.
Tras ellos, los chefs del hotel preparaban las grandes barbacoas. Al norte había una gran hoguera lista que se prendería a la puesta de sol. Las mesas estaban vestidas, la música ya sonando, y en unos minutos comenzarían a llegar sus invitados. El fin de semana había pasado el ecuador y Dellina esperaba que todo se desarrollara sin incidentes hasta que la fiesta llegara a su fin y ella pudiera caer en la cama y dormir doce horas mínimo.
–Por todo lo que he oído, la gente se lo ha pasado genial en el pueblo. A los niños les ha encantado el paseo en bici con Josh y el evento con los perros de terapia ha gustado muchísimo.
Él la miró.
–Lo que de verdad quieres decir es que mi madre ni se ha desnudado ni ha practicado sexo en el escenario durante su conferencia.
–La verdad es que me preocupaba –admitió. Se había situado al fondo de la sala mientras Lark había ocupado el escenario no muy segura de si estaba allí para poder salir corriendo si era necesario o para indicarle la salida a la gente si necesitaban echar a correr.
–Ha estado bien –admitió Sam– aunque para ella la charla ha resultado sosa.
–E instructiva –añadió Dellina.
Lark había hablado sobre la importancia de la felicidad sexual en el matrimonio. Cuando había pulsado un botón del ordenador y había encendido la pantalla, Dellina se había preparado para cualquier cosa desde porno a fotografías anatómicamente detalladas. Pero en lugar de eso, la mujer había mostrado dibujos bastante elegantes de las anatomías femenina y masculina y había hablado de puntos de presión y de técnicas de respiración.
–Solo ha pronunciado «clítoris» tres veces –apuntó Sam algo aliviado–. Así que hemos superado la prueba.
–O, al menos, la parte que nos preocupaba a los dos –miró el reloj–. Bueno, pues ya he comprobado la comida y la barra está lista. Hay una zona de cócteles sin alcohol para los niños, por si quieren recrear sus bebidas favoritas de anoche. Podemos…
Vio a la primera pareja de su grupo pisar el jardín. Los conocía de vista y de nombre porque había hablado con ellos. Tenían cuarenta y tantos años y habían dejado en casa a sus hijos universitarios y, aunque le había parecido que la pareja se llevaba bien, no recordaba haberlos visto dándose la mano. Vio a la mujer mirar a su marido y reírse. Él se detuvo, le acarició la cara y la besó. Con lengua.
–¿Qué? –preguntó Sam girándose hacia el hotel–. ¿Están desnudos mis padres?
–Ni idea, pero si lo están, no están aquí fuera.
Él miró a su alrededor y volvió a mirarla.
–¿Qué estás mirando?
–A Bill y Marie.
Sam los miró y se encogió de hombros.
–Están aquí.
–¡Se están besando!
–Pues no entiendo por qué es para tanto.
Dellina empezó a sonreír.
–Creo que lo entenderás en un momento. Va a ser una barbacoa muy interesante y empalagosa.
–No sé qué quieres decir.
Otra pareja llegó tras Bill y Marie. Hablaban, tal como habían hecho todo el fin de semana, pero con una notable diferencia. Dellina agarró a Sam del brazo y lo giró hacia las parejas.
–Míralos. ¿Qué ves?
–No sé. Gente que conozco.
–Gente que conoces y que acaban de practicar un sexo de locura. Estoy segura de que unos cuantos de tus invitados han empleado las técnicas de tu madre y las han disfrutado.
–¡Por Dios! ¿Tú crees? –y antes de que ella pudiera contestar, añadió gruñendo–: Tienes razón. Míralos. ¿Qué hemos hecho?
Dellina se colocó frente a él.
–Hemos ayudado a que unas parejas felices vuelvan a conectar en el plano íntimo. Es bueno. Sé que tu madre puede ser muy indiscreta y que no respeta los límites, pero eso no significa que su información no sea válida. ¿No crees que esto hará que tus clientes se sientan más cómodos aún trabajando con vuestra empresa?
–No quiero que hablen de sexo ni de haber hecho cosas que les ha enseñado mi madre delante de mí.
Ella se rio.
–Sí, sería incómodo para todos, pero solo puedo decirte que lo mejor es que lo aceptes.
Él suspiró.
–¿Por qué no pude nacer en una familia normal?
–Entonces no serías quien eres.
–Supongo –sacudió la cabeza–. Bueno, es hora de celebrar una barbacoa.
–Me apunto.
Cuando echó a andar, Sam la agarró de la mano y la detuvo.
–¿Sí?
–¿Quieres que te muestre esos puntos de presión luego?
Dellina pensó en cómo la había hecho sentir el día antes y eso que no se había esforzado mucho. Si de verdad se concentraba en ello, ¿quién sabía lo que podía pasar?
En menos de un segundo, le estaba ardiendo la piel y sentía sus partes íntimas inflamadas.
–¿Es posible morir de un orgasmo demasiado bueno?
Él sonrió.
–No.
–Entonces, claro. Hagamos un experimento de laboratorio con los puntos de presión. Ya sabes mi número de habitación.
–Sí.
A Dellina la noche se le hizo interminable. La barbacoa le pareció eterna, nunca había visto a gente que comiera tan despacio, aunque en parte se debía a que las parejas se estaban prestando demasiada atención. Hasta vio a más de una dándose de comer mutuamente.
Pero en cuanto a los niños les empezó a entrar el sueño, los padres se apresuraron. Ella se quedó hasta que los últimos invitados subieron a sus habitaciones y después habló con los empleados del bufé para asegurarse de que todo estaba listo para el desayuno del día siguiente.
Una vez completado su trabajo, fue libre para marcharse. Solo había un problema: hacía como una hora que no veía a Sam. ¿Se habría olvidado del plan que tenían para la noche? ¿Habría estado de broma al proponerlo?
Ese era el problema de acostarse con alguien con quien no estabas saliendo, que no se podía preguntar. Si Sam y ella tuvieran una relación seria, seguirían una dinámica o, al menos, mantendrían conversaciones regulares. Aunque a decir verdad, Sam había pasado a su lado la mayor parte del fin de semana y había estado viviendo con ella los últimos días.
–Estoy cansada –se dijo mientras se dirigía a los ascensores–. Ya solucionaré esto cuando todo termine.
Le daría quince minutos desde que llegara a la habitación, y después se ducharía y se metería en la cama. Y, aunque no sería tan excitante como un par de horas en sus brazos, dormir y descansar también tenían sus beneficios.
Salió al pasillo y fue a su habitación. Introdujo la tarjeta y entró. Era un dormitorio estándar, con una cama, un par de sillones y un baño. Tenía vistas a la montaña, aunque tampoco había tenido tiempo ni para asomarse y relajarse en los últimos dos días. Aun así, sabía lo que esperar de la habitación y lo que se encontró esa noche era distinto.
Lo primero en lo que se fijó fue en que había unas luces encendidas, las más tenues, y que la cama tenía la colcha apartada y que había una cubitera con una botella de champán en la mesilla de noche.
Se giró a la izquierda y vio a Sam sentado en uno de los sillones. Estaba en la penumbra, pero eso le bastó para ver que llevaba unos vaqueros… y nada más.
Era curioso que ver a un hombre con el pecho descubierto y guapo pudiera hacer que le bailara el estómago, pensó mientras dejaba el bolso en la mesa junto a la puerta y se descalzaba.
–¿Te he dado la llave de mi habitación?
Él se levantó.
–No.
–Eso me parecía. ¿Y puedo preguntar cómo has entrado?
–Si de verdad lo quieres saber…
Sam se acercó a ella con una expresión difícil de interpretar. Intensa, le pareció. Cargada de deseo. Incapaz de contenerse, posó las manos sobre su pecho y sintió su cálida piel y duro músculo. Parecía que lo hubieran esculpido, era bello del modo más masculino que se podía ser.
Estaba cansada y estresada por todo el fin de semana, esperando que todo terminara. Lo que necesitaba era dormir, pero lo que deseaba era a él.
Deslizó las manos por su abdomen de hierro hasta la cinturilla de los vaqueros. Desabrochó el botón y bajó la cremallera. Su erección se lo puso un poco complicado, pero insistió. Coló los pulgares por la cinturilla, a los lados, y tiró de la tela hacia abajo junto con los calzoncillos.
Cuando llegó a mitad de muslo, él se ocupó y tiró la ropa al suelo.
Estaba completamente desnudo y ella, a excepción de los zapatos, completamente vestida. Y eso tenía su punto excitante, pensó. El calor bullía en su interior volviendo su piel extrasensible. Solo mirarlo le hacía querer tocarlo. Tocarlo le hacía pensar en estar juntos y eso fue suficiente para que sus pechos y su interior se inflamaran.
Él estaba excitado, su erección se acercaba a ella. Lo deseaba dentro, pero también quería otras cosas.
Se situó a su lado y posó la mano sobre su vientre. Sus dedos meñique y anular se enroscaban en el vello de su ingle. Se colocó tras él y apoyó la mano que tenía libre en la parte baja de su espalda antes de deslizarla, lenta, muy lentamente, hasta sus nalgas.
Era una curva musculosa y dura, como todo él. También cálida. Tocarlo así resultaba muy excitante. Lo había visto jugar al fútbol el día antes. Era un atleta bien dotado.
Siguió moviendo la mano por el costado mientras la otra la mantenía en el abdomen. Se acercó un poco más, de modo que su abdomen quedó contra su trasero mientras le mordisqueaba el omóplato derecho. Siguió moviendo la mano izquierda por la cadera y después hasta la parte alta de su muslo.
Sintió cómo se le contrajeron los músculos del abdomen y, al mismo tiempo, le agarró el pene y coló la mano izquierda entre sus piernas para tocarle los testículos.
Él se quedó sin aliento.
–Creo que tengo que hacer algo así –le susurró contra la espalda buscando los puntos de presión que Lark había descrito. Al mismo tiempo, cerró los dedos alrededor de su miembro y comenzó a acariciarlo.
–Si los encuentro y ejerzo presión –continuó–, te acercarás muchísimo, pero te quedarás al límite. ¿Cómo lo ha llamado ella? ¿Orgasmo sin liberación?
Empleando el dedo corazón tal como Lark había explicado, aplicó una delicada presión justo debajo del vértice de su escroto y encontró la posición correcta para el resto de dedos. Mientras seguía moviendo la mano derecha de arriba abajo, aumentó la presión con la izquierda hasta que Sam comenzó a respirar entrecortadamente y su cuerpo comenzó a temblar. Podía sentir que se acercaba cada vez más al límite, pero si Lark tenía razón, no tendría un orgasmo. La mujer había dicho que un hombre podía aguantar horas así.
–Dellina –comenzó a decir.
–Shh. Deja que disfrute de esto unos minutos más.
–¿Y si mi madre se equivoca?
Ella se planteó la pregunta y apoyó los labios en su espalda a la vez que decía:
–Supongo que tendrás que darme unos cuantos orgasmos mientras esperamos a que tú te recuperes. No me parece tan malo.
Decidió probar la teoría y movió la mano más y más deprisa. Lo sentía cada vez más grande y, si su respiración acelerada era indicación de algo, estaba increíblemente cerca. Pero por mucho que lo acariciaba y él se excitaba más y temblaba, no llegaba al clímax.
Relajó el movimiento de la mano. Lark había sido muy clara diciendo que se detuviera esa estimulación antes de soltar los puntos de presión porque, de lo contrario, se armaría una buena. Después de darle un segundo para recobrar la respiración, apartó ambas manos.
Estaba a punto de comentar lo divertido que había sido cuando él la giró hacia sí. En menos de un segundo, le había quitado la camisa, el sujetador había salido volando y, con las manos en sus pechos, la estaba besando con más pasión de la que ella había sentido nunca en su vida. Sus labios la reclamaban, su lengua la requería y, mientras ella lo abrazaba, se preguntaba si tal vez lo de hacerlo de pie estaba demasiado sobrevalorado.
Adoraba la sensación de tenerlo tan cerca. Él le acariciaba los pechos concentrándose en la dureza de sus pezones. La tocó y acarició hasta que comenzó a retorcerse de placer. Sentía que le pesaban los vaqueros, quería que los dos estuvieran desnudos y, a ser posible, con él en su interior.
–Sam –dijo contra su boca.
Él se apartó lo justo para levantarla en brazos. Ella gritó y se aferró a él mientras la llevaba a la cama. La tumbó boca arriba, y le quitó los vaqueros y la ropa interior.
«Mejor», pensó Dellina, gustándole mucho el hecho de que estuviera tan increíblemente excitado. Y todo por ella.
Sam había servido dos copas de champán; le dio un sorbo a una pero, en lugar de tragar, se subió a la cama, se coló entre sus piernas y la besó justo en el clítoris. Su boca resultó ardiente, el champán frío y chispeante, y ella no pudo evitar jadear. O incluso es posible que hubiera gritado.
Las sensaciones fueron asombrosas. Sobre todo cuando él movió la lengua sobre el champán. Frío y calor entremezclados y burbujas danzando por su punto más sensible. Sam se apartó lo justo para dar otro trago.
En esa ocasión ella estuvo preparada, o eso había creído. Porque resultaba que no había sido la única que había estado prestando atención durante la conferencia. Mientras le daba otro beso, ejerció presión con el nudillo justo en la base del clítoris y lo movió de arriba abajo en pequeños movimientos. Ella se preparó porque Lark les había advertido que cuando el hombre encontraba el punto…
–¡Oh, por favor! –gimió sin importarle estar suplicando.
Lo había encontrado. Ese nervio, esa conexión, lo que fuera que era que la volvía hipersensible a todo lo que él hiciera. Si sentir su lengua solía ser un nueve, esa sensación era un doscientos. Podía sentir cada una de las burbujas del champán y cuando él movió la lengua, pasó de excitación a estar al borde del clímax en un suspiro.
Pero no llegó. Estaba allí, justo allí, tan cerca que podía verlo, sentirlo. Suplicarlo. Pero no sobrepasó la línea.
Él tragó el champán y siguió acariciándola con la lengua. Dellina gemía, se retorcía, alzaba las caderas. Qué cerca. Justo al borde.
A cada caricia sabía que acabaría cayendo, nunca había sentido nada tan excitante, pero no podía cruzar la línea.
Él hundió dos dedos en su interior.
–Sam, no creo que pueda aguantarlo –dijo con la voz entrecortada.
–Si no te gusta, pararé –le prometió.
Ella asintió y tomó aire.
Estaba tan en sintonía con lo que él le estaba haciendo… Los dedos se movían en su interior trazando círculos, su lengua danzaba contra su centro de placer. Se acercaba cada vez más, estaba tan cerca que le empezaron a temblar las piernas y las manos.
–Por favor –suplicó echando la cabeza atrás y adelante–. Por favor.
Cuando él apartó el nudillo, la intensidad se disipó un poco. Retiró los dedos y al mismo tiempo alzó la cabeza. El nivel de excitación de Dellina cayó lo suficiente como para permitirle respirar, pero el deseo de llegar al clímax no se disipó.
–¿Es eso lo que te he hecho yo a ti?
Él se puso de rodillas y sacó un preservativo.
–Prácticamente.
–Lo siento.
Sam esbozó una lenta y sensual sonrisa.
–No lo sientas.
–Pero te he dejado a medias.
–Sabía que pasaría.
Se puso el preservativo.
–¿Arriba o abajo? –le preguntó.
Interesante pregunta.
Ella lo agarró de la muñeca y guio su mano hasta un punto entre sus muslos. Sam comenzó a acariciarla y ella separó las piernas y se dejó llevar por la sensación de esas rítmicas caricias en su inflamado punto de placer.
–Si me pongo arriba, ¿puedes volver a hacer lo del punto de presión? Ayúdame a aguantar hasta que tú estés listo.
A él se le iluminaron los ojos.
–Puedo hacerlo.
–Pues entonces arriba.
–Esa es mi chica.
En realidad no lo era, pensó al verlo tumbarse. Disfrutaba del sexo, pero no solía sentirse tan… cómoda. Tal vez era por el agotamiento o por los puntos de presión. Del modo que fuera, ahora mismo le daba igual. Se sentía muy sexy y viva. Su cuerpo bullía. Nunca en su vida había guiado la mano de un hombre hasta su cuerpo tal como acababa de hacer con Sam, y, aun así, le parecía algo perfectamente correcto.
Se incorporó y se situó encima de él. Al moverse pensó que sería agradable que le acariciara los pechos y él, inmediatamente, comenzó a masajearlos. Cuando le apretó los pezones con delicadeza, ella jadeó.
–Así –le susurró–. Pero un poco más.
Y Sam obedeció. Ella irradiaba excitación. No estaba segura de que fuera posible sentirse más preparada, más inflamada. Se sentó a horcajadas y, lentamente, se dejó caer sobre su erección y cerró los ojos.
Él la llenó por completo. Colocó las manos a ambos lados de sus hombros y se preparó para empezar a moverse.
–Espera –le dijo él.
Dellina abrió los ojos y lo encontró mirándola.
–Colócate de modo que estés recta, no inclinada hacia mí. Pero ve despacio porque me voy a meter muy dentro.
Dellina hizo lo que le sugirió y lo sintió llenándola todavía más.
–Estira los muslos a la vez que metes el estómago.
Ella no estaba preparada para el resultado: la cúspide de su erección se asentó firmemente en su punto G y todo su cuerpo convulsionó de placer.
Él volvió a sonreír.
–Ahí está –estiró la mano y utilizó el pulgar y el índice para empezar a masajear su clítoris mientras con un nudillo de la otra mano encontraba el punto de presión.
Se movió rápidamente y con intensidad contra su punto de placer inflamado, y ella lo instaba a continuar, deseaba más fricción tanto dentro como fuera. Más y más. Más y más deprisa.
Empezó a notar una sensación algo incómoda en los pechos, pero no por lo cerca que estaba del clímax sino por cómo estaban botando. En algún momento había comenzado a moverse encima de Sam, de arriba abajo, de arriba abajo.
Suponía que debía avergonzarse por su salvaje actitud, pero ya se preocuparía de eso más tarde porque ahora lo que hizo fue sujetarse los pechos con las manos mientras seguía sacudiéndose sobre él más y más deprisa.
Cada vez que bajaba, la cúspide de su pene ejercía presión contra ella desde dentro y la arrastraba más hacia el precipicio. Pero la presión en su clítoris impediría que sobrepasara el límite y saberlo resultó extrañamente liberador.
Sam maldijo.
El sonido le hizo abrir los ojos impactada. La estaba mirando con intensidad, la misma de un hombre a punto del orgasmo.
–No quiero llegar con solo mirarte, pero no puedo…
Varias cosas pasaron de pronto. Dellina entendió que había estado disfrutando del espectáculo que ella había dado al moverse encima de él, y por un momento se sintió avergonzada. Pero entonces, él soltó el punto de presión y ella llegó al clímax con un grito que resonó por toda la habitación.
Fueron unas sensaciones imposibles de detener mientras seguía moviéndose encima de él. Le sujetó la mano para que dejara de acariciarla mientras seguía con un clímax que parecía interminable. Suponía que en algún momento, él habría llegado al suyo, aunque estaba tan perdida en el placer que no podía estar segura.
Jamás había sentido algo así. Le costaba respirar, tal vez porque había empezado a llorar en un determinado momento.
Quería morirse. Por si no había dado suficiente el espectáculo encima de él, ahora estaba temblando y lloriqueando. Con la suerte que tenía, no le extrañaba que acabara haciéndose pis en la cama o algo así.
Pero en lugar de salir corriendo, Sam la abrazó mientras le acariciaba la cadera y la espalda y le susurraba con delicadeza. No hubo palabras, solo sonidos. Por fin se calmó lo suficiente para respirar.
–Lo siento –murmuró.
–No pasa nada –la tumbó y se colocó entre sus muslos–. No pasa nada.
–Sí que pasa. Nunca me había vuelto así de loca –le tocó el labio inferior con el pulgar–. Gracias por no salir huyendo. No te habría culpado.
–Yo no haría eso.
Algo duro rozaba sus piernas y antes de poder darse cuenta de qué pasaba, él estaba en su interior otra vez. Duro y llenándola.
–¿Sam?
–Relájate.
Iba a preguntarle qué estaba haciendo. Bueno, qué hacía estaba muy claro. Quería preguntar por qué. ¿Es que no había…?
Pero entonces notó que estaba preparada y que lo deseaba. Lo rodeó por las caderas con las piernas y se dejó llevar por la sensación de tenerlo dentro. Después de la última vez se habría imaginado que no le quedaba placer por experimentar, pero en cuestión de segundos volvió a tener otro orgasmo y él la siguió.
Abrió los ojos.
–No lo entiendo.
–Mamá se ha saltado esa parte de la lección sobre los puntos de presión. Es el orgasmo de tu vida con el beneficio añadido de hacer que lo quieras repetir –esbozó una media sonrisa–. Pensé que lo disfrutarías más una vez te calmaras.
–Ah, entonces esto ya lo has hecho antes. Lo de la presión.
No sabía por qué la noticia la había decepcionado tanto. ¡Ni que Sam y ella fueran vírgenes!
–He experimentado con ello, pero no así. Nunca llegando al clímax. En cuanto a los efectos secundarios, tampoco los había experimentado –se agachó y le susurró al oído–: Sin duda, tenemos que volver a probar.
Ella se sonrojó.
–Creo que no.
–¿Por qué no? ¿No lo has disfrutado?
–Me he puesto a cabalgar encima de ti como una yo qué sé qué. He gritado. He llorado. Que lo haya disfrutado o no no es la cuestión.
–Yo creo que sí. Además, estabas tremendamente sexy. Si alguna vez me encuentro en una isla desierta sin compañía femenina, tú serás mi única fantasía.
Qué cumplido tan inesperado y extraño… aunque le gustó.
Sam se tumbó a su lado. Ella apoyó la cabeza en su hombro y él le llevó la mano a la ingle.
–No vamos a hacer nada, pero me resulta agradable que me toques.
–A mí también.
Y así se quedaron un buen rato, charlando sobre cómo se había dado el día y sobre el éxito que estaba siendo el fin de semana por el momento. Dellina pudo seguir con la conversación a pesar de volver a rememorar de vez en cuando su apasionado encuentro. Mientras pensaba en cómo la había hecho sentir Sam, recordó algo que Felicia les había dicho el año anterior. Había explicado la biología del vínculo sexual. Que después del acto, una mujer solía sentirse más cerca del hombre, mientras que a él lo invadía una sensación de triunfo.
Si una mujer establecía un vínculo durante una experiencia sexual corriente, ¿qué pasaría después de algo como lo que ella acababa de experimentar? Sam se había hecho con su cuerpo de un modo asombroso, ¿le resultaría muy complicado evitar que también poseyera su corazón? Porque eso era algo que sabía que él no quería.
Fayrene estaba sentada en el asiento del copiloto del autocar con Caramel sobre su regazo. El pequeño pomerano estaba agotado del tiempo que habían pasado en Castle Ranch. Había jugado con los niños, había descubierto cabras y había disfrutado probando quesos. Fayrene también estaba cansada, aunque no se sentía muy satisfecha. Sí, había superado dos días y medio de trabajo, pero habían sido mucho más duros de lo que se había imaginado.
Ryan estaba en la parte trasera con los niños. Había estado genial con los chavales. Era paciente, divertido y sabía cómo resolver cualquier situación, incluso aunque ello significara llamar a Caramel para ofrecer un oportuno beso perruno.
El autocar se detuvo frente al hotel y los niños comenzaron a bajar. Sus padres los estaban esperando. Fayrene los vio saludarse. Los pequeños parecían felices y los adultos relajados. No había duda de que el fin de semana había sido un éxito enorme para Score.
Tomó en brazos a una Caramel casi derrotada y bajó del vehículo. Ryan estaba despidiéndose de los muchachos y estrechándoles la mano a los padres. Unos cuantos niños llamaron a Fayrene, pero la mayoría ya se dirigían al hotel a recoger sus cosas antes de marcharse.
Desde una perspectiva empresarial, sabía que lo había hecho bien porque todo el mundo se había divertido y a ninguno le había pasado nada. Había dirigido bien el equipo de niñeras, pero no se había sentido muy cómoda con los niños. Ryan, en cambio, se había mostrado mucho más tranquilo que ella. Había querido que esa fuera una experiencia que los uniera, había querido ver que sería una gran madre y que, por eso, él querría casarse enseguida. Pero nada de eso había pasado.
Ryan se acercó y le acarició la barbilla antes de besarla en la boca.
–¿Qué pasa?
–Nada. Ocuparse de doce niños es más complicado de lo que pensaba.
–¿Y por qué no iba a serlo? Son demasiados –sonrió y la rodeó con el brazo–. De momento practicaremos con Caramel y luego, cuando nos casemos, tendremos los nuestros de uno en uno.
–¿Es que aún quieres casarte conmigo? –le preguntó conteniendo el llanto.
Él se colocó frente a ella y posó las manos sobre sus hombros.
–Te quiero, Fayrene. Te he querido desde el primer momento en que te vi –sonrió–. Y eso que estabas por ahí gritando como una loca que los gatitos estaban de camino.
–No fue mi mejor momento.
–Para mí estuvo muy bien –la sonrisa se disipó–. Te quiero. Ahora y siempre. Cuando estés lista, te pediré que te cases conmigo y lo haremos. Eso no ha cambiado.
«Ya estoy lista», pensó. Porque no podía hablar, no con el nudo que tenía en la garganta.
Ryan volvió a rodearla con el brazo y la llevó hasta el hotel.
–A lo mejor la alcaldesa Marsha no vuelve del viaje y podemos quedarnos para siempre con la perrita.
Fayrene besó a Caramel en la cabeza.
–Me gustaría. Para serte sincera, no recuerdo que haya tenido perro nunca, así que no sé de dónde ha salido esta cosita tan rica.
Caramel bostezó y se acomodó en los brazos de Fayrene antes de cerrar los ojos. Ella se dijo que debía reconocer todo lo bueno que tenía ya: un trabajo que adoraba con un negocio en crecimiento. Un gran hombre que solo quería hacerla feliz. Una familia y un pueblo que cuidaban de ella. Lo tenía todo. Solo le faltaba una alianza en el dedo. Y lo cierto de toda esa situación era que ella era la única culpable.