–¿Puedo ayudarte? –preguntó Sam al ver a una niña de pie en la puerta de su despacho. Era delgada, con el cabello pelirrojo y unos preciosos ojos verdes. Suponía que tendría unos siete u ocho años y recordaba haberla visto antes por algo de un joyero que había que pintar–. ¿Chloe?
La pequeña asintió.
–Estoy buscando a Kenny.
–De acuerdo, pues te llevaré con él –pobre Kenny, una niñita estaba coladita por él.
–Gracias –respondió Chloe con educación–. Mi madre es Bailey Voss. Trabaja para la alcaldesa Marsha –añadió con tono de orgullo–. Yo pertenezco a la Futura Legión de los Máa-zib. Angel y Taryn son nuestros Guardianes de la Arboleda. Kenny me ayudó con los nudos y a mi amiga con su joyero.
–Me acuerdo –respondió Sam mientras la conducía por el pasillo–. Su despacho está por aquí.
Sam la invitó a pasar.
–Tienes visita.
Kenny levantó la mirada del ordenador.
–¿Qué pasa?
Chloe sonrió.
–Hola, Kenny.
Kenny parecía aterrado y complacido al mismo tiempo.
–Ah, hola, Chloe. ¿Qué pasa?
Sam estaba a punto de marcharse cuando la niña habló.
–Vamos a celebrar una barbacoa este fin de semana y quiero que vengas.
Unas palabras sencillas, una invitación simple y sin complicaciones. Pero Kenny no lo vería así, no a menos que Bailey y él fueran amigos y ella tuviera muy claro cómo eran las cosas. Sam vaciló porque no quería entrometerse, pero sabía que debía proteger a su amigo.
–¿Conozco a tu madre? –le preguntó a la niña.
Kenny respondió.
–Trabaja para la alcaldesa Marsha. Pelirroja, ojos verdes, alta, guapa.
–La conoces –afirmó Chloe con seguridad–. Y si no, puedes conocerla en la barbacoa. Vendrá mucha gente y será muy divertido. Mamá hace unas tartas geniales. A todo el mundo le gusta la tarta.
–¿Y tu padre? –preguntó Sam queriendo ayudar a su amigo, pero nada más pronunciar esas palabras recordó lo que había dicho Allison la última vez que las niñas habían estado en Score.
La expresión de felicidad de Chloe se desvaneció.
–Era soldado y murió el año pasado.
–Lo siento –dijo automáticamente pensando que aunque era una tragedia, ahora el problema de Kenny era más inmediato.
–Gracias –respondió Chloe y miró a Kenny–. ¿Podrás venir?
Kenny era un tipo muy alto y con mucho músculo. Corría como el viento y tenía unas manos mágicas que atrapaban cualquier cosa que se le lanzara, pero ahora mismo parecía incapaz de moverse. Estaba atrapado por una niña que no sabía lo que estaba preguntando.
–Kenny estará fuera del pueblo este fin de semana –le dijo Sam.
–Oh, qué pena.
–Sí, sí que lo es –Sam le indicó que le siguiera–. Y ahora tenemos que dejarle trabajar.
Chloe suspiró.
–A lo mejor otra vez sí puedes.
–Me ha gustado mucho verte –le dijo Kenny a la pequeña en lugar de responder a la invitación.
Sam vio a la niña marcharse y volvió al despacho de su amigo.
–Lo siento, tío. No sabía a qué había venido. Como ya estuvo aquí otra vez pensé que venía por algo del pueblo.
–Sí, tiene sentido. No pasa nada –dijo algo incómodo.
Sam vaciló, quería decir más. ¿Pero qué? Kenny tenía sus demonios y él lo único que podía hacer era cubrirle y apoyarlo siempre que fuera posible.
Volvió a su despacho aún no muy seguro de por qué la niña seguía pasando por allí. ¿Estaría buscando un sustituto de su padre? De ser así, Kenny era el tipo equivocado. Por fuera podría parecer un buen candidato, pero ahí quedaba todo. Lo último que necesitaba era una mujer con un hijo que no fuera suyo. Eso sería muy cruel.
Dellina juró que no se pondría nerviosa. Ya se las había apañado en peores circunstancias, se dijo. El hecho de no recordar cuándo no importaba.
–¡Por allí! –gritó a los empleados del catering que había contratado para el evento–. Apilad los platos en el extremo del bufé.
Se giró y vio las flores. Eran preciosas y frescas. Y, lo más importante, apenas tenían perfume. Pocas cosas podían acabar antes con las ganas de fiesta que el abrumador aroma de demasiadas flores fragantes.
La fiesta se iba a celebrar en las Bodegas Condor Valley y la planta principal era perfecta para ello. La decoración rústica aportaba encanto mientras que la zona abierta permitía que la gente se moviera y entremezclara. Había colocado el bufé en la pared frente a la zona de cata.
Preparar la fiesta de compromiso de Ryan y Fayrene en menos de cuarenta y ocho horas había sido un desafío, pero el resultado merecía la pena. Habían avisado a todos sus amigos y se había encargado de contratar el catering y los camareros. Ana Raquel y su marido se encargarían de la comida y el tema de las bebidas era sencillo; esa noche las opciones serían café, té, refrescos y los vinos de Condor Valley.
Ana Raquel apareció con una gran bandeja en las manos cubierta de hileras de diminutos sándwiches. Dellina la ayudó a colocarla sobre una de las mesas.
–Los hojaldres están listos para entrar al horno –dijo su hermana–. Y también estamos haciendo mini quesadillas. El postre es más complicado. Quería hacer una tarta de boda, pero no había tiempo, así que he llamado a la pastelería y tenían varias planchas de bizcocho sin decorar. Van a montar dos pisos con un relleno cada uno de crema de chocolate. En total nos saldrán cuatro capas –se encogió de hombros–. Parecerá una tarta de boda. Más cuadrada que redonda, pero no pasa nada. La cubrirán con vainilla y ganache de chocolate. No es elegante exactamente, pero funcionará.
Dellina abrazó a su hermana.
–Gracias –dijo con entusiasmo–. No podría haber hecho esto sin ti.
Ana Raquel sonrió.
–Lo sé, soy increíble –se rio–. Greg ha hecho casi todo el trabajo. Es brillante en la cocina –abrazó a Dellina–. Te quiero, hermanita, pero tengo que irme.
Corrió a ayudar con los últimos preparativos.
Dellina hizo una ronda más para comprobarlo todo y se metió en una habitación para cambiarse. Por lo general no se preocupaba mucho de su atuendo porque su trabajo consistía en mantenerse en un segundo plano, pero esa fiesta era distinta.
Se quitó los vaqueros y la camiseta y se enfundó un sencillo vestido azul marino. Se cambió los zapatos planos por unas sandalias de tiras y se puso unos pendientes de aro. Había un espejo en la pared y lo usó para retocarse el maquillaje. Llevó el bolso cargado de cosas al coche y volvió a la bodega. Un rápido vistazo al reloj le dijo que los invitados comenzarían a llegar en un segundo. Apenas lo había asimilado cuando llegaron Fayrene y Ryan. Su hermana corrió hacia ella y le mostró el precioso anillo de compromiso.
–Es perfecto –le dijo Dellina.
–Lo sé. Estoy tan feliz. ¿No es maravilloso Ryan?
–Sí que lo es.
Ryan se acercó y besó a Dellina en la mejilla.
–Gracias por todo esto. No me puedo creer que hayas podido organizar la fiesta tan rápido.
–Es mi trabajo. Me alegra que el compromiso sea oficial.
–A mí también –dijo Fayrene con gesto picaruelo–. Me ha costado mucho entrar en razón y darme cuenta de que tenía que pedir lo que quería.
Ryan le agarró la mano y se la besó.
–Estamos juntos, cielo, y eso es lo que importa.
Dellina sonrió, feliz por los dos, y en ese momento vio que comenzaban a llegar invitados.
–Id a saludar –le dijo a la pareja llevándolos hacia las puertas de la bodega–. Aceptad las felicitaciones y bebed champán. Tengo preparado un conductor para vosotros, así que no os preocupéis por nada.
Fayrene volvió a abrazar a su hermana.
–Gracias –le susurró–. Por todo. Te quiero.
–Yo también te quiero.
Dellina los vio marchar. Aunque aún tenía millones de cosas por hacer, se dio un segundo para deleitarse con la felicidad de sus hermanas. Las dos tenían sus vidas asentadas. Eran felices, tenían suerte en el trabajo y estaban enamoradas. Cuando sus padres habían muerto, ella se había visto abrumada por la responsabilidad de cuidar de dos niñas pequeñas, pero lo habían superado todo juntas. Se habían mantenido unidas y sentía que sus padres estarían orgullosos de las tres.
Se giró hacia la cocina para decirle a Ana Raquel que los invitados habían empezado a llegar, pero su hermana y Greg ya estaban dirigiéndose a las mesas de bufé con grandes bandejas. Dellina suspiró. Le encantaba que un plan saliera según lo previsto. Cuando tenía que…
De pronto, se le erizó el vello de la nuca. Miró atrás y vio que Sam había llegado. El estómago le dio un pequeño brinco, sus partes femeninas temblaron de excitación y el corazón… Bueno, su corazón estaba rebosante de amor. Tal vez enamorarse de él había sido un error. Tal vez lo lamentaría más tarde, pero ahora mismo querer a Sam era lo mejor de su mundo.
Sam nunca había estado en las Bodegas Condor Valley, pero le gustó el empleo de la madera y los techos altos en la sala de catas, y estaba deseando probar el vino.
Aún le costaba creer que solo un par de días antes, Fayrene hubiera estado dudando tanto sobre lo de confesarle sus sentimientos a Ryan, y sin embargo ahí estaban ahora, comprometidos y celebrándolo con una fiesta. En ese pueblo las cosas iban muy rápido. Estaba claro que Fayrene le había confesado que quería adelantar la boda y a Sam no le sorprendía que Ryan se hubiera mostrado entusiasmado con comprometerse porque estaba claro que la amaba. ¿Pero preparar una fiesta en tan poco tiempo?
Eso, por supuesto, había sido obra de Dellina, pensó mientras la buscaba entre la multitud. Ella sabía hacer magia.
La vio charlando con Josh Golden y su mujer. ¿Charity? No estaba seguro. Sabía que era la técnico de urbanismo y que tenían un par de hijos.
Se detuvo a observar a Dellina; estaba sonriendo mientras hablaba y movía las manos. Siempre escuchaba con atención, como si su interlocutor fuera la persona más interesante del mundo. Se le daba muy bien tratar con la gente. Y tratar con él…
Le gustaba. Le gustaba estar a su lado. Taryn y Jack no habían sido sutiles en sus consejos y era cuestión de tiempo que Kenny también le dijera algo. Y el problema no era que no quisiera tener un final feliz con una mujer bonita, divertida, sexy y cariñosa como Dellina, sino que no pensaba que fuera posible. Su relación terminaría mal y el truco era demorar ese final todo lo posible.
Se acercó a la barra de vinos y de ahí pasó al extremo de la sala para echar un vistazo. Conocía a la mayoría de los asistentes por sus nombres. Pia y Raúl. Había conocido a Heidi en el rancho unas semanas atrás. Heidi, la chica de las cabras. El tipo que estaba con ella era su marido y se llamaba Rafe.
–¿Estás en plan antisocial? –le preguntó Taryn.
–Más bien estoy observando, que es distinto.
–Puede que por dentro lo sea, pero por fuera es lo mismo –lo agarró del brazo y lo llevó hacia el centro de la sala–. Angel ya ha vuelto, así que mi mundo vuelve a estar en orden. Tienes ante ti a una mujer feliz.
–Me alegro.
–No me ha dicho qué ha estado haciendo, y eso me molesta un poco.
–Seguro que tienes algún modo de hacerlo hablar.
–La verdad es que sí –sonrió.
Justo en ese instante, la alcaldesa Marsha se acercó a ellos.
–¿Cómo estáis?
–Genial –respondió Taryn con un suspiro–. ¿Ha tenido usted algo que ver con la desaparición de Angel y Ford?
Sam se esperaba que la mujer se mostrara confundida con la pregunta, pero la alcaldesa se limitó a asentir.
–Sí, estaban ayudándome. Una jovencita tenía problemas y han ido a asegurarse de que estaba a salvo.
Taryn abrió los ojos de par en par.
–¿En serio?
–Por supuesto. Se llama Shelby y estaba atrapada en una casa con un padre que la maltrataba. Lo han arrestado y lo han acusado de múltiples crímenes. Shelby recibirá terapia para poder asimilar todo el trauma que le ha supuesto tanto por lo que ha pasado. Y lo peor de todo es que su madre se está muriendo de cáncer.
–¿De qué la conoce? –le preguntó Sam.
–No la conozco. Conozco a su hermano y sospecho que ambos se mudarán al pueblo en unos meses –centró la atención en él–. He oído que tu charla sobre economía y gestión fue muy bien. Muchas gracias por hacerlo. La comunidad de empresarios necesita un líder fuerte y espero que estés dispuesto a ocupar ese papel.
–Yo, eh… –Sam se aclaró la voz. La alcaldesa siguió mirándolo hasta que él terminó diciendo–: Sí. Por supuesto. Lo haré encantado.
–Bien.
Taryn le apretó el brazo.
–Bueno, ¿y qué tal su viaje a Nueva Zelanda? ¿Ha conocido a algún hombre guapo?
–¿A mi edad? –sonrió–. No digas tonterías. Y ahora, si me disculpáis, quiero ir a felicitar a la feliz pareja.
Se marchó.
–Creo que tiene poderes sobrenaturales –dijo Taryn.
–No es posible.
–Estás a punto de convertirte en el líder de la comunidad de empresarios, Sam. Eres más que capaz, pero siempre haces lo que puedes por no implicarte demasiado en nada, así que ¿por qué has aceptado?
Él se encogió de hombros, no muy seguro de qué responder.
–¿Lo ves? Ha controlado tu mente.
Le entregó a Taryn una copa de vino y se puso a charlar con más gente que sabía que conocía. Mientras tanto, seguía observando cómo Dellina supervisaba la fiesta. Ella le sonrió, pero antes de que Sam pudiera acercarse, la reclamaron en la cocina. Había mucho tiempo, se recordó él. La encontraría al final de la noche. La encontraría y la llevaría a casa. Sonrió. Iba a ser una gran noche.
–Aquí estás.
Dellina se giró y vio a Sam acercándose. De inmediato, se le aceleró el corazón y sonrió.
–Podría decir lo mismo. Esta noche has estado extremadamente sociable.
Él sonrió.
–No tanto.
–Cada vez que te veía, estabas charlando con alguien. Cuidado, Sam, la gente pensará que eres natural de Fool’s Gold.
–En eso estoy –la rodeó por la cintura y la llevó hacia sí–. Te he echado de menos.
Esas palabras hicieron que su yo ya enamorado suspirara.
–Lo sé. Esta fiesta me ha absorbido por completo.
–Pero la has organizado en cuarenta y ocho horas. Impresionante.
Su mirada resultaba posesiva y su mano la rodeaba con firmeza. La llevó a una esquina y ella no se resistió. No, cuando estaba segura de cuál sería el resultado.
Y, efectivamente, en cuanto estuvieron en un rincón relativamente privado, la rodeó con los brazos y la besó con intensidad. Ella se relajó en su abrazo y dejó que su cuerpo se fundiera contra el suyo.
Se perdió en la sensación de su lengua contra la suya antes de apartarse con renuencia.
–Lo sé –dijo él antes de que ella pudiera decir nada–. Sigues trabajando.
–Solo hasta que termine la fiesta.
Él la besó con ternura.
–Esperaré. ¿Quieres ir a mi casa?
–¿En serio? –preguntó Dellina posando las manos en su pecho.
–¿Por qué te sorprende?
–Porque nunca he estado en tu casa.
–Sí que has estado.
Ella sacudió la cabeza.
–No. Nunca he visto dónde vives –y estaba segura de que eso había sido deliberado. O, al menos, en un principio.
–Pues ya va siendo hora.
Dellina estaba extrañamente nerviosa mientras se aproximaban a la entrada. Primero la había seguido a su casa, donde ella había dejado el coche y había recogido algunas cosas para pasar la noche fuera, y después se habían ido juntos. Ahora, mientras Sam aparcaba frente a su casa de estilo rancho, ella notaba unas mariposas revoloteando por su estómago que poco tenían que ver con lo guapísimo que estaba.
Eran cerca de las nueve y el sol se había puesto hacía una hora. Los iluminaban las luces de la mayoría de las casas que los rodeaban y se podía oír el ruido de televisiones y de niños jugando. Un barrio normal en un pueblo normal, pensó, aunque no muy convencida del todo.
Salió antes de que Sam pudiera abrirle la puerta, pero dejó que le llevara la bolsa. Él abrió la puerta y encendió las luces.
La casa parecía construida en los años sesenta, pero había sido extensamente remodelada. La zona central estaba abierta. Había una cocina en el extremo izquierdo y una sala enorme en la que cabían de sobra dos sofás y media docena de sillas. Esos grandes ventanales dejarían pasar mucha luz durante el día.
Sam encendió unas lámparas y ella vio una chimenea de ladrillo antiguo. El toque de mitad de siglo encajaba muy bien en la sala.
–Qué bonita –dijo mirando a su alrededor.
–¿Quieres ver el resto?
–Claro.
Entraron en la cocina. Era un espacio abierto, con largas encimeras y muchos armarios. Había muchos electrodomésticos incluyendo una máquina de café con aspecto de ser complicada y una cocina enorme con grill incluido.
A continuación estaba el comedor formal. Había dos dormitorios con baño en un extremo de la casa y probablemente el dormitorio principal estaría al otro lado.
Los tonos eran apagados, muy masculinos. Beis, verde salvia, topo. Suponía que había contratado a un decorador profesional. Obras de arte minimalista cubrían las paredes, en su mayoría cuadros abstractos y paisajes, y suponía que los había elegido más por su valor decorativo que porque le gustaran en realidad.
–¿Y tú aquí dónde estás? –preguntó Dellina cuando volvieron a la gran sala.
Él enarcó las cejas.
–¿Debería decir lo obvio y recordarte que estoy aquí mismo?
Ella sonrió.
–Me refiero que dónde estás tú en esta casa. Es genial y está maravillosamente decorada, pero no eres tú. Los tonos son muy neutros, tú eres así por fuera, pero por dentro estás lleno de pasión. ¿Dónde están los toques atrevidos? Ese toque de fantasía que solo tú verías –se llevó las manos a las caderas–. Espera un minuto, eres un futbolista famoso.
Él esbozó una mueca.
–¿Un futbolista famoso? ¿Así es como me ves?
Ella se rio.
–Ya sabes a qué me refiero. Tienes que tener cosas. ¿Dónde están?
Cuando no respondió, Dellina se preguntó si intentaba desviar la conversación. Y si lo hacía, ¿se lo permitiría? Pero entonces la agarró de la mano y la condujo hasta el otro extremo de la casa.
Soltó la bolsa junto a una puerta parcialmente cerrada y le indicó que pasara. Ella lo hizo y de pronto se vio en lo que suponía que era el alma de la casa.
Era una habitación enorme, probablemente el resultado de la unión de dos dormitorios. Había estanterías por toda una pared, pero en lugar de estar ocupadas por libros, estaban abarrotadas de premios. Estatuas y placas, figuras de cristal y cuencos de plata. Había decenas, tal vez cientos.
Unos sillones de cuero negros, con aspecto de ser muy cómodos, estaban situados frente a una gran pantalla plana empotrada en la pared. La pared contraria a las estanterías estaba pintada de un tono carmesí oscuro. Pósters enmarcados de los L.A. Stallions mostraban a Sam, Jack y Kenny en acción. Por debajo había un armario empotrado que recorría la longitud de la pared. Un equipo electrónico con pinta complicada resplandecía, había un cesto lleno de mandos a distancia, una nevera, un pequeño microondas y una bodega.
Todas las comodidades de casa, pensó ella sabiendo que ese era el espacio donde Sam se permitía relajarse.
Observó el póster suyo, ignorando los de sus amigos. Había tres, dos de él pateando el balón y uno del momento posterior a haber marcado el gol, cuando sus amigos lo habían subido a hombros.
–¿Qué partido fue?
–La Super Bowl.
Sí, porque Sam había marcado un gol de campo en los últimos segundos logrando la victoria para su equipo. Era un dato que siempre había conocido, pero que nunca había interiorizado.
–Debió de ser una pasada.
–Habíamos trabajado muy duro para llegar a ese partido. Todo el mundo jugaba bien. Yo tuve suerte de poder añadir los puntos finales.
Lo que dijo sonó a fragmento extraído de una crónica de deportes.
–Debió de ser mucha presión. ¿No ven el partido millones y millones de personas cada año?
Él se encogió de hombros.
–Claro.
Dellina se acercó a él y lo agarró de la camisa.
–Sam, vamos. Fue un momento impresionante. Ganaste la Super Bowl. No lanzaste a nadie ni recibiste el balón que te había lanzado nadie. Lo hiciste solo. Solos la portería, el balón y tú. Lo lograste.
–En un equipo no hay ningún «yo».
–¿Cuántos clichés tienes?
–¿Cuánto tiempo tienes?
Ella bajó los brazos.
–Al menos dime que estuvo muy bien.
–Sí, lo estuvo –sonrió–. Estuvo mejor que bien. Fue como si me devorara una inmensa luz.
–¿La mejor noche de tu vida?
Su sonrisa se desvaneció.
–Hasta el momento. Esperaba que lo superara tener un hijo, pero de momento, sí.
–¿No os regalan un anillo?
–Sí. ¿Quieres verlo?
Ella asintió.
Sam se acercó a la librería y ella vio una vitrina con un anillo en una caja de cristal o metacrilato. Un anillo enorme con el logo de los L.A. Stallions y montones de diamantes. En letras en negrita decía: Campeones del Mundo.
Él abrió un cajón y marcó varios botones en un teclado. Tras oírse un suave clic, sacó el anillo y se lo entregó.
–Nunca te he visto con él puesto.
–Míralo bien. No es la clase de anillo que puedes llevar cada día.
–Supongo que sería un poco incómodo.
Pesaba bastante y era demasiado llamativo. Se lo puso en el dedo anular. Era increíblemente grande.
–Pero es muy chulo de todos modos –dijo devolviéndoselo–. ¡Qué momentazo! Eso siempre lo tendrás, pase lo que pase. Y tienes que sentirte orgulloso.
Sam guardó el anillo.
–Me siento orgulloso, pero lo que me parece un logro aún mayor es poder tener una vida después del fútbol. No todos lo consiguen.
Ella se acercó y Sam la abrazó.
–Tú eres esa clase de persona que siempre tendrá éxito en todo lo que haga. Porque no te rindes.
–Me estás sobrevalorando en exceso.
Ella lo miró a los ojos y dejó que las emociones la invadieran. Amor, pensó. Cuánto amor.
–Eso es imposible –susurró antes de que él la besara.
Cuando sus bocas se encontraron, un familiar deseó despertó y fue en aumento. Quería pasar la noche con él, y todas las noches que vinieran después. Lo quería todo. ¿Y Sam? ¿Podría convencerlo de que ambos se merecían arriesgarse y darle una oportunidad a lo suyo?
Pero ya dejaría esas preguntas para más tarde, se dijo rindiéndose a la pasión. Se le ocurriría un plan. Sería valiente porque se lo merecían. Pero más adelante. Esa noche solo importaban ese hombre y cómo se hacían sentir mutuamente.
Sam supo al instante que pasaba algo. Aunque Larissa y él se llevaban bien, ella no solía pasarse por su despacho. Además, tenía una mirada de preocupación y no podía dejar de atusarse la cola de caballo.
–Dilo –le dijo sabiendo que si esperaba que fuera a ayudarla con uno de sus extraños rescates, la enviaría directamente a Jack. No tenía la más mínima intención de ir a liberar a un tigre de tres patas o a un pavo de Acción de Gracias. Larissa era genial y la apreciaba mucho. Además, sus masajes le permitían seguir activo, pero cuando se trataba de ver el mundo como una especie de necesidad gigantesca, ella era la reina y él no quería formar parte de su reinado.
–No te va a gustar.
–Pues deja que te avise, no puedes meter una granja de hormigas en mi salón, ni un cerdo en mi jardín, ni nada de lo que quieras hacer.
Ella esbozó una sonrisa.
–Qué malo eres.
–No soy malo, me mantengo firme. A diferencia de Jack, que deja que hagas con él lo que quieres.
–No, eso no es justo. Jack apoya mis causas.
Porque a Jack le gustaba Larissa. Y porque tenía complejo de culpabilidad. Por medio de Larissa podía convencer al mundo de que estaba devolviendo parte de lo que había recibido. El problema era que nunca se sentía realizado con eso y la culpabilidad seguía ahí.
Sam frunció el ceño. Qué perspicaz estaba esa mañana. No era propio de él.
–Tengo una llamada en diez minutos –dijo dirigiéndose de nuevo a la mujer que tenía nerviosa ante él.
Larissa se mordió el labio.
–Vale, pero no dispares al mensajero. Simone está aquí.
Sam se quedó en blanco. Totalmente. Su cerebro tardó varios segundos en volver a funcionar.
–¿Aquí, quieres decir…?
–En el vestíbulo. Ahora mismo.
Él se levantó antes de que Larissa pudiera terminar y corrió por el pasillo. Al llegar a la esquina, aminoró el paso deliberadamente.
Larissa había dicho la verdad. Ahí estaba su exmujer, mirando el móvil con gesto de impaciencia.
Sam se detuvo. Estaba más mayor, pero eso no se podía apreciar en su rostro. Seguía siendo preciosa y sexualmente atractiva. Era cinco años mayor que él. Cuando se habían conocido él había sido un jovencito inocente de veintidós años y ella una mujer con mucha más experiencia. Echando la vista atrás veía que su noviazgo había sido más bien una seducción planificada para lograr un fin muy específico. Pero en aquel momento había estado cautivado por la que consideraba la mujer de sus sueños.
Era alta y delgada y con pechos grandes. Mientras habían estado casados, se había cambiado los implantes y se había puesto unos más grandes. También se había operado la nariz. Era rubia con ojos azules. Descarada, irreverente, y despiadadamente egoísta. Había tardado cinco años en darse cuenta de que lo suyo no era un matrimonio, sino un trampolín del que Simone pretendía sacar provecho el resto de su vida. Él había estado esperando amor y un matrimonio que durara por lo menos cincuenta años. Ella había querido fama y llevarse un buen partido. Al final, había sido la única que había conseguido lo que buscaba.
–Hola, Simone.
La mujer lo miró y sonrió. Era la misma sonrisa que había llamado su atención hacía doce años. Brillante, perfecta, agradable. Lo había atraído. Le había intrigado. En un mar de groupies, ella había sido una mujer de verdad con algo que ofrecerle.
–Sam –guardó el teléfono en el bolso y se acercó a él–. Qué alegría verte. Sigues estando increíble.
Se detuvo frente a él y lo agarró del brazo antes de acercarse para besarlo. Sam se lo permitió, más que nada por curiosidad. Su boca rozó la suya y no sintió nada. Ni asco ni rabia. Simplemente nada.
Exactamente lo que había querido, pero estaba bien asegurarse de todos modos. Su matrimonio había terminado mal, pero había sido mucho tiempo atrás. Cualquier sentimiento que pudiera haber había muerto hacía tiempo. Por eso su regreso resultaba de lo más interesante.
Antes de poder preguntarle qué quería, oyó pisadas en el vestíbulo. Kenny, Jack y Taryn se acercaron. Sonrió al verlos. Se les veía enfadados y con actitud protectora. Aunque no necesitaba ayuda, era agradable saber que los tenía a su lado.
–Simone –dijo Taryn–. Estás… más vieja.
Simone esbozó una mueca de disgusto.
–Veo que sigues siendo una perra, Taryn.
–Sí, lo soy. Me alegra mucho que lo recuerdes. ¿Qué haces aquí?
Jack y Kenny lo flanqueaban, pero supuso que dejarían que hablara Taryn porque a ninguno lo habían educado para enfrentarse a una mujer.
–Quiero hablar con Sam y no es asunto tuyo.
Sam se situó entre las dos.
–Gracias, pero ya me ocupo yo –le indicó a Simone que lo siguiera. Sus amigos fueron tras ellos y se detuvieron solo cuando Sam y su ex entraron en el despacho.
Sam esperó a que se hubiera sentado en el sofá de la esquina y después se sentó enfrente.
–Qué bonito –comenzó a decir ella mirando a su alrededor.
–No te molestes en darme conversación. Ve directa al grano.
Ella se inclinó hacia él.
–Sam, hubo un tiempo en el que te encantaba que te hablara de lo que fuera. Te encantaba el sonido de mi voz.
Parecía que se había hecho más retoques, pensó al observar su rostro perfecto. Su melena rubia caía a la perfección sobre sus hombros. Sus vaqueros se ceñían a sus esbeltos muslos. Recordaba que le habían temblado las manos la primera vez que la había desnudado y la pericia con que ella había fingido sus orgasmos. Se había enterado de eso al leer su libro. Un superventas de autoayuda sobre cómo cazar a un atleta profesional y convertirlo en tu marido. El consejo número uno era hacerle creer que era un dios en la cama. Aún recordaba gran parte del fragmento.
No te preocupes si no te excita. No se trata de ti, sino de hacerle sentir que es el rey del mundo. Cómprate un buen vibrador y luego te ocupas de ti misma. En esta relación no buscas sexo. Buscas marcar un gol. Aprende a fingir de un modo convincente y resolverás muchos problemas.
Había detallado todas las formas en las que había fingido con él y habían sido muchas. Y la gran ironía ahora era que, al parecer, le había dicho a su madre que lo echaba de menos en la cama.
–¿Sam? ¿Me estás escuchando?
–No. ¿Qué haces aquí, Simone?
Ella activó su sonrisa.
–Mi editor quiere reeditar mi libro, una versión 2.0, por así decirlo, y quiero añadir material nuevo. Se me había ocurrido entrevistarte, hablar con tus amigos, cosas así.
Increíble. Y, aun así, no le sorprendía.
–No.
Ella hizo un puchero.
–Oh, Sam, no seas así. ¿Por qué no me ayudas?
–Porque tu libro vulnera toda la intimidad que una persona debería tener en un matrimonio. Lo has contado todo.
–Es un libro de autoayuda. Tengo que ser sincera para que la gente me crea.
–¿Cuándo fuiste sincera en nuestro matrimonio?
Ella suspiró.
–Tenía que haberme imaginado que me lo pondrías difícil. Esperaba que hubieras cambiado con los años, pero supongo que eso es esperar demasiado.
–Lo es –se levantó–. Tienes que marcharte.
Simone se levantó y le dijo:
–Puedo conseguir lo que quiera sin tu ayuda.
–Pues buena suerte.
Su hermoso rostro se endureció al mirarlo.
–Nunca estuviste a mi lado. Ni una sola vez.
–Adiós, Simone.
Salió del despacho. Él oyó a Jack en el pasillo y supo que su amigo la estaba acompañando a la salida.
Fue hasta el escritorio y se sentó, pero no retomó el trabajo. Simone no era de las que se rendían con facilidad y tenía el mal presentimiento de que no le iba a gustar el resto de su plan.