Capítulo 1

 

–¿Volviendo a la escena del crimen? –preguntó Dellina Hopkins mirando al hombre de cabello oscuro que estaba de pie en su porche. Suponía que lo más educado era invitarlo a pasar, y lo haría… en un minuto. Porque primero quería que se lo ganara.

Sam Ridge, un metro ochenta y cinco de arrogante guapura, entrecerró los ojos.

–No me lo vas a poner fácil, ¿verdad?

Dellina sonrió.

–No, ¿tú lo harías si fueras yo?

Él la sorprendió con una sonrisa.

–No, no lo haría.

–Un hombre sincero –empujó la puerta con la cadera para abrirla más y retrocedió para dejarlo pasar–. Es un milagro.

Él entró en la casa. Dellina cerró la puerta mosquitera, pero dejó abierta la gruesa puerta de madera. Era verano en Fool’s Gold y hacía bastante calor. Un poco de brisa no estaría mal. Además, y esa era la parte que nunca admitiría ante Sam, tener la puerta abierta hacía que pareciera que no estaban totalmente solos. Sí, de acuerdo, lo estaban, pero así no resultaba algo tan íntimo. Y dado lo que había pasado la última vez que habían estado juntos en esa casa, mejor que fuera así.

Sam se detuvo en mitad del salón como si no estuviera seguro de adónde ir. Giró la cabeza ligeramente y a ella le pareció que estaba mirando al pasillo, hacia su dormitorio. Sin duda, estaría recordando lo que había pasado cinco meses atrás.

Dellina quería decir que no había sido culpa de ella, que a todo el mundo se le permitía cometer una estupidez la noche de San Valentín, pero la diferencia era que ella había sabido perfectamente lo que estaba haciendo y que había sido algo tan maravilloso y desastroso como nadie se podría imaginar. Ahora ambos tendrían que lidiar con las consecuencias.

Él se giró hacia ella y señaló al sofá.

–Deberíamos sentarnos.

–¿Eso te facilitaría las cosas?

–Sí digo que sí, ¿te sentarás?

–Probablemente.

–En ese caso, sí. Me facilita las cosas.

Dellina se sentó en uno de los sillones mientras Sam se acomodaba en el sofá.

Se movía con un poder controlado. Era lo que tenía haber sido atleta profesional, pensó ella al ver cómo se sentaba. Aun arriesgándose a sonar como una groupie, tenía conocimiento de primera mano de que ese hombre sabía utilizar su cuerpo. La última vez que había estado ante su presencia, no había pensado ni en sentarse ni en hablar. Pero él tampoco. Prácticamente se habían echado el uno encima del otro en el camino hacia el dormitorio. Él había…

Dellina apartó a un lado esos viscerales recuerdos. Sí. Sam había sido una delicia en la cama, pero después las cosas habían ido de mal en peor y ahora no podía olvidar lo que era importante: que él estaba ahí por trabajo, no porque la deseara. Porque, teniendo en cuenta cómo había estado evitándola en los últimos meses, estaba claro que mucho no la podía desear.

Por otro lado, parecía que estaba metido en un buen lío. Sí, Sam la necesitaba. No en un sentido sexual, sino en sentido profesional. Ella era organizadora de fiestas y él quería planificar un gran evento laboral. Estaba atascado y era su única salida. A veces, no a menudo, pero sí a veces, las circunstancias se ponían de su parte. Y así, cinco meses después de ser capaz de ignorarla, y de aquella única noche, se había visto obligado a verla. ¿Tan malo era que ella estuviera disfrutando del momento? Tal vez no.

Apoyó las manos sobre sus muslos y lo miró.

–¿En qué puedo ayudarte?

Él posó su oscura mirada en ella.

–¿En serio? ¿No vas a decir que sabes de qué va todo esto?

Ella parpadeó con asombro deliberadamente, y después abrió los ojos de par en par.

–Cuando llamaste para quedar conmigo, no me mencionaste nada –por supuesto que sabía por qué estaba allí, pero un poco de tortura emocional le parecía una buena venganza.

A él se le tensó la mandíbula.

–De acuerdo. Jugaremos a tu manera. Soy Sam Ridge, socio de Score.

Ella sonrió.

–Sé quién eres, Sam. No tenemos que fingir tanto. Tan solo cuéntame qué quieres y partiremos desde ahí.

Él maldijo en voz baja.

–Eres amiga de Taryn y has trabajado para ella. ¿Cuánto tiempo vas a estar castigándome?

Tenía razón sobre lo de Taryn. Dellina y ella eran amigas y habían trabajado juntas en varias ocasiones. Score, la agencia de publicidad en cuestión, se había trasladado a Fool’s Gold a comienzos de año. Tres de los socios eran antiguos jugadores de la Liga Nacional de Fútbol Americano y Taryn era el aglutinante que mantenía la empresa unida.

–No he decidido del todo cuánto tiempo voy a estar castigándote –admitió preguntándose si batir las pestañas sería ya demasiado.

Él suspiró.

–Vale. Lo haremos a tu modo. Ahora que hemos trasladado aquí nuestro negocio, mis socios y yo queremos celebrar una gran fiesta para nuestros clientes. Hemos reservado un hotel, pero eso es lo máximo a lo que hemos llegado con los preparativos.

–Una fiesta –dijo llevándose la mano al pecho–. Qué bonito.

 

 

A decir verdad, ser neurocirujano o la persona encargada de hacer aterrizar un transbordador espacial probablemente se encontrarían entre las diez profesiones que te producían una úlcera. Sam suponía que la persona encargada de soltar la bola en Times Square en Nochevieja debía de pasarse varias noches sin dormir, pero ser pateador en la Liga Nacional de Fútbol Americano también tenía sus momentos de estrés. Cuando había estado con los L.A. Stallions, había sido responsable de veintiséis victorias, incluyendo tres partidos en las semifinales y una en la Super Bowl. Sabía lo que era que todo el mundo lo mirara, tanto en persona como por televisión, y que criticaran su rendimiento constantemente.

Siempre había sabido cuál sería el resultado en cuanto su pie había conectado con el balón y era famoso por girarse y dejar que el sonido de la multitud le dijera si tenía razón. Estaba acostumbrado a la presión. La había vivido y la había respirado. Pero nunca se había enfrentado a alguien como Dellina Hopkins y lo peor de todo era que esa mujer se lo iba a hacer pasar muy mal.

Sacudió la cabeza.

–De acuerdo. Lo admito. Actué mal.

A ella se le iluminaron los ojos.

–¿Mal en qué sentido?

–Aquella noche, al marcharme de ese modo. Fue… –señaló hacia el pasillo–. Esos vestidos y esa lista. Todo… No tengo intención de casarme.

–Yo tampoco.

–Pues eres tú la que tiene una habitación llena de vestidos de novia.

Dellina apretó sus carnosos labios. Sam intentó no mirar, pero su boca era una de las primeras cosas en las que se había fijado aquel Día de San Valentín.

Llevaba semanas alojado en el Ronan’s Lodge y había bajado al bar a tomar una copa sin recordar que era San Valentín ni imaginar que el local estaría abarrotado de parejas. Ya que, una vez más, había decidido renunciar a las mujeres, había empezado a darse la vuelta para marcharse de allí, pero antes de poder escapar, había visto a Dellina. Ella estaba con sus amigas, y todas reían y charlaban. Ninguna se fijó en él. En un principio ya le había parecido bastante guapa, pero cuando sonrió fue como si le hubieran dado una patada en la entrepierna… y eso que él sabía muy bien el poder de una buena patada. Le había dicho al camarero que las invitara a una ronda, ellas lo habían invitado a sentarse, y una hora después Dellina y él habían terminado cenando juntos.

Después, cuando la había besado, había descubierto que su boca resultaba tan intrigante y excitante como había esperado. Ella lo había invitado a su casa, él había aceptado, y el resto había sido increíble. Hasta que se había despertado en mitad de la noche y se había visto metido en una pesadilla.

Llevaba los últimos cinco meses evitándola, algo complicado en un pueblo del tamaño de Fool’s Gold. Sin embargo, la situación se había complicado por el hecho de que había disfrutado de su compañía y que quería volver a verla.

Ahora que su empresa requería sus servicios, se había visto forzado a aguantarse. Y ahí estaba ahora, sometido a una tortura por diversión; porque para Kenny y Jack no existía otra razón por la que atormentar a alguien.

Dellina se levantó. Medía uno sesenta y cinco y tenía todas las curvas apropiadas. Cuando la había visto por el pueblo, porque querer evitarla y lograr hacerlo eran dos cosas muy distintas, normalmente ella había ido con vestidos o trajes. Ese día llevaba unos vaqueros y un top de volantes sin mangas que no debería haberle resultado atractivo pero que, aun así, lo era. Mirar sus brazos le hizo recordar el resto de su cuerpo desnudo, que era lo que les había generado los problemas en un principio.

Maldita sea, no debería haberse levantado de la cama aquella noche. Ni debería haberse mudado a Fool’s Gold. Ni tampoco haberse unido a Score. Ni siquiera debería haber nacido.

–Levántate –dijo ella.

Él se levantó.

Dellina se acercó a él y alargó la mano.

–Vamos a empezar de cero. Soy Dellina Hopkins y dirijo un negocio de organización de eventos.

Él no sabía qué táctica estaba empleando ahora, pero supuso que no tenía mucha elección. El tiempo corría y estaba desesperado.

–Sam Ridge. Mi empresa se dedica a la Publicidad.

Se estrecharon la mano y, en cuanto los dedos de ella se cerraron alrededor de los suyos, Sam sintió calor. Inmediatamente, su mirada se posó en sus carnosos labios y recordó que no había tenido mucho tiempo para deleitarse con ellos. Ni con ella. Porque una vez se había desnudado, no había sabido por dónde empezar a disfrutarla primero. Después, había dado comienzo la pesadilla.

Ella apartó la mano y la bajó.

–Bueno, Sam, al igual que muchas pequeñas empresas, mi negocio tiene sede en mi casa. Esta casa que tengo en alquiler tiene tres dormitorios. Duermo en uno, trabajo en otro y me queda uno libre. Sígueme, por favor.

Al echar a andar por el pasillo, él vaciló porque sabía muy bien adónde irían y era un lugar que ningún hombre querría volver a ver. Pero al final la cuestión se reducía a cuánto la necesitaba. Y la necesitaba mucho.

Ella se detuvo en la puerta de un dormitorio cerrado. La puerta del dormitorio cerrado.

–Resulta que mi amiga Isabel es propietaria de una tienda del pueblo llamada Luna de Papel. Vende vestidos de novia. El otoño pasado decidió expandir el negocio e incluir otra clase de ropa. Alquiló el local contiguo y comenzó con la reforma. Como te podrás imaginar, fue un proyecto grande y por culpa de las obras se quedó sin zona de almacén. Por otro lado, los vestidos de novia son artículos especiales y no se pueden dejar en cualquier parte. Tienen que estar en condiciones adecuadas y con una temperatura controlada.

Todo empezaba a tener sentido. Sam recordó haberse levantado después de haber hecho el amor con Dellina, aún impactado por el calor que habían generado y deseando que llegara el segundo acto, pero al volver del baño, se había equivocado de camino y en lugar de entrar en el dormitorio se había visto en una habitación ante hileras e hileras de vestidos de novia.

Y por si eso fuera poco, en la pared había visto colgada una pizarra con un título que decía: Diez formas de conseguir que te pida matrimonio.

Como era de entender, le había entrado el pánico y, así, había encontrado el dormitorio, se había vestido y había salido huyendo. Desde entonces y hasta este momento no había vuelto a hablar con Dellina. La había evitado, había evitado todo lo que pudiera tener que ver con ella y jamás se había permitido volver a pensar en aquella noche. Porque si lo hacía, se vería deseándola otra vez. Y dada la suerte que tenía con las mujeres, era importante mantenerse cerca únicamente de las que estuvieran completamente cuerdas.

Y parecía que Dellina en realidad lo estaba.

Ella abrió la puerta e, instintivamente, él se puso tenso y vio que ahí seguían. Percheros llenos de vestidos blancos cubiertos. Como alienígenas de plástico, colgando y envueltos, a la espera de ser devueltos a su nave nodriza.

–Isabel me paga por guardarle los vestidos –dijo Dellina–. Yo lo haría gratis, pero insiste en darme una pequeña cantidad mensual. No son vestidos míos.

–De acuerdo –Sam intentó ajustarse el cuello de la camisa, pero se dio cuenta de que no la tenía abrochada hasta arriba y que la presión que sentía no era más que el resultado de ser un imbécil. Se aclaró la voz–. Bueno, eso aclara el problema de los vestidos de novia. ¿Pero y eso?

Señaló la pizarra, donde seguía escrito: Diez formas de conseguir que te pida matrimonio, aunque sin sugerencias junto a cada número.

Dellina suspiró y se apoyó contra la pared.

–Es de Fayrene.

Él enarcó las cejas.

–Mi hermana pequeña –aclaró–. Fayrene conoció a Ryan la primavera pasada. Se enamoraron, pero ella no quería casarse porque quería centrarse en su carrera. A Ryan le pareció bien y decidieron esperar cuatro años.

–Entonces, ¿cuál es el problema?

–Que ella ha cambiado de opinión y quiere que le pida matrimonio ya.

Sam esperó, sabiendo que habría algo más.

–Pero Ryan no capta el mensaje –añadió Dellina frotándose las sienes–. Probablemente porque ella no se lo ha dicho. Fayrene no quiere decirle que ha cambiado de idea, cree que eso no sería romántico. Quiere que él lo adivine por sí solo.

–Pues eso no va a pasar. Si Ryan quiere a Fayrene, va a respetar sus deseos por mucho que él quiera casarse antes. No es una buena estrategia.

–Gracias por tu apreciación. Resulta que yo estoy de acuerdo con todo lo que has dicho, pero a menos que eso se lo quieras contar a Fayrene, ahora mismo estás tratando con la persona equivocada. Pero lo que quiero que veas es que esa lista no es mía. Mira, Sam –dijo mirándolo fijamente–, sé que no tienes motivos para creerme, pero no me traigo a casa a chicos que acabo de conocer. Nunca. Aquel Día de San Valentín fue la primera vez que he hecho algo así.

Siguió hablando, pero él dejó de escuchar lo suficiente como para deleitarse con el hecho de que lo había elegido para ser el primer hombre que se llevaba a casa. Sí, de acuerdo, no era algo que pudiera compararse con el descubrimiento de la cura para una enfermedad, pero, aun así, resultaba agradable saberlo. Siguió escuchándola.

–… y cuando te marchaste, no entendía por qué. Pero entonces me acordé de la habitación y supe que te habías asustado.

–Lo cual es comprensible –añadió él.

–Sí, entiendo que es un poco desmoralizador, pero también me podrías haber preguntado qué estaba pasando.

Él pensó en las otras mujeres que habían estado en su vida. En su familia. Si Dellina supiera todo eso, no se esperaría una respuesta racional, pero no sabía nada, y prefería que siguiera siendo así.

–Tienes razón, debería haberlo preguntado. Reaccioné sin más. Era tarde, nos habíamos acostado y esa habitación me aterró.

Ella sonrió.

–Corres muy deprisa.

–He estado entrenando.

Ella esbozó una amplia sonrisa que atrajo su atención a su boca.

–Has hecho un gran trabajo evitándome. Fool’s Gold no es tan grande.

–Ya me he fijado. Estás en muchos sitios. No me lo has puesto fácil.

–No quería –admitió.

–Pues entonces debió de hacerte mucha ilusión enterarte de lo de la fiesta.

–Un poco –respondió ella con gesto picaruelo.

Porque a él le había tocado encargarse de la fiesta y la única organizadora de fiestas en todo el pueblo era Dellina. Por eso había ido retrasando todo lo posible el momento de reunirse con ella.

–Bueno, pues ahora que te has divertido a mi costa, seguimos teniendo un problema que resolver.

–Así es. Score quiere celebrar una fiesta para sus mejores clientes. Tres días de juerga.

–¿Juerga? ¿De verdad acabas de decir eso?

Ella se apartó de la pared y fue hasta el vestíbulo.

–Sabes que sí. Venga, vamos a hablar de todo el dinero extra que vas a tener que pagarme para que pueda organizar todo esto en cuatro semanas.

 

 

Dellina no se había imaginado poder estar tan relajada al lado de Sam, pero ahora que habían hablado del pasado y de la incómoda situación de aquella noche, podían ponerse a trabajar.

Él la siguió hasta su despacho. Por desgracia, no se había esperado tener visita y había montones de papeles por todas partes. En un principio quiso decirle que normalmente iba a visitar a los clientes a sus oficinas o a los lugares de la celebración en cuestión, pero sabía que una de las reglas básicas de su negocio era no disculparse innecesariamente. Ya tendría tiempo para eso si metía la pata en algo.

Fue a quitar una montaña de papeles de una silla al mismo tiempo que lo hizo Sam. Él posó la mano sobre la suya. Instintivamente, lo miró y vio su mirada clavada en ella. Probablemente sería por el abrasador calor, sin mencionar las chispas que saltaron de ese simple contacto. A menos, claro, que fuera ella la única que estaba sintiendo atracción, en cuyo caso, él se estaría pensando qué demonios le pasaba a esa mujer.

Se apartó, como hizo él, y el montón de papeles cayó al suelo.

Dellina miró todo ese desastre.

–Bueno –dijo bordeando el escritorio–. Déjalos. De ahí ya no pasan.

Su despacho se encontraba en la pequeña de las tres habitaciones de la casa. Tenía un gran escritorio en el centro, un par de sillas, dos archivadores, una tablón de corcho en una pared, una ventana y una mesa larga que solía utilizar para almacenar más pilas de papeles. Algún día tendría que inventarse algún método de archivo nuevo.

Se sentó y agarró una carpeta. Etiquetaba los proyectos con colores y el de Score sería carmesí. Uno de los colores de los L.A. Stallions. Pensarlo le hizo sonreír.

–Con respecto a la fiesta –comenzó a decir a la vez que agarraba un bloc–, ¿qué estáis buscando?

–Taryn debe de haberte contado algo.

–Sí, pero quiero asegurarme de tener claro lo que buscáis, así que dime tú –sonrió–. No te preocupes. No me aburrirás si repites lo mismo.

–Eso es muy reconfortante –se recostó en la silla–. Vamos a invitar a veinte parejas, con lo que habrá un total de cuarenta adultos, que traerán doce niños de entre seis y trece años.

Ella comenzó a escribir.

–Entre nuestros clientes se incluyen estrellas del deporte, una productora de ron y una empresa de jet time-share.

–¿Una qué? –preguntó Dellina alzando la mirada.

–Una jet time-share. ¿Jets privados?

–Eso ya sé qué es.

–Con una time-share, alquilas por horas en lugar de comprar un avión entero. Hay una cuota anual de socios. Puedes comprar cien horas, doscientas, lo que necesites.

Suponía que poder tener solo una parte era mejor que tener que pagar un jet entero, siempre que se estuviera en posición de tener que preocuparse por esas cosas, claro. En su caso, ella no volaba mucho y, cuando lo hacía, buscaba ofertas por Internet.

–Otro cliente es una multinacional de cazatalentos –se detuvo como si esperara una pregunta.

–Sé lo que es. Buscan ejecutivos para grandes compañías.

–Muy bien.

Mientras tomaba notas, Dellina pensaba que habría mucho dinero junto en esa fiesta, aunque tampoco era algo que le sorprendiera. Los propietarios de Score eran ricos, tipos triunfadores. O, en el caso de Taryn, una mujer rica y de éxito. Atraerían a clientes como ellos. Se preguntó por qué habrían elegido ubicarse en Fool’s Gold, un pueblo tranquilo y familiar con una obsesión por los festivales. Según Taryn, habían sido los chicos los que habían insistido en trasladarse, lo cual hacía que Dellina se preguntara si habían estado intentando llegar a algo, o alejarse de algo más bien.

Volvió a mirar a Sam. Metro ochenta y cinco, hombros anchos y una constitución esbelta y musculosa. Como pateador, no habría necesitado ser un hombre enorme. Jack y Kenny sí que eran más grandes físicamente. Y aunque prefería el físico de Sam, ignoraría lo bueno que estaba y esas recientes chispas, y recordaría que ese trabajo era una gran oportunidad para ella. Los dejaría alucinados y encantados y conseguiría un buen talón bancario y unas recomendaciones asombrosas.

–La fiesta empieza el viernes por la tarde y dura hasta el domingo por la tarde. Hemos reservado habitaciones en el hotel de esquí.

–¿Cuántas? ¿Y salas de reuniones y demás instalaciones?

–Tengo toda esa información en la oficina. Te la enviaré por correo.

–Genial. Necesitaré copias de los contratos también para poder ver qué esperan ellos y qué esperáis vosotros.

Él apretó los labios.

–He reservado unas habitaciones, no hay ningún contrato.

Ella anotó unas cuantas cosas más y se dijo que no debía hacer ningún juicio. Era la profesional, no él.

–Yo me ocupo de eso –ya había aprendido que era mejor tenerlo todo por escrito, así las sorpresas que podías llevarte más tarde solo serían buenas–. Necesitaréis actividades, comidas y bolsitas de regalos. ¿Queréis actividades separadas para los niños? Supongo que a los padres les gustaría pasarlo bien también solos, al menos, en algunos momentos.

–Claro.

–¿Conferencias, entretenimiento musical? ¿Queréis canguros para los niños?

–No tengo ni idea.

Lo cual implicaba que sus socios y él no habían hablado del tema más que para decir: «¡Ey, vamos a celebrar una fiesta!». La buena noticia era que, así, no había muchas cosas que deshacer y rehacer. La mala era que iban muy justos de tiempo.

–Tenemos cuatro semanas para preparar todo esto –dijo mirándolo de nuevo, que, por cierto, era una tarea complicada. Los rasgos de Sam parecían tallados a cincel, y su oscura mirada era demasiado intensa. Parecía un modelo de perfume para hombres. Y tenerlo sentado ahí tan cerca… No podía reaccionar, ahora estaban trabajando juntos, y eso suponía que lo que había pasado entre ellos en el pasado había sido interesante, pero no relevante.

–Esta semana termino otro proyecto, y después me tendréis a tiempo completo hasta el fin de semana de la fiesta.

Él enarcó una ceja levemente.

–Vamos a necesitar todas tus atenciones durante el evento.

–¿Hasta qué punto te quieres implicar en la toma de decisiones?

–Dirígelo todo por mí. Podemos reunirnos de vez en cuando o, simplemente, puedes pasarte por Score. Yo me aseguraré de estar disponible.

–Haremos las dos cosas –dijo escribiendo más en la lista–. A ver, los contratos para las habitaciones y diseñar un programa de actividades serán mis prioridades. Cobro por hora. Dado que vamos con el tiempo justo, algunos artículos tendréis que pagarlos directamente en efectivo y para otros necesitaré alguna garantía. Y prefiero encargarme de todas las facturas.

–No hay problema. Cuando pases por la oficina, te daré un anticipo. Esta fiesta va a costar mucho dinero. No quiero que tengas que desprenderte de dinero tuyo durante los preparativos por nuestra culpa.

–Gracias –respondió ella pensando que durante su único encuentro íntimo había sido igual de considerado. Él…

«No», se dijo con firmeza. Ni eso volvería a suceder ni ella se perdería en recuerdos de cómo la había acariciado y besado…

–Con esto debería tener suficiente para empezar –dijo soltando el boli–. Nos volveremos a reunir en un par de días y para entonces ya tendré más detalles listos.

–Eso suena a plan.

Ambos se levantaron y ella lo acompañó a la puerta. Durante un segundo se preguntó qué habría pasado entre ellos si Sam no hubiera entrado en la habitación equivocada aquella noche, si hubiera vuelto a la cama con ella.

Probablemente la cosa no habría sido muy distinta, se dijo firmemente al despedirse. Era un exdeportista famoso y ella una chica de pueblo. Dudaba que un hombre como él estuviera buscando algo serio, y ella tampoco lo buscaba, en realidad. Lo que había pasado se limitaba a una aventura divertida y nada más. Aunque, tal como tuvo que admitir cuando él se marchó, sí que era divertido recordarla.