Capítulo III

ROLAND GARROS 2007
Rivales, siempre; enemigos, nunca

«A veces veo jugar a Federer en vídeo y me quedo asombrado al comprobar lo bueno que es. Me sorprende que haya sido capaz de derrotarle.»

RAFAEL NADAL

«Federer es el rival más increíble al que me he enfrentado. Es el mejor jugador de la historia. Nunca había visto a un tenista tan completo», afirma Rafael. «Nadal es un gran jugador. No tengo nada que enseñarle. A veces hace cosas que yo solo puedo soñar. Es muy difícil jugar contra él», replica Roger.

El Madison Square Garden luce su mejor traje, el de las noches de gala. Es 26 de octubre de 1951 y Nueva York entera habla del combate entre el pasado y el futuro. La batalla del tiempo. Ocho asaltos después, Rocky Marciano retira a Joe Louis con un directo de derecha que le manda fuera del cuadrilátero. Lo nunca visto: Joe está noqueado, inconsciente… y Rocky empieza a llorar. No celebra, pena. No sonríe, llora. Y no encontrará consuelo hasta que visite a Louis en el vestuario y le pida perdón: «Lo siento, Joe», voz entrecortada y rostro anegado.

Ha ganado, sí; cada vez está más cerca del título mundial de los pesos pesados, también; pero acaba de tumbar a su ídolo de infancia. Mientras Marciano se ganaba el jornal como cavador de zanjas, jardinero y curtidor de cuero en plena Gran Depresión, su imaginación viajaba a un cuadrilátero con los guantes de Joe Louis protagonizando sus sueños. Años después, el boxeo le colgó una etiqueta exclusiva: campeón invicto de los pesos pesados. Rocky Marciano nunca, jamás, perdió un combate.

No se engañen. Las grandes rivalidades deportivas suelen estar marcadas por la polémica, el insulto y el deseo de venganza. Incluso el anhelo de victoria acaba siendo menor que el ansia de ver a tu rival derrotado. Frazier y Ali, Senna y Prost, Harding y Kerrigan. «Perseguiré a ese hijo de puta de Borg hasta el fin del mundo. Le esperaré y le acosaré en cualquier sitio. Cada vez que mire a su alrededor verá mi sombra», vociferaba Jimmy Connors. «Solo hay un número uno. Es un lugar solitario, pero tiene las mejores vistas, así que salgo a la pista para machacar a mis enemigos».

Sin embargo, hay excepciones marcadas por el respeto mutuo y la admiración recíproca. Rivales que se enfrentan, sí; adversarios que compiten, siempre; enemigos que se odian, nunca. Dos deportistas separados por una red y por sueños contrapuestos, pero unidos por un cantar de gesta recitado a medias, una epopeya que viajará de generación en generación entonada entre susurros de misticismo y murmullos de admiración. «Federer y Nadal personifican la decencia y el juego limpio en el deporte», resuelve The Times.

—Hemos pasado mucho tiempo juntos, quisiéramos o no.

—¿Y tú querías, Roger?

—Sí, ahora sí. Al principio era como: «Oh, otra vez Rafa Nadal. Ese chico es muy bueno». Pero han sido muchas horas en muchos vestuarios hasta el final de los torneos y no vas a evitarle. Hemos creado una buena amistad. Juego limpio fuera y dureza en la pista, como debe ser.

«Por supuesto. Siempre que nos hemos enfrentado ha sido en partidos importantes, casi siempre en finales. Pero eso no nos ha afectado fuera de la pista y por eso tenemos una relación fantástica», añade Rafael entre risas en un reportaje de ATP Uncovered.

Allá por 2004 Miami les unió y la eternidad les esperó. Nadal empezó temiendo: «Tenía la preocupación de que él pudiera ganar 6-1 y 6-1, o 6-1 y 6-2, pero tenía ganas de jugar este partido porque suponía competir ante el número uno del mundo. Salí a la pista con actitud positiva, no con una actitud de “oh, intentemos ganar un juego”». Y Federer terminó perdiendo: «He oído hablar mucho de él y he visto algunos partidos suyos. No creo que esto sea una gran sorpresa para todos». Intuía que era la primera… y la eterna penúltima derrota.

Nacía una rivalidad inmortal. Cuenta L. Jon Wertheim, de Sports Illustrated, que en su tercera visita a Basilea, en 2005, Nadal no pudo participar en el torneo por lesión y Federer se acercó a su habitación de hotel solo para saludarle y preocuparse por su estado. Por entonces, ambos chocaban los cinco cuando se veían e, incluso, el español sorprendía al suizo con un apelativo cariñoso.

—¿Qué tal, Rafa?

—¿Cómo estás, Rogelio?

Admiración profunda disfrazada de afecto divertido. «Roger es el jugador perfecto. Saque perfecto, volea perfecta, derecha superperfecta, revés perfecto, muy rápido en la pista… Todo es perfecto». Quién mejor para cerrar el récord más impresionante de Nadal…

—De tus tremendos logros, ¿cuál crees que es tu mejor hazaña?

—81 victorias consecutivas en tierra. Son muchas. Es mi récord más impresionante. En muchos partidos pasas momentos difíciles y no en todos los torneos ni en todos los partidos estás jugando bien. Eso es evidente, pero sigues ganando partidos muy difíciles. Ochenta y uno son muchos días terminando con un triunfo.

—¿En algún momento estuviste a punto de perder durante esos ochenta y un partidos?

—Muchas veces. 0-3, 40-15 y doble break contra Coria en el quinto set de Roma. Contra Nieminen en Barcelona estuve 4-6 y 1-4. Contra Roger en Roma, 1-4 en el quinto o 4-5 y 15-40, es decir, dos puntos de partido…

El 11 de abril de 2005 Nadal derrotó a Gael Monfils en Montecarlo. El 19 de mayo de 2007, a Lleyton Hewitt en Hamburgo. Entre medias, ochenta y un triunfos consecutivos sobre arcilla. Trece títulos sin mácula. Trece campeones de Grand Slam arrodillados. Cinco victorias ante Roger Federer… hasta que perdió.

Volvamos al Am Rothenbaum de Hamburgo. Por primera vez Rafael ha decidido no llegar a Roland Garros con dos semanas de descanso: este año jugará en Alemania. Más de 13.000 espectadores quieren agradecérselo en persona en la gran final. Enfrente, el número uno del mundo. Enfrente, el artista que disfrazó la raqueta de pincel. Enfrente, «el vendedor de plumas», al traducir su apellido del alemán antiguo. Enfrente, Federer.

Antes del partido, ambos coinciden en la sala de fisioterapia. Es pequeña, sin escondites, pero Rafael y Roger no entienden de miradas esquivas y tensión previa al duelo. «Un rato después estaríamos haciendo todo lo posible por machacarnos en el encuentro más importante del año, pero éramos amigos además de rivales», afirma en Rafa, mi historia sobre la espera antes de la pelea por el título de Wimbledon 2008.

Rafael se ajusta todos sus vendajes. Roger apuesta por un masaje que active los músculos para la batalla. Ambos charlan. «Tan tranquilos. Estaban los dos solos, a su bola», recuerda un testigo de la escena, imposible entre adversarios encarnizados de otras épocas o deportes. «Otros rivales deportivos pueden odiarse a muerte fuera de la pista; nosotros, no. Nos caemos bien», asienten ambos.

Nadal sabe que ha derrotado a Federer en las cinco ocasiones que han pisado tierra batida, pero el cansancio de Rafa, más mental que físico, y el talento de Roger tampoco entienden de precedentes. Manda el español, como tantas otras veces: set arriba y dos pelotas de rotura a favor. Reacciona el suizo, como nadie esperaba: repaso y rosco. 6-2, 2-6 y 0-6. Federer gana… y Nadal pierde.

«Si tenía que perder contra alguien, ése era Roger», reconoce Nadal. «Yo las derrotas las acepto bien. En toda mi carrera las he aceptado y las seguiré aceptando, porque la derrota es nuestra compañera de viaje. Cada semana solo gana uno, o sea que te vas más semanas perdiendo que ganando. Con lo cual tienes que acostumbrarte a vivir con nuestra compañera la derrota», asume Rafael.

Adiós… Perdón. ¡Hasta siempre! a la racha de ochenta y un victorias consecutivas en tierra batida. Quimérica, sin duda. Ilusoria, incluso. Irrepetible, a buen seguro. Digna, en definitiva, de un gesto que retrata a Rafael y sorprende a Roger.

—Beni, tienes que hacerme un favor, que a mí me da vergüenza.

—Claro, Rafa, ¿qué quieres?

—Tienes que pedirle la camiseta a Federer.

—¿Ahora?

—Sí, sí. ¿Pero usada, eh? Una de las de hoy.

«En el tenis nunca se cambian camisetas, nunca lo ha hecho nadie, pero Rafa es muy futbolero y colecciona cada camiseta que le ha regalado cualquier deportista. Tiene un montón de fútbol, de rugby, de cricket…», explican desde el equipo del manacorense. El encargo recae en Benito Pérez-Barbadillo, su jefe de prensa, que trabajó en la Asociación de Tenistas Profesionales (ATP) hasta finales de 2006 y tiene confianza con Federer.

—Roger, necesito que me firmes una camiseta para Rafa.

—¿Cómo?

El suizo pone cara de asombro.

—Que Rafa quiere una camiseta tuya de recuerdo. Y le da corte pedírtela…

—¡Claro! Encantado. Espera que saco una nueva.

—No, no. Rafa me ha insistido en que quiere una de partido, una de verdad.

—¿Así? ¿Sudada?

—Sí, una con la que hayas jugado este partido. Auténtica.

Federer acepta el encargo e idea la dedicatoria. Sencilla y admirativa: «81. Felicidades por un récord increíble e inalcanzable. Roger». El rotulador serigrafía nueve palabras esclarecedoras y el suizo solo pone una condición: se la llevará en persona a Rafael. Así sucede, y la sorpresa inicial de Nadal al verle entrar en el vestuario muta en sonrisas con las que cerrar un duelo antagónico.

Mientras toda la prensa internacional intenta explicar la primera victoria de Federer en tierra batida, mientras el mundo entero se pregunta qué significa el fin de la racha de Nadal una semana antes de Roland Garros, Roger y Rafael solo se ríen. Juntos, nunca revueltos. Tiempo habrá para pensar en París… el que necesitan para llegar a la sala de prensa, concretamente.

«¡Por fin! ¡Por fin he podido jugar bien contra Rafa! He conseguido jugar el tenis que hace falta para ganarle», se congratula Federer. «Creo, de verdad, que esta victoria sobre tierra batida puede ser un punto de inflexión. Va a ser interesante ver qué pasa con nosotros dos en Roland Garros», continúa. «Esto es un cambio. Absolutamente», sentencia.

«He perdido. Ahora me toca empezar otra racha…», avisa, a la contra, Nadal. ¿Cumplirá? Por primera vez en su carrera llega a la capital francesa con el contador de victorias en tierra a cero. Tras una derrota, algo nuevo. Mientras tanto, Rafael se ejercita con un monopatín para simular los deslizamientos de la tierra batida y paga cincuenta euros por dos horas de entrenamiento en un club privado a las afueras, ya que la insistente llovizna exige un techo que resguarde la pista.

Hasta que cesa la lluvia y empieza la tormenta. Sin compasión, caen Del Potro, Cipolla, Montañés y Hewitt. Sin camaradería, cae Moyá. «En la pista será un rival. Ahí no hay amigos. Todos te intentan quitar el dinero, los puntos y el partido. Un amigo no haría eso», bromea Charly antes del partido de cuartos de final, consciente de que hay mucha verdad en su chanza y de que la derrota es el destino que le espera: 6-4, 6-3 y 6-0, rosco incluido como muestra de respeto.

Sin piedad, cae Djokovic, aunque desde Hamburgo soñase con sus opciones: «Federer ha batido a Nadal en tierra. ¡Eso nos da confianza a todos! Ya sé lo que hay que hacer. La gente espera que llegue a la final, pero voy a dar lo mejor de mí mismo para pararle. Yo creo en mí. Creo que puedo ganarle». Horas después mira al marcador e intuye el destino que le aguarda, ad eternum, en la arcilla de París: 7-5, 6-4 y 6-2.

Nadal, sin ceder un solo set, está de nuevo en la gran final. Federer, cargado de moral, está de nuevo al otro lado de la red. ¿Y Rafael? Nada más terminar de entrenar, justo antes del duelo definitivo y rodeado de periodistas, Rafael confiesa un secreto: «Llevaba 81 partidos sin perder y me hacía ilusión tener la camiseta del hombre que me ganó. Y más si es de Federer…».

Pero ya no estamos en Hamburgo y sin paliativos, cae Federer. Desquiciado, tras 17 bolas de rotura a su disposición y una sola concretada: 6-3, 4-6, 6-3 y 6-4. Caen todos, gana uno. Siete partidos, cinco triunfos ante campeones, presentes o futuros, de Grand Slam: Juan Martín Del Potro, Lleyton Hewitt, Carlos Moyá, Novak Djokovic y Roger Federer. Tercera Copa de los Mosqueteros y tercer póquer consecutivo: Montecarlo, Barcelona, Roma y Roland Garros. «Ahora me toca empezar otra racha…». Dicho en Alemania y hecho en Francia.

Federer se aleja, por segunda vez, de dominar las cuatro fronteras del tenis al mismo tiempo: Melbourne, Londres y Nueva York sometidas, París rebelde. «He jugado tres muy buenos Roland Garros, pero vino Rafael y los ganó. Hoy mereció ganar. Puedo vivir con ello». De nada sirve ser el monarca indiscutible de la raqueta si Roland Garros no se somete a la voluntad regia. «No puede importarme menos cómo jugué los últimos diez meses o los últimos diez años. Yo quería ganar este partido y no he podido». Nadal, indómito.

Yo quería ganar este partido y no he podido… Como en Miami, hace tanto tiempo. Como en París, ahora y siempre. «Porque Federer no es Federer contra Nadal», radiografía Carlos Moyá. Y lo explica: «Cada jugador tiene su némesis, un jugador contra el que no le gusta jugar, y está muy claro que Rafa es el antiFederer. Si Rafa no existiera, pensarías que no existe el jugador prototipo que pueda ganar a Federer. Pero si pensases “¿cómo se le puede ganar?”, harías un Rafa. Que corriese sin parar y sobre todo que tuviese esa derecha, que le duele muchísimo. Y Federer, a lo largo de los años, no ha encontrado, tácticamente, la manera de frenar ese golpe».

Esa derecha cruzada sobre el revés a una mano de su rival, «un gigante de seis metros», en la definición, certera, de Nico Almagro. «Seguro que lo ha intentado, que ha probado mil y una maneras, pero tú ves a Federer jugando contra Rafa y ves que no es Federer. Está incómodo, pega cañas, resta a Karlovic increíble y con Nadal le cuesta… Hay un tema de incomodidad total. Le molesta, y punto», remata Moyá.

Eso, dentro de la pista. ¿Y fuera de ella? «Más que amistad, hay mucho respeto. Rafa respeta la grandeza de Federer: cómo juega, su elegancia, lo grande que es. Y Federer respeta todas las veces que Rafa le ha ganado. Es una rivalidad muy grande, en la que han jugado muchísimas finales de Grand Slam [ocho], más que ninguna otra rivalidad en toda la historia, y la relación no es como Agassi y Sampras, Becker y Edberg, Borg y McEnroe, Connors… Esta ha sido la más sana y se han respetado siempre muchísimo tanto dentro como fuera. Ha habido mucha cordialidad. No lo llamaría amistad, porque no les he visto cenar o jugar a la Play juntos, pero sí que cada uno respeta la grandeza del otro».

Sirvan como ejemplo de ese respeto (y del carácter de Rafael) una respuesta y unas lágrimas. Dos años después de la escena de Hamburgo, cuando Nadal sufrió su única derrota en Roland Garros, en pleno desencanto, recibió una pregunta atinada…

—Si no queda ningún español, ¿te gustaría que ganase Federer?

—Sí, eso sería genial. Ha intentado ganar durante muchos años y ha tenido muy mala suerte perdiendo tres finales y una semifinal. Si alguien lo merece, es él.

Deseo sencillo. Sin adornos. Desde el corazón. Tanto que unos días después, cuando Roger se coronó por fin en París, lejos, en Manacor, Rafael lloró. Como Rocky Marciano medio siglo antes. Se lo contaría, tiempo después, a L’Équipe: «Lloré cuando Federer ganó Roland Garros. Me emocionó. Se merecía ganar un día ese torneo. Merecía ganar los cuatro Grand Slam».

Son Rafael y Roger. «Rafa» y «Rogelio». Rivales, siempre; enemigos, nunca. «Si no hubiera salido yo, habría salido otro. El tenis nunca es aburrido. Si Federer hubiera conseguido 24 títulos del Grand Slam sería porque se lo merecería. Realmente, a mí las cosas me han ido muy bien durante estos últimos ocho años, pero a Federer le ha ido increíble. A mí me ha ido bien que haya estado Federer. Y a Federer, creo, le ha venido bien que estuviera yo», reconoce Nadal en El País.

«¿Si Rafa puede batir mi récord de Grand Slams? Sí, creo que sí. Es un tenista asombroso y lo ha hecho tan, tan bien durante estos años… Apareció como un chico que solo podía ganar en tierra batida y lo siguiente que supimos es que había ganado Wimbledon, US Open y Australia. Lo que ha conseguido es muy, muy impresionante. Es un gran campeón, grande para el tenis, y ha sido bonito compartir el número uno o el dos durante tanto tiempo», responde Federer en El partido de las 12, de la Cadena COPE.

«Siento una conexión especial con Rafa. Gracias a nuestro respeto mutuo, nuestra rivalidad siempre ha sido positiva y ojalá sirva de ejemplo para los jóvenes jugadores. Podemos estar orgullosos». Gracias, Roger.

«Roger y yo somos rivales, sí, pero no de los que se odian, sino de los que se respetan.» Amén, Rafael.

Lo ganó el 10 de junio de 2007,
pero todo empezó mucho antes…

—Enhorabuena, Richard.

—Muchas gracias, papá.

—Has hecho un gran partido para estar en la final.

—Sí, pero te diré algo: él es un gran luchador.

Tarbes, Francia. 1999. Richard Gasquet acaba de firmar el pase a la última ronda de Les Petits As, el prestigioso torneo de categoría sub-14 donde se encuentran muchos de los nombres que más tarde coparán la élite del circuito profesional de la ATP. Entre la lista de ganadores de ediciones pasadas figuran campeones de Grand Slam como Juan Carlos Ferrero, Michael Chang o Richard Krajicek. En esta edición participan los jugadores nacidos entre 1985 y 1986.

Entonces el francés solo tiene 13 años, pero el criterio suficiente para hacer una reveladora valoración a su padre, después de bregar y triunfar en la pista dura cubierta del sur de su país ante un español de su misma edad por 6-7, 6-3 y 6-4. Ese «gran luchador» del que hablaba Gasquet era Rafael Nadal. «No lo conocía cuando jugamos en Tarbes. Ya luchaba mucho, ya corría a por todo y recuerdo que gané 6-4 en el tercer set. Le dije a mi padre eso después del partido. Y no mentí. Estaba en lo cierto. Con el tiempo se ha demostrado que ha sido uno de los jugadores más grandes en la historia de este deporte», recordará el de Béziers años más tarde, con el doble de edad a sus espaldas.

Por aquellas fechas el tenis francés andaba preocupado en la búsqueda de un talento de futuro que les garantizase soñar con un nuevo triunfo en Roland Garros, como en 1983 lo había logrado Yannick Noah, el único jugador local capaz de ganar en la Era Open. Richard Gasquet es solo un adolescente, pero ya recibe todos los elogios, halagos y reconocimiento de la prensa nacional e internacional. «¿El campeón que Francia está esperando?», se preguntó Tennis Magazine en la portada de su edición gala cuando Richard apenas tenía ¡nueve años!

Para muchos, el maravilloso revés a una mano que empuña con su derecha tiene mimbres suficientes para aspirar a ser el número uno del mundo. Mucho más después de eclipsar a sus compañeros de generación, conquistando el título en Les Petits As. Después de la derrota en Tarbes, el francés se convirtió en una pequeña obsesión para Rafael. En un referente que superar. En el objetivo a batir. Si Richard era el mejor jugador del mundo de su edad, él marcaba el listón a rebasar y no iba a descansar hasta conseguirlo.

Solo tres años más tarde de su primer encuentro, con los dieciséis recién cumplidos, Gasquet ya lucía un Challenger y dos títulos de categoría Futures en su palmarés. Además, en esa misma temporada ya se había estrenado en su primer Grand Slam en Roland Garros gracias a una invitación, era el número uno del mundo de categoría júnior y su ránking se encontraba cerca del Top 150 de la ATP.

Por su parte, a Rafael todas estas conquistas le quedaban aún un poco lejos. Los estudios habían retrasado su presencia de manera regular en ese tipo de torneos y en el verano de 2002, aunque ya había sumado sus dos primeros títulos profesionales en los Futures de Alicante y Vigo, todavía se encontraba en la posición 460 de la clasificación mundial, disputando otro campeonato de esa misma categoría en Irún.

Nadal había viajado al Club de Tenis Txingudy con muchos de sus compañeros de las Islas Baleares como Bartolomé Salvá o Marc Marco. Aún no tenía ránking suficiente para ser cabeza de serie, pero su cartel de futura promesa lo convertía en uno de los temas más recurrentes en las tertulias durante los tiempos de espera entre partidos y entrenamientos en el club. Reunidos en un corro, el juez árbitro del torneo testó la ambición de Rafael:

—Oye, Rafa. Gasquet está 180 y tú, 400.

—Ya, ya.

—Tú juegas Futures y él gana Challengers.

—Que sí, que sí, tranquilo. Ya llegaré.

La última frase sonó como amenaza, pero sirvió como advertencia. «En esa época no es que Nadal estuviera estancado, pero Gasquet se había distanciado mucho. Existía una rivalidad, aunque Rafa aseguraba que no le preocupaba. “Ya llegaré”, nos decía, porque estaba convencido de que iba a llegar. Todos vimos que lo tenía muy claro, pero era muy humilde», confiesa Iván Esquerdo, otro de los jugadores que tomó parte del cuadro final en esa edición del torneo de Irún.

Apenas pasaron cuatro meses desde aquella conversación y Nadal ya había recortado considerablemente la distancia en la clasificación mundial con Gasquet. A comienzos de 2003, solo cincuenta posiciones les separaban y el español contaba con un ránking suficiente para poder entrar directo al cuadro final de los Challengers (Top 200). En febrero de ese año, Rafael y Richard volvieron a encontrarse en un mismo torneo en Belgrado, aunque esta vez el destino no los cruzó en el camino. Sí lo hizo, en cambio, con Tati Rascón, el único compatriota que también eligió los Balcanes como destino para competir durante esa semana.

Tanto Nadal como Rascón habían resuelto con victoria sus partidos de estreno. En la siguiente ronda, al primero le esperaba el israelí Amir Hadad; al segundo, Richard Gasquet. Acompañados por Jofre Porta, que ejercía como entrenador del balear en la capital de la antigua Yugoslavia, pasearon por sus calles para contemplar una ciudad destruida por la guerra y compartir su visión de la vida y el tenis.

Quince años separaban a los dos jugadores en sus partidas de nacimiento, algo de lo que nunca quedó constancia en la conversación. «Durante ese torneo hablamos bastante y tuvimos la oportunidad de compartir muchos momentos. Estábamos en el mismo hotel, jugábamos a la Play… En este tiempo pude ver su determinación y lo maduro que era para su edad: era muy profesional y lo tenía todo muy claro. Parecía que estabas hablando con un tío que llevaba muchos años en el circuito», desgrana Rascón.

«Fuimos a ver edificios que estaban completamente destruidos. Durante esos ratos que estuvimos juntos, hablábamos mucho del conflicto bélico, pero también me interesaba saber cómo pensaba un jugador como él. Yo le preguntaba por todo: cómo se veía en el tenis, sus posibilidades, su coherencia, su determinación…», continúa. Además, durante el paseo hubo tiempo para hablar de una preocupación común: Richard Gasquet.

—Tati, ¿has visto con quién te toca en segunda ronda?

—Sí, claro, con Gasquet.

—Pues ya sabes… ¡A este le tienes que ganar!

«Rafa tenía el objetivo muy claro de poder pasar a Gasquet, que siempre estuvo por encima de él hasta los 16 años», apostilla Rascón. Después de resolver su acceso a cuartos de final sobre la moqueta cubierta balcánica, Nadal acudió a la pista donde su compañero de hotel trataría de seguir sus pasos.

— ¡Venga, Tati, que lo podemos sacar!— se desgañitaba desde un lateral.

En cambio, la primera manga se decantó en el tie-break del lado del francés. «Rafa me animaba, me decía cómo poder jugarle, pero me estaba dando una paliza de cojones. Se mantuvo en la esquina todo el rato viendo mi partido, pero a medida que se dio cuenta de que iba perdiendo las opciones, se fue relajando», describe aún con una sonrisa Tati, que también cedería el segundo parcial. Y el partido.

En Belgrado, Nadal se quedó en cuartos de final y vio cómo Gasquet llegaba hasta las semifinales. Sin embargo, a las puertas de la edición de Roland Garros de ese mismo año, Rafael ya había logrado su objetivo: superar a Richard en el ránking. Y, lo más importante, estrenar su condición de Top 100, algo de lo que el francés aún no podía presumir.

Faltaba un último reto por cumplir: demostrar que también era mejor sobre la pista. Unos meses más tarde le llegó la oportunidad en el Challenger de San Juan de la Luz (Francia), pero una inoportuna lesión se encargó de estropearlo todo y, en mitad del partido, Rafael tuvo que abandonar cuando perdía 6-2. Estuvo cerca de ocurrir lo mismo un año más tarde, en Estoril 2004, en el primer envite en el ATP Tour entre el español y el francés, en el que Nadal se llevó la victoria a cambio de un precio demasiado alto: sus opciones de estrenarse por primera vez en Roland Garros. Una grave fractura por estrés en el pie izquierdo empañó aquel triunfo, obligándole a retirarse del torneo.

«Cada vez que juego contra él, me lesiono. La primera vez tuve que abandonar por lesión y la segunda me tuvieron que sacar de la pista porque no podía ni caminar», se lamentaba antes del tercer partido frente a frente en Montecarlo 2005.

—Esta vez puedes estar tranquilo —le recordó un periodista tras su segunda victoria ante Gasquet.

—Vamos a esperar dos horas a ver si tengo algún problema —contestó entre risas—. Pero sí, estoy feliz porque es el primer partido que juego contra Richard y no me lesiono.

Para su primera puesta en escena en Roland Garros esa misma temporada, el destino le había preparado una nueva encrucijada. Otra vez con su enemigo íntimo de infancia como protagonista y en territorio francés. Antes de su cuarto enfrentamiento cara a cara, esta vez en la tercera ronda de París, el público francés jaleó el nombre de Gasquet durante la victoria de Nadal contra Xavier Malisse. Dos días más tarde repetiría el resultado ante el joven héroe local.

«Es cierto que hoy me he quitado un peso de encima, lo confieso». Como había ocurrido en Estoril y Montecarlo, Rafa se había apuntado el triunfo. Y así sería cada vez que se encontrase con el galo al otro lado de la red. Ya fuese en Shanghái, Pekín, Nueva York o París. En un Grand Slam, Masters 1000 o Masters Cup. En cualquier decorado o lugar del mundo, la balanza siempre se decantaba hacia el mismo lado.

«Nadal lucha por cada punto, corre a por todas las bolas. Es su fuerza. Además, pega muy fuerte a la pelota y no falla nunca. Por suerte, solo hay un Nadal en el circuito. De lo contrario, no sería fácil dedicarse a esto», definirá Richard, resignado, cuando acumule trece derrotas como profesional ante el español. «Es un jugador muy duro, un tenista monstruoso».

Las tornas se invirtieron y Rafael pasó a marcar el camino. «Por supuesto que estoy celoso de Nadal. Ganó Roland Garros tantas veces... Preferiría haber sido yo, pero no me ha ido tan mal. He sido siete del mundo y tengo bastante suerte de estar donde estoy en la vida. Soy bastante feliz, pero por supuesto habría preferido estar en el lugar de Nadal en términos tenísticos. Es lógico. Simplemente admiro lo que ha hecho».

La única victoria de Gasquet se remonta a aquella tarde de 1999 en Tarbes y para que no se esfume de su memoria recurre a Internet. «He visto este partido en YouTube unas cuantas veces. La gente habla de ese vídeo, cuando jugué contra Rafa. Puedo ver que le estoy ganando, aunque a veces ni me lo creo», bromea el francés. «Es bueno ganar un sub 14, pero es mejor ganar como profesional y no lo he hecho. Pero la vida es larga, ¿eh? Ya veremos…», continúa Gasquet para declarar: rivales, siempre.

«Es agradable, muy buena persona y uno de los jugadores a los que me siento más cercano porque somos de la misma generación. Tenemos buen feeling. Es genial ver a un jugador como Richard. Crecimos de una manera similar y jugamos cuando éramos niños», concluye Nadal para aclarar: enemigos, nunca. Ayer, Rafael y Richard; hoy, Roger y Rafael.