Capítulo IV

ROLAND GARROS 2008
¿Un campeón de Roland Garros sexagenario?

«El superpoder más grande que un ser humano puede tener es la humildad.»

NOVAK DJOKOVIC

Este es un resultado que va a dar la vuelta al mundo. ¿Piensas que vas a tener colapsado el teléfono esta noche con llamadas y felicitaciones?

—No creo, porque son las cuatro de la madrugada en España y todo el mundo está durmiendo. Mañana los periódicos no tendrán la noticia. Pero, sí, quizás esté en Internet y en el teletexto…

Y en las radios. Y en las televisiones. Y en el boca a boca. Y en el corazón de todos sus compatriotas. Es 28 de marzo de 2004 y en Miami, Rafa Nadal, diecisiete años y 299 días, acaba de derrotar por primera vez, nunca la última, a Roger Federer, número uno del mundo. Rafael cree que su nombre, que ya circula por las redacciones de todo el planeta, apenas saldrá en el teletexto.

Es 3 de diciembre de 2004 y en Sevilla Rafa Nadal, dieciocho años y 185 días, acaba de derrotar a Andy Roddick, número dos del mundo, y sitúa a España a una sola victoria de la Copa Davis. «Nace una estrella», titula El País. «No es ningún secreto que tiene un futuro muy, muy brillante. De vez en cuando surge gente hecha para jugar grandes partidos y Rafa es un jugador de grandes partidos», confirma Roddick. «Bueno, a ver si nos vemos pronto. Venga, hasta luego», acierta a balbucear Rafael con la Ensaladera ya conquistada.

Así es él. Quizás porque muy pocos días al año su vida le regala sus tres sencillas exigencias: «Me vale con levantarme, ver el mar y dormir en mi cama». Quizás porque, a cambio, no se cansa de cumplir su mantra vital: «Pegamento en los pies. Yo, siempre, con los pies en el suelo». Y de paso, su lema deportivo: «En este deporte no puedes pararte. Tienes que mejorar siempre y estar preparado para trabajar con humildad e ilusión cada día. Cada día». Pies en el suelo. Humildad. Ilusión. Cada día.

«Tienes que comprender que la diferencia que hay entre la capacidad de un cabeza de serie y la de otro es insignificante, prácticamente nula, y que lo que decide los partidos que disputan es un puñado de puntos», opina Nadal en Rafa, mi historia. «Cuando digo, al igual que Toni, que gran parte de la razón de mi éxito se debe a mi humildad, no estamos vendiendo la imagen de un timorato, ni haciendo relaciones públicas en plan listillos, ni dando a entender que soy un tipo muy equilibrado y moralmente superior. Comprender la importancia de la humildad es comprender la importancia de conseguir un estado de máxima concentración en las etapas cruciales de un partido, saber que no vas a pisar la pista y ganar solo con el talento que Dios te ha dado», se justifica Rafael.

Sí, a menudo Rafa Nadal recibe críticas por respetar más de la cuenta a sus rivales. Francis Roig, siempre a su lado, lo explica con una conversación esclarecedora:

—Rafa, juegas contra el 80 del mundo. Eres favorito.

—¿Favorito? Si juego bien, creo que tendré que ganar, sí. Pero no me considero favorito…

—¿Me estás tomando el pelo?

—No. Es joven y tengo posibilidades de ganar, pero él también.

«Otro te diría: “No pierdo ni de coña”. O al menos: “Lo normal es que gane”. Rafa, no. En el deporte hay sorpresas, pero en tierra batida tiene que pasar algo gordo para que pierda, así que te quedas un poco alucinado con la prudencia que tiene», continúa Roig, con ejemplo incluido: «Si yo soy tu entrenador y tú, número uno del mundo, te diré: “Oye mira, si vas 6-2 y 4-1, en el primer punto del siguiente juego presta atención”. Pero tú, cuando estés en la pista, ni te acordarás de eso. Pensarás que el partido ya está muerto. En cambio a Rafa no le hace falta que le diga que dé importancia a ese punto. Siempre ve la posibilidad de que se pueda complicar el partido».

Carlos Moyá remata la explicación: «Rafa es bastante humilde y siempre respeta mucho al rival. Siempre piensa que su adversario juega muy bien y puede perder. Si lo ves desde la primera ronda, ya sale al cien por cien. Djokovic y Federer dosifican, y si tienen que perder un set, pues lo pierden. Rafa, si lo pierde es porque no ha jugado bien y el otro ha jugado muy bien, pero sale a tope desde el principio».

Y a tope salió desde el primer hasta el último partido en aquel Roland Garros de 2008. Intratable. Solo la lluvia, por momentos, pudo frenar su juego. Bellucci, Devilder, Nieminen, Verdasco, Almagro, Djokovic y Federer. Siete rivales, demolidos: veintiún sets disputados y doce de ellos terminaron 6-0 o 6-1 para Nadal. Un récord, reeditado: por primera vez desde que lo hiciese Björn Borg en 1980, el campeón en París no ha cedido un solo parcial. Y dos momentos, ilustrativos.

Cuartos de final y el marcador refleja un 6-1, 4-1 y deuce. Buen saque de Almagro que Nadal convierte en un resto directo que besa la línea lateral. «Oh, là, là», se escucha al instante en la narración de Eurosport Internacional. Nico elige una mueca a medio camino entre incredulidad y resignación, mira a su palco y capitula: «Va a ganar Roland Garros cuarenta años seguidos. Va a tener 65 años y va a seguir ganando Roland Garros. ¡Con 65!». Hipérbole… ¿O premonición?

Cinco días después, la gran final aguarda, y Toni y Rafael se reúnen, como siempre, en el vestuario:

—Hoy, al nivel que estás, creo que podrías jugar a Federer de tú a tú.

Por primera vez en la carrera de ambos genios, Toni ve superior tenísticamente a su pupilo.

—Pero sigamos con la táctica de siempre: atácale a su revés.

Efectivamente, aquella tarde Nadal fue superior. Muy superior. 6-1, 6-3 y 6-0, aún hoy, uno de los dos roscos que ha encajado Roger en sus 327 partidos de Grand Slam (el otro fue en su debut en Roland Garros con diecisiete años ante Patrick Rafter). En apenas 108 minutos. Con ocho breaks y pelotas de rotura en todos los saques del suizo, menos en uno. Nunca un número uno entregó una final en un grande con tan pocos juegos en el haber. Jamás se vio a Rafael, y a su equipo, celebrar tamaño triunfo con tanta moderación.

«¡Vaya paliza!», se escucha en la grada. «Ha dominado a todos en estas dos semanas y hoy estuvo supremo», simplifica Federer. Así que la prensa internacional pregunta a Nadal…

—¿De verdad no te sientes el mejor jugador del mundo ahora mismo? ¿No te sientes el número uno?

Y responde Rafael:

—No, no. Me siento el número dos porque soy el número dos. Y estoy más cerca del tres que del uno.

«En todo el circuito, más allá de los tenistas españoles, es un jugador que despierta halagos. Se le idolatra, pero no solo por lo buen jugador que es, sino porque es una persona normal y corriente. Y los jugadores tan buenos, e incluso los no tan buenos como él, esa sencillez y esa humildad no la tienen. Rafa, sin duda, la tiene», radiografía Pablo Andújar, uno de esos admiradores que se visten de rivales cuando la red les cruza. «Es que es así. No se siente superior a nadie. Es supernormal», concuerda Francis Roig.

Tan normal, que esquiva los aviones privados, especialmente si los paga el erario público, y no rehuye las aerolíneas más modestas: «Sigue volando con compañías de bajo coste sin ningún problema hoy en día. No es una cuestión de una compañía u otra o de ir mejor o peor. “¿Cuál es el primer vuelo que sale para Palma? ¿Y para Barcelona?”. Y se va en el primer avión con toda su familia», cuentan desde su equipo.

De hecho, ningún pasajero habrá olvidado lo que sucedió en aquel vuelo vespertino de la compañía EasyJet que unió Niza y Barcelona el 27 de abril de 2008, apenas un mes antes de que Rafa Nadal mordiese su cuarta Copa de los Mosqueteros. El manacorense se había coronado en Montecarlo en ambas disciplinas, individual y dobles, y quería volver pronto a casa para tener algo de tiempo libre antes de disputar el Conde de Godó.

Sin perder tiempo se dirigió desde el Monte-Carlo Country Club hasta el aeropuerto de la ciudad francesa y cumplió con la rutina de un viajero cualquiera. Facturó su equipaje, se dirigió a la sala de embarque e hizo cola para comprarse una bebida y un bocadillo… El problema es que el resto de clientes aún no se han recuperado de su asombro. Y ya en el avión quiso colocar sus pertenencias en el portaequipajes… El problema es que la gran copa plateada que había ganado horas antes en la arcilla monegasca no entraba. Lo intentó y lo intentó, pero aún se escucha la ovación y las risas del resto de pasajeros acompañadas por la sonrisa avergonzada de Rafael.

Precisamente en un avión, camino de Shanghái y junto al asiento 29C que ocupaba el manacorense, tuvo lugar una conversación con otro pasajero que recoge Sports Illustrated.

—Hombre, Rafa. ¿Qué haces por aquí?

—Pues nada, escuchando música.

—¿Y cómo es que no viajas en primera clase?

—Porque suena igual aquí que allí.

Excepcional, al menos entre los deportistas de primer nivel, es también su facilidad para firmar autógrafos: «Es cierto que no es posible hacer feliz a todo el mundo, pero lo que está en mi mano es hacer feliz a cuantos más pueda, especialmente si son niños. Para ellos, un autógrafo o una fotografía significan muchísimo. Simplemente es mi forma de dar las gracias por el cariño y el apoyo que me dan. Me ayudan mucho cuando lo paso mal». Firma o posa, sea cual sea el momento. Wimbledon 2008 le ofrece fama eterna y The Washington Post narra normalidad diaria: «Nadal rompió una vez más la tradición y salió a la entrada del All England Tennis Club, con el trofeo de Wimbledon en sus brazos, para firmar todos los autógrafos que pudo, disparando aullidos dignos de los Beatles». Ninguna foto, libro, bandera o incluso invitación de boda sin rúbrica, sea cual sea la marabunta. «Él sufre, porque muchas veces hay niños pequeños y hay avalanchas. Pero siempre va a firmar, cuando gana y cuando pierde», cuenta Francis Roig.

Eso sí, cuando la solicitud llega en lugares menos concurridos, aprovecha para enseñar el niño que lleva dentro. Por ejemplo, con los trabajadores del Mutua Madrid Open durante los días previos al torneo, como el juez de línea José Carlos Naranjo. «Al finalizar el entrenamiento le esperé en la puerta, pero nunca imaginaba lo que iba a suceder a continuación…»:

—Rafa, ¿te importaría hacerte una foto conmigo?

—Paso.

—Pero…

José Carlos, atónito y decepcionado, rebusca una explicación, hasta que aparece Toni Nadal y deshace la tensión.

—¿Otro que ha picado con la broma?

—Sí, nunca falla.

«En cuanto nos reímos todos, me hice la foto de rigor y le di todos los ánimos para el torneo. Me quedé pensando en que realmente las superestrellas no son tan inaccesibles como las pintan…». José Carlos guarda como un tesoro una foto con Nadal en la que sale Rafael, sonrisa radiante y mirada canalla.

«Sí, sí, la de los autógrafos suele hacerla. Me la ha hecho hasta a mí». Marc López, amigo, sparring y pareja de dobles del manacorense, también sufre a menudo su irreverencia. «Como a mis amigos les da vergüenza, me toca acercarme a Rafa y preguntarle si se puede sacar una foto con ellos y firmarles un autógrafo»:

—No. Ahora imposible, tío, que estoy ocupado.

«Yo me río, porque ya le conozco, pero mis amigos se atrapan y se ponen muy rojos».

—Ah, vale, vale. Perdona.

—Que no, hombre, que es broma.

«Rafa se descojona y claro que les firma. La gente le ve como un crack, pero no saben que detrás está un tío bromista y que le gusta vacilar cariñosamente». Aunque a veces el sorprendido es Nadal, como en una edición de los Premios Laureus. «Valentino Rossi le llamó: “¡Rafa, Rafa! ¿Puedo hacerme una foto?”. Y el tío se quedó alucinado», recuerda Francis Roig. Una escena que se repitió con distinto interlocutor durante los Juegos Olímpicos de Pekín:

—Solo quería conocerte. Ni siquiera quiero una foto ni nada.

Rafael alucina.

—Te sigo siempre que puedo y me encanta verte jugar al tenis.

Rafael no es capaz de responder.

—¡Buena suerte!

Michael Phelps, el deportista más laureado de la historia de los Juegos, acababa de conocer a Rafa Nadal. En los ocho días siguientes ganará ocho oros olímpicos. LeBron James fue el otro nombre ilustre en una lista interminable de peticiones en la Villa Olímpica: «Cada vez que íbamos a comer tardaba quince minutos en sentarse y ya se le había quedado fría. Fotos, fotos, fotos. Y si no, autógrafos. Y no dijo que no a nadie. Nunca le vi rechazar una sola foto, aunque estuviese ocupado o con la comida enfriándose», rememora otro deportista de la delegación española.

Vuelos de bajo coste, autógrafos anónimos o célebres y algún supermercado, aunque esté en la capital que le admira como el gran monarca de su arcilla mientras le ve pasear como un ciudadano cualquiera. «Imagínate un Cristiano Ronaldo, un Leo Messi o un Tiger Woods yendo solos por París. No te lo imaginas. Y él va solo a la tienda de al lado a comprar lo que sea. Es una persona totalmente normal», explica Carlos Moyá.

Precisamente en París se da una ligera diferencia entre los hoteles, esos hogares postizos, que custodian a Roger Federer y a Rafa Nadal durante la disputa de Roland Garros. El helvético elige el Hôtel de Crillon, a los pies de los Campos Elíseos, a la vera de la Plaza de la Concordia y reconocido como uno de los palacios más antiguos y lujosos del mundo. Cinco estrellas oficiales, seis oficiosas y un «precio mínimo», según su página web, de 1.220 euros por noche en cada una de sus 44 suites. El máximo… un secreto.

El español se queda con el Meliá Royal Alma, ubicado en el número 35 de la Rue Jean Goujon, una calle por la que apenas pasan dos coches en paralelo. Más discreto, carente de lujos. Cuatro estrellas y 400 euros por noche en la única habitación Grand Suite con la que cuenta. Rafael, en cambio, se aloja en una de categoría inferior que ronda los doscientos euros. «Siempre va ahí, en cada Roland Garros desde 2005. Dice que le da suerte y como ya lo conoce, se siente muy cómodo», explican desde su equipo.

En ese hotel parisino tuvo lugar una anécdota, puntual pero ilustrativa, que cuenta Yolanda Medel, aficionada fiel y habitual en sus torneos: «Para mí Rafa es una persona superhumilde. Yo alucino cada vez que me lo encuentro. Voy a Roland Garros cada año y suelo quedarme en el Meliá Royal Alma. Es muy pequeñito y te estás chocando con ellos constantemente. “¡Hombre, españoles!”, nos dijo la primera vez que nos vio. Y desde entonces siempre nos saluda y charlamos un rato. Es muy, muy cercano».

«Un día estábamos en el desayuno y el comedor es muy chiquitito, enano del todo. Es de autoservicio y Rafa llegó y cogió una botella de agua. De repente, se le escurrió de las manos y se desparramó todo el agua por el suelo. Él, ni corto ni perezoso, muerto de vergüenza, cogió unas cuantas servilletas de papel y se puso de rodillas a secar el agua, pero los camareros enseguida se acercaron corriendo»:

—Disculpe, nosotros nos encargamos.

—No, no. Soy un desastre. Yo lo he tirado y yo lo limpio. Seré inútil…

—Por favor, por favor, déjelo. Es cosa nuestra.

—No, lo siento. La culpa es mía. Soy un patoso. Yo lo he tirado y yo lo recojo.

«Estuvo un buen rato limpiando de rodillas hasta que los camareros le convencieron. Éramos unas veinte personas en el comedor y todos boquiabiertos. Al final consiguieron que dejara de recoger el agua y siguió desayunando con normalidad. Podría ir de divo, pero entonces no sería él», concluye Yolanda. «A veces mete liadas como todo el mundo y reacciona como una persona normal, lo que es. Cada día piensa en los demás, intenta ayudarte en todo lo que puede… “Si fuese tú, no sería tan buen tío”. Siempre se lo digo», añade Marc López.

Toni Nadal, responsable junto a sus padres de la educación de Rafael, lo explica con algunas preguntas retóricas: «Él sabe que para nada es un tipo especial, y que Roland Garros seguirá aquí cuando él se vaya. Al final uno triunfa en el tenis, en el fútbol o en un tema concreto de la vida y se cree que es un fenómeno en todo lo demás. ¿Y lo son? No. ¿Quién se puede sentir especial en esta vida? El que es especialmente tonto. Mi sobrino hace una cosa muy bien, que es jugar al tenis, pero ¿cuántas actividades hay en el mundo? ¿Mil? Pues mi sobrino hace una bien».

Desde que Rafael era un niño, Toni cinceló en su mente una ley inviolable: «Solo eres un chico que haces algo tan simple como pasar una pelota por encima de una red. No lo olvides nunca». Y desde entonces, su sobrino recoge sus palabras y las convierte en hechos, porque «hablar de valores es mucho más fácil que ejemplificarlos, que actuar y llevarlos a la realidad». Por eso, mientras otros coleccionan errores y horrores, nunca se vio a Nadal destrozar una raqueta o insultar a un juez de silla. «Los genios son así», se excusa a los primeros. No todos…

«Soy bastante consciente de todo. Y de lo complicado que es triunfar. Lo importante es mantener la humildad no como tenista, sino como persona. Esto se acaba y cuando se acaba eres igual que los demás». Cuando pronunció estas palabras Rafael aún no había ganado ningún Roland Garros. Hoy, arrasando pero siempre respetando a sus rivales, ejemplificando esa humildad, Nadal ha conquistado su cuarta Copa de los Mosqueteros.

Por cierto, junto al preciado trofeo, Nadal lleva la acreditación que le da acceso al torneo. ¿Saben qué foto luce en ella? La misma de 2004, cuando se paseaba en muletas por el recinto sin que nadie lo reconociese. Sin fama ni autógrafos. Incógnito. Humilde. La foto de Rafael.

Lo ganó el 8 de junio de 2008,
pero todo empezó mucho antes…

El enjambre de cabezas evidenciaba que algo importante acababa de ocurrir. Entre aficionados y periodistas que se acercaban a contemplar la escena, apenas se dejaba entrever qué ocurría en el centro del corro. En medio de tantos adultos curiosos, un niño de 14 años. Tímido, pero feliz. Acababa de levantar el Master Internacional del Nike Junior Tour en Sun City (Sudáfrica). De repente el primer reportero arrancó la rueda de preguntas improvisada:

—Bueno, Rafa, acabas de ganar el torneo. ¿Qué tal te encuentras?

—Estoy muy contento —respondió aún ajeno al mundo de la prensa extranjera.

—¿Ya sabes qué harás mañana cuando vuelvas a casa?

—¿Mañana? Claro, ir al colegio.

El periodista esbozó una sonrisa a la vez que fruncía el ceño. Como muchos de los presentes, no alcanzaba a entender del todo la respuesta de su interlocutor. ¿Al colegio? ¿Al día siguiente? ¿Cómo era posible que el campeón de un torneo de tal magnitud tuviese presente los estudios en ese momento? No era lo normal en el resto de niños de aquella edad que aspiraban a imitar a Agassi, el número uno de la ATP por entonces. Sí para Rafael, el emisor de estas inocentes palabras.

Su consigna estaba grabada a fuego. En casa de los Nadal Parera era condición imprescindible compaginar el talento dentro y fuera de la pista. Brillar con la raqueta, pero también sin ella en el aula. Inculcar la disciplina, el esfuerzo y el trabajo en todos los ámbitos de la vida de Rafael. Detrás de los triunfos prematuros había un pacto tácito con Ana María, su madre: los estudios serían tan importantes como cada trofeo de tenis, al menos, hasta completar la Enseñanza Secundaria Obligatoria (ESO).

—¡Mamá, es un torneo importante!

—Lo sé, pero tendrás más oportunidades para jugar en esas competiciones.

—Pero…

—Si abandonas los estudios, Rafael, no tendrás ninguna otra posibilidad de aprobar los exámenes.

El acuerdo estipulaba estirar su implicación escolar como mínimo hasta los 16 años, tiempo suficiente para ver escapar la estela de algunos de sus compañeros de generación —como Richard Gasquet—, que a esa edad ya habían disfrutado de la posibilidad de debutar en Roland Garros. En mayo de 2002, Nadal tuvo que rehusar incluso la opción de acudir a la edición júnior del major francés. Un sacrificio obligado para coronar la primera gran cima que asaltaría en su carrera: la ESO.

A partir de entonces, Nadal compitió con normalidad, como el resto de jugadores que soñaban con ser profesionales y frecuentaban torneos de categoría Futures. Alicante, Vigo, Barcelona y Madrid le vieron encadenar una racha de cuatro títulos que le permitió recuperar el territorio cedido a los estudios durante el primer semestre de esa temporada, en la que apenas pudo jugar. A la par, no renunció a seguir vinculado al mundo académico y probó con el Bachillerato.

Mientras tanto, la buena dinámica del curso tenístico lo había ubicado en una situación de privilegio. El calendario fijaba dos torneos en las Islas Canarias antes de acabar el año, que escondían el botín de puntos necesarios para terminar lo más cerca posible de las 200 mejores raquetas del ránking ATP. Sin tiempo que perder, Rafael preparó su equipaje para viajar a Gran Canaria durante los siguientes catorce días. Los libros y apuntes también volaron en aquella maleta.

—Colombo, quiero acabar el año Top 200.

—Bien, Rafa, pero para eso hay que ganar estos dos Futures en Gran Canaria.

—Estoy mentalizado. No voy a jugar dos torneos, voy a ganar diez partidos.

En el avión rumbo al aeropuerto de Gando, Nadal y su entrenador ocasional, Toni Colom, analizaron a cada uno de sus posibles rivales durante las dos semanas siguientes, las opciones de lograr el objetivo, los puntos que hacían falta para ascender hasta la meta, e, incluso, repasaron algunos aspectos tácticos. Pero tras el aterrizaje, aún en la cinta de equipajes, ocurrió un problema imprevisto:

—¿Dónde está la maleta?

—Colombo, no aparece. Yo creo que la han perdido.

—Ostras, Rafa… ¡los libros!

Por más que buscaron, jamás encontraron aquella maleta. «Mira, eso… Os voy a decir la verdad». Pausa eterna. «Me la perdieron. Es verdad. Yo embarqué la maleta con los libros y me la perdieron. Es cierto que la voluntad no era la de seguir estudiando, porque ya había terminado 4º de la ESO y estaba el 200 del mundo. Empecé Bachillerato, pero ya viajaba por toda Europa para intentar meterme en el Top 100. De hecho, lo conseguí y ya era un profesional en toda regla del tenis. La media me salía una semana en casa y tres fuera. Imagínate…», confesaba el propio Nadal en El partido de las 12 de la Cadena COPE casi una década más tarde.

«La semana que estaba en casa iba al Bachillerato nocturno, de cinco a diez de la noche. Me entrenaba por la mañana y no tenía ninguna vida. Y llegó un momento en el que… perdí los libros. Llegué a casa y se lo dije a mi madre: “He perdido los libros, pero es que no tengo vida, mamá”. Pero yo juro, aquí delante de todos vosotros, que la maleta me la perdieron. No recuerdo qué compañía...», continúa Rafael. «Lo que no sé es si hice la reclamación…», sonríe Nadal, centrado ya por completo en el tenis.

Confianza, acumulada tras los grandes resultados cosechados durante el año, y ambición ilimitada desembarcaron en Gran Canaria en la muñeca de Nadal. En el primero de los Futures en La Calzada, al norte de la isla, la imagen dejó perplejos a sus compañeros de vestuario. A pesar de su tierna edad, ya todos le conocían de sobra y sabían que las palabras que pronunciaba antes de que arrancaran los torneos, tan rotundas y seguras que sonaban a amenaza, se cumplirían.

Entre los testigos se encontraba uno de los favoritos locales, David Marrero: «Recuerdo que estaba mirando el cuadro precisamente en el mismo momento en el que salió, y Rafa estaba delante de mí. Con su dedo índice empezó a seguir su parte del cuadro, como haciendo sus cálculos, y dijo: “Jugando mal, hago final”. Esto puede no sonar bien, pero da una idea de lo superior que se veía. De la confianza que tenía en sí mismo. Con solo 16 años estaba jugando con gente que era muy buena en ese tipo de torneos... ¿Y qué ocurrió? Fue campeón».

La historia la desvela el grancanario, la ejecuta el mallorquín. Nadal no solo cumplió su predicción llegando a la final tras superar a Ferrán Ventura, Timo Nieminen, Germán Puentes y Óscar Hernández, sino que en la última ronda derrotó a Marc Fornell para hacerse con los dieciocho puntos en juego. El objetivo estaba un poco más cerca. Sin tiempo para celebraciones, aún faltaba por recorrer la segunda parte del camino. Colom y Rafael se trasladaron el mismo día de la final hasta el sur de la isla para tratar de poner el broche a un año perfecto en Maspalomas.

Al día siguiente, por primera vez desde su estancia en Canarias, no tendría partido. Sorprendentemente para su compañero de viaje y entrenador, Rafael no saltó de la cama como en los días anteriores. A esas alturas de la competición, los minutos en pista podían pesar en las piernas de su pupilo. Era justificable. Pero de camino al desayuno en el hotel surgió una confesión inesperada:

—Colombo, hoy estoy cansadísimo.

—¿Y eso, Rafa? ¿Qué pasa?

—Siento el cuerpo abatido, cansado…

—¿Estás bien?

—Si hoy tuviese que jugar, sería complicado que rindiese al cien por cien.

La explicación del adolescente petrificó al adulto:

—Pero ¿sabes qué pasa? Todo esto lo controlo. Si sé que tengo partido, la noche anterior me mentalizo de que al día siguiente hay que jugar y me levanto con un salto de la cama con la energía preparada para estar a tope.

«Aquel comentario me hizo saber, una vez más, la fortaleza de Rafa. Estuvimos allí once días, y él jugó diez. Yo creía que, por el cambio de temperatura del norte al sur de la isla o por cualquier otra razón, aquella mañana le había costado más despertarse. Pero cuando me dijo esto, teniendo 16 años, me quedé de piedra», rememora Colom.

El martes, Nadal regresó a la competición, pero antes repitió una escena que sus rivales ya habían contemplado antes. «En la segunda semana se dio la misma situación, aunque esta vez fue menos optimista. De nuevo, cuando se publicó el cuadro, lo analizó y dijo: “Jugando mal, hago semifinal. Y si tengo suerte, final”. ¿Qué ocurrió? También terminó campeón».

El cansancio revelado por Rafa unas horas antes a su entrenador apareció en su primer partido del último torneo del año. Roberto Menéndez, el primer peldaño en Maspalomas, le exigió más que los cinco rivales que había encontrado la semana anterior. «Fue el primer partido en que le vi sufrir. En la primera ronda, para ganar a Menéndez tuvo que irse a tres mangas. Ganó y, a partir de ahí, ya no cedió un solo set más», apunta Marrero.

«Era un espectáculo la habilidad que demostraba con las piernas, siendo tan joven», coinciden todos los que lo vieron avanzar hacia su sexto trofeo Futures del año. Nadal superó a Andreas Kauntz, Stephane Robert y a Tomas Tenconi, en la semifinal que había vaticinado como cota más alta, si no hubiera suerte. Ya en la última ronda se encontró con un jugador con el que también lo haría después en su etapa profesional, Florian Mayer. Pero el alemán tampoco frenó al español, y Rafael y «su» Colombo se estrecharon la mano. El saber no había ocupado lugar.

Dos años más tarde, curtido en el aula y en la pista, aún no había debutado en Roland Garros. En una conversación privada con Carlos Costa, que recoge en Rafa, mi historia, trazó una nueva confesión: «No me tocaba todavía, Carlos. Aún no era mi momento. Cuando pueda jugar por primera vez este torneo, será para ganarlo. El año que viene será mío». Y de nuevo, como había sucedido al revisar los cuadros de juego en Gran Canaria, Nadal cumplió su predicción.

Una y otra vez, hasta convertir París en su reino privado. Hasta coleccionar, el 8 de junio de 2008, su cuarta Copa de los Mosqueteros. Tantos trofeos seguidos como lo había hecho Björn Borg entre 1978 y 1981. Los estudios habían retrasado la explosión del campeón. Le impidieron pisar la Philippe Chatrier antes de tiempo y soñar con ganar Roland Garros cuando aún era júnior. Pero el corazón del guerrero intuía que aquella tierra que se resistía en el presente jamás lo haría en el futuro. Y así fue.