Capítulo V
WIMBLEDON 2008
El día que Hércules destronó a Zeus
«A las 9.16 de la noche el rey Federer ha sido destronado. Rafael Nadal ha ganado Wimbledon.»
RETRANSMISIÓN DE ESPN
«Cuando tenía catorce años, mis amigos y yo compartíamos la fantasía de que un día jugaría aquí y ganaría». Pensar. Imaginar. Soñar. Son las dos de la madrugada en Londres y Rafael lleva hora y cuarto insomne pensando en el reto que afrontará al día siguiente. El reloj ya marca las tres y se dedica a imaginar cómo será el duelo que le espera. Llegadas las cuatro, Morfeo por fin le acuna mientras sueña, por última vez, con su gran fantasía de infancia. Esa que hace justo un año Nadal estuvo a punto de cumplir…
—Ganarás el próximo año, Rafa.
2007. 6-7, 6-4, 6-7, 6-2 y 2-6. Hundido, desamparado, Nadal apenas escucha el presagio disfrazado de consuelo de Björn Borg. Pentacampeón de Wimbledon, el sueco acaba de ver a Roger Federer igualar su palmarés con su quinto título en la Catedral. Sin embargo, solo tiene elogios para el perdedor de esa final: «En aquel momento, en 2007, le dije a todo el mundo “el año que viene, ese chico ganará Wimbledon”. Y lo hizo».
Profecía de Borg… y temor de Roger. «Rafa es un jugador fantástico y va a estar por aquí mucho tiempo, así que estoy feliz con todo lo que he conseguido antes de que él se lo lleve todo». De hecho, Le Temps, periódico de referencia en Suiza, su patria, coincide: «Federer ya no está solo y no volverá a estar en paz. Allá donde vaya, le esperará Nadal».
Rafael, en cambio, no entiende de presagios. No ve más allá de sus lágrimas. No escucha a Valle-Inclán, aquel que dejó escrito «lo mismo da triunfar que hacer gloriosa la derrota». Rafael solo llora. «Lloré sin cesar durante media hora en el vestuario. Lágrimas de decepción y autorreproche. Federer me había vencido, pero también yo, en no menor medida, me había derrotado a mí mismo; me había defraudado y no lo soportaba», reconoce en su autobiografía.
Por primera vez Toni Nadal no tiene una sola crítica para su pupilo. «Me limité a decirle: “Oye, se ha perdido, pero puedes estar contento. Has hecho un buen partido. Habrá más Wimbledons y más finales, tranquilo”». El sueño que comparten desde que Rafa supo empuñar una raqueta les ha esquivado, pero el destino, con Björn Borg como portavoz, les ha escogido. «He tenido buenas opciones de ganar contra uno de los mejores jugadores de la historia en esta superficie. He estado al mismo nivel. Me voy decepcionado, pero si sigo mejorando seguro que tendré más opciones de ganar aquí», asume, por fin, Nadal.
«Bueno, ¡ahora a ganar Wimbledon!». Allá por 2005 la Philippe Chatrier asistió, asombrada, al propósito de su nuevo dueño. Rafael, flamante campeón de Roland Garros, emite un deseo, pero su equipo solo ve una utopía. ¿En la Catedral? ¿Sobre hierba? «La tierra es historia. Ahora hay que pensar en la hierba. Quiero intentarlo de verdad». Tres años después, Nadal está a punto de pelear por tercera vez para convertir esa quimera en realidad. En sueño cumplido.
Rafa viene de ganar Queen’s, el primer título español sobre hierba en los últimos 36 años, desde que Andrés Gimeno triunfase en Eastbourne. Sin embargo, al otro lado de la red espera, de nuevo, un artista indómito. Espera, de nuevo, Roger, capaz de coleccionar 66 triunfos consecutivos sobre césped, pentacampeón en Halle y Wimbledon. «El año pasado estuvo muy cerca. Solo un punto más y probablemente yo tendría el trofeo en mi casa», avisa Nadal. «Los dos merecemos el título y cada uno tiene el destino del otro en su mano», responde Federer.
El escenario, inmaculado: «La pista más bonita y emblemática del mundo», cataloga Rafael. Los intérpretes, admirados: «Dos gigantes, el rey invencible contra el aspirante a rey», define Boris Becker; «Zeus contra Hércules», bautiza Jon Wertheim en Sports Illustrated. Nunca, en tres siglos de tenis, dos raquetas habían compartido tres finales de Roland Garros y Wimbledon de forma consecutiva. Hasta hoy…
Ochenta y cinco televisiones de 185 países observan. En las gradas, Björn Borg y John McEnroe, protagonistas de la legendaria final de 1980, asisten a su sucesión, ya asumida. Martina Navratilova, Boris Becker, Billie Jean King o Manolo Santana firmarán como testigos. En el vestuario, Roger aguarda junto a su taquilla, la número 66. El genio helvético frota su lámpara. Rafael salta al lado de la suya, la 101. El gladiador hispano afila su espada.
«Vamos, chicos». Llega la orden para saltar a pista y espera el pasillo más sagrado del tenis: el camino hacia su catedral. A lo lejos asoma el templo sagrado y ya se oyen los murmullos de los fieles. A ambos lados, fotos de antiguos campeones; arriba, ese teorema hecho poema que Rudyard Kipling esculpió: «Si te encuentras con el triunfo y el desastre y tratas a esos dos impostores exactamente igual…».
Federer se encuentra con el micrófono de la BBC: «Me siento bien, pero puede ser un día duro, con la lluvia y un rival difícil. Será interesante». Un visionario. Cumpliendo con la costumbre de Wimbledon, sus manos van vacías. Un empleado del torneo le lleva la bolsa. Solo unos metros por delante, Nadal no suelta su raqueta. Un gladiador nunca presta su espada, lo exija el enemigo o la tradición.
Ovación de gala, susurros de admiración y un niño de trece años temblando de emoción.
— ¿Vas a disfrutar del partido hoy?
Blair Manns asiente, demasiado asombrado para articular siquiera un monosílabo como respuesta. Está justo en el centro del escenario a punto de comenzar la función más memorable que el tenis ha visto jamás. Nervioso, exaltado, lanza la moneda al aire antes de tiempo, incapaz de recordar en ese momento que primero hay que elegir cara o cruz.
El supervisor del torneo interrumpe el vuelo mientras Rafa y Roger sonríen. Se repite el proceso, ya sin errores. Federer gana el sorteo y elige servir. Nadal restará. La sonrisa de Blair al fotografiarse con sus ídolos bien merece el aplauso unánime. El primero de muchos aquella mágica tarde. Silencio, se rueda. Luces, cámara… ¡Acción!
Londres. All England Tennis and Croquet Club. 6 de julio de 2008. 14 horas y 36 minutos. «¿Ready? ¡Play!», anuncia el dueño del mejor asiento de la platea. Pascal Maria, el juez de silla, aún no sabe que va a formar parte de un espectáculo inolvidable… Lo que sucederá después, hasta las 21.16 de la noche, es el mejor festival que un par de tenistas han ofrecido a este planeta: lluvia, oscuridad, drama, derrocamiento y tenis. Mucho tenis.
Intercambios eternos, derechas punzantes, reveses mordaces y voleas asesinas. Atrás quedó la época del saque y volea como único patrón de juego, ese que convirtió la semifinal de 1983 entre McEnroe y Lendl en un partido de 33 juegos en el que solo un punto (¡un punto!) superó los seis golpes entre ambos jugadores. Hoy, no. Hoy cada punto exige sangre, sudor y agonía. «Joder, lo que me queda por sufrir», gime Toni Nadal a los ¡doce minutos! del duelo. «Es el partido en el que peor lo he pasado jamás», reconocerá años después.
Todo se ha contado de aquel mítico desafío. Las paradas por la lluvia, incapaz de perderse tamaña exhibición. La única vez que Nadal ha celebrado una victoria antes de conquistarla, con aquella subida convencida a la red en el tie-break del cuarto set: «¡Voy a ganar Wimbledon! ¡Voy a ganar Wimbledon!», hasta que Federer inventó un passing de revés inexistente. Dos puntos después, el suizo se llevó el partido al parcial definitivo: 151 puntos para cada uno. Talento empatado, maestría igualada. «¡Maldita sea, qué suerte tengo de estar en este partido!», piensa, entonces, Pascal Maria.
«Aquella tarde sentías que allí estaba pasando algo realmente grande», confiesa el juez de silla francés. David Law, el estadístico de la BBC, atenta contra su propia vocación: «Las estadísticas ahora son irrelevantes. Esto no lo pueden describir los números. Si dejas de contar la acción y el ambiente un segundo, es un segundo perdido». La pista central de Wimbledon, «un lugar íntimo y reconfortante que a menudo parece más un teatro que un estadio», en palabras de Chris Clarey en The New York Times, esta vez bulle. Brama. Roza la explosión. «Fue una de esas excepciones comprensibles en la que los aficionados gemían y respiraban de forma entrecortada, murmuraban y aullaban, para al final ponerse en pie y aplaudir a Nadal».
Son las nueve de la noche y hasta el Ojo de Halcón, tecnología a priori infalible, se ha rendido al espectáculo. Gobierna la oscuridad y las cámaras ya no son fiables. «Casi no podía ver con quién estaba jugando», se quejará luego Roger. «En el último juego, no veía nada. Pensé que tendríamos que parar», asentirá Rafa, sin saber que la orden estaba dada. Irrevocable. 7-7: dos juegos más y la final se detendrá. La obra se quedará sin final. El telón bajará sin resolver la trama.
No. Imposible. Tamaño derroche de talento, con 149 golpes ganadores, casi el doble que los errores no forzados, exige un broche memorable. Tal oda inmortal, en la que durante cuatro horas y 48 minutos «se volvió difícil respirar, incluso mirar», según The New York Times, exige un «the end» glorioso al final del guion. Lo tendrá, a las 21.16, en la narración de ESPN: «6-4, 6-4, 6-7, 6-7, 9-7. El joven español de veintidós años, con la última luz del día, ha ganado Wimbledon».
«Caí de espaldas sobre la hierba, con los brazos estirados, los puños apretados y un rugido de triunfo. El silencio de la Centre Court dio paso a un auténtico jaleo y yo sucumbí, por fin, a la euforia de la multitud, dejándome inundar por ella, saliendo de la cárcel mental en que me había encerrado desde el principio hasta el final del partido, todo el día, la noche anterior y las dos semanas que había durado el mayor torneo de tenis del mundo. Que, finalmente, yo había ganado al tercer intento: la consumación del trabajo, los sacrificios y sueños de mi vida», compendia Nadal en Rafa, mi historia.
Turno para que Rafael salude a Roger en la red: «Gran torneo. Lo siento». Turno para que Toni Nadal llore, por primera vez, en una pista de tenis: «Lo pasé tan mal. La dureza del partido no me dejó ni disfrutar de la victoria. Wimbledon siempre había sido nuestro sueño, pero en el fondo de mi corazón temía que fuera un sueño imposible».
Turno, en definitiva, para que las leyendas se rindan a la evidencia: «El mejor partido que he visto nunca», concede McEnroe. «Es la mejor final de Wimbledon jamás jugada. Ver ese tipo de tenis durante tantas horas, ver a Rafa y a Federer jugar un nivel tan alto de tenis, es simplemente maravilloso, precioso, un tipo de arte. Y fuimos muy afortunados de estar allí y ver esa final», asiente Borg.
John y Björn, presentes; Pete, ausente, pero también pendiente. Cuando Federer llegue al vestuario tendrá un mensaje esperando en su móvil. El remitente responde al nombre de Pete Sampras, siete veces campeón de Wimbledon: «Mala suerte. Es demasiado injusto que haya un perdedor en este partido», cita L. Jon Wertheim en Strokes of genius.
En las gradas de la Centre Court está también la mujer de Pascal Maria. Él, desde su imponente silla, ha sido el encargado de anunciar al mundo el golpe de estado: «Game, set and match, mister Nadal». Ella ha dejado con los abuelos a Lune, su hija de tres años, para asistir al primer partido de su vida. «No veas más tenis. Te decepcionará», le sugiere Pascal nada más terminar el duelo. Consejo certero.
¿Recuerdan que hace un año, en Hamburgo, Roger rompió una racha de 81 victorias en tierra batida de Rafa? Pues hoy, en Londres, Nadal acaba de romper otra de 66 triunfos en hierba de Federer. Antaño, Zeus tumbó a Hércules. Hogaño, el gladiador ha devuelto al genio a su lámpara. «¿La final de Roland Garros? (perdió 1-6, 3-6 y 0-6) Ni siquiera se puede comparar. Esto es un desastre. En comparación, lo de París no fue nada. Estoy destrozado. Es mi derrota más dura, y con diferencia. Algo más duro que esto no me lo puedo imaginar». Ahora es Roger el que está hundido. Alma en pena. «Él todavía es el número uno. Él todavía es el mejor. Él todavía es pentacampeón aquí. Ahora yo tengo uno». Ahora es Rafael el que está eufórico. Corazón en júbilo.
El mundo entero observa y los flashes brillan sobre el césped sagrado de Wimbledon: por primera vez en sus carreras, Nadal sostiene la copa de campeón y Federer, el plato de finalista. Todo ha cambiado, salvo el respeto entre ellos, intacto. Chocan los cinco y Roger palmea la espalda de Rafael. Testigo entregado. Los números aún no lo dicen, el suizo aún gobierna, pero el planeta tenis lo tiene asumido.
En Italia, Corriere della Sera: «Épico Nadal, es el nuevo rey de Wimbledon. El mallorquín irrumpe finalmente en el paraíso de los inmortales». En Estados Unidos, Sports Illustrated: «Tenis épico. Nadal derrota a Federer en el mejor partido de todos los tiempos. Cambio de guardia». Y en Suiza, otra vez Le Temps: «Roger Federer ya no es el mejor jugador del mundo, aunque las cifras lo protejan de esta realidad. Con esta derrota ha entregado una parcela de su poder y de su inmunidad».
Roger lleva 232 semanas consecutivas como número uno. Todo un récord. Rafa, 155 semanas mirándole desde el segundo escalón. También único. Hasta que Pekín, oro olímpico mediante, sienta a Nadal en el trono de la raqueta y solicita a Federer una sucesión pacífica: «Siempre quise que alguien me quitase el número uno ganándome, no porque yo me lesionase o perdiese. Yo estuve en la final de Roland Garros y en la final de Wimbledon, y Rafa hizo lo que tenía que hacer para convertirse en el número uno del mundo. Fue capaz de hacerlo y se lo merece».
Fue el 6 de julio de 2008. Fue en la catedral del tenis. «¿Fue el momento más grande de mi trayectoria?», se pregunta el propio Nadal en Rafa, mi historia. «Todos los partidos son importantes; juego cada uno como si fuera el último, pero aquel, en aquel escenario, con aquella historia, aquella expectación, aquella tensión, las interrupciones por la lluvia, la oscuridad, el número uno contra el número dos, ambos jugando al límite de nuestro juego, la recuperación de Federer y mi resistencia a ella, y yo más orgulloso que nunca de mi comportamiento en una pista de tenis, obsesionado por el recuerdo de la derrota de 2007, pero peleando y ganando mi propia guerra de nervios… De modo que sí, súmese todo y será casi imposible imaginar otro encuentro que haya generado tanta emoción y tanta tensión dramática, y para mí y los míos, una satisfacción y una alegría tan grandes», responde Rafael, el niño ilusionado que ese día se convirtió en hombre satisfecho.
Pensar. Imaginar. Soñar. Tres costumbres de infancia y un anhelo común: Wimbledon. Desde siempre. Para siempre. Ni siquiera había ganado Roland Garros por primera vez, y Sports Illustrated entrevistó a Rafa Nadal. Entre titubeos y respuestas propias de su juventud, recién estrenada la mayoría de edad, llegó la pregunta definitiva.
—¿El torneo que más te gustaría ganar?
—Wimbledon, por supuesto. Para mí es el torneo definitivo. Ganar allí significa que eres un campeón de verdad.
Cuenta Jon Wertheim, el autor de la entrevista, que fue el único momento en que la voz de Rafael se aceleró y su corazón se emocionó. Ese día, al morder su quinto Grand Slam, al saborear el metal dorado de la copa más sagrada del tenis, Rafa Nadal se convirtió, por tanto, en un campeón de verdad. En el campeón que destronó al rey de Wimbledon: «Probablemente, al final de mi vida, lo reconoceré: “Aquel fue un gran partido”». Lo fue, Roger.
Posdata: Para llegar a la pelea por el título, Nadal derrotó a Beck, Gulbis, Kiefer, Youzhny, Murray y Schuettler, pero ¿quién lo recuerda?
Lo ganó el 6 de julio de 2008,
pero todo empezó mucho antes…
—No les molestéis —advirtió el guía de la ruta.
—No tenemos la más mínima intención de hacerlo —aseguraron con voz quebrada los asustadizos turistas de aquel safari.
—Estos animales tienen muy malas pulgas.
—Esperemos que todo vaya bien, no quiero que haya ningún problema. Tengo que jugar y quiero ganar Wimbledon.
El diálogo se produce en Sun City, una ciudad ubicada al noreste de Sudáfrica y a poco más de 150 kilómetros de la capital, Johannesburgo. Este lujoso resort internacional es uno de los grandes reclamos turísticos del país y un referente a la hora de organizar excursiones entre animales salvajes, al amparo del espectacular Parque Nacional de Pilanesberg. El complejo impulsado por el famoso hotelero, Sol Kerzner, ha sido además uno de los escenarios elegidos por Nike para celebrar la prueba internacional de su circuito de tenis en categoría junior.
Así ocurrió en noviembre de 2003. El Masters Internacional del Nike Junior Tour se trasladó hasta el sur de África, un campeonato que Nadal ya había conquistado en aquel mismo decorado solo tres temporadas antes con 14 años. A pesar del poco tiempo transcurrido desde su última participación en Sun City, su nombre ya sonaba entre los más prometedores del circuito profesional, no tanto por los títulos que no ocupaban su vitrina —aún no había estrenado su palmarés— como por los destellos que había destilado su muñeca izquierda a lo largo de aquel curso en el que fue capaz de derrotar a nombres ilustres como los de Albert Costa, en Montecarlo, o Carlos Moyá, en Hamburgo. Todos, resultados suficientes para impulsarlo entre las cincuenta mejores raquetas del ránking mundial por aquellas fechas.
Su condición de excampeón del evento, la etiqueta de talento llamado a irrumpir en la élite, su meteórica progresión en la lista ATP y la confianza depositada por Nike como una de sus imágenes de futuro, le sirvieron para que la marca americana le invitara a regresar unos años más tarde, en calidad de VIP, a la misma ciudad en la que en 2000 ya había dado algunas pinceladas del potencial que atesoraba su raqueta.
Sin que el sol hubiese asomado aún aquella mañana otoñal, Rafael ya había saltado de la cama para montar en globo y disfrutar de un safari privado, a lomos de un elefante. Una experiencia arriesgada, teniendo en cuenta su miedo confeso a todo tipo de animales, incluso a los perros.
El enorme caparazón del aerostático se alzó al cielo de Sun City rumbo a la aventura. Durante unas horas divisaron desde el aire la belleza natural que se expandía a sus pies. Una vez en tierra, entre montañas, praderas, arroyos y lagos, un guía les esperaba para iniciar la ruta hacia el interior del parque sobre los enormes paquidermos. Rafael jamás había montado sobre un animal de aquellas dimensiones.
El viaje transcurría sin problemas hasta que un pequeño imprevisto rompió la calma. De repente, el paseo se detuvo. La presencia de un reducido número de rinocerontes quebrantó la armonía del grupo. El guía agarró su fusil ante los extraños movimientos de uno de aquellos mamíferos que amenazaba el andar tranquilo de los elefantes.
—¡Quietos! ¡No os mováis!
—¿Qué ocurre?
—Mantened la calma. ¿Veis aquel rinoceronte?
—Sí, ¿es peligroso?
—Parece un poco nervioso.
Un sudor frío recorrió la espalda de Rafael. Su reconocido recelo a los animales, sobre todo a los de aquellas dimensiones, cobró más fuerza que nunca. La actitud desconfiada del jefe de la expedición le hacía temerse lo peor. Mucho más, después de que ordenase mantener la calma al resto del grupo. Pero solo fue un susto. Una anécdota. El diálogo entre los protagonistas a lomos de elefantes continuó con el deseo de Rafael al inicio de este capítulo y su obsesión con ganar en Wimbledon. O eso, al menos, relatan los mentideros…
Pero no todos los cuentos son para siempre, las princesas están protegidas por hadas madrinas y los caballeros de capa y espada son héroes. Aunque en la mitología del tenis habría sitio para esta leyenda, el propio Nadal se encargó de desmentirla en Tennistopic: «Yo ya era profesional, lo había ganado tres veces [el Nike Junior Tour] y volvía allí como imagen de Nike a ver a los jóvenes. Aproveché para hacer un pequeño safari montado en un elefante. No recuerdo que fuera una manada de rinocerontes, recuerdo que había uno o dos (risas). Pero sí es cierto que el guía preparó la escopeta por lo que pudiese pasar».
Hasta este punto, la tradición oral apenas traiciona a la verdad. Pero Rafael jamás pensó en ganar en Wimbledon en pleno peligro. «No, seguro que no. En aquel momento no pensaba en nada de eso ni mucho menos. Estaba pensando en que el rinoceronte se fuera para otro lado. No es tan importante mi carrera tenística como para pensar en momentos de peligro en eso. Pienso en la vida, que es mucho más importante que el tenis. No pasó nada. De hecho, lo vimos, el guía se puso un poco a la defensiva y dijo que era un poco peligroso por si el rinoceronte se volvía loco. Nos mandó no movernos, pasamos tranquilamente y el rinoceronte nos miró. Supongo que los guías conocen los gestos de los animales y vio que este estaba un poco nervioso».
De su garganta adolescente nunca emanaron aquellas palabras que proclamaban sin disimulos uno de los grandes deseos que persiguió durante toda su carrera hasta que lo consiguió el 6 de julio de 2008. «Las cosas luego se magnifican cuando uno es mayor o cuando ya lo ha conseguido. Las cosas se venden de pequeño de una manera que no son. Uno sueña con llegar a jugar algún día Wimbledon. ¿Qué vas a pensar en ganar cuando tienes 12 años? Si no eres muy arrogante no piensas en esas cosas, piensas en jugar y en disfrutar de la ilusión de poder jugar algún día allí. Y hacerlo por primera vez fue una experiencia fantástica. Supongo que la culpa la tiene mi tío. De pequeño siempre hablaba de la ilusión por querer jugar Wimbledon. Jugar en hierba es algo diferente. En cemento puedes jugar en todos lados y en tierra también. En hierba no juegas casi en ningún sitio».
Tal vez Rafael nunca confesara que aquel no podía ser el último día de su vida porque aún le faltaba triunfar en el All England Lawn Tennis and Croquet Club, pero lo que sí es seguro es que aquellos animales no evitaron que cinco años más tarde del temido encuentro Nadal coronara su sueño de infancia: conquistar el título en la Catedral. En la inmaculada hierba de Wimbledon, la misma superficie sobre la que pastaba a sus anchas aquel agitado rinoceronte.