Capítulo VI

ABIERTO DE AUSTRALIA 2009
Triunfar lejos de su tierra, la natal y la batida

«Si mi tío Toni no existiese, entonces no me estaríais entrevistando ahora mismo como el jugador de tenis Rafa Nadal.»

RAFAEL NADAL

Viernes, 30 de enero de 2009. «Me vine abajo. La coraza se me desprendió y el guerrero Rafa Nadal, a quien los fans creen conocer, dejó al descubierto al Rafael vulnerable y humano».

Domingo, 1 de febrero de 2009. «Es muy especial. Para mí, es un sueño ganar aquí, un Grand Slam en pista dura. Trabajé mucho los últimos… bueno, toda mi vida para mejorar mi tenis fuera de la tierra batida. Estoy muy feliz. Hoy había muchas emociones en pista. Yo estaba ahí con el mejor jugador que he visto nunca, con Roger. Lo siento por este difícil momento para él, pero, ya sabéis… Es un gran campeón. Es el mejor».

Entre ambas frases, menos de 48 horas. Lágrimas y músculos rotos. Gritos de rendición obviados y la certeza de la derrota acechando. Y una constatación empírica de una ley incuestionable: «La cabeza es fundamental no solo para ganar, sino para vivir». Firma Toni Nadal, asiente cualquier homo sapiens.

Es la quinta vez que Rafael viaja a las antípodas persiguiendo un sueño que muchos creen inalcanzable. Utópico. Quimérico. Un anhelo quizá imposible: conquistar un Grand Slam en pista rápida, tan lejos de su tierra, la natal y la batida. En las cuatro ediciones anteriores ha ido quemando etapas paso a paso. Sin saltos. Tercera ronda en 2004, octavos de final en 2005, cuartos en 2007 y semifinales en 2008. Queda la final. Solo la final. El único territorio inexplorado.

Comienza el torneo y todo funciona a la perfección, con preguntas casi idénticas para abrir cada rueda de prensa. 6-0, 6-2 y 6-2 a Christophe Rochus: «¿Podías haber pedido un inicio mejor?». 6-2, 6-3 y 6-2 a Roko Karanusic: «Solo has cedido 11 juegos en dos partidos. ¿Cómo valoras tu estado de forma? Debes estar feliz». 6-4, 6-2 y 6-2 a Tommy Haas: «¿Puedes jugar mejor que esto?». 6-3, 6-2 y 6-4 a Fernando González: «Aún no has perdido un set. Después del partido de hoy, ¿a qué distancia de tu mejor nivel estás?». Y 6-2, 7-5 y 7-5 a Gilles Simon: «Estás en semifinales sin ceder un set de nuevo, como el año pasado». Como el año pasado, ese en el que Jo-Wilfried Tsonga se presentó al mundo y despertó de golpe a Nadal de su sueño australiano.

Detalles, recuerdos, advertencias por las que el manacorense confía sin confiarse. Espera Fernando Verdasco, todavía vestido con el disfraz de héroe que confeccionó en Mar del Plata apenas dos meses atrás. De allí se trajo la Copa Davis para España y toneladas de confianza para su juego. Nunca había pasado de octavos de final en un Grand Slam, y ahora está en semifinales. Nunca ha sido candidato, y acaba de tumbar a Tsonga, finalista el año anterior. Nunca ha ganado un set a Rafa en pista dura, y aún así siente que puede ganar.

Lo que sucederá desde entonces hasta que la madrugada haga su aparición en Melbourne es un baile de bombas. Una danza de granadas. Cordajes que gritan, raquetas que crujen. En cinco sets, tres muertes súbitas. Se anuncian decesos, pero llegan resurrecciones. 6-7 Verdasco. 6-4 y 7-6 Nadal. 6-7 Verdasco. La bandera de rendición seduce a ambos a medida que el aire se agota en los pulmones. Hace tiempo que se agotaron también los adjetivos para calificar el partido.

El calor mortifica. El viento, ligero, abrasa. El ritmo de pelota asfixia. La tensión carcome. Y llega el momento de la verdad, ese en el que la raqueta deja paso al corazón y los brazos ceden el protagonismo al alma. Es la una y media de la madrugada. Durante las últimas cinco horas Fernando Verdasco y Rafa Nadal han hecho un auténtico homenaje al tenis. Su hoja de servicios no admite un solo «pero». Fortaleza física y talento. Voluntad y clase. Hasta que… «Se me llenaron los ojos de lágrimas. No lloraba porque me sintiera derrotado, ni triunfador, sino como reacción a la extenuante tensión del partido».

5-4 en el quinto set, Fernando al saque y Rafa dispone de tres bolas de partido. Toni Nadal se levanta en su palco y grita a pleno pulmón. Da igual, el ambiente es atronador y nadie lo escucha. «Just do it», impera su camiseta. «Simplemente hazlo». Verdasco parece tranquilo. Inconcebible en un momento así. Gran saque, revés abierto y remate ganador: adiós a la primera bola de partido. De nuevo funciona el saque, derecha profunda y volea definitiva: adiós a la segunda bola de partido. Queda solo una. Y Rafael… explota.

«Me vine abajo. La coraza se me desprendió y el guerrero Rafa Nadal, a quien los fans creen conocer, dejó al descubierto al Rafael vulnerable y humano». Él, una máquina de competir; él, la azotea más privilegiada del deporte mundial; él, Rafael, está llorando. A un solo punto de pisar por primera vez la final de un Grand Slam en pista rápida.

Toni se ha dado cuenta. «En el último punto recuerdo que dije: “¡Joder, está llorando!”». Varios aficionados se han dado cuenta. «La tensión se podía ver. Era un partido increíble y Verdasco le pegaba con todo. Estaba en el quinto set y sacaba el segundo servicio a 180 kilómetros por hora. Le pegaba muy bien por todos los lados y el partido estaba realmente complicado. Rafael en el quinto set llegó al 5-4. Y entonces, 0-40, 15-40, 30-40, y me imagino que no pudo contener las lágrimas, fruto de la tensión. Yo lo veo porque lo tengo al lado. No está roto, pero está emocionado. Y tanta suerte que Verdasco…».

Fernando no se ha dado cuenta. El primer servicio se marcha muy largo. «El único que no lo vio fue Verdasco. O no se dio cuenta, o estaba en peores condiciones que yo». El segundo se queda muy corto, engullido por la red. Doble falta. «¡Oooohhhh, noooo! ¡Qué pena!», gritan al unísono los comentaristas de la televisión australiana. Nadal se derrumba y mira al cielo. Verdasco se arrodilla y se asoma al infierno. Luego se funden en un abrazo. Saben que acaban de firmar una sinfonía dramática, sí; inmortal, también.

Años después, periodistas y expertos coinciden: sin ese error, cambiando el dueño de ese punto, el choque hubiera elegido otro triunfador. La historia hubiese cambiado, para Fernando y para Rafael. «No lo sé. Hombre, lo que está claro es que no es la mejor disposición jugar un punto estando tan emocionado. Está claro que se podía escapar el partido. Cuando dejas pasar tres bolas de partido, te suele afectar en los siguientes puntos», reconoce Toni.

La estadística, fría y cruel, lo confirma: 193 puntos para el manacorense, 192 para el madrileño. Un solo punto ha marcado la diferencia. Ese punto. 15.000 aficionados, boquiabiertos, intentan comprender lo que acaban de vivir. Todos aplauden, incluido un eufórico Rod Laver, entusiasmado con el espectáculo que acaba de ofrecer la pista que lleva su nombre.

«Juego, set y partido para Rafael Nadal». Las cámaras buscan el reloj de pista. Nunca se ha visto un duelo más largo en el primer Grand Slam de la temporada. Tras cinco horas y catorce minutos de batalla sin cuartel, Nadal acaba de clasificarse para el desafío definitivo del Abierto de Australia. Pero está roto. Ahora sí que está roto. Los músculos no responden y le cuesta articular un discurso coherente en la sala de prensa.

«Su doble falta me ha dado alivio, más que pena». «Hoy fue uno de esos partidos que recordaré durante mucho tiempo. La emoción era grande y en el último juego, con 0-40, empecé a llorar. Había mucha tensión». «Fui muy bueno mentalmente en todo momento, creyendo en la victoria y estando muy centrado, porque fue realmente duro». Un calambre recorre su espalda y le obliga a dejar de hablar durante un instante. «Ahora me queda hacer el esfuerzo de mi vida contra Federer el domingo», remata.

—¿Qué harás mañana? ¿Qué puedes hacer que ayude a recuperarte?

—Bueno, no sé a qué hora me iré a dormir. ¿Qué hora es?

Las tres menos cuarto de la madrugada. Suspira. Sabe que ahora ya no depende de él. Es turno para el masaje y el hielo. Para el descanso. Para comprobar porqué Nadal siempre da las gracias a su equipo nada más firmar cualquiera de sus hazañas. Es turno para Joan Forcades: el preparador físico, el consejero a golpe de teléfono, la solución a distancia. Y es turno, sobre todo, para Titín, para Rafa Maymó: el fisioterapeuta, la sombra silenciosa, el amigo omnipresente, el ángel de la guarda.

El cuerpo humano tiene un límite. Joan y Titín dan el cien por cien, pero la naturaleza no entiende de magia. Los gemelos lloran, el hombro gime, todo duele. «Estaba más cansado que en ningún otro momento de mi vida». Por primera vez en su carrera Rafa no puede entrenarse el día previo a la final. «Mareado, totalmente agotado, con las piernas de plomo». Tampoco puede calentar horas antes de la gran cita. «Quedé físicamente hecho polvo y el resultado que preveía, y para el que me estaba preparando mentalmente, era una derrota por 6-1, 6-2 y 6-2».

Hace casi 72 horas que Roger Federer, su rival por el título, ganó a Andy Roddick sin ceder un solo set. Desde entonces descansa tranquilo, sin contratiempos, mientras por la cabeza de Nadal sobrevuela una palabra maldita: retirada. No es una opción, jamás, pero sí una tentación. Suculenta. Irresistible.

Es el momento ideal para que aparezca el arquitecto que diseñó esa cabeza a prueba de gritos de rendición y certezas de derrota. Entonces, justo entonces, Toni Nadal enuncia «el discurso más estimulante que había pronunciado en su vida», tal como lo recuerda el propio Rafa. El vestuario de la Rod Laver Arena escucha, asombrado, dos horas de soliloquio en busca de un milagro.

«En aquel momento Rafael estaba con una actitud mala para afrontar un partido. Él me dijo que no podía». La voz de Toni resuena con fuerza. «Oye, ¿cómo que no puedes? Todos podemos más, porque lo sé. Porque en la vida todos podemos más». El tono es duro, con la franqueza que dan los lazos familiares y la confianza que otorgan miles de horas de entrenamiento. Porque el cuerpo humano dice tener un límite…

«Entonces sé que empecé la charla que duró la tira, sin ser agresivo, pero sí duro con él. Diciéndole “no me digas esto; no me engañes y no te engañes. Tranquilo, que no va a venir tu padre a ayudarte. No confíes que baje Dios a ayudarte. No va a bajar nadie”». Sin adornos. Sin hipocresías. Sin oídos regalados. «Si estás mal ahora, estarás peor dentro de dos horas y media. Tú sabrás si quieres hacer el esfuerzo o no. Es tu problema. Haz lo que consideres oportuno».

Pero su pupilo, su sobrino, sigue sin reaccionar. «Si hay una situación de peligro inminente, se puede más. Todo es cuestión de buscar una motivación especial. Imagínate que en el estadio hay un tipo sentado detrás de ti, apuntándote con una pistola y diciéndote que, si no corres sin parar, apretará el gatillo. Me juego lo que sea a que echas a correr. ¡Así que muévete!». Y se movió. Reaccionó. Despertó. «Salió. Hizo click».

Ya está. Nadal vuelve a ser Nadal. «Cuando vi que reaccionaba bien, pasé a hacerle un chiste y a repetirle la frase de Obama: “Yes, we can”. Le dije: “Repítete esto muchas veces: Yes, we can. Y al menos inténtalo. ¡Puedes, Rafael! ¡Puedes, de verdad! Yes, we can”». Y pudo. Como tantas otras veces, desgastando hasta el hastío el revés de Federer. Sin aburrirse hasta aburrir al que siempre gozó de los favores más preciados de la raqueta.

El botín en juego y los aspirantes anuncian un gran partido, pero la pista no lo ve. Los golpes memorables escasean. La presión y la tensión gobiernan. Roger pelea contra su mente, torturada; Rafa, contra su cuerpo, demacrado.

—¡Tengo calambres! —brama.

—¡Olvídate de ellos! —responde su palco.

Tras múltiples alternativas, sin demasiados quilates, el partido está empatado: 7-5, 3-6, 7-6 y 3-6. El suizo se ha apuntado el último parcial, pero su saque no domina y sus errores no forzados abundan. Desconfía. Todavía no sabe que Nadal ya navega hacia una victoria irrefutable, pero lo intuye.

Con 2-0 a su favor en el quinto parcial, Rafa mira a su familia, a su equipo. Rafa mira a Titín. Rafa mira a su entrenador, a su tío. Rafa mira a Toni. Tres palabras. Breves, directas y llenas de agradecimiento: «Voy a ganar». Toni no responde. Ya había dicho todo lo que tenía que decir. «Y al final la realidad es que el que no podía dos horas y media antes de empezar, cuando acabó en el quinto set estaba más fresco que Federer». Y gana. 6-2. De nuevo con un solo punto de diferencia, aunque esta vez favorable a Roger: 173 para el manacorense, 174 para el suizo. Ventaja inútil.

La final ha durado cuatro horas y diecinueve minutos. «En aquel momento estaba más cansado que feliz», confiesa Nadal, que ha pasado casi diez horas de las últimas 48 llevando el cuerpo al límite. Llevando la mente al límite. A esa frontera que solo cruzan los elegidos… en compañía de su equipo. Con su gente. La que lo ha llevado a convertirse en el primer tenista español capaz de conquistar las antípodas. Tan lejos de su tierra, la natal y la batida.

La Rod Laver Arena, dos días después, vuelve a empaparse en sollozos. Pero ahora es Federer el que llora en su silla. Se levanta. Le toca hablar: «Hola chicos. Me siento mejor». Sonrisa forzada y aplauso unánime. «Bueno, gracias por el apoyo. A ver, este chico es increíble». «Thank you», se dibuja en los labios de Rafa.

«Ahmmm…», continúa el suizo. «Te queremos, Federer», grita un aficionado a pleno pulmón. Roger sonríe y deja caer nuevas lágrimas. Sabe que el discurso acabará pronto. «Quizá lo intente otra vez luego… No sé. ¡Dios! Esto me está matando». Llanto inconsolable. Se lleva la mano al rostro para intentar esconderse del mundo mientras el público aplaude.

Nadal, en un segundo plano, fuera de la escena que debía protagonizar, también aplaude. Casi dos minutos de lágrimas. Casi dos minutos de aplausos. Y un abrazo, de Rafa, con unas palabras cómplices nunca divulgadas. «Eres el mejor. Hoy también. Y superarás el récord de catorce Grand Slams», supongamos. Justo entonces, solo entonces, Roger vuelve a sonreír.

«Amo este deporte. Significa un mundo para mí, así que perder duele», dirá luego Federer. «En el primer momento estás decepcionado y en shock. Estás triste y todo te supera. El problema es que no puedes irte al vestuario y darte una ducha fría. Tienes que salir a hablar. Y ese es el peor momento». «Al acabar el encuentro, Roger estaba mentalmente tan destrozado como lo había estado yo físicamente antes de jugarlo. Lo sentí por él», responderá Nadal.

Cuenta la leyenda que Rafael tenía preparada una sorpresa para su amigo Carlos Moyá. Un homenaje doce años después de aquel inolvidable «Hasta luego, Lucas», la despedida que eligió Charly cuando los focos de la raqueta lo alumbraron por primera vez en Melbourne allá por 1997. «Lucas ya está aquí», quería despedirse Nadal. No era el momento. No con su alter ego destrozado. Habrá mejor ocasión…

Termina el Abierto de Australia de 2009, el Grand Slam de las lágrimas. Contra Verdasco lloró Nadal, sin saber que la sonrisa estaba al caer, justo a la vuelta de la red. Contra Nadal llora Federer, consciente de que tendrá que esperar para igualar los 14 grandes títulos de Pete Sampras. Consciente de que la amenaza que le acecha no desaparecerá. Consciente, sobre todo, de que sus triunfos nunca más serán omnipresentes.

Nunca más será invencible. Nunca más será el dictador de la raqueta. Reinaba en Wimbledon y le obligaron a abdicar. Reinaba en el tenis mundial y ha cedido el trono. El número uno del mundo, extenuado pero exultante, se llama Rafael Nadal.

«Por supuesto acabo de ganar un título importante para mi carrera, pero ahora no soy mejor que hace cinco horas. Esa es la verdad, ¿no?», busca convencer a periodistas de los cinco continentes, que juegan con las palabras para intentar definir una rivalidad que ya se antoja eterna. Ninguno de ellos sabía entonces lo que había pasado en ese vestuario, las dos horas que lo cambiaron todo.

Tiempo después, recordando todos los títulos del Grand Slam que adornan su palmarés, Nadal no duda: «¿El triunfo en Australia? Sin duda es la victoria más inesperada de mi carrera. Estaba tan cansado antes de la final…». Y sin embargo en aquel vestuario, durante aquellas dos horas, Rafael se convenció definitivamente de una regla que aplicará el resto de su trayectoria: «La clave de este deporte está en la mente. La mente puede vencer a la materia».

Lo ganó el 1 de febrero de 2009,
pero todo empezó mucho antes…

«Y bueno, era un chico inocente. Se lo creía todo…». Rafael tiene tres años y vive enfrente del Club de Tenis Manacor, donde trabaja su tío como entrenador. Una tarde cruza la calle y Toni le da su primera raqueta. «Le tiré con la mano y la golpeó. Lo que me sorprendió fue cómo se colocó. “Ostras, este niño…”». Ahí empezó todo. Un año después ya entrenaban con asiduidad. El sobrino y el tío. El tenista y el entrenador. El niño inocente y el adulto bromista.

Rafael, el primer nieto, el primer hijo y el primer sobrino de esa generación de la familia Nadal, «era un niño muy bueno y exageradamente inocente. El juguete de la familia». Y crédulo, muy crédulo. «Yo le hacía creer cualquier barbaridad. Me reía la tira. Cuando ves un chaval que le puedes hacer creer cualquier cosa y te sorprende con la contestación…». Toni inventaba, su sobrino escuchaba. «Me engañaba con todo. Me decía todo tipo de barbaridades y yo me lo creía todo». Entre las barbaridades, un ser omnipotente: futbolista, ciclista y mago. Tres en uno.

Cada noche se montan partidillos en el garaje de los Nadal y Rafael elige compañero: Toni. «Cada noche le elegía a él de pareja. Podía elegir a quien quisiera y le elegía a él». Enfrente, su otro tío, Miguel Ángel. «Mi hermano ya jugaba en el Barcelona, pero le decía a mi sobrino que yo era el verdadero fenómeno». No importa que Miguel Ángel ya sea campeón de Europa; Rafael cree que el gran futbolista de la familia, la mejor elección, es Toni. Pieza clave de dos grandes del continente: Manchester United y AC Milan.

«Era un ídolo en Italia. Le llamaban Natali, jugaba en el Milan y ganó no sé cuántos scudettos… Un ídolo». Sobrino orgulloso. «Yo era la estrella. Recuerdo la alineación que le daba en comidas familiares: Macarroni en la portería, Tortellini, Spaghetti y no sé quién en la defensa, Fetuccini en el medio del campo, y en la delantera, el gran Natali, que era yo». Tío legendario.

Hasta que la realidad estropeó la ficción. «Él se llevó una desilusión total cuando me vio jugar de verdad». Un partido de fútbol sala organizado entre amigos y una tarde desafortunada del gran Natali. «Hubo un momento en el que fui realmente a verle jugar un partido de futbito… Un desastre de partido. Me quedé hundido. Me quedé destrozado, te lo juro», recuerda Rafa entre risas. «Llegué a mi casa y le dije a mi madre: “Oye, me parece que Natali no es tan bueno”.» «Tuve un mal día», se excusa el supuesto futbolista. «Era más malo que el tabaco», cierra el descorazonado admirador.

Turno para desmontar mitos. «Entonces tuve que empezar a reconocer que había exagerado un poco y que yo, realmente, en el Milan solo ganaba a las cartas en el banquillo». Y para qué saltar a calentar si podía quedarse junto a la estufa del vestuario. Del dineral de sueldo y los miles de autógrafos, nada de nada. «Desde ese día tuve que cambiarlo todo: ahora ya era un jugador mediocre y en Milán me querían despachar, pero yo no me iba. El entrenador ya no me ponía nunca, hasta que un día me dijo: “Bueno Natali, hoy juegas”».

Había llegado el día de la verdad. «Salgo por el túnel y veo una pancarta que pone “Natali, te queremos”. Y salí todo contento al campo». No, espera. «Solo había visto las dos primeras líneas. En realidad ponía “Natali, te queremos matar”. De lo malo que era. Aquel día me tiraron de todo, a ver si me iba de una vez a mi pueblo». Acababa la carrera futbolística del Gran Natali, leyenda urbana de los terrenos de juego y de las mentes de infancia.

La inocencia del pequeño Rafael no tenía límites. La variedad de hazañas de su tío, tampoco. «También gané seis Tours de Francia. Miguel Indurain había ganado cinco y yo tenía que ser mejor». Triunfador y astuto. «Y además era mucho más listo, porque los ganaba con una bicicleta que en realidad era una Vespino». Mientras el resto de ciclistas se desgastaba durante toda la etapa, Toni solo pedaleaba al cruzar la línea de meta. «Yo iba de paseo, mirando el paisaje, y los demás, sudando».

Ayudaba que cuando los Nadal iban a la playa, su tío decía que prefería ir en bicicleta. En cuanto arrancaba el coche familiar, corría hacia el suyo, conducía deprisa y aparecía en la playa antes que nadie. Al llegar, Rafael le encontraba aparcando la bicicleta en el paseo marítimo, convencido de que su tío a los pedales era más rápido que su padre al volante. Y mejor que Indurain.

«Aparte de esto, yo hacía magia». El cenit de la fábula: el Mago Natali. «Sí, sí, yo era mago». Y tenía una amalgama enorme de trucos y poderes. «Durante mucho tiempo le hacía creer que se volvía invisible». Cada sábado el clan al completo se reunía a comer, «y claro, como era el único nieto, yo era el centro de atención». Todos pendientes del pequeño Rafelet… y de las travesuras de Toni.

Ambas manos encima de la cabeza, conjuro mágico y orden final: «¡Buaaaah! Ya no te ve nadie». El niño coge un vaso, y uno de los tíos, cómplice, reacciona al momento: «Oye, ¿habéis visto ese vaso? Se levanta solo». Se acerca a su padre y le hace una burla con la mano sobre la nariz. No hay respuesta. Le da una colleja. Sin reacción. «¿Alguien ha visto al niño? Rafel, ¿dónde estás?». ¿Le ayudará el abuelo? Qué va, también se une a la chanza. «Esto se lo tienes que hacer a la profesora. Cuando te mande algún ejercicio que no quieras hacer, “zas, invisible” y te vas», insiste el Mago Natali. Sonríe, con mirada maliciosa, Rafael.

«A Lendl le hice retirarse…». Domingo, 21 de febrero de 1993. Tío y sobrino se sientan a ver un partido de tenis juntos. «En diferido…», un detalle que desconoce Rafael. Toni ya sabe que Mark Woodforde, mítico integrante de los «Woodies», una de las parejas más laureadas de la historia, acaba de ganar por sorpresa el campeonato estadounidense bajo techo en Philadelphia, su cuarto y último título individual.

«Mientras Woodforde se sentía “en extasis y más allá de la Luna”, Ivan Lendl se sentía como un dolorido y envejecido tenista camino de su retirada», se leerá en las crónicas locales al día siguiente. «Lendl me está cabreando. Su forma de jugar me está molestando», se escucha en Manacor cuando el partido marcha empatado a tres juegos.

—¡A este tío le voy a hacer perder! Voy a hacer que se retire.

El niño, desconsolado, reclama compasión.

—No, no. No lo hagas, que eso está mal.

—¡Que sí, que estoy enfadado! A este tío le hago que se lesione.

—No. No puedes hacerlo. Pobre…

—Lo siento, ya he tomado la decisión. Le quedan tres juegos.

Una gran dejada da el 5-4 a Woodforde y Lendl, en su inútil esfuerzo por alcanzar la pelota, nota un pinchazo en la parte baja de la espalda. Parece algo serio. Solicita atención médica e intenta volver a pista, pero el único servicio que pone en juego apenas supera los 100 kilómetros por hora. No habrá más tenis: Ivan Lendl se retira. Mientras avanza hacia la red para dar la mano a su rival y rendir la raqueta, el pequeño Rafelet busca el consuelo de su abuela. «¡Abuela, abuela! Natali ha lesionado a un jugador». En Philadelphia, un campeón de ocho Grand Slams siente dolor y rabia. En Manacor, a 17.000 kilómetros, un niño que quiere ser tenista se enfada con un mago sin corazón.

Más poderes. Rafael ya tiene siete años. «Seis o siete… Mejor decir seis, y así no quedo tan mal». Se entrena cuatro días a la semana y en su baúl de ilusiones el tenis intenta robarle protagonismo al fútbol. Ese fin de semana se disputa un torneo entre clubes en Alcudia y a Toni le falta un jugador. «Bueno, vente tú». Solo hay un problema: su rival tiene doce años. Se presume una derrota contundente. «Y durante el camino le estuve dando la táctica de lo que tenía que hacer…»:

—Y si te gana 6-0 y 5-0, le dices que tu padre tiene mucha prisa y que ya acabaréis otro día.

—No, tío. Eso no lo puedo hacer.

—Bueno, pues ¿sabes lo que voy a hacer? Si veo que te gana de mucho, haré llover.

—Jo, ¿tú puedes hacer llover?

—Claro que puedo hacer llover. Soy mago. Mira, con estas gafas tan chulas, me las pongo y empieza a caer el agua.

El pequeño se queda pensativo. El cielo amenaza, nublado, pero no imaginaba que los poderes del Mago Natali llegasen tan alto. Se suceden los partidos y llega el turno de Rafa. La imagen del saludo en la red es demoledora: su rival le saca varios centímetros y sonríe, convencido de la victoria. «Empieza el partido: 1-0, 2-0, 3-0, 4-0. Pero a Rafael le dio igual. Comienza a correr, a pasar bolas y salvarlo todo: 4-1, 4-2, 4-3… y se pone a llover».

La pista resbala demasiado y la integridad de los jugadores empieza a correr peligro. «Este niño se puede matar», piensa Toni. Se detiene el juego y se acerca a la entrada de la pista, donde Rafael espera hasta que su rival se aleje. «Oye, Natali, puedes parar la lluvia. Creo que a este tío le puedo ganar», susurra. Ahora es el entrenador el que mira atónito a su pupilo. Por cierto, la lluvia paró y Nadal… perdió. 7-5.

No pasó mucho tiempo hasta que descubrió, no sin desasosiego, que Natali no era mago. Tampoco futbolista. Ni siquiera ciclista. Eso sí, en uno de los momentos más trascendentes de su carrera, durante una de las pausas obligadas en la final de Wimbledon 2008, no olvidó al Mago Natali: «Ahora no hace falta que hagas aparecer la lluvia», le dijo entre risas.

Horas después, Rafa Nadal conquistaría la catedral del tenis, pero siempre con Rafael presente. El Rafelet crédulo e inocente hasta el extremo. «Me lo creía todo. ¿Era tonto o simplemente demasiado imaginativo? Cómo se lo montaba Toni… Y yo, picando como un idiota. Pero ¡qué bien me lo pasaba!», recuerda en Rafael Nadal, crónica de un fenómeno.

Y meses después, allá por 2009, el Mago Natali reaparecería en Melbourne. En el vestuario de la Rod Laver Arena, en forma de monólogo eterno que reconstruye músculos y reconforta mentes. Es una evidencia: Nadal no habría ganado el Abierto de Australia si no creyese en su tío, en su entrenador. En su discurso y en su filosofía. En su magia y en sus bromas. «Y bueno, era un chico inocente. Se lo creía todo…». Se lo cree, Toni. En presente.