Capítulo XI

ROLAND GARROS 2012
¿Extraterrestre? ¿Gladiador? ¿Niño prodigio? Un chico normal

«Rafa es un niño grande. Un niño grande que le pone muchísima pasión a lo que hace.»

CARLOS MOYÁ

«Así es este juego». Rafa Nadal acaba de llegar a París consciente de que su duelo con Björn Borg concentra toda la atención. El español comparte con el sueco el récord de títulos en la tierra batida francesa. «¿Te sientes diferente este año porque vas a por un séptimo título o no te fijas en eso?». Ahí está, la primera pregunta de la rueda de prensa. «El año pasado también fue diferente, porque si ganaba igualaba a Borg. Cada año podemos encontrar una excusa para ser distinto. Pero al final, lo único diferente es que es otro año y otro Roland Garros. Este torneo es suficientemente importante por sí mismo, no porque yo ya tenga seis. Tengo mucho más de lo que nunca soñé, pero vengo aquí con la motivación de siempre, con la ilusión de jugar bien y ya veremos qué pasa, ¿no? A veces pierdes, a veces ganas. Así es el deporte y así es este juego».

Sí, el tenis es un juego. Ránkings, premios, rivalidades, polémicas… pero un juego. Y cuando las zapatillas se tiñen de arcilla, se convierte en un juego de uno contra uno en el que casi siempre gana Rafael. Bolelli, Istomin, Schwank y Mónaco: cuatro rivales, setenta y dos juegos conquistados de los noventa y un disputados. Nadal firma en Roland Garros 2012 el mejor inicio de los cuarenta Grand Slams en los que ha participado en su carrera.

«Interiormente me siento mejor. El año pasado jugaba con un pelín más de ansiedad. Terminé agotado mentalmente», tras siete derrotas consecutivas ante Djokovic. Un hombre ansioso. «Ahora se me está haciendo todo más ameno. Me siento feliz en la competición. No estoy sufriendo, sino disfrutando», tras cuatro triunfos inapelables. Un niño animado… que en la pista no distingue amigos de rivales.

Respeto sin condescendencia. Juan Mónaco, añejo camarada y número 15 mundial, encaja diecisiete juegos consecutivos, sin réplica (6-2, 6-0 y 6-0). «En polvo de ladrillo, donde sin duda es el rey, te genera miedo. Es imposible ganarle un punto. Estás jugando contra un frontón y encima le ves desde el primer game festejando y agarrando el puño. Verle ganar tanto en polvo de ladrillo, tantos torneos importantes, implica admiración, respeto y, cuando estás jugando contra él, sin duda impotencia y saber que estás jugando contra un animal», claudica tras la somanta el tenista argentino.

Nico Almagro y David Ferrer, compatriotas, tampoco le arrancan un solo set rumbo a la pelea por el título. Ningún parcial y un solo servicio entregado en seis partidos. «Nadal camina y la tierra tiembla a su paso», sintetiza El País. «Tengo la sensación de estar en continua progresión, de tener una intención continua de aprendizaje, y eso me hace feliz», asiente Rafael. El niño sigue animado, aunque esperen su émulo y la leyenda.

La gran final vuelve a cruzar a Nadal y a Djokovic, rivales indómitos en el camino hacia la eternidad (nunca antes dos tenistas se retaron en la pelea por los cuatro Grand Slams de forma consecutiva). Hace menos de un mes, cuando ambos se midieron en Roma con la mente puesta en París, la lluvia retrasó el duelo decisivo. Entonces, Rafa hizo tiempo jugando al billar y Novak se entretuvo a los mandos del futbolín. Lo dicho, son como niños…

Hoy, no. Hoy no hay lugar para el ocio. «Es el desafío definitivo», opinan ambos. Objetivos rutilantes al alcance de un solo triunfo. El español busca aventajar a Björn Borg: firmar su séptima victoria en Roland Garros. El serbio, emular a Rod Laver: conquistar 43 años después el verdadero Grand Slam (reunir el mismo año las cuatro grandes coronas del tenis). Campeón en Londres, Nueva York y Melbourne, siempre con Nadal enfrente.

En París, mismos adversarios, diferente vencedor. Pareció que ganaba Rafa, 6-4, 6-3 y 2-0. Pareció que remontaba Novak, ocho juegos consecutivos. Hasta que la lluvia se hartó de pareceres (6-4, 6-3, 2-6 y 1-2, con 15 juegos y 97 puntos para cada uno, caprichos de la estadística) y el lunes dictó sentencia. Break de inicio, para cambiar la dinámica, y la Philippe Chatrier vuelve a postrarse a los pies de su emperador (7-5).

Nadal ha derrotado por fin a Djokovic. Hercúleo. Nadal es heptacampeón de Roland Garros. Histórico. Nadal ha superado a Borg. Memorable. ¿Y Rafael? ¿Qué hizo Rafael la noche antes de tamaña responsabilidad? «Estaba viendo una serie, pero la terminé anteayer y no llevaba ninguna película ni nada, algo raro en mí. Así que me dormí a medianoche mirando unos capítulos de Songoku», confiesa entre risas.

«Esta es la verdad. Me encanta Dragon Ball desde que era un niño. No tenía nada más y siempre fueron mis dibujos animados favoritos. Aunque he visto todos los capítulos tres veces, me lo puse para olvidarme un poco de todo e intentar dormir. Y funcionó». Anoche, sí. Anoche hubo lugar para la diversión.

Porque Rafael solo es un niño grande, capaz de aprenderse de memoria las parodias de la serie La que se avecina. «Lo ve a todas horas. Se ha visto los capítulos diez veces y se sabe todos los monólogos. De hecho los aplica después», cuenta Francis Roig. «Por ejemplo, le gusta mucho una escena en la que sale Amador disfrazado de Elvis Presley y canta: “Ouuuuh yeaaaah, ouuuuh yeaaaah”. Y Rafa, sobre todo con su hermana, se pone a hacer el show. Cada vez que algo le gusta dice: “Ouuuuh yeaaaah, ouuuuh yeaaaah”».

Porque durante toda su carrera le ha acompañado un carácter vivaz y despreocupado. Juvenil. «Rafa se lo toma todo como un juego. La capacidad de jugar, que es algo que perdemos demasiado pronto, él la ha tenido siempre», explica Jofre Porta, uno de sus tutores durante la adolescencia.

Un juego. En especial, en sus comienzos, sin aspiraciones desmedidas ni proyectos precipitados. «Jugaba por jugar, por disfrutar. Un tenista tiene que jugar al tenis porque le gusta jugar al tenis. Cuando empieza a pensar en el dinero que gana o en el ránking que tiene… Esto es la consecuencia de jugar bien. Cuando estos son los objetivos, dejas de jugar y te conviertes en un profesional mal entendido. Y esto Rafa no lo ha tenido nunca. Siempre ha disfrutado, porque siempre se lo ha pasado genial jugando».

Porta acompaña su opinión con un ejemplo demostrativo. Nadal tiene trece años y está a punto de disputar la semifinal del Campeonato de España. «Dos horas antes me vino otro entrenador aterrorizado…»:

—Jofre, mira lo que está haciendo tu chaval.

—¿Qué hace?

—¡Está jugando al fútbol!

—¿Y qué pasa? ¿Se ha hecho daño?

—No, no, pero tiene la semifinal en un par de horas.

—Joder, que tiene trece años. Faltaría más que no pudiera divertirse.

—¿Y si luego está cansado?

—Que se joda…

«Esta mentalidad es la que molaba con Rafa. Se divertía sin pensar en el futuro». Y más, si por medio incluía su verdadera pasión, nunca ocultada: el fútbol. «Nadal es un deportista que no escogió el tenis, el tenis le escogió a él. En realidad, le gusta más el fútbol. Cuando haces tan bien una cosa, por inercia acabas ahí, pero Rafa prefiere hablar o ver un partido de fútbol que de tenis, sobre todo si es de su Real Madrid».

Carlos Moyá coincide en esa definición unánime de Rafael: «Sin duda sigue siendo un niño. Él es muy feliz con sus amigos, juega al golf, sale con la lancha, juega a la Play Station… Sí, sí, es un niño. Un niño grande». Y aporta la otra gran predilección de su amigo: las videoconsolas, de nuevo con el fútbol como protagonista. «Se tira al suelo, hace volteretas… Celebra los goles más que un punto de partido. Pero lo hace poco, porque no mete muchos goles».

Sí, Moyá entregó pronto el testigo a Nadal, pero solo con una red de por medio. «A tenis me ganaba, pero luego se la devolvía en la Play. Ahí, pasaba por caja». 1-0, 2-0, 3-0, 4-0, 5-0, 6-0 y llega el gol del honor… y de la celebración de Rafa. Grito, carrera, puño al aire y flexiones, acompañado con una frase lapidaria de su amigo Mónaco: «6-1, boludo. ¿Qué mierda festejás?».

Pero si algo llama la atención de esos duelos virtuales a muerte o defunción son las apuestas que tenían que pagar los perdedores. Con ingredientes recurrentes: calzoncillos, flexiones y público asombrado. «Todas eran muy similares, siempre en calzoncillos. Tocar el ascensor y esperar; si se abría y había alguien, te aguantabas. Ir de pasillo en pasillo por toda la planta. Y sobre todo bajar a hacer flexiones al hall o al restaurante del hotel», recuerda Moyá. «En Umag (Croacia), en 2003, incluso salimos en bolas a la calle. Era de noche y no había nadie, pero siempre había riesgo de que apareciese alguien».

Al año siguiente, en la previa de la final de la Copa Davis de Sevilla, sí hubo público de renombre, como recuerda Xavi Segura, encordador del equipo español. «Las parejas eran Moyá y Ferrero contra Nadal y yo. Perdimos y la apuesta era bajar en calzoncillos a hacer “el perrito” en el hall del hotel. Eran las once de la noche y justo llegó toda la junta directiva de la federación de una cena. Al menos nadie se fijó en mí: todos los ojos iban hacia Rafa. El tío estaba haciendo “el perrito” y tuvimos que dar una vuelta por todo el salón con Juanki y Charly partiéndose de risa».

Melbourne y su lujoso hotel Crown también albergaron su propio espectáculo en varias ocasiones. Madrugada en las antípodas. Dos aficionados españoles llaman al ascensor y al abrirse la puerta aparecen Rafa Nadal y David Ferrer.

—De puta madre. No os mováis de aquí.

—¿Cómo?

—Por favor, tenemos una apuesta y tenéis que estar aquí para que sea más divertido. Hacednos ese favor.

Segundos después, en el ascensor contiguo, aparecen Carlos Moyá y David Nalbandian. Cómo no, en calzoncillos, y la sorpresa inicial de los imprevistos espectadores da paso al asombro sonriente. «Vaya putada», se le escapa a Moyá al comprobar que, a pesar de las horas, hay público para dar fe de la apuesta. «Hacías las flexiones y te ibas con la cabeza agachada, sin mirar a ningún lado».

A veces, entre la algarabía de los triunfadores y la vergüenza de los perdedores, la broma se convertía en travesura, Seguridad mediante. «En Australia casi nos echan del hotel, porque hacíamos ruido aposta para que todo el mundo mirase. Y claro, vieron a dos tíos haciendo flexiones y a cuatro o cinco gritando y vinieron a ver qué pasaba». Disculpa apresurada y a repetir en cuanto se pudiese. «Nos decían que se nos iba la olla, pero eso le ponía más interés a las partidas».

Precisamente Moyá y Nadal fueron los dos protagonistas de una anécdota hilarante en Estados Unidos. Nueva York propone y la imaginación canalla de Charly dispone. «No sé, se me ocurrió así. 2005 debía ser. Así es Rafa, un chaval inocente, que le estoy tomando el pelo y el tío pica, pica y pica». «Historia divertida», sonríe años después Nadal. «Mi inglés evidentemente a día de hoy no es fantástico, pero entiendo un poco más que antes. En aquellos momentos era realmente malo y yo seguía muchísimo la Fórmula 1 y a Fernando [Alonso]». Allá vamos…

«Serían las seis o las siete de la mañana en Nueva York. Era una carrera importante, pero en Estados Unidos la Fórmula 1 no tiene tanta repercusión y no va en abierto. Siempre lo dan por algunos canales que normalmente no están en los hoteles, pero Carlos, que es un perro de primera categoría, me timó»:

—¿Cómo? ¿Que no estás viendo la carrera?

—No tío, no la dan en ningún sitio.

—¡Cómo que no! Yo la estoy viendo aquí arriba. No veas el adelantamiento que acaba de hacer Alonso…

—¿Qué dices? ¿En serio?

—Que sí, coño. Pon el canal 63, anda.

60, 61, 62, ¡63!

—Pues yo pongo ese canal y no dan nada.

—¿Tienes el mando especial?

—¿Qué mando? Yo no veo ningún mando especial aquí.

—Claro, eso es. En los hoteles puedes cambiar de canal, pero no puedes sintonizar la tele. Tienes que llamar a recepción y que suban un mando a distancia especial, el «special remote control».

—Hostia, llama tú, que me da vergüenza.

—Venga Rafa, espabila un poco, que ya eres mayor de edad.

—Vale, voy. Ahora te digo algo.

Rafael, eternamente crédulo, habla con el conserje. «Con mi inglés, imaginaos…», sonríe al rememorarlo. «I need the special remote control to watch Formula One», enuncia su mente. Solo su interlocutor sabe qué pronunciaron sus cuerdas vocales. «Special remote? Sixty Three Channel?». O algo así.

En recepción no se aclaran. Rafa Nadal, campeón de Roland Garros, llama en plena noche y pide algo incomprensible. El conserje, asustado, se apresura a comprobar qué sucede. «Hasta que sube el tipo ese y me dice: “Aquí no hay special remote ni nada”». Desesperado, lo vuelve a intentar con su «amigo»:

—El tío de recepción no tiene ni idea de ningún mando especial. ¿Cómo va la carrera?

—Espectacular. Schumacher y Alonso todo picaos.

—Cabrón, déjame subir.

—No, tío, no seas pesado, que estoy aquí con mi novia y está durmiendo.

Segundo intento, segundo fracaso. El conserje recorre sin ningún éxito la lista de canales y agota el repertorio de explicaciones. «Casi media hora buscando y llamando a recepción. Volvió loco al tío de abajo. Subió, bajó, le hizo volver a subir… Yo me lo imaginaba y me tiraba por los suelos», se desternilla aún hoy Moyá.

Y a la tercera, la vencida. «Al cabo de media hora de lucha: “Va, tío, subo”. No podía aguantar más». Escaleras arriba, de dos en dos, Nadal da por hecho que verá por fin a Alonso. El final de la carrera, lo mejor. «Subo y… ahí estaba, partido de risa en la puerta». ¿Y eso? «Lo seguía por internet. Con comentarios escritos, sin imágenes». Entonces, por mucha amistad que les uniera y no sin razón, le sale un insulto del alma: «Qué cabrón eres, macho».

Así es Rafael, un niño grande. «Para algunas cosas es un niño y para otras, muy maduro. Al tío le gusta sentirse niño, jugando al fútbol con sus sobrinos o echando unas partidas a la Play, pero a la vez es una persona que toma decisiones, que se involucra en sus negocios, que opina de política… Todos nos hacemos grandes, pero Rafa todavía tiene corazón de niño», radiografía Francis Roig.

Así es Nadal, un mito. ¡Hasta nunca a las tres finales de Grand Slam consecutivas entregadas a Novak Djokovic! ¡Hasta siempre al anterior rey de la arcilla parisina! «Borg hizo cosas asombrosas. Borg cambió nuestro tenis. Borg probablemente fue la primera gran, gran estrella. Borg hizo este deporte más grande. Todos deberíamos darle las gracias por lo que hizo», destaca el nuevo monarca. Adiós, Björn; hola, leyenda.

La prensa internacional loa su proeza con un sinfín de adjetivos superlativos. «Pocas opiniones pueden ser absolutamente ciertas. Pero en el tenis hay una incuestionable: nunca ha habido un jugador mejor que Rafael Nadal en tierra batida», sentencia, allende los mares, The Wall Street Journal. Y nadie se atreve a desmentirlo. Unanimidad.

Pregunta para Nadal. «Para todos eres extraterrestre, un gladiador, el niño prodigio… ¿Con cuál te quedas?». Respuesta de Rafael: «Con ninguna. Me quedo con que soy yo, un chico normal. Lo que pasa es que juego al tenis». Por cierto, ¿saben lo que hacen los chicos «normales» al levantar su séptima Copa de los Mosqueteros mientras el mundo entero observa y rinde pleitesía? Golpearse con ella en el ojo. «Fue un golpe duro, muy doloroso, pero no era el momento para llorar». Pues eso: un niño grande.

Lo ganó el 11 de junio de 2012,
pero todo empezó mucho antes…

Julio de 2001. Menorca. El Club de Tenis Ciutadella congrega a muchos de los grandes talentos del tenis nacional en torno al Campeonato de España. Álex Corretja, Tommy Robredo, Pato Clavet, Fernando Vicente, Santiago Ventura o Iván Navarro son solo algunos de los nombres más destacados que forman parte del cuadro final. Entre ellos se encuentra también uno de los talentos más prometedores del deporte de la raqueta.

—¿Quién es ese chavalito?

—Es Rafael Nadal, el sobrino de Miguel Ángel, el defensa del Barça.

—¿Ah sí? ¿Es él?

—Sí, dicen que va para estrella.

—¿No le pega nada mal, eh?

—Ya ves. Vaya intensidad.

—¿Qué edad dices que tiene?

—Quince años...

Mientras tratan aún de amoldarse a las pistas menorquinas, Santi Ventura y algunos de sus compañeros de vestuario charlan en el club. Poco a poco van desgranando las virtudes del futuro campeón. «Lo vi allí por primera vez y lo que más me sorprendió fue la forma de entrenar que tenía siendo tan pequeño, sobre todo la intensidad que le ponía. Estábamos en Baleares, en verano, en un campeonato de España… Y todos estábamos tranquilos, en un buen sitio, pero él seguía con la intensidad a tope. Nosotros tan relajados y a él lo veías que no paraba». Profesionalidad.

Lo ratifica Toni Colom, que años antes se encontró con un adolescente distinto a los demás en la Escuela Balear del Deporte: «Me sorprendía su intensidad. Además de ponerla en los partidos, también la ponía en los entrenamientos y en cualquier actividad que organizásemos. Si algún día llovía y teníamos que echar un partidillo, Rafa se lo tomaba más en serio que nadie. Desde entonces percibí que Nadal tenía como hábito ir a tope, a una intensidad muy alta, y eso era lo que le distinguía del resto». Competitividad.

Así lo recuerda también otro de sus compañeros de vestuario en sus primeros torneos, Carlos Cuadrado: «Rafa calentaba antes de los partidos muchísimo tiempo, unos cuarenta y cinco minutos o una hora. Normalmente la gente calentaba bastante menos y guardaba fuerzas para la competición. Pero él no solo calentaba más, sino que después del encuentro volvía a entrenar como si fuera una práctica normal, de una hora u hora y media. Impactaba mucho verle». Autoexigencia.

«Normalmente cuando terminas un partido estás cansado y quieres recuperar fuerzas para el partido del día siguiente, pero a Rafa le veías que hacía eso porque su objetivo iba mucho más allá de ganar el siguiente encuentro. Entrenaba con un objetivo a largo plazo y mucho más grande que el de conquistar un Campeonato de España, un Future o un Challenger», continúa Cuadrado. Ambición.

Todas estas cualidades eran fruto de una estricta disciplina y de una intensa rutina de trabajo inculcadas desde niño. «Se juega como se entrena», reza la primera ley de los manuales de estilo de cualquier entrenador, sea cual sea la práctica deportiva. Y el librillo particular de Toni Nadal también recogía esa enseñanza. Sin excepciones. «Yo no creo en las vacaciones. Creo en el trabajo», mantiene el tío de Rafael, que implantó a fuego en su mente aquella capacidad de sacrificio cultivada dentro de la pista durante los entrenamientos y aplicada, luego, en sus partidos.

—Pero, ¿qué hace ahora este chaval?

—No te creo… ¿Está pasando la estera?

—¡Deja eso, que ya lo hará luego el pistero!

Los compañeros de vestuario contemplaban, atónitos, cómo después del entrenamiento Rafael dejaba impecable la pista para el siguiente turno. Una exigencia para cualquier aficionado amateur de club; una rutina que Toni inculcó a su pupilo desde muy joven. Nunca quiso que su sobrino gozara de privilegios respecto al resto de niños con los que compartía sesiones de entrenamiento en el Club de Tenis Manacor.

Ahora ya es demasiado tarde para cambiar su hábito y ha asimilado la costumbre para siempre. «Él, en cualquier club al que va, sabe que lo normal después de jugar es pasar la red para dejar la tierra batida en buenas condiciones para el siguiente partido. Y Rafa, cuando ya había ganado varios Roland Garros y era número uno, pasaba la estera en cada club no profesional que jugaba. La pasaba y la pasa, a día de hoy. En cualquier club que no tenga pisteros», desvelan desde el equipo de Nadal.

Repasar la pista, no olvidar llevar su propia botella de agua o recoger más pelotas que nadie al final de cada entrenamiento son solo una muestra de las jugarretas que Toni le gastaba para forjar la mentalidad del campeón. Pero nada más lejos de la realidad. Exigencia y disciplina. «No considero que le hiciera ninguna jugarreta. Le hacía lo mismo que a mis hijos porque creo en la educación. Lo hacía ya con otros chicos que entrené antes con menos dureza que a él, pero toda la vida he actuado igual. Cuando me implico con alguien intento forzar la situación y que las cosas se hagan bien. A mí me importaba mucho que la gente hablara bien de Rafael, porque soy su tío. Igual que con mis hijos me importa mucho que la gente considere que están bien educados», explica el propio Toni.

Esa sólida doctrina fortificó los cimientos de Rafael. Cada historia del anecdotario familiar reforzó la capacidad de sacrificio del futuro campeón. Valgan tres pequeñas escenas como ejemplo. La primera se remonta al año 2000 en Tarbes (Francia). Allí se juega Les Petits As, considerado como el campeonato del mundo sub 14. Los jóvenes aspirantes son tratados como profesionales. Tanto que disponen de atención personalizada, guardaespaldas, personal de ayuda…

«Imagínate la parafernalia, como si fuesen profesionales», recuerda Jofre Porta. Después de una de sus victorias, uno de los empleados se acercó a Rafael para llevarle la bolsa. Sin dar tiempo a que se la colgase en el hombro, Toni se dirigió a su sobrino:

—Rafael, coge la bolsa o te vas para Manacor.

El problema es que su joven pupilo no hablaba francés y solo le quedaba tirar de la bolsa para que el empleado del torneo interpretase que debía devolvérsela.

—Por favor, dámela.

—No, vestuario. Vestuario.

—¡Que no llego al vestuario! ¡Que me voy para Manacor!

«Un niño lleva su propia bolsa. Y un profesional, también. Esta forma de educar es la base para crear un tío duro y humilde», cierra Porta. «Le dije que cogiera la bolsa, pero no dije que si no la cogía nos íbamos a casa. No soy tan idiota. Y se lo dije porque considero que a un niño no le tiene que llevar una persona mayor la bolsa», puntualiza Toni.

Sus mentores no permitirían ni asistentes para llevar la bolsa, ni quejas por el estado de la pista o de la raqueta. Adaptarse a las circunstancias adversas y afrontar los problemas era fundamental en la cancha. Nueva anécdota en la memoria de Porta: «Tenía 13 años y fuimos a jugar un torneo al País Vasco. Los primeros días había demasiada gente y por allí había una pista que no estaba ni construida. Estaba asfaltada, como una carretera, pero no estaban marcadas las líneas ni tenía red, solo los dos postes. Puse una cinta de obra que mangamos y, mientras todos se peleaban por las pistas de tierra, nosotros nos íbamos a entrenar ahí. Todos se descojonaban de nosotros, porque era un poco absurdo, pero para nosotros era normal buscar cosas así».

Y para encontrar la tercera y definitiva anécdota hay que viajar hasta al 2 de febrero de 2002. Rafael ya tiene dieciséis años y por primera vez en su carrera alcanza, en Hamburgo, la final de un Challenger. Al otro lado de la red, Mario Ančić, un jugador que no es mucho mayor que él, pero que ya cuenta en su palmarés con algún torneo de ese nivel. Y, por si fuera poco, presenta un cañón en su brazo derecho, así que Nadal no podía con el bombardero croata.

De repente, en medio de un punto, se dirigió hacia el banquillo. Abrió la bolsa, soltó la raqueta y agarró otra. Sin embargo, al volver a la pista, dio media vuelta, recuperó la primera raqueta, le colocó el antivibrador y siguió jugando. Finalmente, perdió 2-6 y 3-6, y nada más terminar el partido Jofre le preguntó, intrigado, por la misteriosa acción:

—¿Qué hiciste, Rafa?

—Pensé que la raqueta me iba mal, pero me acordé de lo que Toni y tú me decís: que la raqueta nunca tiene la culpa, que la culpa es mía. Así que he jugado con la misma.

Sorprendido por la madurez del joven tenista, Porta se fijó en la raqueta. Efectivamente, estaba partida: «Tenía el marco roto. Y él, por obsesión, por disciplina, acabó jugando con una raqueta que realmente estaba mal. Pero así es su fortaleza mental».

Rafael aprendió a apreciar sus herramientas de juego. Tanto que jamás se le ha visto destrozar una raqueta en un partido, ni siquiera en un entrenamiento a puerta cerrada. Su entorno familiar se preocupó de que valorara todo su material, incluso cuando sus patrocinadores ya le suministraban cantidades de sobra para afrontar con garantías todo el año. Rafael ya bordea la mayoría de edad y en una eliminatoria con el equipo de Copa Davis, Toni Nadal sorprende a todos los presentes en el vestuario después de concluir un entrenamiento:

—Rafael, ¿qué haces?

—¿Cómo?

—No te quites las zapatillas así, hombre. ¿No ves que las deformas y las acabarás rompiendo?

Uno de los testigos de la escena es Xavi Segura, encordador del combinado nacional. «Rafa se había sentado y se quitó las zapatillas sin desatarse los cordones. No sabes la bronca que le metió su tío. Inmediatamente pensé: “Este chico debe tener acceso a cincuenta zapatillas como esas al año... ¿Qué más da que se las quite así o no?”. Pero esa anécdota, al final, es reflejo de la cultura, la disciplina y la educación que ha tenido siempre.»

Una década más tarde, Rafael solo tiene palabras de agradecimiento ante aquello que, a los ojos del resto de los mortales, parecían jugarretas de su tío: «Gracias a él hoy tengo este autocontrol. Me controlo en la pista y soy positivo. Gracias a él he resistido la presión estos años, porque he entrenado con presión toda mi vida. De pequeño sí que fue duro conmigo, pero creo que todo eso me ha ayudado decisivamente en lo que he conseguido en mi carrera deportiva. Quizás a la hora de aguantar según qué tipo de dolores, según qué tipo de partidos, según qué tipo de presión, ha sido decisivo tener a alguien como Toni detrás, que desde pequeño me ha llevado hasta el límite muchas veces», confesaba en Televisión Española.

«Toni le machacaba y Rafael lloró muchas veces, pero aguantaba y aguantaba», revela Rafael Nadal, abuelo, en el Diario de Mallorca. Pero él, como patriarca, y todo el clan familiar saben que sin todas esas lágrimas y sin cada una de estas historias sería imposible entender la leyenda del campeón que una década más tarde de aquel Campeonato de España levantaría su séptimo Roland Garros y derrocaría a Björn Borg. De Menorca, a París. De aquellos intensos entrenamientos antes y después de los partidos, a esta Copa de los Mosqueteros. La séptima.