Durante la década de los años cincuenta del siglo XIX, León Tolstói, un joven aristócrata que había comenzado a escribir, estaba empezando a ser objeto de un reconocimiento público que rozaba con el entusiasmo. Su Infancia (1852) y Adolescencia (1854) habían provocado comentarios unánimemente favorables y algunos personajes de talla, como Turgueniev, comenzaban a contemplar no sólo sus méritos como autor, sino también sus repercusiones como ideólogo. De hecho, en esa época lo calificó de «mezcla de poeta, calvinista, fanático e hijo de terrateniente», un juicio que, en realidad, pretendía ser favorable.
Esta extraordinaria opinión que la crítica había dispensado a Tolstói cambió prácticamente de la noche a la mañana con la muerte del zar Nicolás I. El autócrata fallecido había seguido una línea de gobierno de carácter absolutista que, en buena medida, pretendía conservar las pautas específicas de la monarquía rusa pero ligadas a la eficacia germánica. Sin embargo, su sucesor, Alejandro II, encauzó su reinado por una vía de reformas sociales de notable profundidad, como fue la liberación de los siervos, y, como un reflejo del nuevo rumbo, la crítica comenzó a pedir la publicación de obras que expresaran la «realidad social». Este cambio en el gusto oficial convirtió a Tolstói en un autor políticamente incorrecto y, por ello mismo, desechable. Juventud (1857) y las obras que la siguieron hasta el final de la década fueron fustigadas como muestras de una tendenciosidad, de un anacronismo y de un didactismo insoportables. La campaña resultó tan generalizada que el propio escritor sufrió una pérdida considerable de la confianza en sí mismo y decidió retirarse a sus posesiones de Yasnaya Polyana para dedicarse a la agricultura. A primera vista, la carrera literaria de Tolstói podía darse por concluida.
Si no fue así se debió al hecho de que Tolstói distaba mucho de sentirse apartado de la discusión política. Por aquella época eran muy populares en Rusia las obras del alemán Wilhelm Riehl (1823-1897), un reformista que pretendía enfrentarse a las tesis de Karl Marx combinando un cierto aliento de progreso con una insistencia en evitar los choques sociales. Tolstói aceptó los puntos de vista de Riehl porque creía que, efectivamente, la sociedad necesitaba una renovación profunda y que ésta nunca podría derivar de la revolución.
De julio de 1860 a mayo de 1861, Tolstói viajó por Francia, Bélgica, Gran Bretaña y Alemania. Regresó a Rusia con la firme convicción de que las malas ideas difundidas por la educación «progresista» habían echado a perder a la gente. Precisamente por ello, llegó a la conclusión de que resultaba indispensable realizar un esfuerzo educativo en la dirección adecuada. Ya en Rusia fundó una escuela en Yasnaya Polyana cuya finalidad consistía en preservar las tradiciones del campesinado pero sumándole la enseñanza de disciplinas que incluían, por ejemplo, la gramática, la carpintería, el canto, la gimnasia, el dibujo o la historia sagrada. Esta escuela tuvo una importancia extraordinaria para Tolstói, pues gracias a ella terminó su formación ideológica y decidió regresar a la literatura con la finalidad de difundir sus ideas.
En septiembre de 1862, Tolstói se casó con Sofia Andreyevna Behrs. La joven tenía dieciocho años y poseía un título universitario de maestra, mientras que Tolstói había cumplido ya los treinta y cuatro. El matrimonio llevó al autor a abandonar su trabajo en la escuela y, en diciembre de 1863, a regresar a la literatura. El contexto familiar no resultaba, sin embargo, óptimo. Sofia se aburría espantosamente en el campo y para colmo descubrió que su marido —que la acusaba de frigidez— mantenía relaciones íntimas con una sirvienta llamada Aksinya. Tolstói, que había comenzado por aquel entonces a escribir Guerra y paz, se sentía insatisfecho no sólo en su vida matrimonial, sino también ideológica. Por añadidura, cuando en ese año de 1863 se publicó su novela Los cosacos, Tolstói volvió a ser atacado por ser, a juicio de la intelligentsia, un escritor carente de conciencia social.
A pesar de todo, Tolstói iba reafirmándose crecientemente en sus posturas ideológicas, y en Guerra y paz optó por escribir una novela histórica con un mensaje que trascendía ampliamente de la Historia. Frente a las corrientes procedentes de Europa occidental como la masonería o el mensaje de la revolución francesa, Tolstói oponía una visión de la vida basada en la riqueza de los sentimientos y en los principios del cristianismo. Actualmente, nadie podría cuestionar el valor de obra maestra de Guerra y paz, pero en el momento de su publicación fue vapuleada despiadadamente por la totalidad de la crítica si excluimos a los eslavófilos.
Aquella batería de insultos y desprecios precipitó a Tolstói a un estado depresivo que le llevó a enclaustrarse en sus posesiones rurales en el verano de 1869. Por esa época, leía frecuentemente a Schopenhauer y, al parecer, mostraba signos de trastorno psíquico que cristalizó, entre otras manifestaciones, en un presentimiento de que su muerte se hallaba cerca.
Durante el invierno de 1870, Tolstói se dedicó a estudiar griego con especial interés, ya que deseaba dominar la lengua en que se había escrito originalmente el Nuevo Testamento. Al cabo de tres meses podía leer a Heródoto y comenzó a reflexionar sobre la religión de los antiguos griegos. Además se entregó a dos campañas de lucha contra la intelligentsia rusa. La primera consistió en la redacción de dos antologías de relatos rusos cuya finalidad era educar en la historia rusa, en la fe y en la moral, y, a la vez, enfrentarse a los modelos educativos importados. La intelligentsia condenó las dos obras como muestras de reaccionarismo, pero la acogida popular fue extraordinaria y pronto se convirtieron en texto oficioso de multitud de escuelas rusas. La segunda campaña fue escribir un libro donde se recogiera su visión de la vida. Fue así como nació ANA KARENINA.
El 24 de febrero de 1870 había cruzado ya la mente de Tolstói la idea de escribir una novela cuya temática fuera el adulterio. Su intención, según sus propias palabras, no era condenar, sino compadecer, y, al parecer, se había sentido impulsado por la experiencia vivida por un vecino que había abandonado a su amante para comenzar una relación con la institutriz de sus hijos. La antigua amante, llamada Ana, se había arrojado bajo las ruedas de un tren de mercancías tras dejar una nota en la que le acusaba de ser un asesino y le invitaba a contemplar sus restos mortales. El día después del óbito, Tolstói en persona había tenido la oportunidad de ver el cadáver destrozado de la desdichada.
Aunque Tolstói no llegaba a sostener las ideas que Alejandro Dumas hijo había defendido en su El hombre-mujer (1872), donde abogaba por el homicidio de las adúlteras; sin embargo, repudiaba las tesis de los que solicitaban la emancipación femenina. Para él, la mujer debía cumplir con una serie de funciones que le habían sido asignadas por la naturaleza —el hacerlo a conciencia ya significaba que no tendrían tiempo para dedicarse a nada más—, y el no comportarse de esa manera sólo podía ser considerado algo antinatural y de consecuencias desastrosas.
Partiendo de esa base inicial resulta comprensible que en el plan original de la novela, Tolstói pensara convertir en protagonista al marido de la adúltera que, a pesar de la vileza de su esposa, la ama y sufre por ella. Ciertamente, no llegaría al extremo de matarla al final, pero dejaría claramente de manifiesto el horror que cualquiera debería sentir ante el adulterio femenino. Solamente la creación del personaje de Levin disuadió a Tolstói de seguir un plan centrado inicialmente en la figura del desdichado Karenin.
La redacción de la obra distó mucho de ser fácil para Tolstói. No sólo es que el planteamiento final se le escapaba de entre las manos, sino que además coincidió con una crisis espiritual de extraordinarias dimensiones que se vería reflejada, siquiera parcialmente, en Mi confesión (1879). De esta época, Tolstói emergió más convencido que nunca de la necesidad de la fe en Dios para sobrevivir en el mundo. Fue también un período en el que comenzó a asistir a la iglesia con regularidad, oraba todas las mañanas y las noches, y redactó una serie de estudios religiosos (En qué consiste mi fe [1882-1884], ¿Qué debemos hacer? [1882-1886], La Iglesia y el Estado [1891] y La doctrina cristiana [1897]), que provocaron las iras de la jerarquía ortodoxa. Fue excomulgado en 1901.
Además decidió repartir sus tierras entre los campesinos e incluso entregarles los derechos de autor de sus obras. Sólo la áspera agresividad de su esposa al conocer este último propósito le llevó a cambiar de opinión y, al final, Tolstói acabó entregando a Sofia la totalidad de los derechos procedentes de sus libros. A diferencia de muchos creyentes, Tolstói sostenía que había que hacer el bien no para obtener la vida eterna, sino para vivir de una manera plena.
Se ha dicho que después de ANA KARENINA toda su obra giró en torno a esta visión. La afirmación es errónea. Como veremos a continuación, ANA KARENINA fue precisamente la primera gran creación —la otra sería Resurrección— marcada por esta nueva impronta espiritual.
La primera parte de la novela comienza con el descubrimiento por parte de Dolly de la relación íntima de su esposo Stiva con la antigua institutriz francesa de los hijos y la expulsión del adúltero del lecho conyugal. Stiva realmente no siente el menor arrepentimiento por sus actos, pero, al mismo tiempo, no tiene ningún interés en perder los beneficios económicos que derivan de su matrimonio. Sin duda, es un hombre de ideas liberales muy del gusto de sus amigos, pero su liberalismo surge fundamentalmente de la autoindulgencia con la que se trata a sí mismo.
En paralelo, Tolstói sitúa inmediatamente la figura de Levin. A diferencia del esposo de Dolly, Levin se siente incómodo en la ciudad, pero ha decidido regresar porque está enamorado de Kitty y piensa que contraer matrimonio con ella le proporcionará luz en un momento en que no encuentra sentido para su vida. Tal idea hunde sus raíces en el hecho de que Kitty es una joven virginal que evoca en Levin la pureza de la fe infantil. Sin embargo, existe un obstáculo de enorme envergadura para que ese proyecto llegue a cuajar. El conde Alexey Vronsky pretende a Kitty, y ella se siente atraída por sus atenciones. Si Vronsky no persiste en sus intentos seductores es porque conoce en la estación de ferrocarril a la hermana de Stiva, una mujer llamada Ana Karenina. La atracción mutua sentida por Ana y Vronsky es inmediata y aunque el personaje femenino capta intuitivamente que dejarse llevar por aquella pasión puede llevarla al desastre —Ana está casada—, el peso de la felicidad que siente es mayor que el poder disuasor del miedo. Esta circunstancia viene además acentuada por la descripción —vista a través de los ojos de Ana— de un marido no precisamente atractivo. Cuando concluye la primera parte y Ana se encierra en su habitación, se ha formulado el propósito de ser fiel a su marido, que, además, no se halla desprovisto de buenas cualidades.
Por su parte, Vronsky no siente ningún reparo en intentar seducir a una mujer casada, y su éxito se halla asegurado porque Ana ha decidido en el fondo entregarse a él. Para facilitar esa situación, Ana limita sus apariciones en sociedad al círculo de Betsy, una mujer liberada también conocida por Vronsky. Cuando, en una escena llena de doble sentido, Ana conversa con Vronsky y le dice que debe solicitar el perdón de Kitty y casarse con ella, en realidad no actúa de manera sincera. De hecho, al escuchar las palabras lisonjeras de Vronsky no replica con rechazo, sino con unos ojos llenos de amor. Además, en contra de lo que en ocasiones afirman críticos de la obra, la pasión entre Ana y Vronsky no sólo no resulta en esos momentos condenada socialmente, sino que resultaría imposible sin un cierto respaldo social.
En claro contraste, Karenin se nos presenta como un pobre hombre que teme enfrentarse con Ana, que desearía guardar las apariencias para no verse todavía más perjudicado y que se siente aterrorizado no sólo por las murmuraciones, sino también ante la posibilidad de que su esposa decida separarse de él.
Sobre el trasfondo del pesar de Kitty —que se siente rechazada y desengañada— y de Karenin, el relato del primer encuentro sexual entre Ana y Vronsky está dotado de un especial patetismo. La primera reacción de Ana está relacionada con la culpa, y la de Vronsky con el horror. En ambos casos se halla igualmente presente la sensación de vergüenza, pero además la mujer siente un espantoso sentimiento de soledad, un temor profundo a verse aislada de la sociedad y de su familia.
Precisamente en este clímax, en que puede verse lo que da de sí el influjo del liberalismo moral en el cuerpo social, Tolstói vuelve a introducir en escena a Levin. A diferencia de los que defienden que la sociedad se mueve por el ánimo de lucro, Levin no tiene la menor intención de explotar a sus campesinos por esa causa. En su lugar, es consciente de que gente como él, que sigue apegado a la tierra y a sus valores, constituye una aristocracia que va más allá de la sangre o el linaje. Se trata de una elite que deriva de una fibra moral muy especial, relacionada con el hecho de que siguen unos principios éticos en su vida.
Por otro lado, el drama de la obra queda de manifiesto en el momento en que Ana descubre que está embarazada.
Ante este hecho ella podría regresar con Karenin o mentirle acerca de su infidelidad —de hecho, el esposo está dispuesto a creer en cualquier engaño—, pero no lo hace. Desea vivir una nueva existencia al lado de Vronsky y, teniendo en cuenta el punto al que ha llegado la situación, eso significa que Seryozha dejará de ser su hijo, que no podrá tenerlo a su lado. La pasión, vivida de una manera desordenada, aparece representada así bajo tintes indudablemente sombríos.
La tercera parte de la obra da inicio con un Levin que, a diferencia de Ana o de Vronsky, está encontrándose a sí mismo y lo hace, como no podría ser de otra manera, en la vereda del bien. En lugar de ceder a posibles pasiones, se identifica con sus campesinos de una manera que casi podría calificarse de orgánica. No necesita utilizar la presión para que el trabajo se lleve a cabo porque la misma naturaleza de la tarea marca su ritmo. Precisamente de ahí se desprende que la importación de ideas occidentales sobre el agro sólo tendrá nefastas consecuencias. Al abrigo de las mismas, se producirá una ruptura de la fe en la vida que parirá estériles resultados y que, finalmente, arrastrará al campesinado hacia la violencia.
Cuando Ana vuelve a aparecer en escena tras veinte capítulos de ausencia, es una mujer desgarrada por su situación. Betsy, que terció indirectamente en su aventura con Vronsky, le muestra en el curso de una fiesta cuál es la alternativa frente al inicio de una nueva vida con su amante y la pérdida de su hijo. Fundamentalmente, se reduce a mentir y a tener amantes negados aunque conocidos, como sucede con otras mujeres de la clase acomodada. Porque Ana podría huir al extranjero con Vronsky, pero eso significaría perder el contacto con una sociedad de la que disfruta y, de paso, arruinar la carrera de su amante.
El gran drama de los dos amantes ahora es que están dispuestos a perder mucho por su pasión —Vronsky rechaza el ofrecimiento de promoción profesional que le hace Serpujovskoy si rompe su relación con Ana—, pero no lo suficiente. La escena en los jardines Wrede resulta al respecto inmensamente reveladora. Vronsky sigue enamorado de Ana, pero no lo bastante como para pedirle que deje todo y se vaya con él. En cuanto a ella, la simple idea de verse aislada de la sociedad en la que vive la abruma.
Al inicio de la cuarta parte, el deterioro psicológico de Ana es palpable. No sólo el resentimiento hacia Vronsky se ha apoderado de ella, sino que, ocasionalmente, esos sentimientos confluyen en auténticos brotes de odio. Ana no puede soportar que Vronsky sea un ser que aún disfruta de autosuficiencia y de libertad, y al manifestar su desagrado contra esa situación consigue ir enfriando la pasión que su amante siente por ella. En paralelo, Karenin ha decidido iniciar los trámites de divorcio y consigue a través de un detective las pruebas del adulterio de Ana.
Como suele ser habitual a lo largo de la novela, la pasión frustrada de Ana encuentra un paralelo en el temperamento apasionado de Levin. Lo que les diferencia fundamentalmente es el objeto de sus sentimientos. La mujer nunca podrá encontrar un objeto que realmente colme sus expectativas, por la sencilla razón de que no existe. Sin embargo, Levin —que contrae matrimonio con Kitty— se mueve hacia la fe en Dios y con ella hacia la felicidad. La unión con Kitty aparece descrita, desde luego, en términos claramente religiosos. Por un lado, le recuerda las prácticas religiosas de la infancia; por otro, incluye, mediante la entrega de sus diarios a Kitty, su confesión de pasados pecados en lo que constituye una verdadera ceremonia penitencial. El relato acerca de la discusión con Stiva sobre los derechos de la mujer sirve para dejar de manifiesto el papel central de la familia —el que ni Ana ni Vronsky ven o desean ver— y la importancia esencial que la mujer tiene en su seno.
Cuando a continuación Tolstói narra la manera compasiva en que Karenin se acerca a Ana da la impresión —momentánea— de que incluso un desastre familiar como el causado por el adulterio podrá remediarse. Karenin es un hombre con defectos, pero, a la vez, resulta sinceramente religioso y compasivo hasta el punto de que Vronsky reconoce en él aspectos de dignidad. En cualquiera de los casos, sabe perdonar y ofrecer a Ana un camino para restaurar su vida, y lo hace porque realmente la ama.
Esta vía de redención quedará cegada por el influjo —una vez más, negativo— de la sociedad liberada. Betsy —un epítome real de los comportamientos moralmente más disolventes— acaba llevando a Ana de regreso a los brazos de Vronsky y despertando en ella un sentimiento paradójico pero no por ello menos perverso, el de reconocer que Karenin es un hombre bueno y extraordinario al que no puede evitar odiar. En paralelo, Stiva y Betsy presionan a Karenin para que acepte conceder el divorcio a Ana. Sin embargo, también en esa tesitura su esposo seguirá siendo generoso e incluso le ofrecerá entregarle la custodia del hijo de ambos. Ana lo rechaza porque no desea sentirse vinculada a él de ninguna manera. Comprende entonces que ha dispuesto de un camino de salida que le ha sido brindado por Karenin y que ha desechado. Al dar ese paso se ha situado en la senda de la destrucción.
La quinta parte está redactada por Tolstói de tal manera que no quepa ninguna duda acerca de la superioridad de una vida matrimonial feliz sobre conductas como la de Ana. Constituye así un paralelo pletórico de contrastes entre el amor cristiano que discurre por la senda adecuada y la pasión ilícita que no tarda en empañarse con sentimientos de odio, resentimiento y celos. Ana no se ha comportado de acuerdo al llamado derivado de la naturaleza femenina y lo pagará caro.
Trasladada a Italia, Ana experimenta un renacimiento, pero no puede caber duda de que será temporal. Siente la dicha de depender de él y, a la vez, de poseerle, pero, al mismo tiempo, la felicidad experimentada al tener cerca a Vronsky va acompañada del temor a no gustarle lo suficiente. Esta brevísima —y nada tranquila— dicha se quiebra cuando Vronsky busca una manera de ocupar el tiempo aparte de su amante. En Rusia era un oficial y un personaje admirado en sociedad. En Italia no es nadie y eso le lleva a volver la mirada hacia otras ocupaciones. Es así como comienza a pintar.
Curiosamente, esta distracción va a ahondar la crisis de la pareja. Ana y Vronsky entran en contacto con un pintor llamado Mijailov que realmente siente lo que significa el compromiso con el arte. Sobre el trasfondo de su pasión por la pintura, no resulta difícil comprender que Ana no habría podido soportar a su lado a un Vronsky que estuviera dotado de un talento pictórico real y que, por otra parte, el antiguo oficial no está hecho para llevar una vida en la que sólo es amante y diletante. La escena en la que Mijailov muestra a los dos amantes su pintura de Pilato sentenciando a muerte a Jesús se halla por eso mismo cargada de simbolismo. En la contemplación del rostro de Juan, Ana habría podido captar que el camino de su salvación se halla en regresar de aquel idilio en Italia y entregarse a la vida moral, pero ambos amantes apartan la mirada para contemplar un detalle trivial. Lo grave, lo terrible para Ana no sería llevar la cruz del matrimonio con Karenin —que puede ser su verdadera redención— sino el que la sociedad esté tan envenenada por ideas erróneas como para permitirse criticar una conducta de ese tipo.
El tiempo pasado en Italia acaba por llegar a su conclusión, pero no porque Ana adopte una decisión adecuada, sino porque Vronsky renuncia a seguir pintando tras ver el talento de Mijailov.
En paralelo, la pareja formada por Levin y Kitty también se ha enfrentado con la crisis de la convivencia, pero ésta se ha resuelto de una manera positiva. Cuando Levin contempla de cerca la muerte en Nikolai, su hermano, y ese episodio revive antiguas angustias, se ve redimido por la conducta de Kitty. No sólo estará al lado de su esposo brindándole el apoyo necesario, no sólo sabrá proporcionar consuelo a un Nikolai agonizante, sino que, al final, el lector sabrá que se halla encinta, con lo cual consuma el cumplimiento de lo que la Naturaleza espera de la mujer, que sea dadora de vida.
El mensaje de Tolstói difícilmente puede resultar más explícito. En las mujeres existe un don —el de aliviar el sufrimiento— del que los hombres carecen. Ana no sólo no lo ha ejercido, sino que ha permitido por añadidura que el ejercicio irresponsable y egoísta de la pasión la conviertan en creadora de mayor sufrimiento. De hecho, cuando regresa a Rusia se encuentra con un Karenin que sufre una situación patética. A diferencia del Levin, redimido por el amor de Kitty, es un hombre destrozado por el pecado de Ana y, al mismo tiempo, por las opiniones de la sociedad liberada. En los últimos tiempos, se ha convertido en una ruina autotorturada que desearía aún perdonar a Ana e incluso reconocer a su hija bastarda pero que no tiene realmente oportunidad de hacerlo.
En paralelo, la pasión de Ana y Vronsky ha ido adquiriendo aspectos psicológicamente patológicos que han sido definidos por algún crítico como sadomasoquistas. Ana comienza a sentir con pánico que el amor que Vronsky sentía por ella se va apagando —una circunstancia que, sin duda, ella ha contribuido a provocar aunque haya sido involuntariamente— y sufre el desgarro de querer retenerlo a su lado y, a la vez, la tentación de hacerle daño. Cuando Ana decide acudir a la ópera, está suicidándose socialmente y su encuentro sexual con Vronsky tendrá ya —como han señalado algunos autores— visos de asemejarse a una violación. Vronsky sólo desea dominarla sexualmente y Ana lo acepta con una conducta claramente masoquista sólo con la finalidad de asegurarse que aún siente por ella un interés que cada vez es menor.
En la parte siguiente del libro, la situación de Ana es descrita en términos de lo que Tolstói consideraría antinatural. Dolly acude a visitarla e, inicialmente, se siente abrumada por lo que parece una situación envidiablemente feliz. Poco a poco, sin embargo, descubre la cruda realidad. Ana vive con Vronsky, pero sólo desea tenerlo a su lado. Ha rechazado la idea del divorcio porque eso permitiría que el antiguo oficial pudiera dedicarse a la política y la distanciaría de ella; le aterra la idea de tener nuevos embarazos que afeen una figura que desea que siga siendo incitadora para su amante; se resiente del tiempo que Vronsky debe dedicar al trabajo; no se ocupa de la administración de la casa... Ni siquiera el cuidado de su hija pasa de ser una distracción pasajera. Lo que se desprende del retrato es que Ana es una mujer bella que ha sacrificado demasiado para obtener algo que ya ni siquiera posee: el atractivo de la pasión. Conocedora de la amarga realidad, Dolly regresa a su casa deseosa de encontrarse con sus hijos y cumplir con los deberes que la Naturaleza le ha encomendado, esos mismos que al ser rechazados por Ana provocan su desgracia. Es una mujer desengañada de los principios liberales tan en boga entre la buena sociedad.
Esos mismos principios son a continuación duramente vapuleados al describirse las elecciones provinciales. Vronsky, el hombre inmoral y superficial cuyo atractivo es meramente externo, abandona a Ana para dedicarse a la política siguiendo las ideas liberales. Levin, por el contrario, comprende que la aristocracia verdadera —en el sentido aristotélico del término— no puede entusiasmarse con esas manifestaciones de pensamiento decadente. Se convierte así en un símbolo de lo verdadero, de lo natural, de lo bueno, justo aquello que han pisoteado Ana, Vronsky y los que actúan y piensan como ellos.
El inicio de la séptima parte constituye una especie de clímax del enfrentamiento entre ambas tendencias y, de manera bastante lógica, sitúa a Ana y a Levin frente a frente. Levin viaja a la ciudad para encontrar en ella únicamente motivos de desagrado. La cultura urbana y artificial constituye un contrapunto perverso de la rural y natural. Entonces es cuando se produce el intento de Ana por seducirle. En esa conducta ya no existe ni pasión ni amor. Únicamente es el comportamiento de una mujer perdida en todos los sentidos del término que desea reafirmar ante sí misma que sigue siendo atractiva a pesar de que la relación con Vronsky es cada vez peor. Sus motivaciones para cometer la vileza de intentar seducir a un hombre casado con una mujer buena ni siquiera se relacionan ya con la pasión, sino meramente con el deseo de sentirse deseable y atractiva.
Levin resiste la tentación y, de manera casi inmediata, experimenta dos acontecimientos de una extraordinaria importancia. El primero es el nacimiento de su hijo —a cuyo parto asiste—, lo que subraya la unión entre un hombre y una mujer guiados por principios de vida familiar derivados directamente del cristianismo. El segundo es su entrega a Dios «de una manera tan confiada y tan sencilla como lo había hecho en su infancia y en los inicios de su juventud».
Este ascenso de Levin hacia la cima de la felicidad y el encuentro consigo mismo tiene un paralelo innegable y terrible en la degeneración final de Ana. Asaltada por las dudas de que Vronsky la haya querido nunca y resentida por el hecho de que su amante es un ser libre mientras ella es dependiente, provoca continuamente escenas que arrastran a la exasperación al hombre con el que vivió una pasión efímera. Los celos, el desprecio hacia sí misma, la sensación de ser una carga la empujan inexorablemente hacia la autodestrucción.
El desenlace viene apresurado por la sospecha que Ana tiene de que Vronsky está ahora enamorado de la princesa Sorokina, una mujer más joven que ella. Ciega de celos, Ana decide acudir a casa de la madre de Vronsky, descubrir allí a su amante con Sorokina, dar un escándalo y luego desaparecer. En el andén de la estación de tren, Ana —que sabe que Vronsky se dirige a casa de su madre— escucha de un portero que la princesa Sorokina acaba de partir en un carruaje hacia la casa de la señora Vronsky. Desesperada, Ana se arroja bajo las ruedas de un tren de mercancías.
El epílogo comienza con una descripción negativa de los voluntarios rusos que marchan a ayudar a los eslavos de los Balcanes. Entre ellos se encuentra un Vronsky que —de manera claramente simbólica— se dirige en tren hacia la destrucción como antes lo hizo su amante. Resulta difícil no ver en esa hilazón entre el ferrocarril y los momentos de tragedia todo un simbolismo tolstoiano relacionado con los males del progreso. No en vano, expresaría Tolstói que «viajar es al tren como la puta es al amor».
En el andén, Vronsky va a estallar en sollozos, víctima de una memoria que le devuelve cargados de ira los recuerdos de Ana. El juicio de la obra sobre ésta es doblemente negativo. En primer lugar, se encuentra el comentario explícito de la madre de Vronsky, que afirma que el suicidio era el fin que se merecía porque fue «una mala mujer». A continuación, el elíptico —pero cargado de enorme simbolismo— de Kitty, que al dar de mamar a su hijo muestra las «relaciones espirituales» que unen a una madre con su descendencia. Ana no tuvo empacho en romperlas y, por tanto, es justo que haya pagado su falta.
Los últimos capítulos del libro son dedicados por Tolstói al gran protagonista de la obra, a su álter ego, a Levin. Éste confiesa que ha «encontrado al Maestro», en referencia a Jesús de Nazaret. Ha descubierto así que «la única meta del destino del ser humano» es «la fe en Dios, en la bondad». Precisamente por eso, Levin es un hombre que en adelante será feliz. La clave está en que ha hallado la paz espiritual y que la vida se le revela cargada de sentido al tener el «incuestionable significado de la bondad». Fue apasionado como Ana, pero la manera en que dejó orientar su pasión no le llevó a la destrucción, sino a la felicidad y a la redención. Ante el lector queda ahora únicamente el optar por uno u otro de los caminos.
Aunque se han dado intentos actuales encaminados a leer ANA KARENINA en clave feminista (J. M. Armstrong), lo cierto es que su contenido explícito no escapó en absoluto a los contemporáneos de Tolstói. Era cierto que Ana era descrita como un ser culpable al que no se condenaba explícitamente pero cuya ruina estaba determinada por sus acciones y, al mismo tiempo, Levin aparecía como un paradigma de la persona que es redimida al abrazar los ideales evangélicos y con ellos se encardina en el orden de la Naturaleza.
Esta circunstancia explica de entrada las dificultades que la novela tuvo para su publicación. Editada en partes por El Mensajero Ruso, el editor M. N. Katkov se negó a imprimir la última parte por su contenido ideológico ya acentuadamente expreso. Tolstói decidió entonces publicarla en julio de 1877 como un folleto y, finalmente, en enero de 1878, la obra apareció en forma de libro.
Los autores y críticos «progresistas» no tardaron en manifestar su desprecio hacia el libro. Turgueniev —uno de los primeros en dejar clara su oposición a la novela— la rechazó como un producto eslavófilo; Skabichevsky dijo que desprendía el aroma de los pañales infantiles; V. G. Avseyenko afirmó que significaba una interrupción del fluido de la vida, etc. Para ellos, resultaba obvio que Tolstói no criticaba una sociedad que consideraba caduca por su apego al pasado, sino corrupta por el abandono de determinadas ideas y comportamientos y la aceptación de otros novedosos procedentes de occidente. La alternativa que planteaba —cristianismo, ruralismo, familiarismo— les parecía totalmente inaceptable, lo que explica de paso la entusiasta acogida que recibió por parte de los eslavófilos. El caso más iluminador al respecto fue el de Dostoyevsky. En 1877, el otro gran novelista ruso del siglo XIX subrayó la visión moral de ANA KARENINA como si se tratara de la suya propia, y, en buena medida, hay que reconocer que era así. La novela de Tolstói ilustraba a la perfección cómo el mal se halla, en realidad, en el alma humana y, precisamente por eso, el socialismo o la ciencia no pueden curarlo por más que lo pretendan. El problema espiritual innato en el ser humano sólo puede ser resuelto por Dios. Como también señalaría Gromeka, ANA KARENINA abogaba en favor de la fe en Dios, la vida familiar de acuerdo con principios cristianos y la desconfianza hacia la soberbia intelectual propia de los «progresistas» del siglo XIX. Si Levin finalmente se redimía y encontraba la felicidad siguiendo esa senda, Ana era un ejemplo palpable de los resultados de tomar otro camino diferente. Otros personajes como Stiva, Dolly, Betsy o Vronsky servían para mostrar que no se trataban de excepciones.
La crítica de la intelligentsia habría a buen seguro provocado una reacción negativa también en los autores marxistas de no ser por las referencias favorables de Lenin. Para el revolucionario ruso, las obras de Tolstói —y ANA KARENINA no era una excepción— constituían un fresco extraordinario de la sociedad rusa en el período comprendido entre 1861 y 1905. Ahí radicaba su mérito, y en el hecho de que Tolstói se manifestaba tan opuesto a la sociedad burguesa como podrían estarlo los bolcheviques. En un sentido similar, varias décadas más tarde, se manifestó Lukács. Pese a todo, esa tolerancia hacia la novela no puede hacer pasar por alto el hecho de que el resto de los aspectos defendidos por Tolstói —ruralización, cristianismo, vida familiar— eran, sin embargo, objeto también de los ataques bolcheviques.
En realidad, ANA KARENINA constituye una verdadera obra maestra. Las descripciones de situaciones y personajes, la forma magistral en que la acción va desenvolviéndose e incluso la exposición de las diferentes posiciones ideológicas —exposición asumidamente comprometida— resultan literariamente extraordinarias. Por lo que se refiere al juicio sobre su contenido ideológico, históricamente es previsible que no quede zanjado con tanta rapidez como podía parecer. Para los mismos rusos, especialmente tras el colapso del régimen comunista, tanto Tolstói como Dostoyevsky plantearon juicios de una lucidez estremecedora y sus alternativas, siquiera en parte, no han perdido su poder de sugestión. ¿Tenían razón en el resto de sus planteamientos? Aunque en apariencia la respuesta pueda parecer negativa, un juicio radical al respecto resultaría prematuro y en cualquiera de los casos no debería opacar el placer de paladear una obra que, con toda justicia, debe ser calificada de maestra.
CÉSAR VIDAL