Capítulo 4

 

 

 

 

 

LOS NIÑOS no podían estar más felices con su ropa nueva. Y eso hizo que Tucker se sintiera más conmovido de lo que le hubiera gustado.

Por mucho que no quisiera admitirlo, estaba encariñándose rápidamente de Angie y Nicky. Si no se andaba con cuidado, acabaría preocupándose por aquellos pequeñajos y por su futuro, cuando abandonaran aquella casa.

Ruth estaba ayudando en esos momentos a Angie a probarse unas zapatillas que no le gustaban a la niña. Esta se había ido directa a la estantería de las zapatillas de marcas caras y Ruth estaba intentando convencerla para que se probara unas más baratas. Tucker tomó entonces un par de zapatillas rosas y rojas de las que le gustaba a la niña.

–Pruébate estas –sugirió Tucker–. Creo que estos colores le quedarán muy bien a la señorita.

Angie no tardó en quitarse las que tenía puestas y en ponerse las otras.

–Estas cuestan el doble que las que se estaba probando –aclaró Ruth.

–Pero si le gustan más, merece la pena.

Tucker se dio cuenta de que lo hacía casi como en pago por lo que la familia Newland había hecho por él. Y aquello le hizo sentirse bien.

–Ya les has comprado bastantes cosas –protestó Ruth–. ¿Estás seguro?

Ruth había intentado pagar la ropa que habían comprado poco antes y él se había negado.

Nicky, que había estado callado durante casi todas las compras, esperaba sentado en un banco la respuesta de Tucker. La forma en que lo miraba le recordó a cuando él había ido por primera vez a casa de los Newland con Chris. La familia estaba a punto de irse a un parque temático cercano y él había creído que le iban a decir que se marchara. Pero para su sorpresa, lo invitaron a que fuera con ellos. Él no llevaba nada de dinero, pero ellos le habían pagado la entrada y la comida, y volvió a casa cargado de recuerdos.

Él siempre se había preguntado qué les habría hecho abrirle de aquel modo sus corazones, ofreciéndole su casa y su dinero a un niño como él. Solo en esos momentos, mirando la expresión de Nicky, llena de esperanza y de cautela a la vez, empezaba a entenderlo.

–Es mi regalo de Navidad –afirmó, intentando dar por zanjada la discusión–. Eh, Nicky, ¿a qué esperas? –señaló la estantería que tenía detrás, donde estaban las zapatillas de marcas conocidas–. Esas FastroLites tienen tu nombre escrito.

Ruth hizo una mueca, que Tucker no sabía si interpretar como que estaba complacida por su generosidad o molesta porque estuviera mimando tanto a los niños. Pero no le importaba. Él estaba loco de contento de ver a Angie, caminando por la tienda con sus zapatos nuevos. Luego se sentó junto a Nicky y le ató los cordones de unas zapatillas que había escogido el muchacho.

Poco después, llegó una pareja con tres hijos y los dos mayores, más o menos de la misma edad que Nicky y Angie, comenzaron a probarse también calzado. El padre llevaba a un bebé en brazos y se quedó observando cómo su mujer ayudaba a sus hijos a probarse sus zapatillas.

Tucker se asustó al pensar que aquella familia, salvo por el bebé, parecía idéntica al grupo que formaban él, Ruth y los dos niños. Allí estaba él, convertido en todo un cabeza de familia, cuando lo único que había ido buscado allí, era un poco de soledad durante las fiestas.

En ese momento, el hombre que llevaba el bebé en brazos se volvió hacia él.

–Tucker Maddock –le dijo, sonriendo–, ¡cuánto tiempo!

–Me alegro mucho de verte, Neil –respondió Tucker, dándole la mano a su antiguo compañero de clase.

Neil lo miró con gesto solemne.

–Me enteré de lo del accidente de Chris y sus padres. Lo siento mucho.

Tucker tuvo que contener la emoción.

–Sí, yo también.

Entonces Neil debió de darse cuenta de lo duro que era para él hablar de aquello y cambió de tema.

–Tienes unos hijos muy guapos. Pero la verdad es que siempre pensé que nunca te casarías –aseguró. Luego se volvió hacia Ruth–. Es usted una mujer afortunada. Tucker estaba muy solicitado en el instituto, pero él nunca se dejó cazar.

–Creo que te estás equivocando. No estamos casados –dijo Tucker–. Ella es Ruth, una amiga, y estos niños son dos alumnos de ella, Nicky y Angie.

Entonces Neil les presentó también a su familia. Ruth y Evelyn parecieron congeniar de inmediato.

–Vamos a hacer una fiesta para celebrar la Nochevieja en casa –le dijo Evelyn–. Espero que podáis venir.

–Claro, lo pasaremos estupendamente –añadió Neil–. Matt y Herbie van a ir también con sus mujeres. Seguro que les gustará mucho volver a verte.

Tucker se inclinó y apretó la punta de la zapatilla de Nicky, tal y como había visto hacer antes a Evelyn y a Ruth. De ese modo, comprobaban que les estuvieran un poco grandes para que les valiesen una temporada, ya que los chicos estaban en la edad de crecer. Luego, después de asegurarse de que le estaban bien y de decirle que se los podía llevar puestos, se volvió hacia su viejo amigo.

–No creo que siga en Willow Glen para esa fecha, pero os agradezco mucho vuestra invitación.

Después de despedirse, se encaminaron hacia la caja para pagar las compras.

–Anímate –le dijo entonces Ruth–. Hay cosas peores a que te tomen por un hombre casado.

Sí, claro que había cosas peores. Como encariñarte de una mujer preciosa y de dos niños estupendos para luego llevarte otra terrible decepción.

 

 

Tucker sabía que debería haberse negado a asistir a la fiesta de los Foutch. Pero cuando la tía Shirley le había llevado su ropa, limpia y planchada, y había empezado a sugerirle lo que ponerse, había sido incapaz. Luego, cuando la mujer se enteró de que solo había llevado pantalones vaqueros, fue a buscarle unos elegantes del tío Oren.

Poco después, cuando le había colocado el cuello de la camisa correctamente y le había puesto en su sitio un mechón rebelde, no pudo evitar acordarse de la señora Newland ayudándolo a arreglarse para la cena de graduación del instituto. Así que fue otro motivo que le impidió decirle que no.

La fiesta se celebraba en la casa de unos vecinos y, si hubiera hecho menos frío, podrían haber ido andando perfectamente. Pero aquella noche era mejor ir en coche. Aparcaron frente a la casa y se encaminaron hacia la entrada. Tucker se fijó en lo sexy que era el vestido de seda rojo que se había puesto Ruth. Y justo cuando estaba observándola, le pareció oír un aullido. Pero pensó que debía haber sido producto de su estado de excitación.

–¿Has oído eso? –le preguntó Ruth, deteniéndose bruscamente.

Tucker se chocó entonces con ella y la agarró instintivamente por la cintura, para evitar que se cayera.

Entonces se oyó otro aullido.

–¿El qué, eso?

Ruth asintió mientras él seguía agarrando su cintura. Y al estar tan cerca de ella y sentir su cuerpo esbelto bajo la tela del abrigo, le dio por pensar en lo que ocurriría si la besaba.

En ese momento, se oyó un nuevo aullido y Tucker se dio cuenta de que procedía del garaje de los Foutch. Seguramente el perro estaba algo excitado por la fiesta.

De pronto, se abrió la puerta y la noche se llenó con el sonido de los villancicos.

–Así que ya estáis aquí –dijo una mujer de mediana edad. Luego, se volvió hacia alguien que estaba dentro de la casa–. J.C., dile a la tía Shirley que ya han llegado.

–Tu tía acaba de llamar para saber si habíais llegado. Como la carretera está llena de placas de hielo, estaba un poco preocupada –añadió la mujer mientras les hacía una seña para que entraran.

–Mi tía se preocupa demasiado por mí –aseguró Ruth, mirando hacia el cielo–. ¿Cuándo va a darse cuenta de que ya soy mayor?

Cuando se quitó el abrigo, Tucker pensó que para darse cuenta de que se había hecho mayor solo había que fijarse en cómo le quedaba aquel vestido.

Él se quedó mirándola boquiabierto. No sabía si iba a aguantar toda la noche cerca de ella sin poder ponerle las manos encima.

Afuera, el perro volvió a aullar y a Tucker le entraron ganas de unirse a él.

–Así que este es el primo Tucker. He oído hablar mucho de ti –dijo su anfitriona, extendiendo la mano hacia él–. Yo soy Tina Foutch. J.C., mi marido, está preparando unos combinados para el aperitivo. Solo tiene que decirle que le gusta el cóctel, y se lo habrá ganado para siempre.

Pero él no estaba pensando en esos momentos en beber, sino en aquel vestido rojo tan insinuante.

–Hay unas cuantas jovencitas en la fiesta que están deseando conocerte –añadió Tina–. ¿Por qué no pasas y te presentas tú mismo mientras llevo vuestros abrigos al dormitorio? –entonces agarró a Ruth del brazo–. Y tú acompáñame, que quiero enseñarte las cortinas que he puesto en el cuarto de invitados.

Unos diez minutos después, Ruth se lo encontró rodeado de mujeres y fue a rescatarlo.

–Parecía que estabas bastante a gusto –comentó poco después–. Siento haberte apartado de tus admiradoras.

–Prefiero hablar contigo –dijo él con sinceridad.

Pero ella no sabía si debía creerlo.

–Tú, siempre tan encantador, ¿verdad?

–Es que es verdad –dijo, agarrándole la mano–. Esta noche estás preciosa.

Cuando ella se encogió de hombros, uno de los tirantes del vestido se le resbaló. Tucker tuvo que contenerse para no besar su delicada piel.

–No suelo vestirme así –aseguró ella, colocándose bien el tirante–, pero Vivian insistió en dejármelo.

–Pues recuérdame que le dé las gracias después.

Ruth se sonrojó y él pensó que en la fiesta quizá hubiera otras mujeres que serían más firmes candidatas a ser Miss Virginia que ella, pero para él, Ruth era sin duda la más guapa.

Durante la hora siguiente, hablaron con numerosas personas, tal como era costumbre en ese tipo de fiestas. Ruth le presentó a los padres de algunos de sus alumnos, a un par de compañeras de sus tiempos de estudiante y a un hombre con el que había estado saliendo durante el año anterior.

El hombre se llamaba Dillan y a Tucker no le cayó bien desde el primer momento. Y fue porque no apartaba la mirada del escote de Ruth. En realidad, sabía que no podía culparlo por eso, pero no podía evitarlo. Por otro lado, el hombre no dejaba de sonreír y Tucker no se fiaba de las personas que sonreían demasiado.

Y lo peor fue cuando Ruth y él empezaron a hablar de recuerdos comunes. Tucker estaba a punto de protestar, cuando algo le tocó la pierna.

–¡Bitsy, vuelve aquí ahora mismo! –exclamó Tina.

Entonces todos se fijaron en el pequeño sabueso que había irrumpido en el salón. El chucho se subió a la mesa llena de comida y adornada con una figura de Papá Noel, a quien parecía hacerle mucha gracia la escena.

Cuando el perro trató de alcanzar el jamón, la mesa cayó al suelo, junto con el perro y la figura de Papá Noel. Luego el perro agarró un trozo de jamón entre los dientes y escapó de allí a toda velocidad.

Ruth fue la primera en reaccionar y en tratar de detener al animal en su carrera, pero este parecía un jugador de rugby y esquivó a cuantos se pusieron en su camino.

–¡Bitsy, Bitsy! –no dejaba de llamarlo Tina.

Tucker contempló la escena, admirando la habilidad del perro. Una sonrisa se formó en sus labios y tuvo que contener las ganas que le entraron de comenzar a jalear al perro.

Pero entonces Dillan decidió hacerse el héroe y después de quitarse la corbata, se volvió hacia Ruth y le aseguró que él atraparía al animal.

Tucker pensó que quizá él debería adelantarse para quedar bien delante de Ruth. Y un segundo después, el chucho se dirigió hacia donde estaban los dos hombres.

Dillan se agachó para atraparlo, pero Tucker se le adelantó y agarró al animal. Sin embargo, con la brusquedad de su gesto, golpeó un mueble con una figura de porcelana.

Gracias a Dios, en el último momento no llegó a caerse.

–¡Bitsy! ¡Mi pobre Bitsy! –exclamó Tina, agarrando al perro y aceptando sus lengüetazos de agradecimiento.

Ruth se acercó hasta donde estaba Tucker.

–¿Estás bien?

–Sí, pero creo que no he podido recuperar el jamón.

Ella sonrió.

–Veo que no has perdido el sentido del humor –le quitó una pelusa de la alfombra que se le había quedado adherida a la camisa–. Menos mal que Dillan tiene muy buenos reflejos y ha evitado que la figura de porcelana cayera al suelo.

Él, sorprendido por el comentario de Ruth, no dijo nada, pero se le pasó por la cabeza si esos reflejos permitirían a Dillan esquivar el puñetazo que iba a darle en la nariz.

Ruth se mordió el labio inferior mientras se le quedaba mirando fijamente.

–No sé lo que te ocurre esta noche, pero espero que se te pase pronto.

–Espero que a nadie le apeteciera comer más jamón –dijo Tina en ese momento, tratando de relajar el ambiente–. Quiero disculparme por el comportamiento de Bitsy. Ella no suele ser así, pero desde que ha comenzado a amamantar a sus cachorros, siempre tiene hambre.

Algunas mujeres que habían sido madres asintieron ante aquel comentario y Ruth se emocionó. Uno de sus mayores deseos era convertirse en madre y tener un hijo al que cuidar. Y por supuesto, quería encontrar al hombre adecuado con el que poder compartir todo aquello. Un hombre que educara a sus hijos y les sirviera de modelo paterno… una figura que ella había echado de menos al ser criada por su tía Shirley.

Ruth salió de su ensimismamiento y se fijó en el desastroso estado en el que había quedado el salón. Había comida y bebida derramadas por el suelo. Afortunadamente, habían caído en la zona donde no había alfombra.

–Voy a echar una mano a J.C.

Y lo mismo hicieron el resto de invitados, así que entre todos, no tardaron en poner todo en su sitio.

La fiesta no tardó en reanudarse y Tucker estaba sirviéndose otra bebida, cuando un hombre vestido de Santa Claus le dio a Ruth en el hombro y le preguntó qué quería para Navidad.

Ruth reconoció en seguida lo ojos de color avellana por los que había estado a punto de desmayarse hacía tan solo un año. Pero los ojos de Dillan ya no le decían nada y no porque estuviera disfrazado de Papá Noel.

–No puedo darte tu regalo si no me dices qué quieres –insistió él.

Lo que ella quería era formar una familia. Un familia de verdad, con un padre, una madre y muchos niños. ¿Sería mucho pedir?

Ruth se fijó en que Dillan seguía esperando una respuesta y se acordó de aquellas navidades, cuando era pequeña, en las que había deseado que Papá Noel le llevara un tren eléctrico. Como no se había atrevido a pedirlo en voz alta, porque su hermana se habría reído de ella por pedir un juguete de chico, se conformó con pensar que Papá Noel adivinaría sus deseos y se lo llevaría.

Por supuesto, nunca le regalaron aquel tren.

Así que en un supersticioso intento de evitar que le ocurriera lo mismo, le pidió al oído a Papá Noel lo que tanto deseaba.

Cuando se apartó de Dillan, él la estaba mirando, divertido.

–¿En serio?

Ruth sintió que se sonrojaba mientras asentía.

–Oye, que soy solo Papá Noel. Yo no puedo ayudarte a conseguir lo que me has pedido.

En ese momento, Tucker regresó con las bebidas, se las dio a Ruth y comenzó a llevar a Dillan hacia el otro extremo del salón.

Ruth trató de seguirlos, pero como llevaba las copas, se le hacía difícil avanzar entre las parejas que estaban bailando. Así que vio desde lejos cómo los dos hombres intercambiaban algunas palabras. Dillan parecía sentirse intimidado ante el comportamiento agresivo de Tucker.

Ella no pudo evitar sentir cierta pena por su antiguo novio. Era evidente que a Tucker no le gustaba mucho y, de hecho, a ella tampoco le gustaba ya, pero no quería que se pelearan.

Tucker volvió poco después y Dillan pasó a su lado sin apenas mirarla, dirigiéndose al otro extremo del salón. Tucker parecía satisfecho con el resultado de su discusión.

Le rodeó la cintura con su fuerte brazo y la condujo hacia el centro de la sala, donde había varias parejas bailando una canción navideña de Bing Crosby.

Ruth iba a retirarse cuando él le tomó las manos y se las llevó hasta su cuello. Luego la abrazó y comenzaron a bailar.

–Los caballeros suelen preguntar a las damas si quieren bailar con ellos –le regañó ella, tratando de obviar la agradable sensación de estar entre sus brazos.

–Bueno, acabo de portarme como un caballero, al librarte de ese pegajoso ex novio tuyo.

–Primo Tucker, si no te conociera, habría pensado que estabas celoso.

–¿De él? –Tucker la atrajo hacia sí–. No creo. Es solo que no me gusta ese tipo.

Ella le sonrió, preguntándose cómo Tucker conseguía que se sintiera tan desinhibida. Solo había bebido una copa, pero se dijo que no debía beber ninguna más en toda la noche.

–Bueno, si te hace sentir mejor, tengo que confesar que me dejó por mi hermana.

–Menudo estúpido.

Ella se encogió de hombros para indicar que no le importaba.

–No era la primera vez que me pasaba.

A pesar de que al principio le había dolido mucho que los hombres prefiriesen a Vivian, en esos momentos lo tenía totalmente asumido. De hecho, se lo tomaba como en un test para saber si había dado con el hombre adecuado. Si un hombre prefería a su hermana, Ruth en realidad no perdía nada, porque quería decir que nunca la había querido a ella de verdad. En cambio, cuando un hombre la prefiriese a ella, en vez de a la belleza deslumbrante de Vivian, sabría que estaba enamorado de ella de verdad.

Pero extrañamente, cuando había descubierto a Vivian mirando a Tucker, no se lo había tomando tan bien. Entonces se había dicho a sí misma que era porque tenía miedo de que Tucker le hiciera daño. Pero, en el fondo de su corazón, sabía que aquella no era la verdadera causa de su malestar. Tenía que admitir que estaba celosa.

En ese momento, se le cayó otra vez el tirante del vestido, pero antes de que pudiera volver a colocárselo en su sitio, Tucker le dio un beso a la altura de la clavícula. Ella sintió una agradable sensación por todo el cuerpo.

–Ese hombre debe ser un idiota para preferir a tu hermana en vez de a ti –aseguró él con voz grave.

–Oh, no me mientas –Ruth retrocedió un paso, pero él la tenía bien agarrada por la cintura y no la soltó–. Vivian es guapísima.

Él la miró fijamente a los ojos.

–Es verdad que es muy guapa, pero tú eres más atractiva.

Ruth dio un suspiro.

–¿Quieres decir que soy de esa clase de chicas que tienen mucha personalidad y nada más?

Él sonrió.

–Ya sabes que no –dijo, inclinándose sobre ella y besándola como nadie la había besado antes.

 

 

Ruth necesitaba volver a su casa cuanto antes. Solo allí, en su ambiente familiar, podría recuperar la perspectiva. Porque aquel día le habían pasado cosas tan extraordinarias, que estaba empezando a perder la cabeza.

Todo había empezado cuando había ido de compras con Tucker y los niños. Al quedarse con los pequeños durante un par de días, ella había asumido el papel temporal de madre; y la presencia de Tucker les había hecho parecer una auténtica familia. De hecho, él había representado el papel de padre estupendamente, excepto cuando su amigo les había tomado por su familia de verdad.

Luego habían ido a la fiesta, durante la cual él la había hecho sentir como si no hubiera habido ninguna otra mujer en la sala. Había sido tan atento, que ella estaba empezando a sentirse muy atraída por él. Aunque por otra parte, sabía que debería tener cuidado con aquel desconocido, que sin duda se marcharía una vez consiguiera lo que había ido a buscar a Willow Glen.

Lo único que esperaba era no deprimirse cuando eso sucediera. Pero cuanto más tiempo se quedara él allí, más probable era que lo echara de menos cuando se marchara. Porque lo cierto era que cada vez se sentía más atraída por él y estaba empezando a preguntarse qué tal amante sería, a pesar de que sabía que lo más prudente sería mantenerse apartada de él.

–Shirley se ha dejado encendida la luz del salón –dijo Tucker cuando entraron en la casa.

–No se habrá dado cuenta. Desde luego a estas horas todo el mundo debería estar ya en la cama –comentó ella.

Pero cuando entraron en el salón, se encontraron con la tía Shirley.

Tucker soltó una carcajada.

–No sé qué pasa a las mujeres de esta casa, que cuando salgo con un hombre me esperan despiertas.

–Ojalá hubiera sido ese el motivo –dijo la tía Shirley, levantándose del sofá.

La anciana tenía un gesto de dolor en el rostro y Ruth se sintió alarmada.

–¿Qué sucede, tía Shirley?

–Después de acostar a los niños, vine aquí para apagar el árbol de Navidad, con la mala suerte de que me tropecé con una esquina de la alfombra. Y al caer, he debido hacerme daño en la cadera –dijo, frotándosela–. Así que, como no podía andar, me he quedado aquí en el salón.

–¿Y Boris y los otros? –preguntó Ruth–. ¿Por qué no hay nadie aquí abajo contigo?

–Porque estaban ya todos dormidos cuando me caí y no he querido ponerme a dar gritos para no despertar a los niños. Además, ¿qué iban a haber podido hacer ellos que no podáis hacer ahora vosotros dos?

–Creo que deberíamos llevarte al hospital –dijo Ruth–. Quizá te hayas roto algo.

–No, creo que es solo un moretón. Bastará con que me ayudéis a subir la escalera y a llegar a mi habitación. Seguro que mañana ya estoy bien.

–Y si no es así, te llevaremos al hospital por la mañana –intervino Tucker.

–Pero tía Shirley… –protestó Ruth, algo molesta por la intervención de él.

–Si ella lo prefiere así, déjala –dijo Tucker, acercándose a la anciana y pasándole un brazo por detrás de la cintura para ayudarla a andar–. Podemos llevarla a la habitación que hay debajo de la escalera. Así solo tendrá que cruzar el vestíbulo si le entran ganas de ir al baño.

Ruth no entendía que él diera su opinión sobre algo que no era de su incumbencia. Pero no quería ponerse a discutir, estando su tía en ese estado.

Luego se dio cuenta de que quizá estaba siendo injusta con él. Aparentemente, solo estaba tratando de ayudarlos y no le había dado ningún motivo para sospechar de él.

Al menos por el momento.

En cualquier caso, se colocó al otro lado de su tía y ayudó a conducirla hasta el pequeño estudio, donde iba a dormir.

–No te preocupes –dijo Shirley, haciéndole un gesto para que la soltara–, Tucker puede ayudarme él solo. Tú ve haciendo la cama. Con lo lenta que voy, seguro que has terminado para cuando lleguemos.

«¡Lo que me faltaba!», pensó Ruth. Desplazada en su propia casa. Pero cuando miró a Tucker a los ojos, no vio ninguna expresión de triunfo en ellos. Solo había preocupación.

Después de meter a la tía Shirley en la cama, Ruth salió al vestíbulo, dispuesta a recuperar el control de la situación.

–Gracias por tu ayuda –le dijo a Tucker–. Ahora, ve a dormir arriba. Yo me quedaré en el sofá del salón y así podré oír a la tía si necesita algo.

Tucker la agarró cuando ella se dio la vuelta para marcharse. Ruth no pudo evitar acordarse de cómo habían estado bailando hacía pocos momentos.

–Será mejor que vayas tú arriba, por si te necesitan los niños –aseguró Tucker, mirándola fijamente a los ojos de un modo, que aunque la hubiera soltado, ella no habría podido apartarse de él–. No conocen la casa y si se despiertan en mitad de la noche pueden asustarse.

Ruth tuvo que reconocer que él estaba en lo cierto. Pero, ¿quién cuidaría entonces de la tía Shirley?

–Está bien. Entonces despertaré a Boris y le diré que baje para cuidar de la tía Shirley.

–No hace falta –aseguró Tucker–. Yo dormiré en el salón.

–Hazle caso –aconsejó la tía Shirley desde su cama–. Además, los fuertes brazos del primo Tucker podrán llevarme mejor, si hace falta.

–Es cierto –dijo Tucker, sonriendo.

–Pero…

–Y si no dejas de discutir, tendré que demostrártelo, llevándote en brazos a tu habitación –aventuró, mirándola con los ojos llenos de deseo–. Y no asumiré ninguna responsabilidad de lo que pueda pasar una vez lleguemos allí.