Capítulo 6

 

 

 

 

 

ERA LA MAÑANA del día de Nochebuena. Ruth estaba sentada con las piernas cruzadas en el salón, ayudando a Nicky y a Angie a recortar adornos navideños de una revista.

Sus tías, tíos y primos estaban fuera comprando regalos de última hora. La tía Ada se había quedado en su habitación toda la mañana con una caja de hilos de colores y tela. Había estado muy ocupada con un proyecto que tenía entre manos y Ruth había decidido seguir sus pasos y enseñar a los niños a hacer trabajos manuales.

Los Johnson volverían ese día a recoger a Angie y Nicky. Entonces Ruth tendría que enfrentarse de nuevo a una casa sin niños. Sabía que le costaría acostumbrarse a la soledad, pero acabaría haciéndolo.

Volvería a estar sola.

La separación esa vez sería peor que cuando había tenido a su cuidado a otros niños. La primera vez había sido durante un verano y había tenido que cuidar durante un mes de un niño, cuyo padre estaba en la cárcel. La otra había sido una emergencia de una noche, mientras los servicios sociales encontraban una casa de acogida para una madre y sus hijos. En ambas ocasiones, Ruth se había protegido emocionalmente, sin por ello dejar de dar cariño a unos niños que estaban pasando una época muy dura de su vida.

Pero Nicky y Angie eran diferentes. En aquella ocasión, había estado con Tucker cuidándolos y compartiendo sus juegos.

Pero él había dejado claro que no quería continuar con aquellos momentos tan especiales. No tuvo que darle con la puerta en las narices para que ella lo entendiera. Tucker había sugerido que en sus planes, fueran estos cuales fueran, no entraba cuidar de los niños.

Ruth no le había visto en toda la mañana e imaginó que Tucker, como su tía Ada, se había quedado en su habitación para estar a solas. Dentro de un rato, dejaría los adornos navideños e iría al desván por si lo encontraba merodeando otra vez por allí. Por lo menos, esa era la razón que se daba para querer ir a buscarlo.

Nicky dejó la última revista sobre las demás y puso cara de aburrimiento.

–¿Qué buscas, Nicky?

–Quería una foto de un perro, pero la única que he encontrado es un perro con un estúpido moño sobre la cabeza.

Ruth contuvo la risa. Nicky disfrutaba más jugando al aire libre que recortando, pegando y atando cintas en un árbol. Pero quería entretenerlos dentro hasta que el sol del mediodía calentara un poco el ambiente.

–Mamá dice que algún día podremos tener un perro –comentó Angie–, cuando tengamos una casa con jardín.

Ruth abrazó a la niña impulsivamente. Sus padres estaban luchando tanto por conseguir lo necesario para ellos, que un perro era sin duda un lujo excesivo.

–Espero que sea pronto –respondió Ruth, levantándose y colocando una mano sobre el hombro de Nicky–. He visto al tío Oren tirando revistas viejas. A lo mejor entre ellas hay alguna de animales y puedas encontrar la foto de un dálmata.

Ruth ayudó a Angie a hacer un agujero sobre el papel que estaba recortando y luego fue a buscar las revistas.

Cuando entró en la cocina, creyó oír la voz de su hermana desde el porche lateral de la casa. Así que se cerró bien la chaqueta y salió, encontrándose en medio de una conversación.

Tucker y Vivian estaban sentados en el porche con las cabezas muy juntas. Estaban tan concentrados en lo que hablaban, que al principio no oyeron a Ruth. Miraban una hoja que Tucker tenía en la mano y Vivian tenía su mano sobre su rodilla, como si quisiera ver mejor la hoja de papel. Él no parecía darse cuenta del contacto íntimo, pero la estaba mirando a los ojos con una sonrisa en los labios.

Pero Ruth no era tan tonta como para pensar que aquello era una discusión entre amigos. Le había ocurrido tantas veces ya, que identificó fácilmente la sensación en la boca del estómago.

La Vampiresa atacaba de nuevo y, al parecer, tenía atrapada a su presa.

Pero no debería importarle. Esa vez no, y menos con aquel hombre.

Ruth se dijo que su reacción no significaba que estuviera celosa, solo estaba tratando de protegerse. Después de todo, los ojos de Tucker parecían buscar algo en los de su hermana. Ambos callaron y él esperó una respuesta.

Ruth observó cómo Tucker se inclinaba sobre su hermana y estuvo a punto de gritar de dolor. Ella había probado sus besos… incluso había soñado con ellos y le dolía pensar que él pudiera besar a otra. Al poco de llegar, ya se había ganado a toda la familia, también a Vivian.

Ruth tosió.

–Lo siento, no sabía que estuvierais aquí –mintió.

La pareja se separó bruscamente, como si los hubiera sorprendido haciendo algo indebido. Tucker se levantó rápidamente y escondió la hoja de papel. Vivian la agarró y, sin decir nada, se la metió en el bolso. Luego se levantó y se quedó al lado de él.

Tucker fingió ignorar lo que había hecho Vivian y se quedó mirando a Ruth, como abstraído. ¡Qué facilidad tenía aquel hombre para resultar encantador!, pensó ella.

–No te preocupes –dijo–, ya hemos terminado nuestra pequeña charla.

–Ya –replicó Ruth, sin molestarse en ocultar su escepticismo.

Vivian se puso la chaqueta y cerró su bolso.

–Yo… eh, tengo que ir al banco antes de que cierre –dijo tímidamente–. ¿Queréis que os traiga algo?

–No, gracias –replicó Ruth con ironía–, me da miedo lo que tú puedas traerme.

Vivian ignoró el comentario y fue al garaje por su pequeño coche rojo.

Incapaz de decir nada, Ruth fue al contenedor de papel y comenzó a revolver entre las revistas allí apiladas. Lo cierto era que no le había sorprendido el comportamiento de Vivian. Su hermana tenía un largo historial robándole novios y el último había sido Dillan. Así que no debía extrañarle lo más mínimo lo que acababa de suceder.

Lo que sí la sorprendía era lo rápido que Tucker había caído en la trampa de Vivian. Aunque tampoco debería extrañarse de eso, ya que apenas lo conocía. Sí, seguía siendo un desconocido, cuyos motivos para estar allí no estaban del todo claros. En ese momento, le vino a la mente la vez que se había quedado charlando con su hermana y luego había bajado con una marca de carmín en la mejilla. Ruth entonces había preferido pensar que había sido ella quien le había dejado la mancha o incluso que había sido su tía, pero en esos momentos veía claro que solo había estado tratando de engañarse.

Dejando a un lado los periódicos, terminó de juntar las revistas y se las colocó debajo del brazo. Suponía que no podía echarle la culpa a Tucker por haber caído en las garras de su hermana. Al fin y al cabo, era solo un hombre… un hombre que tenía ojos y apetencias sexuales.

Sin embargo, Ruth tenía que reconocer que había llegado a pensar que él era distinto del resto de los hombres. Había querido confiar en que era suficientemente inteligente como para no dejarse seducir por unas piernas bonitas.

–¿Quieres que te eche una mano?

Ruth se dio cuenta entonces de que se le estaban cayendo los periódicos al suelo.

Tucker se agachó para ayudarla a recogerlos y entonces sus brazos se rozaron. Ruth se puso tensa de inmediato. La idea de que esos brazos la estrecharan la llenaba de excitación.

–No necesito que me ayudes –aseguró.

Él la agarró por la muñeca. Ella se quedó mirando los enormes dedos que la tenían sujeta y, de pronto, sintió el frío del ambiente. Un frío que había penetrado en su corazón.

–No es lo que piensas –aseguró Tucker.

Su voz era agradable y Ruth deseó poder buscar refugio en sus palabras. Los siguientes segundos, mientras esperaba que Tucker se explicara, fueron eternos para ella. Confiaba ciegamente en que lo que le iba a decir borrara sus dudas con un razonamiento lógico y sencillo. Pero Tucker no dijo lo que su corazón deseaba oír.

–Tienes que confiar en mí. Es lo único que te pido.

Tucker lo dijo como si fuera muy sencillo. Quizá ese era el problema, que como era una mujer sencilla, él se pensaba que las cosas serían siempre sencillas para ella.

–Pero es que no es tan fácil, primo Tucker –replicó ella, cambiándose las revistas al otro brazo–. Hace menos de una semana, un desconocido apareció en nuestra casa y, desde entonces, ha ido ganándose metódicamente a todos los miembros de la familia. ¿Puedes decirme por qué tengo que confiar en alguien así?

Tucker puso una mano sobre el brazo de Ruth y ese gesto estuvo a punto de minar su determinación.

–Dame tiempo. Lo entenderás todo más adelante –Tucker se colocó la mano en el corazón–. Te lo prometo.

Ruth hizo ademán de dirigirse a la cocina. No quería oír ninguna súplica más porque era lo que su corazón quería y su mente trataba de esquivar. No necesitaba más tiempo para entender que en unos pocos días, Tucker había entrado en su alma y la había llenado de deseos y esperanzas.

–Ya te he dado más de lo que debería.

Y era cierto, le había entregado su corazón –pensó justo antes de marcharse.

 

 

Tucker había considerado pasar por alto la comida para continuar con su aislamiento. Si fuera sincero consigo mismo, admitiría que no quería enfrentarse a Ruth después de lo que había sucedido el día anterior y aquella mañana.

Le había costado un gran esfuerzo no tomarla en sus brazos al notar la mirada de amor en sus ojos. Una mirada de la que él era responsable. Eso le hacía sentirse un poco culpable, aunque era una culpabilidad que derivaba de la necesidad que él mismo tenía. Todo eso lo pensaba mientras bajaba las escaleras para comer con el resto de la familia.

Todos lo saludaron. Ruth también murmuró un frío «hola» y luego se dio la vuelta para ayudar a Angie a que agarrara el tenedor debidamente. Tucker entendía que reaccionara de ese modo.

Pero, incluso así, él no se arrepentía de lo que había hecho. De hecho, era mejor que ella se diera cuenta lo antes posible de que cualquier tipo de lazo entre ellos solo podía acabar en un callejón sin salida.

Por otra parte, a él le agradaba gustarle a ella. Pero cualquiera se daría cuenta de que Ruth era una mujer que quería casarse. Cada vez que miraba a los niños, se notaba que quería formar una familia propia. Ruth deseaba un compromiso estable, algo que Tucker no podía ofrecerle en esos momentos.

Él sabía que formar una familia era una cosa estupenda, pero también recordaba lo mucho que dolía perder a los seres queridos, cosa que a él siempre le pasaba. De ese modo, había aprendido que nada era eterno. Así que, ¿para qué torturarse?

Y en cuanto a Ruth, le parecía más inteligente apartarse del peligro antes de que ella le pusiera en la lista de posibles candidatos.

Y lo mismo pensaba de los niños. Angie se había abrazado a él la noche anterior, cuando había ido a darle las buenas noches. Y Nicky había intentado quedarse un rato más con él. Así que sabía perfectamente que lo mejor para todos sería evitar cualquier atadura antes de que las cosas se complicaran.

Se comió parte de lo que le habían puesto. No tenía apenas hambre.

–No os preocupéis por mí, es que no tengo mucho apetito –se excusó, sonriendo a Ruth.

Ella, que en ese momento se había metido en la boca un poco de ensalada, tosió y se atragantó. Tucker rodeó la mesa para ir en su ayuda, pero el tío Oren se le adelantó y empezó a darle golpes en la espalda.

–Primo Tucker, ¡no dejes que haga daño a la señorita Ruth! –gritó Angie.

La tía Ada miró sonriente a la niña.

–No pasa nada. Oren es un bombero retirado y sabe muchas cosas de primeros auxilios.

Para entonces, Tucker estaba arrodillado al lado de Ruth, agarrándola de la mano y esperando a que ella empezara a respirar bien. Aunque tenía la cara muy roja y los ojos acuosos, parecía que estaba empezando a tomar aire poco a poco. Tucker levantó una mano para que Oren dejara de golpearla en la espalda.

–Ya está respirando. Déjala que tosa un poco.

Como el hombre no se detuvo inmediatamente, Angie se levantó y le dio una patada en el tobillo. Oren paró en seco y comenzó a saltar sobre un pie, mientras se agarraba el otro con una mano. Sus movimientos no parecían los de un hombre de su edad.

–¿Por qué has hecho eso? –le preguntó Dewey a la pequeña.

Angie tenía la cara tan roja como Ruth.

–Estaba pegando a mamá Ruth –contestó la niña con los ojos llorosos.

Ruth dejó de toser finalmente y luego se sonó en una servilleta que le alcanzó Tucker. Una vez estuvo más tranquila, se volvió hacia la niña.

–¿Cómo me has llamado, tesoro?

Angie retrocedió, como si temiera que fuera a regañarla por haberla llamado mamá.

–Lo siento. Quería decir señorita Ruth.

Ruth se inclinó hacia la pequeña y la tomó entre sus brazos.

–No pasa nada.

Tucker observó la escena conmovido. Era evidente que la niña había despertado sin querer el instinto maternal en Ruth.

–Niñas –dijo Nicky, mirando a Tucker.

Tucker le sonrió.

Justo en ese momento, la tía Ada se levantó y se acercó a Tucker.

–Ven conmigo, quiero darte algo.

Tucker se quedó mirando a la pequeña mujer con el ceño fruncido. Luego, se fijó en que el resto de la familia lo estaban mirando sonrientes, animándolo a que obedeciera. Así que, finalmente, la siguió fuera del comedor.

La anciana fue hasta la chimenea, donde habían dejado colgados una ristra de calcetines de colores brillantes. Agarró uno que llevaba dibujada una planta de Navidad y se lo mostró. Encima de la planta habían tejido dos palabras. «Primo Tucker».

–Yo también quiero ver qué vas a darle –aseguró Angie, acercándose hasta donde estaban ellos.

Y el resto de la familia no tardó en seguir el ejemplo de la niña.

Tucker se quedó sin aliento. Estaba tan impresionado, que hasta le costaba respirar.

–Espero que no te importe que haya tejido «primo Tucker» –dijo la tía Ada–; me pareció mejor que «sobrino Tucker».

Luego le tendió el calcetín y Tucker se dio cuenta de que debería darle las gracias. Definitivamente, iba a serle imposible aislarse del ambiente navideño de la casa. No iba a poder vivir junto con aquella familia como si estuviera pasando unos días en un hotel. Le habían aceptado como uno más del clan, le gustara o no. Así que iba a tener que hacerse a la idea.

–No tenías que haberte molestado –le dijo finalmente.

Entonces la tía Ada le puso el calcetín en la mano y le dio un apretón, como si con aquel ritual se hubiera formalizado su nueva posición en la familia.

Tucker sintió cómo si la tela del calcetín le quemara en la mano. Así que cuando Angie agarró el calcetín y comenzó a dar gritos de admiración, sintió un gran alivio.

Después de dar las gracias de nuevo, salió del salón. Necesitaba tomar el aire, así que atravesó la cocina y salió al porche. Solo cuando estuvo fuera y sintió el frío de aquella tarde de diciembre, recuperó mínimamente el control de sí mismo.

Y entonces, oyó cómo la familia salía al porche. Tucker respiró hondo y, al hacerlo, el aire helado le escoció en las fosas nasales. El dolor físico le distrajo por un momento de sus otras preocupaciones.

–Déjale solo al chico, Shirley –oyó decir al tío Oren–. ¿Es que no te das cuenta de que está sofocado?

Pero la tía Shirley ignoró a su cuñado.

–Primo Tucker, entra antes de que agarres un buen resfriado –luego se volvió hacia los otros–. Pero si ni siquiera se ha puesto el abrigo.

Ruth se quedó en la cocina con la tía Ada mientras el resto de la familia discutía en el porche.

–¿Crees que de verdad le habrá gustado el calcetín? –le preguntó la anciana, agarrándola del brazo.

–Lo que pasa es que a la mayoría de los hombres no les gusta admitir que son unos sentimentales –dijo Ruth, dándole una palmadita en la mano y sonriéndole–. Deben tener miedo de su lado femenino.

–A mí no me parece que Tucker tenga ningún lado femenino –aseguró Vivian, que acababa de entrar en la cocina–. Yo le veo de lo más masculino.

Ruth trató de ignorar el comentario de su hermana y se puso a colocar el cuello del jersey a su tía Ada. Vivian acababa de dejarle claro que aquel desconocido le gustaba y Ruth sabía que no se rendiría hasta haberlo conquistado.

–Pues deberías ver al chico que sale en mi telenovela favorita –intervino Brooke, que también había entrado en la cocina–. ¿Quieres verla hoy conmigo?

–No –contestó Vivian–. Hoy voy de compras.

–¿Puedo ir contigo?

Después de las riñas que habían tenido durante los últimos días, Ruth supuso que Vivian le respondería que no, pero se equivocó. Sin duda el espíritu navideño se había apoderado de su hermana.

–Sí, pero solo si dejas de decirle a todo el mundo que soy tu madre.

Y después de aquellas palabras, ambas salieron, comentando las gangas que quizá encontraran. Pero Ruth estaba más interesada por lo que estaba pasando en la parte trasera de la casa.

En esos momentos, sus tíos, sus primos y los dos pequeños estaban entrando otra vez en la casa, al ver que no ocurría nada.

–Ha ido a ver su coche –le informó la tía Shirley–. Quizá debieras ir a ver si le haces entrar en razón. A mí no me haría caso.

–Puedo ir yo –intervino Angie. Luego se volvió hacia su hermano–. A lo mejor nos lleva a dar un paseo en su coche.

–No hasta que acabéis de comer –aseguró la tía Shirley, agarrando a la pequeña por la mano.

Luego los condujo a ella y a Nicky al comedor.

Ruth se quedó allí de pie, mirando hacia el garaje mientras el resto de la familia volvía a sus asuntos. Vio la silueta de Tucker detrás de la ventana y recordó que era un lugar frío, sin ningún tipo de calefacción.

Así que decidió ir por su abrigo y por la chaqueta de cuero de Tucker, antes de encaminarse hacia allá. Cuando entró, vio que él estaba detrás del capó levantado de su coche, seguramente revisando que todo estuviera en orden.

–He pensado que podías tener frío –dijo ella, dándole su chaqueta.

Él le dio las gracias después de ponérsela, pero ni siquiera la miró a los ojos e inmediatamente continuó con lo que estaba haciendo.

Pero Ruth no iba a rendirse tan fácilmente.

–La tía Ada piensa que te has emocionado porque te gusta mucho el calcetín. Si se entera de que no es así, le partirás el corazón.

Tucker se incorporó y cerró el capó.

–Sí que me gusta el calcetín.

Ruth fue a sentarse en el capó del coche de la tía Shirley.

–¿Y qué es lo que te pasa entonces? ¿Es por algo que haya dicho o hecho la tía Ada?

Tucker se sacó una pañuelo del bolsillo trasero del pantalón y comenzó a frotar el capó, que ya estaba reluciente. Finalmente, negó con la cabeza y, al hacerlo, un mechón le cayó sobre la frente.

–Lo que sucede es que nunca pensé que me acercaría tanto a tu familia –comentó mientras comenzaba a frotar el parachoques–. Sin embargo, ellos parece que quieren acogerme como unos más.

Ruth se quedó perpleja.

–¿Y qué tiene eso que ver con el calcetín?

Él se incorporó y metió las manos en los bolsillos de la cazadora, mirándola a los ojos al fin. Ruth vio entonces en sus ojos marrones la batalla que se estaba librando en su interior.

–Todavía no te he contado en qué trabajo, ¿verdad?

Ruth frunció el ceño. ¿Qué tenía eso que ver con el calcetín de la tía Ada?

–Soy el jefe de personal de la Coastline Petroleum. Es un trabajo bastante rutinario, que consiste mucha veces en pasar papeles de un extremo de mi escritorio al otro.

Tucker la miró intensamente, como si pensara que ella estaba entendiendo a dónde quería llegar a parar.

–Pero algunas veces, cuando hay algún problema serio –continuó diciendo–, tengo que hacer alguna reestructuración de la plantilla y muchas veces he de despedir a alguien. Y si esos empleados son amigos míos… bueno, esos lazos de amistad pueden atarme las manos e impedirme hacer los cambios necesarios.

Ruth no sabía a dónde quería llegar a parar él.

–Cuando vine aquí, nunca pensé que acabaría celebrando las navidades como un miembro más de tu familia. Lo único que quería era estar solo.

–Bueno, mi familia es así, Tucker. Pero si piensas que están invadiendo tu intimidad, solo tienes que decirlo.

–No es eso –contestó él. Luego hizo una pausa para encontrar las palabras adecuadas–. Tu familia está muy unida. Sé que os reunís todos los años para celebrar el día de Acción de Gracias y la Navidad. Pues bien, cuando tu tía Ada me dio ese calcetín, me sentí como si tu familia me hubiera adoptado formalmente.

–Bueno, no eres el primero en ser adoptado –le explicó Ruth–. Y seguramente, tampoco serás el último. Mi familia siempre ha sido así.

–Eso me parece maravilloso, pero creo que yo no estoy preparado para entrar a formar parte de ella.

Lo dijo con un tono amable, pero Ruth se estremeció al comprender el significado de aquellas palabras.

–O sea, que te sientes asfixiado por la hospitalidad de mi familia –dijo, muy dolida.

Ella no quería que él notara su dolor. Pero estaba tan unida a su familia, que el hecho de que los rechazara, era como si la rechazara a ella también.

–Lo que estoy tratando de decir es que creo que ya he interferido demasiado en la vida de la familia Babcock. Me parece que ya es hora de que vuelva a casa –añadió, mirándola fijamente a los ojos.

–Bueno, eres libre para hacer lo que quieras –dijo ella con amargura.

Luego se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta del garaje, preguntándose por qué le habrían sentado tan mal las palabras de él.

Pero antes de que saliera, Tucker la agarró por un codo, y ella de repente recuperó la esperanza. Quizá hubiera algún modo de conseguir que él no se marchara.

–No es que no me guste tu familia. Me parece una gente encantadora –aseguró él–. Pero es que ha surgido un asunto en el trabajo y…

–No te preocupes, no tienes por qué buscar ninguna excusa. Te repito que puedes hacer lo que quieras –dijo ella en un tono duro.

Entonces él la soltó y la miró muy serio.

Ruth se dio la vuelta y se dispuso a marcharse. No quería discutir con él y, menos aún, dejarle ver lo mucho que iba a echarle de menos.

–Tienes razón, soy libre de hacer lo que quiera. Pero me gustaría explicarte por qué tengo que irme.

Al volver a mirarlo a los ojos, Ruth sintió en ellos una fuerza capaz de penetrar en su alma y sus pensamientos.

–La verdad es que no estoy preparado para comprometerme a nada.

Ruth se quedó boquiabierta, dándose cuenta de que él efectivamente le había leído el pensamiento.

–Pero si yo nunca…

–No estoy preparado para ser el primo Tucker, ni para aceptar la responsabilidad que conlleva el entrar a formar parte de tu familia.

Tucker hizo una pausa y apoyó su brazo en el de ella.

–Espero que lo comprendas.

Ruth asintió. En realidad, no lo comprendía, pero le gustaría poder hacerlo. Luego hizo un gesto hacia su coche.

–¿No tienes un coche mejor equipado para el invierno? Me da la impresión de que debes pasar frío yendo en él con este tiempo.

–Sí que pasas frío, pero no importa. Es parte del encanto.

Ella pensó que nunca acabaría de comprender a los hombres en general, ni a Tucker en particular. ¿Por qué prefería él la soledad a vivir en familia, o viajar pasando frío en vez de ir caliente en un coche cerrado?

 

 

Ruth estaba cambiando las sábanas de las camas de los niños y sabía que Tucker estaba en su habitación. Se preguntó si se despediría de ella antes de marcharse. ¿O quizá desaparecería tan repentinamente como había llegado?

En ese momento, como en respuesta a lo que estaba pensando, oyó pasos en el pasillo. Luego se abrió la puerta y Tucker apareció bajo el umbral, con su bolsa de viaje colgada al hombro y su chaqueta bajo el otro brazo. Tenía el mismo aspecto que cuando había aparecido hacía unas pocas noches.

–Creía que los niños estaban aquí. Quería despedirme de ellos.

–Están recogiendo sus cosas para irse esta noche.

Seguramente, iba a ser duro para los chicos volver a su casa, sin saber si tendrían que marcharse de nuevo pronto.

Ruth sabía que la situación de Tucker era diferente, pero no pudo evitar preguntarse si para él también sería difícil volver a su casa. ¿No echaría de menos el bullicio que había siempre en el hogar de los Babcock?

¿La echaría de menos también a ella?

Porque ella, desde luego, si iba a echarle de menos a él.

Pero Ruth no estaba dispuesta a expresar sus dudas en voz alta. Ni siquiera iba a desearle que pasara unas felices fiestas. No después de lo arisco que se había mostrado hacia la Navidad.

–Que tengas buen viaje –se limitó a decir.

–Gracias.

Él dio un paso hacia delante, como si fuera a despedirse de un modo más personal. ¿Iría a darle un beso? Pero de pronto se detuvo como si hubiera visto una serpiente de cascabel.

A pesar de lo mal que le sentó su repentino cambio, ella tuvo que reconocer que era lo mejor. Un beso de despedida solo habría contribuido a complicarlo todo.

–¿Quieres que te haga un sándwich para el camino?

Era lo menos que podía hacer por él, pero Tucker negó con la cabeza. Luego tendió las manos hacia ella.

–Anda, acompáñame a despedirme de los niños y de tu familia.