Edith

—¿Sabes qué, mamá? Creo que es mejor que lo dejemos. Contigo es imposible razonar.

En la pantalla del móvil, Violeta me miraba con cara de fastidio. Se la veía cansada.

—Lo que tú digas, hija.

—No, lo que yo diga, no. Es así. No puedes decidir de la noche a la mañana que quieres dejar tu casa y todo lo que has construido durante media vida solo porque van a abrirte un hotelito cerca.

Era domingo. Después de las novedades que el día anterior primero Amparo y después Antón habían compartido conmigo y de mi posterior conversación con Jon, no había pegado ojo en toda la noche. Había pasado la tarde del sábado mortificándome por mi mala suerte e imaginando escenarios cada cual más horrible. Por si eso no fuera suficiente, el par de horas seguidas que finalmente había conseguido dormir habían estado habitadas por el espantoso fantasma de Amparo, que dirigía el hotel del lago y que, no sé cómo ni por qué, había convertido mi casa en una especie de pensión para mochileros y trabajadores de un matadero de elefantes y a mí en una empleada que nunca cubría sus expectativas y a la que nunca pagaba.

Me había levantado al alba con ganas de nada y mi peor idea había sido llamar a Violeta buscando esa complicidad de hija que ella es especialista en no ofrecerme. Finalmente, y después de un buen rato al teléfono, no me tocó otra que reconocer que la llamada había sido un error.

—Tendría que haberlo sabido —murmuré.

En realidad no me di cuenta de que lo había dicho en voz alta. Violeta hizo una mueca que la transformó en una de sus versiones menos afables.

—¿Eso qué quiere decir exactamente?

Entendí que tenía que salvar la escena si no quería adentrarme en un pantano para el que no iba bien equipada.

—Nada, hija —mentí—. Es solo que desde que ayer supe lo del hotel y las granjas no paro de repetirme que Andrea ya me avisó de que esto no podía durar.

El ceño de Violeta se relajó.

«Llegará un momento en que la gente empezará a cansarse de vivir en las ciudades y buscará sitios como este —me había dicho Andrea en más de una ocasión, sobre todo hacia el final, antes de caer enferma—. Quizá tendríamos que empezar a pensar en buscar algo en otra parte. Más lejos.»

Cuando empezaba con eso yo la dejaba hablar y, mientras ella insistía en sus predicciones, me perdía mentalmente por las calles abandonadas de la aldea, en un tour imaginario entre las paredes derruidas, los tejados de vigas podridas, la maleza comiéndose puertas y ventanas, sin una sola farola entre las casas... ¿Quién iba a querer vivir en un sitio así? En los más de veinte años que llevábamos aquí, podían contarse con los dedos de una mano los extraños que habíamos visto aparecer: un par de parejas de excursionistas despistados y el nieto de un vecino que había vivido aquí y que había llegado un domingo de verano con sus dos hijas para enseñarles lo que quedaba de la casa de los abuelos. Poco más.

No, este sitio no figuraba en los mapas de nadie y en aquel entonces nada hacía presagiar que los augurios de Andrea tuvieran la menor posibilidad de hacerse realidad. Ahora, cuando recuerdo esos avisos y pienso que pronto empezarán a llegar los primeros camiones y los primeros obreros a trabajar en la casona, entiendo que una vez más me equivoqué. Tendría que haberla escuchado. Andrea era buena para eso, se le daba bien adelantarse a lo que había de llegar. Leía con acierto las señales, supongo que porque su conexión con eso que Violeta llama «el mundo real» siempre fue mucho más directa que la mía. A ella esto —esta casa, esta aldea en ruinas— le gustaba porque desde un principio encontró aquí un rincón de paz en el que apartarse a descansar de lo que realmente era su lugar en el mundo. Andrea vivía en, para y por lo que hacía. El trabajo era su verdadera casa. Defendía lo indefendible, aceptaba los casos más difíciles, abogada de lo que no quería nadie. Preservaba la justicia, o así lo exponía ella: «Defiendo lo que es justo», y no había horas ni esfuerzo suficiente cuando se comprometía con una causa en la que creía. En su caso, la aldea era lo otro, el además que hacía posible que su motor vocacional estuviera siempre a punto. Aquí encontraba lo que le faltaba, lo que la completaba. Yo, en cambio, tardé poco en ir apartándome de la agencia una vez nos instalamos. La comparativa entre lo que había encontrado en la aldea y lo que me esperaba en el despacho terminó por agotarme. Toda esa urgencia por conseguir, ese vivir para y no por, el desgaste de los años dedicada a venderme bien, a convencer a los clientes de que mi mente fabricaba conceptos que su dinero necesitaba: coches, lavadoras, compresas, chocolate... cualquier cosa, cualquier mentira bien vestida de necesidad tenía que ser mía y quedarse para convertirse en cuenta y yo con ella. Demasiado tiempo, demasiada prisa.

A los pocos años de mudarnos, decidí empezar a trabajar solo por las mañanas y delegar cada vez más las grandes cuentas en mis dos ayudantes, hasta que en cuestión de un año y medio reduje mi presencia en la agencia a un par de días a la semana, limitándome a supervisar y a mantener el trato personal con los clientes más antiguos. De ahí a deshacerme de la agencia solo fue necesario un pequeño empujón, que afortunadamente llegó poco antes de la gran crisis con la oferta de compra de una gran agencia inglesa. No lo pensé. Vendí bien, muy bien, y a partir de entonces ya no me moví de aquí. Mi lugar fue este y lo demás pasó a ser «territorio Andrea». Ella fue a partir de entonces la que mantenía el contacto con el exterior y con la actualidad, la que sabía y tenía datos útiles sobre lo que ocurría más allá del camino del valle. Iba y venía, interactuando con ese ruido y con esa voracidad que yo rápidamente aprendí a detestar. Andrea salía a la superficie a mezclarse con «lo otro» y cuando volvía me contaba, conectándome de rebote con lo que no era «aquí». Fueron años de bonanza: de repente la rutina cambió y con ella cambiamos también nosotras. Volvíamos a tener cosas que contarnos más allá de lo cotidiano y de lo que construíamos juntas a diario. Yo conocía bien su mundo y ella compartía parte del mío aquí. Reapareció la curiosidad que habíamos aparcado en la otra, por la otra. Nos veíamos otra vez desde una distancia renovada y ese nuevo ángulo de visión trajo consigo cosas que no esperábamos: nos habíamos hecho mayores juntas y nos gustaba lo que veíamos, y eso, ese gustarnos siendo mayores, nos dio una energía con la que habíamos dejado de contar. Fueron los mejores años, los de la segunda ola. El regalo antes de perderla.

Eso es lo que más echo de menos de mi vida con Andrea, no de mi vida y Andrea. No es lo mismo, no es lo mismo la vida con que la vida y, aunque eso la mayoría lo aprendemos cuando ya es tarde y queda la sabiduría pero no la compañía. Lo que nunca aprendí con Andrea, ni antes ni después de ella, es a dejar de no saber. Violeta dice que lo de no saber es una actitud, es no querer y es cobardía, aunque apostaría a que ese titular debió de heredarlo de mamá, que, durante años, cada vez que me reñía me lo grababa a fuego con su dedo acusador, quejándose de mí delante de papá como si yo no estuviera presente: «Claro —rabiaba—, la niña nunca sabe nada. A Edith que no le pregunten porque la niña no, la niña para qué». Ahora entiendo que no es que yo no supiera, sino que, viendo lo que sufría mamá en su obsesión por controlar las múltiples vidas de quienes la rodeábamos, me tocó aprender muy pronto que vivir sabiendo es vivir el doble y yo nunca me vi tan fuerte como para cargar con tanta vida. Aprendí a elegir no saber a la sombra de mamá y de ahí en adelante la rutina fue siempre esa: no supe de las mujeres que Philippe metía y sacaba de nuestra intimidad durante los años que estuvimos juntos, porque Violeta era pequeña y mamá no me habría perdonado haber vuelto a casa manchada de marido y sin su nieta. Las dos sabíamos que Philippe, el gran abogado al que ella veneraba por encima de todas las cosas, me la habría quitado sin pestañear, aunque no la hubiera querido con él. Viví también eligiendo no saber cosas de Andrea que, sumadas, habrían pesado demasiado para justificar nuestra aventura conjunta, y seguramente habría seguido así si ella no hubiera muerto y me hubiera dejado aquí, en esta aldea deshabitada, demasiado cansada para buscar algo más, alguien más. Curiosamente, es ahora, en esta vejez tan mía, cuando me ha tocado entender que si se vive así, sin querer saber, es porque lo que has vivido hasta ahora no era tuyo del todo e importaba lo justo, placas de hielo sobre un lago oscuro y turbio que sí importaba. Me ha dado igual saber porque lo que sí he sabido desde siempre es que no estaba cumpliendo mi sueño. En vez de ser la Edith que yo sé que soy, me he dedicado a vivir aventuras que no eran las mías, voces ajenas, territorio prestado.

Seguramente todo lo que he sido y he hecho hasta ahora es una media verdad, y sé bien que no soy la única en el mundo que puede sentirse así y hablar así, aunque eso, esas muchas, esas otras, no me dan consuelo. Me casé a medias, he sido madre a medias, una gran profesional a medias, me enamoré a medias de otra mujer y de una vida en una aldea también derruida a medias. He vivido decidida a no saber que la mitad de lo que hacía era ruido, sabiendo sin querer saber, y todo porque de niña mi sueño no cabía en la mujer en la que debía convertirme, porque alguien decidió un día que los sueños tienen que ser grandes, neones en mayúsculas que dejen nuestra huella en el hielo.

«Pobre Edith, tan tonta. Siempre en su mundo, sin enterarse de nada.»

Un bosque, una casa de madera, un rebaño de animales huérfanos. Familia, ese era el sueño. Otra familia, sin la paciencia sufrida de papá, sin los reproches feos de mamá, sin las vecinas preguntando, sin los vecinos mirando.

Tan poco, tan pequeño mi sueño... «Estás en Babia, Edith. Siempre soñando despierta. Como no espabiles ahora, te va a tocar espabilar por las malas, allá tú.»

«Si aspiras a poco, no te tocará nada», era la frase favorita de mamá. Y me lo decía a mí para que ese reproche rebotara en mi frente y cayera sobre el plato de papá. Mamá acusaba así, aprovechaba que nos tenía a los dos a la mesa para sus carambolas perfectas. «No seas como tu padre. No te mires en él.» Mamá soñaba en grande para mí y yo soñaba con que llegara el domingo para acompañar a papá a comprar el periódico y el aperitivo, los dos de la mano, sin hablar, tan fácil todo alrededor, tan fuera de y tan breve. Soñaba con que un día no nos detendríamos y pasaríamos de largo por delante del quiosco y del bar y seguiríamos hasta el parque y de ahí hacia el bosque, al que nunca llegábamos pero que estaba allí, en el paisaje que completaba el rompecabezas del ventanal del salón. El bosque y papá y nuestro silencio, ese era el sueño. Luego llegó el tiempo y empujó a la niña contra el futuro, alejándola de lo único que era suyo hasta que con la vejez, siempre tan libre de expectativas, llegó la verdad y su neón: nos pasamos la vida avergonzándonos de nuestros sueños y es esa misma vida, que a veces escucha y quiere saber, la que nos espera para enseñarnos que tiempo no es edad y que grandeza no es tamaño. Lo que nadie nos dice es que cuando dejamos de perseguir nuestro sueño es el sueño el que nos persigue a nosotros. Pero eso solo lo sabemos cuando nos toca.

—Mamá, no te precipites —volvió la voz de Violeta al teléfono—. Tómate tu tiempo para pensarlo. Quién sabe si al final lo del hotel no se hace. Estas cosas son así, sobre todo si hay dinero público de por medio. Y lo que me cuentas de las granjas... en fin, tampoco es que vayan a construírtelas al lado de casa. No creo que vayan a molestarte.

Violeta no entendía. O no quería entender.

—No son granjas, Violeta —me defendí—. Son sitios horribles donde torturan a los animales. No quiero vivir con ese espanto al lado.

Ojos en blanco. Silencio denso. Violeta no se atrevió a decir nada. Ahí estaba en desventaja. Ese territorio eran arenas movedizas que no convenía transitar. Las salmoneras que ella construye en los mares del mundo son exactamente eso, un horror, y las dos lo sabemos.

—Sí, mamá, te entiendo —volvió, esta vez más conciliadora—. Pero de ahí a comprarte un bosque y montar un... refugio de animales lisiados tú sola..., no lo veo.

Esperé un poco antes de volver a hablar.

—No son animales lisiados. Y nunca he dicho que vaya a hacerlo sola.

Violeta acercó la cara a la pantalla.

—No. No lo has dicho.

—No.

—Mamá...

—A ver, no hay nada seguro. De hecho, es probable que al final diga que no, pero ayer estuve hablándolo con Jon y, bueno..., va a pensarlo.

—Mamá...

—Es solo una idea, Violeta.

—Ni se te ocurra.

—Ay, hija.

—No. Aquí no hay «ay, hija» que valga —me cortó, volviendo a crispar el tono—. ¡Mamá, no puedes hacer planes con alguien así!

—Jon no es «alguien así», Violeta.

—Tienes razón —replicó, afilada—. Corrijo: no puedes irte a vivir a un bosque y montar un... refugio de esos con alguien a quien llevas mintiendo desde hace ni se sabe cuánto.

Intenté no crisparme. Sabía que eso iba a llegar.

—Yo no estoy mintiendo, hija —me defendí—. Eso no es así.

—Tienes razón —respondió, extrañamente calmada—. Tú estás ocultando la verdad. Perdona por no apreciar la diferencia.

Entendí que no podía estirar más el asunto. El tono de Violeta me advirtió de que había llegado el momento de bajar la intensidad.

—Vale, sí —admití—. Aunque lo único que he dicho es que es una idea, no que vaya a hacer nada con él.

—Una idea es un principio, mamá. Y conozco tus principios y adónde llevan —dijo con tono amenazador—. Ni se te ocurra.

Casi sonreí. El tono de ese «Ni se te ocurra» fue exactamente el que usan las hijas para hablar a sus madres como si llegara una edad en la que el reloj de arena que nos representa se volviera del revés y las madres pasáramos a ser material de preocupación y las hijas, la peor cara de la maternidad. Lo que no saben las hijas es que una madre lo es siempre, da igual la edad, da igual la fragilidad, da igual todo. Violeta estaba y está aún ahí, en ese tono, pero el tono es lo único que controla.

—No te preocupes ahora por eso. —Esperé unos segundos antes de volver a hablar—. De todas formas, esta mañana, antes de llamarte, he empezado a darle vueltas a una cosa.

Se relajó.

—A ver. Sorpréndeme.

—Tú, que conoces a tanta gente en todas partes, a lo mejor sabes de alguien que tenga una finca por aquí cerca y que quiera vendérsela o alquilársela a una mujer valiente y emprendedora como tu madre. Quiero decir, que esas cosas...

—Mamá, estás chiflada y voy a colgar.

—Vale. No he dicho nada.

Resopló antes de hablar.

—Prométeme que no harás nada sin consultármelo antes —dijo por fin.

—Claro, cielo.

—Hablo en serio, mamá.

—Ya lo sé, hija.

Silencio. A continuación se oyó un tintineo metálico y Violeta desvió la mirada hacia un punto situado a la derecha del teléfono. Supuse que se trataba de la pantalla de su ordenador. Pasaron unos segundos y volvió a mirarme.

—Tienes que decírselo a Jon, mamá —dijo—. No puedes seguir estirándolo más.

No contesté. Violeta tenía razón y las dos lo sabíamos, pero sabíamos también que no era fácil y que para una conversación como la que me esperaba con Jon nunca era el mejor momento. Al principio, ella lo había entendido y me había dado mi tiempo, pero a medida que habían ido pasando los meses, su paciencia se acababa. «Cuanto más tardes en hacerlo, peor, mamá», había empezado a decir. De ahí al reproche más directo el salto había sido fácil, casi natural: «Es que no puedes hacerle eso a un amigo. ¿No lo ves? Tú dices que Jon no está preparado, pero ¿sabes una cosa? A mí me parece que la que no está preparada eres tú, y me flipa verte actuar así porque no te reconozco, mamá, esa es la verdad».

La verdad.

Violeta y la verdad.

Durante todo ese tiempo Jon había vivido su verdad y yo la mía, y lo que no me dejaba actuar era el temor a que cuando me sentara con él y juntos las confrontáramos quizá uno de los dos desaparecería con ellas. Había peligro, tocar la verdad con Jon entrañaba un peligro que yo no me atrevía a enfrentar, porque me daba miedo perder al amigo y también a la persona. Cada vez que había tratado el asunto con Violeta y ella había insistido en que me equivocaba callando, habría querido decirle que yo vivía bien así, acostumbrada desde siempre a no saber y a dejar que los demás vivieran su realidad como quisieran. Me habría gustado que entendiera que Jon y yo estábamos bien como estábamos, cada uno en su lado de la barrera, hechos los dos del mismo barro, y que si ella no me reconocía era porque era ajena a esa parte de mí que solo había conocido papá y que en ese entonces ya conocía Jon, y que por eso no quería perder esta falsa paz que habíamos construido juntos. «Jon y papá son las únicas personas que conocen mi sueño, Violeta —me habría gustado decirle—. ¿Y sabes por qué, hija? Porque nadie más preguntó nunca. Nadie quiso saber. Ni Philippe, ni Andrea, ni siquiera tú.»

Ahora, mientras preparo la cena y me preparo yo también para lo que habrá de llegar en las próximas horas aquí con Jon, quisiera decirle a mi hija que a mi edad por fin he entendido que un amigo es quien quiere conocer tu sueño, conocerlo de verdad, y que después de todo yo tengo uno. «Soy vieja, Violeta —le diría—, pero tengo un sueño y un amigo y no puedo permitirme perderlos a ninguno de los dos porque son lo único que he elegido siendo yo, sabiendo lo que elegía, y eso, los sueños y los amigos, son lo que justifican una vida.»

Puesta ya la mesa, me aseguro de que está todo a punto para la cena antes de sentarme a descansar al sol de la tarde en la tumbona del porche con Herodes y Lila enroscados a mis pies y aprovecho para liarme un par de cigarrillos. Mientras mezclo las hierbas, vuelvo a pensar en Violeta y siento que antes de hablar con Jon esta noche ella se merece también saber y que quizá Jon y ella sean en el fondo las dos caras de un mismo espejo. Y al tiempo que le doy vueltas a cómo hacerlo con Violeta, veo en el cielo, sobre las copas de los inmensos pinos del bosque que se pierde en los campos de hierba húmeda, dos águilas que planean juntas sobre mí, trenzando el vuelo desde las alturas.

Son dos manos abiertas circulando a cámara lenta entre azul y nube. En este vacío de sonido que envuelve la tarde, a medida que las águilas planean sobre el bosque, recupero en su silueta la mano de papá y la mía contra el verde roto del parque, más allá del quiosco de la esquina. Me acuerdo de ese momento exacto, justo antes de que llegáramos al semáforo y la mano de papá se abriera para atrapar mis dedos entre los suyos. Ese momento, ese segundo de espera que se saldaba con sus dedos encontrando los míos a tientas era, todos los domingos, el principio de la vida. Y todos los domingos, mientras cruzábamos la avenida de la mano, yo pensaba: «Hoy no nos quedaremos en los columpios. Seguiremos por el camino de las fuentes y saldremos por el otro lado hacia la cuesta que sube al bosque». Todos los domingos esa espera y esa posibilidad, una semana tras otra.

Pero nunca llegamos tan lejos. Nunca pisé el bosque con papá.

Había que volver.

A casa.

Siempre había que volver.