Edith

—Es increíble.

Me serví un poco más de cava y encendí un cigarrillo. Sentados a la mesa de la cocina, habíamos terminado de ver las últimas fotos en la pantalla del portátil mientras Lila y Lula se perseguían debajo de la mesa, peleándose por una nuez. Jon se puso un poco más de tiramisú en el plato.

—No sé qué decir —volvió a hablar, sin apartar la vista del paisaje de la foto que llenaba la pantalla.

El cava ya no estaba frío, pero no me importó. Tenía la boca tan seca de tanto hablar que cualquier cosa habría servido. Había sido uno de esos lunes largos y agotadores que, tras un fin de semana de mucho cavilar, caen por sorpresa con toda su carga de acción y que parecen concentrar media vida. Tras varias cancelaciones —por motivos reales y otros no tanto—, por fin me había decidido a no seguir postergando más mi visita al dentista y a media mañana había bajado a la ciudad. Fernando es mi dentista desde que conocí a Andrea. De hecho, fue ella quien me llevó hasta su clínica. Años, muchos años hace de eso. Aunque hemos envejecido a la par, es muy poco lo que sé de él, de su vida personal, quiero decir: separado, sesenta y pocos, te hurga los males con buena mano, poco más. Siempre de buen humor, eso sí. En un dentista se agradece. En fin, tocaba matar un nervio desde hacía un par de meses y supongo que la tensión del fin de semana había terminado de empeorar lo que ya no tenía remedio, así que llamé a primera hora y me encontró un hueco, aunque hubo que esperar a que el cirujano que se encarga de las endodoncias terminara de operar en la consulta de al lado para ocuparse de mí y de mi nervio. Eso nos dio a Fernando y a mí más tiempo para hablar que de costumbre.

—¿Qué tal? —preguntó mientras el auxiliar me ponía el babero blanco con la cadena. Y enseguida, mirándome de cerca, bromeó—: Tienes cara de haber pasado el fin de semana en una convención de anestesistas.

Me reí y él sonrió, encantado. Fernando es uno de esos médicos que mientras trabaja cuenta chistes baratos que no tienen pizca de gracia, pero que cuando se pone serio y enseña su auténtico yo, es surrealismo en estado puro.

—Un fin de semana horrible —le contesté, cogiendo el vaso de plástico con el enjuague—. He decidido que necesito un bosque.

Me miró por encima de las gafas.

—¿Se te ha estropeado la calefacción y te has puesto chimenea en casa?

Dejé el vaso a tiempo en su sitio antes de poder reírme a gusto. Ese es Fernando. Hablaba en serio.

—No, hombre —respondí—. La vida, lo que se me ha estropeado es la vida. Y necesito un bosque donde refugiarme.

—Ah.

Se retiró y empezó a preparar algo a mi espalda con la ayuda del auxiliar. No tardó en volver a aparecer.

—Yo tengo uno —dijo.

Me reí.

—¿Un bosque?

Me miró muy serio.

—Bueno, de hecho no —se corrigió—. Tengo cinco.

Oí abrirse una puerta y enseguida la voz de un hombre que daba instrucciones a un paciente: «Antibióticos cada ocho horas la primera semana, enjuagues, llame si hay sangrado, Cristina le dará hora para la próxima visita, sí, no se preocupe».

—Fernando, hablo en serio.

Cejas grises y pobladas alzadas por encima de la montura de las gafas.

—Yo también.

El auxiliar volvió a ofrecerme el vaso, pero esta vez lo aparté de un manotazo y me incorporé.

—¿Cómo que hablas en serio?

Fernando no tenía cinco bosques. Lo que tenía era una finca de ciento veinte hectáreas que, efectivamente, contenía cinco bosques de robles, encinas y fresnos, rodeados todos ellos de campos de pastoreo y cruzados además por dos pequeños ríos.

—Y hay una casa —aclaró mientras la cara del cirujano que iba a encargarse de mi pulpitis acababa de aparecer a su espalda—. Grande, muy grande.

—¿Cómo de grande?

—Mucho —dijo con una mueca de duda—. Como de las que dan miedo de grandes.

De repente, estaba tan acelerada que cuando el cirujano me puso la mano en el hombro di un respingo y de paso el vaso lleno del líquido ese horrible se llevó un golpe que no controlé a tiempo. El vaso fue a parar al suelo.

—¿Qué tal estamos? —me saludó el hombre. Era un tipo joven, moreno y con sonrisa de anuncio.

—Muy ocupada —fue lo primero que se me ocurrió contestarle—. No llega en buen momento. —Miré a Fernando—. Tiene cinco bosques.

El hombre se rio y Fernando también. Yo tenía una taquicardia de tales dimensiones que si me hubieran enchufado al corazón una Thermomix habrían salido cinco panes de nueces enteros como esos cinco bosques que ya había empezado a visualizar. Necesitaba saber.

—Tienes que contármelo todo, Fernando —dije, obviando al cirujano—. Por favor.

—Claro —respondió con cara de hombre feliz, intentando sonar tranquilizador—. Cuando acabes aquí y pases por recepción dile a Cristina que te dé mi teléfono. Llámame cuando quieras y te cuento.

La taquicardia cesó de golpe. Le agarré la manga de la bata y tiré de ella con fuerza.

—Tú estás demente. —Los dos me miraron como si acabara de escupir una muela—. De aquí no se va nadie.

De modo que, mientras Jairo, que así se llamaba el cirujano venezolano de la sonrisa de tebeo, me mataba el único nervio vivo que me quedaba en la boca, Fernando fue matándome la curiosidad y alimentando mi ansiedad a medida que iba describiendo al detalle la finca y su historia. Según me contó, se trataba de una propiedad heredada, suma histórica de varias fincas de tíos, abuelos y tíos abuelos que habían terminado por recaer en él. La finca contenía, como ya me había comentado, una casa grande —la casa familiar—, además de otra mucho más pequeña, situada en lo que Fernando calificó como «el principio del camino», es decir, a unos trescientos metros de la carretera, ocupada por los cuidadores. Mientras Jairo me aplicaba a la muela fresas de todo tamaño y calibre y yo babeaba anestesiada sobre la toalla, iba dibujando mentalmente el mapa de aquel tesoro que Fernando describía para mí, como si por primera vez desde hacía mucho tiempo estuviera disfrutando de su finca en la distancia al tener que repasarla para mí de memoria.

—Es una pena, la verdad —dijo. Se había sentado en una silla contra la pared—. Nosotros no vamos nunca. Está demasiado lejos, a casi cinco horas en coche de aquí, y a Elena lo que le gusta es la playa.

Taquicardia. Más. Jairo apartó el torno para que el auxiliar me aspirara debajo de la lengua y yo aproveché para intentar hablar. Me mordí el labio.

—De hecho, la finca es de mis hijos, de Nacho y de Sara, pero ninguno de los dos puede ocuparse de ella —siguió contando Fernando. Ya no hablaba para mí. Miraba por la ventana y parecía hablar con alguien que no estaba—. Nacho es arquitecto y vive en Nueva Zelanda. Le va muy bien. Se casó con una chica de allí y no piensa volver. Y Sara... Sara es médico. Ahora está en Nueva York. Una crack. Y de ciudad total. Por ahí tampoco veo yo que haya mucha esperanza.

Más turbina y el rugido agudo del minitaladro tensando el aire de la consulta. El auxiliar me mandó enjuagarme para limpiar la sangre del labio. Jairo pidió un no sé qué y yo noté la lengua como un ratón muerto a un lado de la boca.

—En fin, que la finca está sola. —Fernando apartó la vista de la ventana y me miró—. Pero ¿qué va a hacer una mujer allí, tan lejos de todo? No aguantarías ni una semana. Es enorme. Y encima está llena de bichos por todas partes. Jabalíes, tejones, ciervos, buitres... Hasta algún oso me cuentan los cuidadores que han visto.

Suficiente.

Me incorporé de golpe, arrastrando conmigo el tubo aspirador que tenía insertado contra la encía y apartando con la mano la bandeja donde estaba dispuesta la artillería completa de aparatos de tortura, ante la cara de espanto de Jairo, que se hizo a un lado justo a tiempo.

—¡Eddu zzz dodequido! ¿O co decdeezzzzz? ¡Odsss, queddd odsss!

Aunque fue eso lo que yo oí y, a juzgar por su expresión, entendí que también era eso lo que había oído Fernando, lo que sonó en mi mente, alto y claro, fue: «Eso es lo que quiero. ¿O qué te crees? ¡Osos, quiero osos!».

No recuerdo exactamente lo que sucedió después. Lo que sí sé es que Jairo consiguió terminar de matarme el nervio y que luego, en la sala de espera, me las ingenié para que Fernando me prometiera que en cuanto llegara a casa me enviaría todo el material que guardaba de la finca, incluido un vídeo que le había hecho una empresa de filmación con drones para ponerla a la venta en un par de agencias que trabajaban con clientes extranjeros.

—La verdad, Edith, no te veo viviendo allí. Es un sitio enorme —insistió—. Vas a estar muy aislada.

Como en mi estado no había manera de hacerle entender a aquel hombre que esa era precisamente la intención y como estaba decidida a no marcharme de la consulta sin haber dejado antes unas cuantas cosas atadas, saqué mi libreta del bolso y le escribí unas líneas que me ayudaran a hacerle entender la situación.

1-No voy a sentirme sola, por eso no te preocupes. Y mucho menos lejos. ¿Lejos de dónde? ¿Lejos de quién?

2-No puedo permitirme comprar una finca así. No tengo ese dinero. ¿Podrías alquilármela? ¿Hasta que me muera?

3-No me hace falta ocupar la casa grande, y menos si es de las que dan miedo y es tan enorme como dices. Me basta con instalar una cabaña de madera prefabricada, de esas canadienses con nombre de calle de Nueva Orleans.

4-Ah, mi plan es abrir un santuario. En la finca, quiero decir.

Fernando leyó la lista despacio. Cuando terminó, se quedó pensativo. Luego negó despacio con la cabeza.

—No va a poder ser —dijo, muy serio, devolviéndome el papel—. No hay ninguna virgen. En la propiedad, digo. Y no creo que esté bien comprar una por ahí y decir que la hemos encontrado enterrada o algo. Seguro que las vírgenes ya vienen con número de serie. Ahora todo lleva códigos. Además, tendríamos que pintarla de negro, porque sería una virgen encontrada. —Negó una vez más con la cabeza—. No lo veo, Edith.

Me reí, aunque lo que a él le llegó fue una lluvia de babas y un ronquido feo.

Volví a escribir.

No digas burradas, Fernando. Es un santuario de animales, no Lourdes. Quiero abrir un santuario para acoger a animales huérfanos, maltratados, vacas, burros, jabalíes... A-n-i-m-a-l-e-s, no monjas.

Fernando leyó de nuevo y me miró con cara de espanto.

—¿Quieres mi finca para montar un templo animista? ¿Para retiros de esos con pilates y verduras crudas?

Por extraño que pueda parecer, dos horas más tarde y un almuerzo mediante —él, porque yo seguía con la boca anestesiada y no podía comer nada— terminamos por entendernos. Fernando me contó que a priori mi plan no le parecía mal, pero que lo del alquiler y lo del factor animal tenía que consultarlo con sus hijos, que a fin de cuentas eran quienes iban a heredar la propiedad. Entendía mi propuesta y, aunque insistió un par de veces en que aquel no era sitio para una mujer sola como yo —preferí pasar por alto ese «como tú» para no desbaratar el buen rumbo que había tomado el día—, me prometió que en cuanto llegara a casa me mandaría todo el material que tenía y que hablaría con sus hijos la próxima vez que se comunicara con ellos.

—Por cierto —anunció cuando ya salíamos del restaurante—. No sé si te lo he dicho, pero en la finca ya hay dos cabañas de esas que has mencionado antes. A ver, no son exactamente de las prefabricadas, pero cabañas son. Las diseñó Nacho hace unos años. Fueron parte de su proyecto de final de carrera. Están un poco apartadas de la casa principal, junto al río. Ya sabes, esas cosas modernas y sostenibles con placas solares y tejado cubierto de césped o no sé qué mandangas que nunca he entendido. Si quieres te mando fotos, aunque ya te advierto que seguramente debe de hacerles falta un buen repaso. No se han usado nunca.

Casi se me salió el corazón por el hueco de la muela dormida. Minutos más tarde, en cuanto subí al coche, le mandé un mensaje a Jon. Me temblaban tanto los dedos que tuve que reescribirlo varias veces.

—No puede ser casualidad —dijo Jon, volviendo a examinar la imagen que seguía en la pantalla del portátil y ampliándola con el ratón—. Ahora solo falta que los hijos digan que sí.

Crucé los dedos y toqué la madera del tablero de la mesa. Ni siquiera había tenido tiempo de contárselo a Violeta. De repente, al pensar en ella, me acordé también de la conversación que habíamos tenido hacía menos de cuarenta y ocho horas y su advertencia parpadeó, renovada, sobre la campana extractora como un neón: «No puedes irte a vivir a un bosque con alguien a quien llevas mintiendo desde hace ni se sabe cuánto».

Apagué el neón con un parpadeo. Violeta es exagerada y, como yo, catastrofista por naturaleza. Sus sentencias hay que tomarlas como lo que son: miedos propios proyectados sobre quien toque. «No puedes», «No debes», «Hay que hacer», «No se te ocurrirá»... eso es Violeta: blanco y negro, los colores los maneja mal. Sonreí, aliviada, al recordármelo. Sabía que, pasado el primer sofocón que tanto Jon como yo nos habíamos llevado el sábado anterior con las malas noticias sobre la aldea y su despido, él debía de haberle dado unas cuantas vueltas en frío a lo de sumarse al proyecto del santuario. Jon no era tan libre como yo para dejarlo todo y empezar de nuevo en otro sitio. Estaba la clínica —su clínica—, a la que seguramente se planteaba volver cuando llegara el momento de dejar el zoo y, conociéndolo, supuse que debía de estar digiriendo aún mi propuesta. «Es un hombre de digestión tranquila», lo definió una vez Mer, y con todo el acierto.

—Habrá que vallarlo —dijo de pronto, devolviéndome a la realidad de la cocina—. Al menos la parte que decidas utilizar para el santuario tendría que estar vallada. Seguro que hay cazadores por la zona. Y no solo por los cazadores, también por la seguridad de los animales.

Sentí un pequeño golpe de aire en la boca del estómago. «Decidas», había dicho. No «decidamos». Volví a pensar en Violeta. El neón no apareció.

—Vale —dije—. A ver si me acuerdo de comentárselo a Fernando. Voy a tener que hacer una lista.

Nos quedamos en silencio, Jon con la vista en el verde bamboleo del enorme ciprés que aparecía y desaparecía tras el cristal de la ventana como un metrónomo gigante, y yo acariciando a Herodes, que acababa de subírseme al regazo e intentaba acomodarse contra mi estómago. El tiempo en la aldea tiene muchos momentos así. Son eso que Andrea llamaba «momentos huecos». De repente, todo se apaga y queda solo lo que vive fuera: el baile lento del ciprés, nubes que se deshacen sobre los esqueletos invernales de los almendros, los crujidos sordos de los tejados, la madera que se resiste en los marcos de portones y ventanas... El campo contiene dos mundos, el interno y lo que nos envuelve, que es lo que le da verdad. Hay momentos así en este abandono de lo humano, destellos pequeños que aparecen y nos recuerdan que sin nosotros la vida aquí es mejor y que ocupamos sin permiso un espacio prestado porque somos circunstanciales. Lo natural se queda, nosotros no, y eso nos salva.

Andrea decía que era la aldea la que nos había escogido a nosotras. «Ese cartel ruinoso estaba aquí para que lo viéramos», me dijo una noche, cuando ya no podía levantarse y se pasaba el día buceando y emergiendo de un sueño que era más agotamiento que alivio. La habíamos instalado en la habitación de abajo, la de Violeta, y como muchas noches desde hacía un par de semanas, yo me había acostado a su lado. Encima de la silla, Samanta y Carolo dormían sobre el almohadón, hechos un ovillo perfecto, y yo leía mientras Andrea dormitaba. De repente, abrió los ojos, me miró como si se hubiera acordado de algo y dijo eso. Entendí que se refería al cartel que habíamos encontrado la tarde que habíamos recalado en la aldea por primera vez. No supe qué decir. Ella cerró los ojos, pero no había terminado de hablar. «Fue como si, por haber sido lo suficientemente curiosas para llegar hasta aquí, alguien nos hubiera dejado un cartel con la contraseña actualizada para poder quedarnos.» En ese momento, al otro lado del camino, un coro de ranas rompió el silencio de la madrugada. Andrea volvió a abrir los ojos y sonrió: «Ya están ahí. El coro de la hora trémula». Luego se volvió a mirarme. «Nos escogieron. Nos dieron permiso para entrar y quedarnos. Todos: las ranas, los búhos, el lago, el ciprés que plantamos, los jabalíes, estas madrugadas y el viento que baja del lago cuando se acaba el verano... Nos dieron permiso para vivir y yo no imaginaba que el permiso incluiría también morir. No sabía que sería aquí. Qué tonta.» Las ranas callaron y un búho se dejó oír desde algún rincón de la noche. «Debería haber imaginado más, haberme atrevido a imaginar más», dijo con una voz a la que pareció faltarle aire. «Qué poco lo hacemos, ¿no? Como si imaginar fuera cosa solo de niños y nos diera vergüenza la infancia.» Cerró los ojos y respiró hondo. A esas alturas del cáncer, respirar costaba, costaba casi todo. El búho calló y Andrea parpadeó, respondiendo así a esa nueva mancha de silencio. «Tuve una profesora de filosofía en el instituto que decía que la vida es como una biblioteca: está llena de pedazos archivados de imaginación ajena que no mueren porque quienes los disfrutaron se tomaron la molestia de compartirlos. Vivir es atreverse a compartir la imaginación. Eso es también la intimidad.»

Hay momentos así en la aldea. Yo los lleno a menudo con imágenes, sonidos, conversaciones de la vida que he compartido aquí con Andrea. Nuestras voces siguen presentes y yo las oigo sin esfuerzo, pero no aquí, en casa, sino fuera, entre el ciprés y la encina o sobre el lago, a veces rebotadas contra la hiedra que cubre el muro del cementerio... las voces, las nuestras, no se irán hasta que lo haga yo, por eso me he quedado.

—Hoy ha vuelto Suzume al zoo —dijo Jon, devolviéndome a la mesa y a nuestra conversación. Vio mi mirada confundida. Sonrió—. La niña japonesa. El gorrión.

Recordé entonces el episodio de la niña. Automáticamente, miré por la ventana. Allí estaba la veleta sobre el campanario, apuntándonos con su flecha de hierro.

—Susi está enfadada conmigo —volvió a hablar Jon. Hizo una pausa. Larga—. O peor.

—¿Peor?

Asintió despacio.

—Suzume dice que está triste. —Volvió la vista hacia la pantalla del portátil, como si quisiera evitar la mía—. Que tiene pena.

Pena. Lo dijo bajando un poco la voz y fue precisamente el tono, esa fragilidad disimulada, lo que tocó en mí una cuerda que vibró mal. Conozco a muy poca gente que hable así. A muy pocos adultos. Jon sí, Jon dice cosas que quedan como colgando de un hilo tendido al aire entre el hombre que es y el niño que no llegó a ser. Algunas veces quien habla es Jonás. Su discurso apunta directo al amarillo de la diana y cualquiera lo entiende porque no hay más mensaje que el que es. Eso, esa verdad de niño, fue exactamente la que sentí el día que me anunció que Mer no iba a volver a la aldea. Cuando terminó, después de comentar todos los detalles y responder a mis preguntas, dijo: «Tengo pena». Y yo entendí el tono, entendí la dimensión y la emoción también. Pena es esa palabra que conecta, pena es lo que ningún niño sabe explicar mejor.

Cada vez que me acuerdo de esa escena y pienso en lo clave que ha sido para todo lo que ha ocurrido después, descubro algún detalle nuevo. Entre Jon y yo, en lo que es nuestra historia común, esa es LA escena, nuestro principio real, aunque en ese momento ni él ni yo podíamos sospecharlo. A menudo recuerdo cosas sueltas de ese día: el viento frío que soplaba del norte, los restos de la nieve que había empezado a derretirse en las montañas más allá de la mina mientras subíamos en coche desde el pueblo, el rasguño que el cierre de la maleta me había hecho en el dorso de la mano, cubierto de una capa de sangre seca.

Jon me había ido a buscar al aeropuerto. Dos días después de que Mer se hubiera ido a trabajar a la Antártida yo había volado a Tromsø para pasar una semana larga con Violeta. Había intentado convencerla de que viniera a pasar su cumpleaños a casa, pero no había habido manera. Violeta y la aldea nunca han sido una buena combinación. Aun así, lo intenté. Resultado: diez días en Tromsø con ella, ayudándola con su enésima mudanza. Esta vez se trasladaba del centro de la ciudad a una casa situada en una isla cuyo nombre todavía no he conseguido aprenderme, pero que, traducido, viene a ser algo así como la Isla de las Ballenas, porque está separada del continente por un gran fiordo en el que durante los meses de verano transitan manadas de ballenas. La casa, una de esas construcciones de madera pintadas de amarillo limón como las que aparecen en los folletos de cruceros por los países nórdicos, está situada a unos escasos cincuenta metros del agua y a un par de kilómetros del vecino más cercano. Según me contó, durante los días de luz infinita del verano el espectáculo que ofrecen las ballenas cruzando el fiordo justifica no solo el precio y el aislamiento, sino también el túnel espantoso e infinito que atraviesa el fiordo por debajo del agua para acceder a la isla desde la ciudad.

La semana con Violeta resultó ser una agradable sorpresa para las dos. Casi no discutimos, supongo que porque llegué preparada y dispuesta a ayudarla en lo que necesitara sin intervenir demasiado, resignada a ejercer de madre paciente. A fin de cuentas, era su cumpleaños y se trataba de pasar tiempo juntas. Por supuesto, y eso sí que no varía, no hubo mucha más intimidad que la de la convivencia. Violeta es un libro cerrado en lo que importa, o al menos en lo que a mí me importa como madre. Sé si está bien o mal porque la he parido y ese es el plus de ventaja con el que contamos las madres, pero más allá del «estoy bien» o «estoy mal», poco deja saber. Está sola, eso sí lo sé, y no porque ella lo haya compartido conmigo, sino porque Klaus ha dejado de aparecer en nuestras conversaciones y eso, en el lenguaje de Violeta, quiere decir que Klaus ya no existe. Lo mismo pasó en su día con Sergio, con Frank y con Roger. La dinámica no varía. De repente, un día aparece en la conversación el nombre de un hombre. Cae así, como de la nada, y yo tengo que asumir que Violeta ha empezado a salir con alguien. Si el nombre se repite regularmente en conversaciones posteriores, eso es que la cosa va bien. Despacio, con mucho cuidado, la puerta se abre un poco, lo justo para que mi versión Edith madre pueda colar algún comentario, una pregunta indirecta, la clase de intervenciones supuestamente inocuas que hacemos las madres fingiendo un interés superficial que por supuesto está muy lejos de serlo, pero que modulamos como arañas expertas para que la niña, porque en el fondo a nuestros ojos siguen siendo niñas, no se cubra de escamas y saque a pasear los colmillos. Antes de mi viaje a Tromsø, el último de esos nombres había sido Klaus, un noruego que trabajaba con ella y al que incluso llegué a conocer durante una de las videoconferencias que mantuve con Violeta en uno de sus viajes a no sé dónde. Mientras ella y yo hablábamos, Klaus apareció en la pantalla por sorpresa, una barba pelirroja y espesa, rota por una sonrisa ancha de dientes blancos que enseguida saludó y se unió a la conversación. Pero la verdadera sorpresa fue la reacción de Violeta: en vez de sacar el genio afilado que lleva dentro, la mujer que vi en la pantalla era otra, más pequeña, más... niña. Incluso se rio cuando Klaus intentó quitarle el teléfono para hablar conmigo. Sorpresa fue verla reírse así, como quien no necesita defenderse de quienes la quieren. La imagen de la Violeta espontánea y relajada que yo recordaba haber conocido de niña, esa hija en versión original, me removió la memoria y me dolió porque de algún modo entendí que la otra, la Violeta herida y dolida, estaba dedicada a mí, era mía en exclusiva.

Durante la semana que pasé en Noruega deduje que Klaus ya no existía. Cuando, armándome de toda mi delicadeza, me atreví a preguntar por él, lo que me llevé como respuesta fue un encogimiento de hombros y un pequeño bufido.

—Mamá, por favor —dijo con voz de «qué pesada»—. ¿Cuánto hace que no me oyes hablar de Klaus?

—No sé, hija.

—Pues eso.

Pues eso. Punto final.

Volví de Tromsø agotada. Diez días con Violeta son el equivalente a correr una maratón con las zapatillas que no tocan. No hay descanso, o al menos no lo hay para mí. Intentar complacer a una hija-reproche es una de las cosas que más cansan del mundo, sobre todo cuando utiliza contigo un doble lenguaje que no facilita el contacto. Con Violeta siempre tengo la sensación de que cuando habla es más lo que no dice que lo que comparte. Hay un lecho subterráneo de rabia contra mí que ella cree que ha conseguido domesticar, pero que vibra entre líneas a todas horas. Ella, que no es tonta, se da cuenta y se enfada consigo misma por no haber sabido enterrarlo, y quien lo paga soy yo, porque a fin de cuentas su inconsciente me culpa a mí de su incapacidad. A Violeta le gustaría vivir sin ese reproche constante que yo provoco en ella y saber quererme como me quiere cuando no me tiene. Le gustaría poder perdonar para querer a su madre, pero no puede porque no se atreve a reconocerse rencorosa. Rencorosa es imperfecta y la imperfección se acerca demasiado a la fragilidad, y eso sí que no.

En cuanto salí por la puerta de llegadas y vi a Jon apoyado en la barandilla que separa a los pasajeros que salen de quienes los esperan, noté que algo no iba bien, aunque en ese momento no supe apuntar a nada en concreto, más allá de su mirada. Me pareció distinta. El verde brillaba menos, reflejaba poco, poca luz. Mientras bajábamos al aparcamiento en el ascensor, preguntó por Violeta y por mi semana con ella y yo, que con él no necesito andarme con rodeos, le solté la verdad.

—Necesito una semana de vacaciones para recuperarme de mis vacaciones con mi hija. No tengo perdón —me desahogué mientras salíamos al aparcamiento—, pero esa niña me puede.

Jon sonrió. Fue una sonrisa cansada.

Prácticamente no volvió a decir nada hasta que salimos del aeropuerto. Había empezado a llover y el cielo era un mapa sucio de grises y blancos. Cuando acabábamos de entrar en la autopista, nos sorprendió un embotellamiento que nos obligó a estar parados durante una buena media hora. Un accidente. Ambulancias, sirenas, urgencia. Mientras avanzábamos al ralentí, le conté de la nueva casa de Violeta, de la isla y de sus ballenas y de las escasas tres familias vecinas que vivían en un radio de cinco kilómetros, con sus casas de colores, su barco aparcado en el garaje sobre el remolque y esos ojos azules, casi transparentes, que se repetían en todos ellos y que, por cómo me oí hablar, debían de haberme impactado más de lo que creía.

—Te miran desde la puerta de sus casas con esos ojos transparentes y esas sonrisas como de película de terror. Yo creo que tienen muertos en los congeladores. Por eso escriben esas novelas.

Jon se rio. Era la primera vez que lo hacía, cosa poco habitual en él. Fue entonces cuando entendí que algo no iba bien. Su risa sonó deshabitada, era la suya pero tenía poco de él.

Cuando dejé de contar, se hizo el silencio.

—¿Pasa algo?

Jon siguió con la vista fija en el coche de delante.

—Nada grave. —Se giró hacia mí. Sonreía, no con los ojos.

Me arrebujé en la chaqueta y miré por la ventanilla. Habíamos empezado a avanzar un poco más rápido y se adivinaban, más adelante, las luces azules y amarillas del lugar del accidente.

—Mer se va a quedar allí un tiempo —dijo por fin, mirando por el retrovisor para cambiar de carril.

El titular me dejó aliviada. Afortunadamente, la novedad había quedado reducida a un simple contratiempo. En ese momento oí tintinear mi móvil. Lo saqué del bolso y leí el mensaje. Era de Violeta. Quería saber si había llegado bien. Empecé a responderle para evitar que se preocupara, pero cuando apenas llevaba escritas un par de palabras, levanté la mirada. A nuestra derecha, un camión volcado y dos coches envueltos en una especie de espuma junto a unas alfombrillas de material reflectante como papel de plata. Había una mujer apoyada contra el quitamiedos, con una manta sobre los hombros. A su lado, un niño miraba pasar los coches abrazado a su pierna.

—¿Se queda dónde? —pregunté, incapaz de apartar la vista de todo aquel horror—. ¿En la Antártida?

Jon negó con la cabeza y contuvo un asomo de sonrisa que yo enseguida descifré. Desde que me habían contado que la base de la Antártida a la que Mer iba casi todos los años a estudiar a sus pingüinos estaba en una isla llamada Decepción, mi inconsciente se había negado a aprenderse aquel nombre que no presagiaba nada bueno. Era una tontería y yo lo sabía, más aún cuando al parecer era la única a quien aquel nombre le parecía agorero. Violeta, sin ir más lejos. La primera vez que se lo comenté, se iluminó como si acabara de retroceder cuarenta años en el tiempo y hubiera salido de ver una película de Disney. «Suena a aventura de piratas, mamá. Como de Peter Pan», dijo. Luego, cuando buscó la isla en Google para investigarla y se enteró de que en realidad se trataba de un volcán activo en mitad de la nada con una historia digna de estudio —Violeta es fan absoluta de los volcanes—, el enamoramiento fue total. Isla Decepción. Cierto, era un nombre de película, pero de una de esas norteamericanas de cine de centro comercial con mal final y, por las dudas, cada vez que la mencionábamos yo prefería obviar el nombre y abrir más las posibilidades, refiriéndome siempre a «la Antártida». Jon se sonreía al verme evitarlo.

—Mer me llamó anteayer —dijo—. Le han ofrecido un puesto en la Universidad de Miami. Bueno, no exactamente. Resulta que Miami tiene un convenio con la universidad de aquí y hacía tiempo que venían tentando a Mer para que se incorporara a un nuevo programa de investigación que dirigen desde allí. O sea, vendría a ser un poco como lo que hace aquí, pero con los medios de allí. Y ella estaría al frente. Bueno, ella y un colega canadiense con el que lleva tiempo trabajando en el tema de los caimanes y de los lagartos. Robert, seguro que te suena.

Me sonaba haber oído a Mer mencionarlo, sí.

—Pero, Jon, eso es fantástico.

Cambiamos de nuevo de carril. El tráfico avanzaba a trompicones, ya con más claros que oscuros. Había prisa por recuperar tiempo.

—Mucho —dijo, mirando a un lado y a otro—. Mer está que ni se lo cree —añadió—. El programa es increíble y lo bueno es que no tiene que quedarse en Miami todo el año, solo el trimestre que le toque dar clase. De hecho, ni siquiera tiene que vivir allí permanentemente.

—O sea, que puede pasar aquí el resto del tiempo.

—No exactamente.

Silencio. Esperé a que continuara.

—Tiene que tener su base en Miami —dijo por fin—, aunque su campo de trabajo es toda Latinoamérica. Eso quiere decir que la universidad le paga el alojamiento en la universidad y la casa donde ella quiera instalarse de forma permanente, siempre que sea en un país latinoamericano donde el programa tenga un convenio de cooperación con una universidad o con un centro de investigación asociado.

No supe qué decir. Era una noticia fantástica y aun así no leí en el tono de voz de Jon ninguna invitación a la celebración. Contaba lo de Mer como si se estuviera refiriendo a alguien lejano. El relato llegaba desencajado y me di cuenta de que había algo en esa distancia que no solo me incomodaba, sino que me inquietaba.

—Mer ha decidido quedarse en Chile —volvió a hablar—. En el sur. Probablemente en Punta Arenas.

Me sorprendió la elección. Me parecía haber oído decir a Mer alguna vez que Punta Arenas era una ciudad extraña. No, extraña, no. «Inhóspita», eso había dicho.

—¿Por qué Punta Arenas?

—Quiere estar lo más cerca posible de Tierra de Fuego. Hay un par de colonias de pingüinos en la zona incluidas en el estudio y si se instala allí podrá aprovechar para dedicarse más a ellas. Una está en Isla Magdalena y la otra un poco más al sur, no recuerdo el nombre. Una de las condiciones que ha puesto para aceptar la oferta es poder seguir manteniendo su trabajo de campo con los pingüinos, al menos durante los dos primeros años. Ya la conoces. Le va la droga dura.

Empecé a entender.

—¿Los dos primeros años? —El plazo sí era una novedad—. Creía que estabas hablando de unos meses, un año como mucho. Dos años es mucho tiempo.

Asintió despacio.

—El contrato es por cinco —fue su respuesta. El tono, neutro—. Renovables.

Avanzábamos ya con normalidad. A nuestra izquierda, a medida que nos alejábamos de la ciudad, el azul de finales de marzo había empezado a ahogar las nubes más espesas y el cielo respiraba mejor sobre las montañas.

—Me alegro muchísimo por ella —dije, aunque ya no estaba demasiado segura de si debía alegrarme.

Jon se volvió a mirarme.

—Era su sueño —dijo. Y un segundo después—: Es su sueño. Ha costado, pero por fin lo ha conseguido.

Hicimos el resto del viaje prácticamente en silencio, salvo por las contadas ocasiones en que Jon me contó un par de chismes que le habían llegado desde el pueblo y sus respuestas a mis preguntas sobre el estado de mis gatos, que yo había dejado a su cuidado. Cuando alcanzamos lo alto del camino y nos desviamos para bajar hacia la aldea, el silencio se hizo más espeso. Había una tensión extraña en el aire. No me gustó.

—¿Y tú? —pregunté justo cuando el lago asomaba entre las irregulares copas de las encinas al tomar la primera curva—. ¿Cómo estás?

Jon no respondió enseguida. Descendimos un trecho entre bosque y tierra hasta que por fin habló.

—Bien —dijo—. Con mucho trabajo en la clínica estos días. Amelia lleva toda la semana con gripe y vamos de cabeza. Algún turno doble, ha tocado reprogramar cirugías, lo del IVA... ya sabes.

No dije nada. Conociéndolo, sabía que había entendido que la pregunta no iba por ahí y también que él sabía que yo sabía. Contestar así era su forma de decir: «Ahora no. Eso ahora no». No insistí. Bordeamos el lago sumidos en un nuevo silencio, este más cargado que el anterior. Desde que nos conocemos, han sido muy pocas las veces que entre nosotros una respuesta queda a medias. Jon es de respuesta fácil, unas veces más profunda y otras no tanto, pero su forma de dialogar no filtra tanto porque hay menos recovecos y mejor roce entre lo que es, lo que siente y lo que expresa. A mí, por el contrario, con según qué temas y en según qué momento, la inmediatez se me da peor, sobre todo si el tema es Violeta y la circunstancia es una de nuestras llamadas torcidas. A menudo, todavía ahora, después de colgar necesito un paréntesis de conciencia para volver a reconstruirme. Si la llamada me pilla en casa, me tumbo en el sofá y duermo una pequeña siesta. Quince, veinte minutos, no más. Si todavía es de día, salgo a dar un paseo, casi siempre acompañada de José Luis y Hermione, los dos siameses que hay en casa y que, contra todo pronóstico, son los dos únicos perros-gato de la familia. En casa apenas se los ve, pero en cuanto abro la puerta y salgo, los tengo detrás como dos sabuesos. Andrea decía que eran así porque fue Luna quien los crio. Luna era nuestra perra, la única que tuvimos, una mastina inmensa y bondadosa que no hablaba porque nunca lo necesitó. Quince años estuvo con nosotras. Cuando murió fue tanta la pena que nunca nos vimos capaces de tener otra. Ella se hizo cargo de Hermione y de José Luis cuando los encontramos en la cuneta de la carretera, justo a la salida del pueblo. Estaban en una bolsa de tela, junto con sus hermanos, todos muertos. Andrea y yo los llevamos a casa y los sacamos adelante como pudimos, pero fue Luna quien se encargó de que no les faltara una madre. En cuanto los olió, se puso a lamerlos sin parar y cuando los pobres ya parecían a punto de ahogarse entre tanta baba, Luna los agarró delicadamente entre los dientes, se los llevó a su cama y se tendió encima de ellos, cubriéndolos contra todo lo que no fuera ella. Luego nos miró y soltó un gruñido. Eran suyos y desde entonces siempre lo fueron. La estampa de nuestra gigantona moviéndose por la casa con aquellas dos bolas diminutas sumergidas en su lomo no se me olvidará jamás. Desde entonces tuvimos tres perros: un mastín y otros dos encerrados en sus pequeños cuerpos de siamés. Cuando años más tarde Luna nos dejó, Hermione y José Luis no comieron durante una semana entera. Se instalaron en la cama de su madre a esperarla, negándose a comer y a beber, y cada vez que nos acercábamos a ellos se erizaban y bufaban como dos demonios. En fin, volviendo a lo que contaba: cuando salgo a pasear, ellos dos suelen acompañarme. Caminan en fila detrás de mí, como lo hacían con Luna. De alguna manera, me eligieron a mí como madre adoptiva y desde ese día así seguimos. Son quienes más sufren las resacas de mis conversaciones con Violeta. Solo ellos conocen ese retrato mal dibujado de Edith madre que no comparto con nadie desde que Andrea murió. Paseo, respiro, repaso la conversación mientras camino alrededor del lago y poco a poco recompongo el andamiaje de madre torpe que todavía no he conseguido aposentar con mi hija. El rechazo en pequeñas dosis de Violeta es algo que sigo sin poder perdonarme, aunque sepa explicarlo y llegue a entenderlo. La Edith mujer lo acepta. La Edith madre no puede. No se rinde. Ninguna madre se rinde nunca del todo. No sabemos.

Jon paró el coche delante de casa, pero no apagó el motor ni abrió su puerta. Cuando me volví a mirar, los dos ventanales delanteros de la cocina se habían convertido en una marea de ojos, colas y orejas intentando hacerse un hueco para vernos mejor. Estaban todos, hasta Herodes, que se había atrincherado en una esquina con el morro pegado al cristal. Vi mi sonrisa reflejada en la ventanilla del coche y vi también el perfil de Jon detrás de mí, un busto seco y plano, con la mandíbula apretada. No sé por qué no bajé en ese momento. El motor en marcha, el silencio de Jon... todo era una clara invitación a despedirnos así. Lo no verbal era un mensaje claro, o lo habría sido en cualquier otro momento, pero quien estaba a mi lado era Jon y en cuanto me volví a mirar entendí que el mensaje era otro.

Jon tenía la vista perdida en algún punto indefinido del camino y las manos agarradas al volante. El runrún del motor marcaba un paréntesis que era eso, una espera de algo que estaba por ocurrir y que me mantuvo allí dentro, en el calor del coche, aislados de todo lo que esperaba más allá de los cristales y del metal del jeep. Pasamos así un rato, viendo volar las nubes sobre los restos de barro del parabrisas, hasta que por fin él cerró con fuerza los dedos sobre el volante y dijo:

—Te-e-en... ten-gggo ppenn-na.

Tengo pena.

Lo dijo así, así de tropezado y así de roto, como si la frase hubiera tenido que sortear también las manchas de barro del parabrisas, haciéndolo difícil. Tengo pena. Solo dos palabras. Y aunque el momento no duró, a mí se me hizo eterno. Jon habló, tropezando por esa pequeña cuesta de letras y de silencios hasta llegar al final, y una vez allí descansó, relajando las manos y también la mandíbula. Cuando él calló, yo solté un chorro de aire por la boca. Vacía de aliento, pensé en Andrea y me imaginé diciéndole: «Fíjate, cuánto recorrido pueden tener dos palabras, cuánto aire y cuánta tierra». Todo eso había, todo eso y un esfuerzo titánico por decir.

Ni siquiera parpadeé. El silencio que siguió fue tan hueco que durante unos segundos no respiré. Después, poco a poco, volví a sentir el calor de la calefacción y el sudor en las palmas de las manos. No miré a Jon. Tengo pena: esa era la bengala que él había lanzado contra el cristal y que me había llegado rebotada, tartamuda y casi apagada. La primera vez que oía tartamudear a Jon. De repente, entendí no solo la dimensión de la pena que Jon acababa de confesar, sino que el hecho de que se hubiera mostrado así conmigo era para él una declaración de confianza plena que me emocionó. Ese Jon, el que de repente chocaba contra las palabras, era nuevo, pero era también el más viejo de todos, el del ascensor del bloque, el del padre en la cama.

Jonás.

Jon tenía pena y esa mezcla de dolor y tristeza era tan honda que no había podido él solo con ella y había vuelto a Jonás para compartirla conmigo. Y al hacerlo, al enseñármela así, me la estaba regalando como solo regala un niño a su amiga. Eres mi amiga y mi pena y yo somos tuyos. Ese era el mensaje. Jon me había enseñado su pena, la más honda, que se rompía al hablar. Dejarme verla era dejarme ver ese hueso pequeño y duro que todos conocemos de nuestra historia más frágil. No pregunté. No habría sabido por dónde empezar ni tenía voz con la que hacerlo. Habría llorado por él, le habría abrazado y le habría dicho que su pena confiada era el regalo más hermoso que me habían hecho desde hacía mucho tiempo. Le habría dicho que nunca había tenido un amigo así, solo amigo, solo compartir, solo sinceridad. Y le habría dicho también que no se preocupara, que soy madre y que su Jonás estaría a salvo conmigo. Siempre.

No dijo nada más. Se quedó sentado con los ojos cerrados durante unos segundos, respirando despacio. Luego abrió la puerta y bajó del coche para ayudarme con el equipaje. Después de haberme dejado bien instalada en la cocina, volvió al coche sin despedirse, siguió hasta su casa y no volvimos a vernos durante el resto de la tarde. Tampoco al día siguiente. Se marchó a trabajar temprano y volvió a última hora, y lo mismo ocurrió el resto de la semana. Cruzamos un par de mensajes que él tardó en contestar y una invitación a cenar en casa que rechazó con la excusa de que la había visto demasiado tarde. Entendí que lo de Mer era importante, que la pena era mucho más sólida de lo que yo había supuesto en un principio, y también que me estaba pidiendo tranquilidad. Tardamos una semana en volver a la normalidad.

Nunca hemos vuelto a hablar de lo que pasó en el coche esa tarde y nunca más he vuelto a verlo tartamudear. Pero desde ese día hemos sido otros. Estamos más cerca, somos menos vecinos y mucho más amigos.

 

 

El resto del cava, casi media botella, estaba tan caliente que pasamos al agua. Jon me miraba, esperando mi respuesta a algo que me costó recordar. Algo sobre la pena de Susi, eso había dicho. Lo miré y durante un instante vi que su mirada reconocía en la mía el recuerdo de la escena del coche frente a mi casa y el de su tartamudez y automáticamente se volvió hacia la pantalla del portátil y se concentró en el paisaje de la foto.

—Lo he consultado con Mer —dijo, sin apartar la vista de la pantalla.

No le entendí.

—Le mandé un mail ayer y me ha respondido esta mañana —continuó—. Le parece bien que deje la casa. Total, ella aquí poco tiene que hacer ya. Dice que con lo de las granjas y lo del hotel, vivir en la aldea no tiene ningún sentido.

Se oyeron un par de maullidos seguidos de un bufido. Venían de la despensa. Herodes y Mayra. Luego, tranquilidad.

—Le ha parecido muy bien la idea del santuario —prosiguió—. Solo me pide que te pregunte si podrá alojarse allí conmigo cuando venga a visitarme. —Hizo una pausa y pasó la mano por la pantalla del portátil, llevándose una buena capa de polvo. Los colores del paisaje ganaron luz—. O sea, que si tu oferta sigue en pie, mi respuesta es sí —dijo con una sonrisa—. Será un placer ser su veterinario, señora Edith.

En cuanto Jon dejó de hablar, sentí tantas cosas a la vez que rápidamente se resumieron en una sombra de náusea que no duró. Desde que el sábado, en pleno arrebato de rabia y pánico tras mi conversación con el alcalde y con Amparo, me había planteado la posibilidad del santuario y le había invitado a participar del proyecto, todo se había acelerado tanto que de repente me habría gustado rebobinar en el tiempo para reconsiderar las opciones. En menos de cuarenta y ocho horas había aparecido no un bosque, sino cinco, con sus dos cabañas y sus mil posibilidades, y Jon había decidido dejar la casa y aceptar mi invitación. Ahora solo faltaba que los hijos de Fernando accedieran a alquilarme la propiedad y todas las piezas de mi sueño estarían encima de la mesa, esperando a que les diera un orden y la vida que pedían.

Solo faltaba el valor necesario para transformar el sueño en realidad, pero la alegría y el alivio que sentí en ese momento con su respuesta se nublaron en cuanto aparecieron. Rápidamente surgió el vértigo, una especie de perla de aire comprimido que me estranguló la visión y que quise disimular. Allí estaba, delante de mí, la posibilidad de vivir lo que desde niña había deseado ver real, la gran aventura eternamente pospuesta. Y allí estaba yo, aterrada, volviendo a oír a mis setenta y seis años la voz seca de mamá aleccionándome desde el lavadero mientras tendía la ropa un domingo por la mañana: «Soñar es fácil y sale gratis, hija. Lo duro viene después, cuando hay que dar el callo y sacar los sueños adelante. Y si no, que se lo digan a tu padre, que de eso, de no cumplir, sabe lo suyo».

Dudas. Llovieron todas las dudas de golpe, repartiéndose sobre la mesa como la voz de mamá desde el lavadero. ¿Y si era una locura? ¿«Otra locura de las tuyas, Edith»? ¿Y si el bosque no era más que una fantasía infantil de niña sola? ¿Y si mamá tenía razón y era mejor dejar que los sueños lo fueran hasta el final, no tocarlos para que nos enterraran con ellos y no todo fuera cuerpo? ¿Y si resultaba que yo era como papá y después de todo no valía, o valía para imaginar pero no para hacer? ¿Y si a mi edad ya no? A fin de cuentas, ¿qué sabía yo de santuarios? ¿Quién me creía que era para instalarme así, de la noche a la mañana, en una finca aislada del mundo y dedicarme a rescatar animales no queridos cuando los únicos animales que había salvado de la muerte habían sido once gatos huérfanos y mi pobre Luna? Sobre la mesa, las fichas fueron ordenándose despacio hasta formar una sola frase, muy breve, que se me enquistó en la garganta con sus dos palabras: «Piénsalo bien».

Piénsalo bien.

—Voy a venderle la clínica a Amelia —dijo Jon—. Con lo que me dé por mi parte podré tener un buen cojín para poder ir tirando en el santuario. Al principio, hasta que no arranquemos de verdad, todo van a ser gastos. Tendremos que tirar de ahorros durante un tiempo. Pero, bueno... está claro que esto no nos va a dar de comer.

Sonrió y por primera vez en días lo que vi fue una sonrisa limpia, una luz entera que borró de golpe la frase de la mesa y apagó las voces que seguían circulando entre las paredes de la cocina.

—Claro, Jon —respondí, sintiéndome más ligera.

Y pensé: «A fin de cuentas, ¿qué puede salir mal?». Y fue entonces cuando el mensaje de Violeta volvió a aparecer sobre el fondo negro de la campana extractora como un neón amarillo, devolviéndome a la peor respuesta.

«No puedes, mamá. Sin haberle contado la verdad, ni se te ocurra.»

Violeta de nuevo, siempre alerta desde su ausencia, con sus permisos y sus razones. Conociéndola, sabía que no pararía de recordármelo hasta volverme loca de culpa. O, peor aún, era muy capaz de poner solución a mi silencio por sus propios medios en cuanto tuviera la menor sospecha de que yo no pensaba hacerlo. En eso había salido a su padre: corregir lo que está mal, justicia para preservar lo justo. Andrea siempre decía que Violeta habría sido la fiscal perfecta, porque con los desajustes de los demás era implacable, ciega con los propios. Tenía razón.

«Escucha, Jon. Hay algo que tengo que decirte.» Esa era la frase, o el principio. La había ensayado tantas veces, dándole tantas vueltas e imaginando tantos escenarios posibles, que todo lo imaginable había quedado agotado. Ya no tenía sentido alargarlo más. No podía haber santuario si no había verdad, en eso Violeta llevaba razón.

Miré a Jon, que en ese momento se estaba sirviendo un poco más de tiramisú, y al verlo así, tan relajado y tan bien encajado en su decisión, supe que había llegado el momento. Sentí que la conjunción era esa, que no había más plazos y que tenía que salir bien.

Pero las frases ensayadas, cuando por fin se adaptan a la situación que la suerte reparte, sirven de poco. Ensayar lo importante es garantía de torpeza. Y lo que dije, nerviosa como estaba, fue pura improvisación.

—Jon, una cosa —empecé sin mirarle—. ¿Te acuerdas de que el viernes, cuando estuviste aquí y te di el... lorazepam, habías empezado a escribir una lista de cosas porque no había forma de que te tranquilizaras?

En cuanto lo dije, pensé: «Eres una cobarde y una metepatas, Edith. Felicidades».

Jon me miró, la frente arrugada.

—¿Una lista?

—Sí. En la libreta que te di.

Más arrugas. Más pronunciadas. Se pasó la mano por el cuello. Por fin, después de unos segundos intentando recordar, asintió.

—Ah, es verdad. Un papel —dijo, esforzándose por saber más—. Pero ¿llegué a escribir algo? —Y, antes de que yo contestara, él mismo lo hizo—. Sí, sí, ahora me acuerdo. Lo de mi despido, ¿no?

—Eso es.

Luego silencio. Por un momento, dudé. Quizá lo mejor era ser directa y no prorrogar más la verdad. Pensé en levantarme, acercarme a la mesita del recibidor donde había guardado el papel y enseñárselo. Empezar a partir de lo que ya estaba escrito y seguir desde ahí. Estaba claro que Jon no recordaba que había algo más en la lista, seguramente porque no lo había escrito con la voluntad de enseñármelo, sino simplemente como una pequeña nota mental al margen de todo. Esa era mi llave, pero volví a dudar. En cuanto pusiera el papel delante de Jon y le hiciera la pregunta, no habría marcha atrás. Tendríamos que llegar hasta el final y, de repente, una vez más, tuve miedo. «No tengo ningún derecho a hacerle esto —pensé reculando—. ¿Y si no está preparado? ¿Y si se lo come la pena? ¿Y si...?» La eterna lista de posibilidades torcidas empezó a desplegarse sobre la mesa mientras él esperaba algo, una continuación a mi pregunta que, desestimada por fin la posibilidad de recurrir al papel, yo ya no sabía darle.

—Escucha, Jon, lo que quiero decirte es que no sabemos cómo...

El tintineo de mi móvil marcó una pausa desde la encimera. En cualquier otra circunstancia no le habría hecho ningún caso, pero en ese momento casi corrí a besarlo.

Violeta. Me extrañó que no fuera un mensaje de voz. Violeta odia escribir en el móvil cuando se trata de su vida privada. «Ya escribo todo el día en el trabajo, mamá. Como sigamos así, nos vamos a quedar todos sin huellas dactilares», dice.

Supuse que sería algo relacionado con algún encargo. Papeleo, un envío, una dirección... esas cosas que necesitan verse escritas para evitar errores.

Me equivoqué.

Leí el mensaje y cuando terminé busqué con la vista la veleta que asomaba desde el marco de la ventana situada justo encima de Jon. Respiré.

Violeta y su sincronía. Tan típico de ella aparecer así... Eso decía también Andrea cuando le tocaba vivir conmigo la resaca de los incontables berrinches de Violeta durante nuestros años juntas: «Edith, las hijas no dejan nunca de estar, aunque no estén».

El mensaje era breve.

Mamá, no hace falta que empieces a buscar. He encontrado tu bosque. Te va a encantar, ya verás. ¿Hablamos esta noche?

Ni siquiera respondí. Dejé el móvil en la encimera, me acerqué a la puerta y descolgué el anorak. José Luis y Hermione aparecieron de la nada mientras me volvía a mirar a Jon.

—¿Te parece si salimos a dar un paseo por el lago?