El día que cumplí setenta y cuatro años caí en la cuenta, gracias a una de esas casualidades que suelen no serlo, de que Jon y Mer no eran exactamente quienes hasta entonces había creído que eran.
Debían de llevar unos diez meses instalados en la antigua escuela y, a pesar de que no había otros habitantes en la aldea, nuestra relación hasta entonces había sido más bien escasa. Por varias razones: hacía dos años que Andrea había muerto y yo seguía inmersa en mi duelo personal, sin ganas de ver a nadie e intentando sacar cabeza como podía. Ellos, por su parte, tampoco parecían demasiado interesados en conocerme, probablemente porque, entre otras cosas, debían de pensar que quien ocupaba la antigua rectoría era una vieja grulla con la casa llena de gatos que se paseaba por ahí de noche recogiendo hierbas, mal teñida, descuidada como una alimaña y que fumaba cigarros que olían a marihuana.
También se me ocurrió que quizá alguien del pueblo, incluso hasta el mismo dueño de la escuela, los había puesto al corriente de lo mío con Andrea y no les apetecía relacionarse con alguien como yo. A saber.
En fin, que Mer y Jon no habían llegado en un buen momento y, sinceramente, tampoco me pareció que tuvieran voluntad de intimar. Nos saludábamos si coincidíamos en el camino e intercambiábamos algún comentario sobre el tiempo, cosas de esas de vecinos que pesan nada e importan menos. La primera impresión que me llevé de ellos fue mala, y lo fue porque venía fraguándose desde varios meses antes de nuestro primer encuentro real. Me explico: en cuanto vi que empezaban las obras en la escuela sufrí una crisis de espanto que me costó superar y que la pobre Violeta, ejerciendo de hija sacrificada en la distancia, tuvo que ayudar a calmar a base de videollamada diaria durante un par de semanas, hasta que se aseguró de que mi ansiedad recuperaba sus parámetros normales. La noticia de que me iba a tocar compartir la tranquilidad de la aldea con otros seres humanos me pareció un castigo y sobre todo una injusticia. En cuanto me enteré de que iba a tener compañía, mi imaginación, cómo no, empezó a barajar posibles monstruos y, por supuesto, eligió la peor opción.
—Seguro que me toca una pareja joven que trabaja en casa con sus ordenadores modernos, llevan puestos los auriculares blancos esos sin cable y dejan a los niños sueltos todo el día por ahí, gritando como salvajes, fumando porros y persiguiendo a los gatos porque se aburren sin los videojuegos y sin los amiguitos del colegio —fue lo primero que le gruñí a Violeta durante una de nuestras videoconferencias, pocas semanas antes de que los nuevos inquilinos estrenaran casa.
Estaba al borde de la desesperación. En cuanto hablé y vi la mirada de Violeta, supe que no estábamos del mismo humor.
Violeta torció el gesto y al instante se dibujó la mueca que aparece cuando lo que no dice es «ya empezamos».
—Mamá, no seas dramática.
No la escuché. Llevaba tanto tiempo con aquello dentro que necesitaba quitármelo de encima.
—Y verás como además son de los que organizan barbacoas con parejas de amigos que también trabajan en casa y que tienen niños rubios, porque no sé cómo lo hacen, pero todos estos tienen niños rubios y esto no es Finlandia que digamos, y al final les da por instalar una de esas piscinas de plástico de Carrefour que no vacían en otoño y se les llena de porquería. Y cuando en verano se vayan de fin de semana tendré aquí a diez adolescentes borrachos y drogados bailando reguetón a todo volumen y me tocará llamar a la policía y se armará la que yo te cuente. Resultado: mis vecinos modernos me odiarán y empezará la guerra, y seguro que me denuncian por los gatos o algo —seguí llorándole a Violeta, incapaz de controlarme.
—No digas burradas, mamá —me cortó—. No tienes ni idea de quiénes son, así que no empieces. Llevas no sé cuánto tiempo martirizándote con lo mismo. ¿Y si resulta que terminan siendo una pareja maravillosa con la que te llevas de fábula y te has pasado todos estos meses sufriendo en balde?
«Dios mío —recuerdo que pensé—. Qué poco mundo tiene esta niña.»
—Violeta, estoy vieja —me revolví—, pero no gagá. La gente maravillosa no viene a parar a un sitio como este. Y te diré más: si no es una pareja de pijos de esos con ordenadores caros, son proscritos que vienen a plantar marihuana. Este año hay una plaga en los pueblos abandonados de por aquí. Es por los narcos. Están en todas partes.
—¿Proscritos? —Arqueó una ceja—. Mamá, aunque vivas en una aldea en ruinas, el lenguaje evoluciona. Proscritos es siglo diecinueve, por favor.
—Ni mamá ni por favor, Violeta. Eso que tú dices, lo de los vecinos ideales que se presentan en la puerta de tu casa con una tarta de zanahorias vegana para fumar la pipa de la paz solo pasa en las películas de los domingos en las que siempre hay un lago y casas con flores en las ventanas, bueno, y en Noruega, claro, porque allí sois muy civilizados y porque como os sobra hielo y os falta luz, así cualquiera. Pero este es el país que es y aquí «vecino» son malas noticias. Desde luego, hija, qué poca memoria tienes.
De hecho, y aunque me costó reconocerlo, porque con ella me cuesta, resultó que Violeta llevaba razón. Quienes llegaron fueron una pareja que debían de rondar los cincuenta, sin hijos. Lo poco que yo había podido averiguar por boca de Amparo, la cartera, fue que él tenía una clínica veterinaria en la ciudad y una moto de esas grandes con muchos tubos de escape. Lo de veterinario me gustó, la verdad. Ella era bióloga, o algo así. Al parecer, durante parte del año daba clase en la universidad y luego viajaba todo el tiempo, porque andaba metida en proyectos de estudio de reptiles y de pingüinos y bichos varios. Lo de los viajes también me tranquilizó. De todas formas, durante las primeras semanas me mantuve en guardia, a la espera de que llegaran hijos o algún nieto, pero como no apareció nadie, poco a poco fui relajándome, aunque no tanto como para intentar hacer migas con ellos. Lo que quiero decir es que finalmente dejé de maldecir mi mala suerte por haberme traído esa compañía indeseable, cuando de lo que se trataba era de aprender a estar sola, o mejor, a estar sin Andrea y que nadie me interrumpiera. No quería testigos de mi duelo, me bastaba con los gatos y con las llamadas intermitentes de Violeta, que, todo sea dicho, ayudaba poco y menos, aunque eso es algo con lo que mi parte de madre ya contaba.
Di por hecho que estaban casados. No había más que verlos.
—La típica pareja que funciona como las luces esas que se encienden de noche en los jardines cuando pasas: uno piensa una cosa y, clic, el otro ya la tiene hecha. Tú pipí, yo caca; tú elfo, yo elfa... Ya me entiendes. Solo les falta vestirse igual, como esos matrimonios de alemanes que se van de vacaciones a hacer trekking a las Azores y pasan antes por la tienda de deportes y salen vestidos igualitos: las mismas botas, los mismos pantalones, el mismo chubasquero rojo y el mismo corte de pelo. Entran siendo pareja y salen convertidos en hermanas gemelas. O en los Roper.
Mirada asesina.
—No sé quiénes son los Roper.
—Hija...
—¿Sabes lo que te pasa, mamá?
—Claro, Violeta. Lo que me pasa es que este par de...
—No, mamá. Lo que te pasa es que llevas demasiado tiempo sola, encerrada en esa casa con todos esos gatos, lamiéndote las heridas. Lo que te pasa es que a lo mejor te da miedo que si llega alguien tengas que ducharte y quitarte el pijama para subir a los contenedores a llevar la basura —soltó de corrido—. Se llama civilización, mamá. Y eso cuesta.
Mis gatos. Me tocan a los gatos y la cosa se pone fea. Y ella lo sabe. Sentí fuego en la lengua.
—Ah, claro —respondí, suavizando el tono e intentando no caer en una de esas minas que Violeta sabe poner tan a tiempo conmigo—. Gracias por recordarme lo que es la civilización, hija. Viniendo de ti, es oro. Lo tendré en cuenta.
—No hace falta que seas cínica conmigo, mamá.
—Violeta...
—Es que no soporto que hables así de la gente.
—¿Así?, ¿cómo?
—Con ese desprecio. Siempre igual. Tú siempre por encima de los demás, de la gente que hace cosas normales.
Me había pillado en falso y debió de verlo en mi mirada, porque aprovechó el tirón.
—¿Qué tienen de malo las parejas que hacen cosas juntos? —saltó—. ¿Qué pasa, a ver? Cada uno es libre de hacer con su vida lo que quiera, y si alguien quiere casarse y tener hijos y vivir en el campo y llevar una vida normal sin molestar a nadie y envejecer tranquilamente con su pareja, disfrutando de la familia, no entiendo por qué te molesta tanto.
Caí en la trampa. El discurso del disfrute divino de las cosas pequeñas y de la eterna loa a la familia «normal» que Violeta saca a pasear cada vez que bajo la guardia es su forma de recordarme que no es de ahí de donde ella viene y que la culpable de eso soy yo, por haberle dado una adolescencia con doble madre y una mudanza al campo en una edad complicada que para ella fue la peor traición. Normal.Violeta tiene esa palabra tatuada en la frente para que el mundo la lea antes incluso de conocerla porque su currículum es, a sus ojos, todo menos eso.
De repente, caí.
—Violeta.
—¿Qué?
—¿Has conocido a alguien?
Ojos en blanco. Capté el mensaje y antes de tener que oírla intenté como pude devolvernos al tema que nos había llevado al borde del precipicio.
—A ver, cielo —reinicié con voz de madre—. A mí no me molestan las familias unidas. Lo que me molesta es tenerlas de vecinos. Además, estábamos hablando de ellos, de los vecinos.
Sí. De ellos y de lo que habían resultado no ser.
Ella, Mer, era la más expansiva de los dos: alta, morena, «de hueso grande», como diría mi madre. Él, más bajo y robusto, el pelo muy corto y una de esas barbas de anuncio de falsa barbería antigua que ahora están por todas partes. De hecho, eran una pareja bastante peculiar, y cuando digo peculiar me refiero a un tipo de peculiaridad que en cualquier otro momento de mi vida me habría parecido curioso e incluso atractivo, pero no entonces. En esos primeros meses lo único que de verdad me preocupaba era controlar hasta qué punto serían ruidosos o incómodos y en qué medida su llegada iba a invadir los límites de mi intimidad.
¿Cómo iba a imaginar, casi un año después de tenerlos viviendo a menos de doscientos metros de casa, que la verdad había estado ahí, delante de mis narices, durante todo ese tiempo y que de no haber sido por un simple comentario a deshora quién sabe cuánto tiempo más habría tardado en descubrirla?
«No sabemos nada de nuestros vecinos —decía siempre Andrea—. Y quizá sea mejor así. Normalmente, son peores de lo que imaginamos.» Tenía razón. De hecho, esa fue una de las razones por las que nos vinimos al campo. Mejor no tenerlos que no conocerlos.
Fue un domingo. Yo acababa de salir a la puerta de casa para sacudir una de las mantas del sofá cuando oí encenderse el motor de la moto de Jon. Al cabo de nada, los vi acercarse por el camino. Como siempre, ella iba sentada detrás, todavía con el casco colgando del brazo. Pensé que pasarían despacio y saludarían sin más, pero no fue así. Cuando llegaron a mi altura, Jon detuvo la moto. Al parecer Mer había olvidado recogerse el pelo antes de ponerse el casco y decidió hacerlo justo en ese momento. Nos saludamos. Estaban contentos. Se iban de excursión al hayedo que está al otro lado de la mina abandonada. «A pasar el día», dijeron. De pícnic.
Nos quedamos en silencio los tres, esperando a que Mer terminara de hacerse la cola y se pusiera los clips en el pelo. Jon había apagado el motor y la paz que de pronto nos envolvió fue total. Por un momento, sentí el calor del sol en la cara y una ráfaga de brisa templada de principios de junio que bajaba del lago y, no sé por qué, me invadió una especie de alivio que no recordaba haber sentido en meses. Fue solo un fogonazo, pero bastó para que aquel silencio casi físico que flotaba entre los tres me violentara hasta el punto de querer romperlo con algo que lo suavizara.
Dije lo primero que se me ocurrió.
—Qué día tan fantástico. —Jon me miró. Mer ni siquiera eso—. Seguro que alguien ahí arriba me lo ha regalado por mi cumpleaños —añadí.
Mer se quedó con el clip en el aire y sonrió.
—¡Vaya! ¿Es su cumpleaños? Felicidades —dijo. Y, enseguida, volviéndose hacia Jon—: Qué curioso. El 18, igual que papá.
No entendí bien el comentario. La reacción de Jon aclaró la duda.
—Papá cumplía el 17, Mer.
Papá.
El cruce de datos me pilló tan de improviso que tuve que hacer un alto para procesar lo que acababa de oír y ver, mientras ellos seguían intentando ponerse de acuerdo sobre la fecha.
—Cuando dicen «papá», ¿se refieren al mismo? —no pude evitar preguntar—. Quiero decir, ¿al de los dos? ¿O es que uno llama papá al suegro del otro? Ya saben, como esas parejas que se llaman el uno al otro «papá» y «mamá»...
Mer soltó una carcajada y Jon se rio también.
—Hasta donde yo sé, tuvimos el mismo —respondió ella, abrazándose a Jon por detrás. Luego terminó de colocarse la cola y se dispuso a ponerse el casco.
—Entonces, son... ¿hermanos?
De nuevo la risa. Mer estaba encantada con mi reacción. Me miraba como si acabara de descubrir que su vecina, además de poco sociable, era de combustión lenta.
—Yo soy la mayor —dijo—. Nos llevamos poco más de nueve meses.
Un cuarto de hora más tarde le contaba la escena a Violeta, que me miraba desde la pantalla del móvil con esa sonrisa típica de hija paciente con madre excéntrica que, en nuestro caso, no suele augurar una conversación con buen final.
—Es que la gente es muy rara —concluí cuando terminé de contar—. En general, quiero decir. —Violeta había llamado para felicitarme por mi cumpleaños y me había encontrado totalmente impactada por mi descubrimiento—. ¡Son hermanos, Violeta! ¿Cómo es posible que no me lo hayan dicho hasta ahora?
Ojos en blanco.
—¿A lo mejor porque a la gente le da miedo acercarse a una vecina que va por ahí con un pijama de los Aristogatos y los mira por la ventana como si llevara una granada de mano en el bolsillo de la bata?
—No seas exagerada. Además, no es cierto que no hayamos hablado nunca. Algo de relación sí que hay, sobre todo con ella. Él... bueno, él es otra cosa. Todavía espero oírle dos frases seguidas. Me da que es un poco... así, el pobre.
—Bueno, vale —me cortó—. Son hermanos. ¿Y qué? ¿Cuál es el drama?
Violeta me hablaba desde un lugar muy luminoso. La envolvía una luz cambiante, interrumpida por el paso constante de sombras fugaces. De vez en cuando, se oía una voz de fondo, siempre la misma.
—¿Dónde estás, hija, con todo ese ruido?
—En el aeropuerto.
—¿Vas o vuelves?
—Voy.
—¿Vienes?
Se rio. Esa es una de nuestras bromas y ese un terreno en el que nos manejamos bien. Yo, la madre culpógena y ella la hija que recibe bien el reproche de su madre porque eso es lo que espera de mí. Madre manda mensaje a hija: «Te echo de menos. Stop», e hija manda mensaje a madre: «Nos queremos así, echándonos de menos. Otras opciones no disponibles. Stop». A pesar de que viaja sin parar, Violeta no viene a verme casi nunca y yo aprovecho para recordárselo siempre que puedo. Pullas de madre. No funcionan, pero yo insisto. A veces me pregunto si en realidad insisto con tanta facilidad porque sé que la respuesta es no. Es feo, pero es así.
—Mamá...
—Ya, bueno. ¿Y adónde vas, si puede saberse?
—Vuelo primero a Buenos Aires para ver a unos amigos y después sigo al sur de Chile —dijo. Como no pregunté nada, ella se sintió en la obligación de justificarse. Esa parte, la de madre que sabe conseguir las justificaciones cuando toca, la manejo bien, supongo que porque tuve en mamá una buena maestra—. Hemos cerrado un acuerdo con el Gobierno chileno para la cesión de unos terrenos en el sur, cerca de Punta Arenas.
—Ah, esa zona es preciosa —salté—. Te va a encantar. Y Tierra de Fuego es una maravilla. Andrea y yo viajamos allí en...
—Mamá, conozco esa zona —me cortó—. Estuve allí hace un par de años, ¿te acuerdas?
—Claro —mentí—. Qué tonta, hija. ¿Y para qué son los terrenos?
—Salmoneras, mamá, ¿para qué van a ser? —replicó cortante—. Y no son terrenos, es costa.
Me puse tensa. Como tantas otras cosas entre Violeta y yo, las salmoneras y todo lo que tiene relación con su trabajo es territorio comanche. Ella no me cuenta y yo se lo agradezco, porque no siempre consigo disimular. Enseguida me vino a la cabeza la última discusión que habíamos tenido a causa de una de esas «transacciones» que ella me había contado y que tenía que ver con la compra de agua en Chile y me acordé de lo que Andrea comentaba siempre sobre los países nórdicos y su fama de sostenibles. «Hacen fuera todo lo que no hacen dentro. Demonios sin escrúpulos, eso son.» Violeta era, sin ir más lejos, la prueba viva de que Andrea no se equivocaba.
El recuerdo de esa última discusión prefiero no rescatarlo ahora, porque había derivado a otros planos mucho más incómodos que nos habían llevado a un precipicio demasiado peligroso. No lo hice tampoco en ese momento de la conversación, con Violeta mirándome desde la pantalla. ¿Qué acababa de decirme? Ah, sí: que los terrenos del sur de Chile eran costa.
—No sabes cuánto me alegro, cariño.
—¿En serio?
—Bueno, me alegraría más si te dejaras de tanto salmón noruego y encontraras unos días para venir a verme, pero...
—Mamá, tengo que dejarte —me interrumpió—. Voy a embarcar.
—¿Ya?
—Pórtate bien, ¿vale?
—Sí, hija. Tú también. Y cuidado con los argentinos. Ni se te ocurra hablar con ninguno. Son como Kaa, la serpiente horrenda de El libro de la selva. En cuanto los miras más de quince segundos terminas trabajando en el guardarropa de una tanguería.
Sonrió y luego meneó la cabeza con esa expresión de «qué pesada eres, mamá, y qué paciencia tengo contigo» que le conozco bien.
—Bueno, mamá. Te dejo —dijo con voz de fastidio—. Hablamos en unos días, ¿vale?
—Claro, hija. Cuídate mucho. Y gracias por llamar.
—Un beso. Y feliz cumpleaños.
En cuanto Violeta desapareció de la pantalla dejé el teléfono encima de la mesa y me tomé unos segundos de respiro. A mi lado, Herodes, con sus rayas naranjas y blancas, me miraba con cara de estar poco presente.
—No aprenderé nunca, ¿verdad? —le dije.
Él bostezó un par de veces y empezó a lamerse la pata. Estuve unos segundos mirándolo y después me levanté, abrí la nevera y saqué la tarta que había preparado esa mañana para celebrar mi cumpleaños, con la intención de apagar las velas cuando hablara con Violeta y compartir ese momento con ella. La dejé encima de la mesa y mientras colocaba sobre el chocolate el siete y el tres que ya tenía preparados, me invadió una tristeza tan repentina y afilada que tuve que sentarme porque de pronto sentí que el aire me ardía en la garganta. Enseguida la imagen de Andrea preparando la tarta del último cumpleaños que habíamos celebrado juntas se dibujó sobre la mesa y la brasa del duelo se avivó al instante. Allí sentada, la eché tanto de menos que me di pena porque me vi desde arriba, sola en la cocina, con Herodes a mi lado, el teléfono apagado y la estela todavía sonora de la voz de Violeta con su doble registro: el de la hija que me quiere cuando está lejos porque la distancia la ayuda a echar de menos a la madre que imagina y el de la hija que sigue culpándome por no ser la madre que le habría gustado tener. Ahí navegamos Violeta y yo, en ese mar tan muerto, intentando sacar cabeza desde hace años: la madre que no se perdona por no haber sabido hacerlo mejor y la hija que no se perdona por no saber perdonar.
Qué difícil ser madre y qué difícil ser hija, sobre todo cuando la madre hace años que dejó de ser hija y la hija no ha querido ser madre ni va a serlo ya. Y qué difícil que nos haya tocado compartir este querernos a pesar de, y que nuestro «a pesar de» particular nos pese tanto a las dos.
Una ráfaga de viento hizo tintinear el cristal contra el marco de la ventana. Pensé en el viento y pensé en soplar. La tarta seguía intacta encima de la mesa, con su siete y su tres de cera roja sobre el negro del chocolate. Herodes dormía a mi lado y un hilillo de baba se le escapaba de la boca entreabierta. Volvió el tintineo desde el cristal.
El viento. Las velas.
Cogí el mechero de la cocina y las encendí.
Pensé en Violeta.
Pedí un deseo.
—Feliz cumpleaños, Edith —susurré antes de soplar.
Luego me eché a llorar.