VII

 

 

 

 

El 16 de agosto de 1948 dejó para siempre el Instituto de Loreto. Teresa tenía 38 años y cinco rupias en el bolsillo.

No tenía equipaje, no poseía nada, solamente los vestidos que estaba usando, un sari de modesta calidad como los que llevan las mujeres más pobres de Bengala.

Como primera cosa decidió partir hacia la ciudad de Patna, distante de Calcuta a un día en tren, para poder asistir a un curso intensivo de enfermería con las Medical Sisters.

Restó allí por tres meses, aprendiendo velozmente los primeros fundamentos de medicina que le podrían servir en su trabajo con los pobres. Desde allí escribió a su padre espiritual Celeste Van Exem: «Ahora me siento preparada para comenzar mi trabajo con los pobres, he aprendido a distinguir las medicinas y poner inyecciones».

El 8 de diciembre de 1948 regresó a Calcuta, metiéndose de inmediato a la búsqueda de los slum más miserables. Encontró un alojamiento provisorio en la St. Joseph’s Home, un refugio para ancianos indigentes dirigido por las Pequeñas Hermanas de los Pobres, una congregación fundada por la monja francesa Jeanne Jugan.

El 21 de diciembre se dirigió a Motijhil, uno de los slum más fétidos de Calcuta, al que - cuando ella vivía en Entally – un muro alto y un lindo jardín de magnolias lo habían mantenido separado de la quietud de su convento. Ahora, en cambio, se le presentaba en toda su desolada miseria: niños desnudos y sucios, jóvenes macilentos, viejos que estaban por morir, gente hambrienta, vestida con algunos harapos. Por todos lados, tugurios y calles llenas de fango, y ese aire de Calcuta, fétido, gris, similar a plomo fundido, que casi te corta el respiro en la garganta.

Teresa pasaba de una barraca a otra con agua y jabón: lavaba a los niños, a los viejos llenos de heridas, a las mujeres enfermas. Caminaba pidiendo comida y medicinas, mendigando para curar y alimentar a sus pobres.

Después de solamente tres días abrió una escuela, al abierto, bajo un árbol.

«Como pizarra», contaba, «teníamos la tierra polvorosa en la que yo diseñaba las letras con un palito. Limpiaba a los niños que siempre estaban sucios. Muchos de ellos fueron lavados por la primera vez en su vida. Al inicio solamente eran cinco, luego el número creció. Los que venían regularmente recibían un jabón como premio por su constancia».

Luego de la “escuela” comenzaba a caminar sin descanso por las calles de la ciudad, literalmente asaltada por una turba de mendigos hambrientos. Los vestidos se le pegaban por el sudor, todo era sucio, el calor era sofocante. A los lados, en las aceras, habían personas tiradas que no se sabía si estaban muertas o si aún eran vivas.

«Un día, mientras estaba en los barrios pobres de Calcuta y estaba regresando a mi cuarto», recordaba, «he visto una mujer que estaba echada en el piso. Era muy débil, delgadísima, se veía que estaba muy enferma y el olor de su cuerpo era tan fuerte que casi me hace vomitar, incluso si sólo estaba pasando cerca de ella. He continuado a avanzar y he visto grandes ratones que mordían su cuerpo sin esperanza, y me he dicho: esta es la peor cosa que has visto en toda tu vida.

Todo lo que deseaba en ese momento, era irme lo más rápido posible y olvidar todo lo que había visto y no recordarlo nunca más. Y he iniciado a correr, como si correr me pudiera ayudar con ese deseo de escapar que me llenaba con tanta fuerza. Pero antes de haber alcanzado la esquina sucesiva de la calle, una luz interior me ha detenido.

Y me quedé allí, en medio de la calle en ese barrio pobre de Calcuta, que ahora conozco muy bien, y he visto que aquella no era la única mujer que estaba tendida en la calle, que estaba siendo comida por los ratones. He visto también a Cristo tendido y sufriendo en aquella calle.

He girado y he regresado hacia esa mujer, he botado a los ratones, la he alzado y la he llevado al hospital más cercano.

Pero no querían aceptarla y nos han dicho que debíamos irnos. Hemos buscado otros hospital, con el mismo resultado, y otro más, hasta que hemos encontrado una habitación privada para ella y yo misma la he curado.

Desde ese día mi vida ha cambiado.

Desde ese día mi proyecto ha sido claro: habría tenido que vivir para y con el más pobre de los pobres en esta tierra, en donde lo encontrara».

 

Cada día la frágil monja con el sari blanco recorría las calles de Calcuta y su cuerpo estaba completamente adolorido por el cansancio y el esfuerzo.

Cuando se sentía extenuada por el cansancio pensaba en el convento de Loreto, en la vida fácil de antes, en la seguridad que tenía. Pero no regresó en sus pasos. Su sí a los pobres era definitivo, «porque los pobres son el medio por el cual exprimimos a Dios nuestro amor».

En su interior estaba tranquila porque sabía que estaba cumpliendo la voluntad de Jesús, pero seguramente no siempre debía ser tan fácil para ella andar adelante, una sensación de punzante soledad le atenazaba el corazón.

«Dejar Loreto», confesó después de muchos años «ha sido el sacrificio más grande que he realizado, la cosa más difícil que he hecho».

Una vez, veinte años atrás cuando aún era una adolescente, ya había abandonado a su familia y su país, para ir a una tierra lejana. Ahora sentía que Dios la llamaba para cumplir un sacrificio más grande, a una renuncia completa y total.

«En esos días difíciles y dramáticos, estaba segura que esa era obra de Dios y no mía. Sabía que el mundo se habría beneficiado».

Su fe en esos momentos asemejaba a la de Abraham. Era oscura, tenaz, y sin compromisos.

«Por fe», se lee, «Abraham, que había sido llamado por Dios, obedeció partiendo hacia un lugar que debía recibir en herencia, y partió sin saber hacia donde debía andar» (Carta a los hebreos, 11, 8).

Teresa también había dejado todo, había firmado de alguna forma un cheque en blanco con Dios, pero su decisión de ayudar a los últimos era radical porque los últimos, como ella había podido entender, son los primeros en el corazón de Dios.

Pero cada día debía darse cuenta que había tomado la vía más difícil, realmente muy difícil de recorrer.

Ella, que había decidido de vivir como los pobres, de comer como los pobres y de vestir como los pobres, debía experimentar en su propia piel la misma angustiosa desnudez y el mismo abandono de los pobres cuando, entre mil dudas y tentaciones, inició una búsqueda desesperada de un alojamiento.

Cuenta: «Era necesario un techo para poder acoger a los abandonados. Me metí en movimiento para buscarlo. Camine, camine ininterrumpidamente, hasta quedar sin fuerzas. Entonces comprendí mejor hasta qué punto de agotamiento deben llegar los que son realmente pobres, siempre buscando un poco de comida, de medicinas, de todo. El recuerdo de la tranquilidad material de la que disfrutaba en el Convento se me presentó en ese momento como una tentación.

Y oré así: “Dios mío, por libre elección y por amor hacia Ti, deseo estar aquí y hacer lo que Tu voluntad me exige. No, no regresaré. Mi comunidad son los pobres. Su seguridad es la mía. Su salud es mi salud. Mi casa es la casa de los pobres: no de los pobres, sino de aquellos que entre los pobres son los más pobres. De aquellos a los que la gente trata de no acercarse por miedo del contagio o de la suciedad, porque están cubiertos de microbios y de insectos. De aquellos que no van a rezar, porque no pueden salir de casa desnudos. Que no comen porque no tienen ni siquiera la fuerza para comer. Que caen en medio de la calle, sabiendo que están por morir y al lado de los cuales los vivos pasan sin prestarles atención. De aquellos que ya no lloran, porque no tienen más lágrimas. De los intocables”».

 

Desde el inicio, Teresa decidió que compartir la vida de los pobres dependería completamente, para todas las necesidades, de la Divina Providencia.

Y el Señor repagó ampliamente su confianza.

Como ella ha contado tantas veces, rememorando sus difíciles inicios, sucedió que en esos primeros días de su obra, cuando aún nadie la conocía, encontró por la calle a un sacerdote que le pidió una donación para una publicación católica.

La Madre Teresa ya había gastado cuatro rupias para los pobres, le quedaba solamente una para ella, para poder continuar por algunos días.

¿Qué hacer?

Luego de un momento de titubeo dio al sacerdote la única moneda que le quedaba. Ahora, reflexionó ella dirigiéndose a Dios en su corazón, no tengo nada, tendrás que pensar tú en mí.

La Providencia no se hizo esperar.

En la noche la vino a buscar a su barraca el primer benefactor y le dio un sobre diciéndole: «Aquí tiene, es para sus obras».

Ella miró dentro del sobre: habían cincuenta rupias.

«En ese momento», recordaba la Madre Teresa, «tuve la viva sensación que Dios había iniciado a bendecir la obra y que no me habría abandonado nunca».

 

El 2 de febrero de 1949 un funcionario de la administración pública, Michael Gomez, puso a su disposición un local en el último piso de su casa, en Creek Lane número 14.

Allí, el 19 de marzo Sor Teresa llegó en compañía de la primera co-hermana, Subashini Das, una muchacha de una familia acomodada, su ex-alumna del internado de Entally.

«Madre, he venido para quedarme con usted», le dijo la muchacha.

«Será una vida dura, piénsalo bien», le respondió la Madre Teresa. «Reza antes de tomar una decisión».

Pero la muchacha ya había decidido en su corazón. Quitándose su sari elegante, vistió los nuevos vestidos baratos y tomó el nombre de Agnes, el nombre de bautizo de la religiosa albanesa.

La segunda que llegó, un mes después, fue Sor Gertrude, a la que se unieron, en el mismo año, Sor Trinita y Sor Dorothy.

Todas eran muy jóvenes, de apenas veinte años, todas ex alumnas de Entally que habían visto la vida de oración y de servicio a los pobres conducida por su amada maestra y a la que querían seguir en la misma vía.

La guerra civil había terminado y en Calcuta la pobreza aumentó, habían muchísimos prófugos, refugiados, moribundos.

Las muchachas, que son de la India, pero de las “zonas altas”, no habían visto antes de ese momento con sus ojos tanta miseria. Pero a través de la Madre Teresa, descubrieron en la cruz de Cristo otra llave de lectura de sus vidas y no desearon regresar sobre sus pasos, a la protección y bienestar de sus familias.

Cada día las hermanas iban a la bidonville, con la sonrisa en los labios y tanta gloria en el corazón, para encontrarse con Cristo y servirlo a través de los dolorosos semblantes de los más pobres.

Son años difíciles, humanamente hablando, para la nueva comunidad. Los años de la fe pura, heroica. Sin ningún punto de apoyo, solamente el abandono a Dios y una ilimitada confianza en su Providencia.

Empezaron a funcionar los primeros dispensarios, las monjas alquilaron una habitación en Motijhil para llevar a los moribundos recogidos cada día en las calles de Calcuta.

El primer apartamento de Creek Lane se convirtió en un cenáculo de fe y de amor, en el cual Teresa y las demás vivían en un clima de gloriosa pobreza, como «un solo corazón y una sola alma» (At 4,32), una vida llena de oración y de un ferviente servicio a los más pobres de los pobres.

Poco a poco la obra naciente se conviertió en la obra de Dios, porque «la señal de que Dios nos quiere y nos sostiene es la vocación», decía Sor Teresa.

En noviembre de 1949 escribía así en la casa: «Ahora somos cinco. Recen mucho para que nuestra comunidad crezca en santidad y número, si esta es la voluntad de Dios».

 

 

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Agradecimiento por la sonrisa

 

 

Señor glorioso,

que has traído tanta alegría

en mi vida,

te agradezco con una sonrisa

cuando veo la riqueza

de tus bendiciones.

Mis ojos sonríen

cuando veo

dar de comer

a los niños

que sufren por el hambre.

Y se abre en una sonrisa

mi boca

cuando veo la gente

responder

a tu llamado.

Oh Señor,

abre mi boca

y llénala de sonrisas.

Y nosotros conoceremos

tu verdadera esencia

y reiremos cantando

tus alabanzas.

Gracias por esta fantástica

sonrisa llena de alegría,

Señor.

Amén.