El nombre de Woody Allen está unido de forma inseparable al psicoanálisis. Desde muy joven comenzó a asistir a psicoterapia, y ha seguido haciéndolo de forma intermitente a lo largo de toda su vida. No resulta extraño en alguien con una visión tan angustiosa de la existencia y de la fugacidad del tiempo. Tratar de encontrar respuestas a los problemas que te causan desasosiego existencial es lo que busca cualquier cliente de un psicoanalista.
La literatura psiquiátrica ofrece un abanico amplio de teorías que pretenden dar respuesta a los problemas de los pacientes. Allen ha leído mucho a Freud, y casi todos sus terapeutas han sido de la escuela freudiana. Ha tenido varios en estos años (antes de cumplir los cuarenta ya se había tratado con tres psicoanalistas diferentes), aunque su relación con esta ciencia ha sido siempre ambivalente: a veces le parece muy útil y otras no tanto.
Pero ciertamente hubo un tiempo, sobre todo en su juventud, en el que acudía con frecuencia a terapia. Cuentan que cuando estaba rodando Bananas, cuyos exteriores se localizaron en Puerto Rico, aprovechaba las pausas del rodaje para buscar un teléfono y despachar con su psicoanalista de entonces.
Este interés personal por la psiquiatría lo ha trasladado al cine en innumerables ocasiones. Muchos de sus personajes, neuróticos y atormentados, son clientes habituales del psicoanálisis. Ya desde su primera película (Toma el dinero y corre) aparece el diván a través de la entrevista que realizan a un psicoanalista para que valore los comportamientos del protagonista, Virgil Starkwell, que interpreta el propio Allen.
Pero quizás sea en Annie Hall, la película que le lanzó a la fama internacional, donde de modo más evidente resalta la importancia que concede al psicoanálisis. En ella los dos protagonistas —el propio Allen y Diane Keaton— visitan por separado a sus respectivos psicoanalistas. La escena es memorable, no sólo por la brillantez de los diálogos, sino por el modo de rodarla. El director rompe la pantalla y la divide en dos espacios donde aparecen simultáneamente las reflexiones de los personajes. Para rodarla utilizó una técnica tan simple como revolucionaria. Mandó construir un decorado con una pared de por medio y en él situó a los actores, uno a cada lado. La cámara abarcaba todo el espacio, de modo que en una sola toma se hacía la escena completa, dándole además un toque mucho más teatral. Cuando los personajes hablaban simultáneamente lo estaban haciendo en realidad, en vivo; no fue necesario filmarlos por separado y juntarlos después en la sala de montaje.
Delitos y faltas es una de sus películas más existencialistas, en la que se habla de la muerte y de nuestra posición ante los grandes problemas de la vida. Terreno abonado, pues, para el psicoanálisis. Pero curiosamente no aparece en todo el filme una escena donde se aborde el tema de forma explícita, aunque el ingenio de Allen hace algo más sutil y brillante. El personaje del filósofo Louis Levy, uno de los motores de la acción dramática, está interpretado por un actor que en la vida real trabajaba como psicoanalista.
Son muchas más las ocasiones a lo largo de su filmografía en las que, de un modo u otro, plasma esta particular y personal obsesión por el psicoanálisis. Es uno de esos temas recurrentes que envuelven toda su obra, algo que ha llevado a la pantalla desde su vida privada. Allen suele decir que no es un estudioso del tema, pero sus conocimientos al respecto son realmente vastos, y no desentonaría en un debate sobre las teorías de Cooper o Laing. Al fin y al cabo, son ya muchos los años que lleva como paciente; algo, por otro lado, muy neoyorquino.
No hay duda de que sus obsesiones se relacionan íntimamente con la muerte, esa presencia recurrente que se cuela en nuestras vidas sin que nadie la haya invitado, y que está muy presente en el cine de Allen. Lo cierto es que la mayor parte de las veces la ha tratado con humor, incluso con comicidad, y no de una forma trágica o dramática. Incluso en las películas más oscuras, aquellas en las que el asesinato está presente, como Match Point o Misterioso asesinato en Manhattan, nunca se muestra la sangre, nunca hay escenas escabrosas o morbosas.
De alguna manera la muerte es una presencia constante, pero eso no la convierte en objeto de deseo de la cámara. El ambiente frío y claustrofóbico de Sombras y niebla, por ejemplo, nos hace sentir continuamente en la nuca el aliento frío del asesino, pero nunca llegamos a ver explícitamente el estrangulamiento o el degollamiento de ninguna de sus víctimas.
Allen también trata con humor la muerte en otras películas, y lo hace de forma tan disparatada y absurda que en ningún momento tenemos la sensación de estar ante un discurso irreverente. Así, por ejemplo, en Bananas asistimos en vivo, nada más comenzar la película, al asesinato del líder de la ficticia república de San Marcos, que es retransmitido por los corresponsales de la televisión americana como si de un partido de baloncesto se tratara. En La última noche de Boris Grushenko la muerte también está muy presente, y nuevamente en clave de comedia. Caracterizada como una persona vestida con una túnica y con la cara tapada, armada con una guadaña y una voz profunda, y que recuerda a los personajes que ha llegado su hora y es momento de partir. Allen aprovecha para mostrarnos su pesimismo vital, como en la escena en que la muerte se lleva a toda una familia rusa —padres, niños y abuelos—, y el personaje que interpreta el director, ese enamorado y tímido Boris Grushenko, le dice a la Parca que tiene que tratarse de un error, porque él conoce a esa familia y son muy buena gente. Pero esos argumentos, obviamente, le dan del todo igual a la propietaria de la guadaña, que, indiferente a las quejas del bueno de Boris, continúa implacable con su tarea. Y el propio protagonista tampoco tardará demasiado en terminar en manos de ella, la única dama a la que no se le resiste nadie.
Esta recreación de la muerte en La última noche de Boris Grushenko puede considerarse un homenaje evidente a El séptimo sello de Ingmar Bergman, con esa figura hierática que aparece en la playa para pedirle al caballero Antonius Block, el personaje que interpreta Max von Sydow, que vaya empezando a pensar en devolver el alma, porque su tiempo aquí se ha agotado.
Este recuerdo fúnebre de la película de Bergman poco tiene que ver con el motivo que llevó al adolescente Allen a ver en los cines Jewel de su barrio, que años después inmortalizaría en una secuencia de La rosa púrpura de El Cairo, el estreno de una película de un director sueco apenas conocido más que por los cinéfilos más cultos y expertos, llamado Ingmar Bergman. La película era Un verano con Mónica, y la principal atracción que contenía el filme para los chavales del barrio era que su protagonista, la actriz Harriet Andersson que interpretaba el papel de la joven Mónica, salía desnuda, algo por entonces insólito e inimaginable en el cine americano, no digamos ya en el español de los años cincuenta, donde la censura campaba a sus anchas cambiando incluso las palabras de los actores en la sala de doblaje, no fuera a ser que la moral ciudadana fuera corrompida sin remedio por la nefanda influencia del cine extranjero.
Ciertamente Harriet Andersson se bañaba desnuda en toda su hermosura en una playa del norte de Europa ante los ojos de Lars Ekborg y los de los asombrados adolescentes de Brooklyn que veían la película en el Jewel, una joya que, por cierto, ya no existe y que la última vez que pasé por delante de su fachada no era más que el esqueleto renqueante de lo que en su día fue un hermoso cine y hoy poco más que un edificio cerrado amenazando ruina. Ni las hermosas curvas de Harriet han podido mantenerlo en pie, como si se tratase de una trágica metáfora del paso del tiempo.
En El Séptimo Sello, el caballero Block decide retar a la Muerte a una partida de ajedrez, mientras su escudero Jöns, al que da vida Gunnard Björnstrand, otro de los actores fetiche de Bergman, pronuncia una frase que resume a la perfección el pensamiento pesimista de Allen con respecto a la muerte: «Vamos camino del abismo de la nada».
Este sentimiento de desolación existencial no impide que el director se lo tome con humor y nos haga reír de tan inevitable trance. En Scoop, el mago Splendini, se mata en un accidente de coche. La película está ambientada en Inglaterra y ya se sabe que allí conducen por el carril contrario, pero el único que parece ignorarlo es el mago Splendini. Nuevamente Allen evita cualquier imagen escabrosa, sólo vemos cómo el pequeño coche que conduce sale de plano y entonces escuchamos el ruido del choque. Y a continuación ya tenemos al locuaz mago a bordo de la barca de Caronte surcando las aguas de la laguna Estigia en compañía de un variopinto grupo de personas a las que parece ser que también les ha llegado su hora. Ni los trucos del bueno de Splendini les servirán esta vez a ninguno de ellos para escapar de allí.
La promoción de una película es una tarea tediosa y rutinaria, en la que durante varias horas el director o los actores han de someterse a continuas sesiones en las que los periodistas, bien individualmente, bien agrupados en junkets, les formulan una y otra vez las mismas preguntas, a las que Allen siempre responde con cortesía, paciencia y amabilidad. En uno de esos encuentros, durante la presentación de su filme Magia a la luz de la luna, el director regalaba un titular en el que dejaba bien clara su visión de las cosas:
«Hago películas para no pensar en la muerte.»
Y a continuación explicaba su visión freudiana del mundo:
«Dentro de no mucho tiempo el Sol se consumirá y el universo entero se esfumará.»
Es un pensamiento muy similar al que expresaba el pequeño protagonista que hacía de álter ego de Allen en Días de radio, cuando decide dejar de hacer los deberes porque el universo se está expandiendo y terminará por explotar y ya no quedará nada; por tanto, ¿qué sentido tiene molestarse en hacer las tareas del colegio? El argumento es tan abrumador que el profesor no sabe qué replicarle y termina por sugerirle a su madre que lo mande a terapia.
«Nada sobrevive. Es como una colonoscopia. Te desmayas en un instante y ya no tienes ni idea de lo que pasa después. Habrá un momento en que no haya obras de Shakespeare o películas de Marilyn Monroe, porque ya no habrá planeta Tierra ni habrá gente. Así que hago películas para distraerme, para no pensar en la muerte. Si me quedo en casa y no hago nada, entonces no dejo de pensar en esas cosas terribles.»
La muerte está también muy presente en Delitos y faltas. En este caso Allen mezcla la comedia con el drama, de modo que el protagonista que interpreta Martin Landau no tiene ninguna duda en ordenar un asesinato si con ello puede mantener su reputación y su estatus social. Y nuevamente todo se cuenta sin necesidad de escenas escabrosas, porque en ningún momento llegamos a ver el asesinato, nos basta con una música inquietante, que nos provoca un gran desasosiego —se trata del primer movimiento del cuarteto de cuerda en sol de Schubert—, para entender todo lo que está pasando. Quizás sea esta una de las películas en la filmografía de Allen en las que se pone de manifiesto de una forma más cruda el pesimismo existencial del autor. Y es que el personaje interpretado por Martin Landau, una vez cometido el asesinato, no tiene remordimiento alguno, su única preocupación es que no se descubra el crimen y, por consiguiente, que no le atrape la policía. Cuando lo consigue, el juicio moral ya no significa nada, el crimen queda impune, como tantos otros en la historia de la humanidad, y no va a venir un dios justiciero a poner orden.
Se trata, probablemente, de la más descarnada visión de la vida que Allen nos ha mostrado en pantalla, una visión que es la suya propia, porque el mensaje de fondo que nos quiere transmitir es que al universo le da absolutamente igual lo que hagamos, nuestro comportamiento no va a ser tenido en cuenta para premiarnos ni para castigarnos. Lo único que importa es el éxito, y el que lo consiga —da igual que se lo merezca o no— será el ganador. Sigue con este planteamiento tan desolador la estela de otros grandes artistas de nuestro tiempo, que expresaron de formas diferentes el mismo desencanto existencial. Es el tango «Cambalache» de Santos Discépolo, en el que «resulta que es lo mismo ser derecho que traidor», en ese mundo horrible en el que «los inmorales nos han igualao». Es el grito silencioso de Munch, el pavor ante tanta maldad que no va a ser castigada. Es el Ensayo sobre la ceguera de Saramago, en un mundo sin compasión ni justicia. Delitos y faltas trata sobre lo ciegos que estamos todos en la vida. Esta metáfora se utiliza ampliamente en la película, con numerosos primeros planos de los ojos de los personajes, incluidos los de la mujer asesinada, y los ojos del más bondadoso de los protagonistas, el rabino bueno y sabio que se está quedando ciego. Es decir, Allen pone sobre la mesa la absoluta injusticia que habita en el mundo, donde el más noble obtiene el peor castigo, la ceguera, mientras que el más execrable criminal queda impune. Las buenas acciones, los actos más generosos, no son garantía de nada, no otorgan un pasaporte al paraíso, sino más bien al contrario, no serán pesadas en ninguna balanza de camino al más allá.
Es la película en la que de forma más explícita encontramos el ateísmo militante del director, un ateísmo con el que ni siquiera está de acuerdo, pues ese vacío existencial no le ha llevado más que a sentirse desvalido a lo largo de su vida, una inevitable sensación de soledad con la que lleva conviviendo desde niño. La gente necesita creer en algo, y quienes lo consiguen no hay duda de que son más felices.
Si uno lee las entrevistas que Woody Allen ha ido concediendo a los medios de comunicación a lo largo de los últimos cincuenta años, vemos que su tema fetiche, el que no se puede quitar de la cabeza, no ha cambiado durante todo este tiempo. Y resulta incluso curioso comprobar cómo las respuestas y sus reflexiones apenas han variado a lo largo de los años. Así, por ejemplo, en una entrevista concedida al periodista Frank Rich para la revista Time en 1979, afirmaba lo siguiente:
«Mis obsesiones verdaderas son las religiosas. Tiene que ver con el significado de la vida y la futilidad de alcanzar la inmortalidad a través del arte. En Manhattan los personajes se crean sus propios problemas para escapar. En la vida real todo el mundo se busca una distracción. (...) Tienes que negar la realidad de la muerte para seguir día a día. Pero yo, incluso con todas las distracciones de mi trabajo y de mi vida, paso mucho tiempo cara a cara con mi propia mortalidad.»
Y veinte años después, entrevistado por Fred Kaplan para The Boston Globe, seguía afirmando lo mismo:
«Me resulta muy difícil disfrutar de las cosas porque siempre soy consciente de lo pasajeras que son.»
La muerte, por lo tanto, sigue tan presente en su cabeza como el primer día. Allen ha llegado incluso a dedicar un par de obras teatrales al asunto, con títulos tan rotundos como Muerte —tal cual, para qué más rodeos—, que fue el embrión de la que después sería su película Sombras y niebla, y La muerte llama, título también autodefinitorio, una pequeña pieza teatral que curiosamente no ha sido muy representada.
La inmortalidad es un privilegio que está al alcance de unos pocos elegidos. No me refiero, claro está, a la inmortalidad de la carne, a la tenaz persistencia del cuerpo a lo largo de cientos de años, algo más propio de vampiros atormentados que de genios. Hablo de otro tipo de perennidad, la que otorga la memoria colectiva anclada en la historia, en sucesivas generaciones a lo largo del devenir de los tiempos. Esa inmortalidad, la que alcanzaron Shakespeare y Cervantes, Velázquez y Da Vinci, Sócrates y Freud, por citar sólo media docena de ejemplos incontestables, es la más alta y sublime aspiración a que puede llegar el ser humano, la única que nos permite deshacernos elegantemente de nuestra condición de insignificantes mortales para convertirnos en dioses de un Olimpo al que sólo se accede con el salvoconducto que otorga el talento superlativo.
Esa inmortalidad es la que ya han alcanzado Charles Chaplin, Groucho Marx y Woody Allen. Dentro de cien o doscientos años nadie se acordará de las actuales estrellas de Hollywood, de las más taquilleras del momento, no digamos ya de los ejecutivos que gestionan los estudios y que, por lo tanto, controlan hoy en día la industria cinematográfica mundial. En cambio sí se hablará de estos tres genios del arte de hacer películas. La explicación es sencilla: ellos sí han sido capaces de llegar al corazón de millones de espectadores en todo el mundo, han conseguido trascender más allá del éxito puntual de una comedia o de una obra. Han sabido, en definitiva, conectar con el imaginario colectivo, tocar el corazón de la gente, expresar la inquietud, la desazón o las aspiraciones, los miedos o los sueños que todos llevamos dentro pero que pocos saben cómo expresar.
Claro que esta inmortalidad a Woody Allen le importa muy poco porque, como él mismo dice, preferiría vivir en su apartamento antes que en el corazón de los espectadores. Esa inmortalidad la cambiaría sin dudarlo por unas cuantas cenas más con los amigos, por seguir tocando el clarinete y hacer unas pocas películas más. Cuando en el año 2010 presentó en el Festival de Cannes su película Conocerás al hombre de tus sueños, un periodista le preguntó durante la rueda de prensa cómo había evolucionado a lo largo de los años su relación con la muerte. Allen carraspeó levemente, adoptó su habitual actitud de timidez, y contestó:
«Bueno, sigue siendo la misma, no ha cambiado: estoy manifiestamente en contra de ella.»