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Es de sobra conocida la anécdota que se produjo cuando su película Annie Hall fue nominada a cinco Oscar de la Academia —de los que ganaría cuatro, incluidos mejor guión original, dirección y película— y Allen decidió no asistir con la excusa de que ese día era lunes y tenía que tocar en el pub. Eso le ganó fama de personaje extraño, huidizo y huraño. Como historia romántica está bien, pero la realidad es mucho más simple: Allen nunca asiste a este tipo de actos porque considera que el cine no es una competición en la que unas películas derrotan a otras, como si fuera una carrera de caballos. Por eso no se ha dejado ver nunca por las alfombras rojas de Hollywood, ya sean los Globos de Oro, los Oscar o cualquier otro premio competitivo. Lo mismo ha hecho en el resto del mundo (BAFTA británicos, Cesar franceses, Goya españoles, etc.). Todos ellos los ha ganado, pero jamás ha acudido a recogerlos, en lo que no puede ser considerado más que un ejercicio de coherencia y honradez profesional. Sí acude a festivales (Cannes, Venecia, San Sebastián...), pero siempre fuera de concurso, y desde hace no demasiado tiempo. Sólo en una ocasión decidió hacer una excepción y aparecer por sorpresa en la ceremonia de la fiesta anual del cine en Hollywood, la entrega de los preciados Oscar. Fue en 2002, apenas unos meses después de los atentados del 11 de septiembre que dejaron al mundo horrorizado y seriamente herida a la ciudad de Nueva York, esa que él tanto adora. Por eso decidió contribuir a lanzar una llamada de esperanza y apoyo a esa Gran Manzana que sigue siendo una de las cunas de la creatividad artística mundial.

 

 

Woody Allen lleva más de sesenta años siendo un personaje famoso. Es interesante ver la evolución de lo que implica la fama a través de tan largo período de tiempo, ya que poco tiene que ver la actitud de la sociedad de mediados del siglo XX, cuando apenas comenzaba la televisión y aún no existía internet, ante los grandes artistas, con la que se da hoy en día.

Con motivo del estreno de Celebrity, la película en la que aborda de forma más evidente la relación de los artistas con la fama, Allen declaraba lo siguiente en una entrevista concedida al periodista Gabriel Lerman cuando este le preguntaba cómo se llevaba con su propia fama:

 

«Todavía me siento incómodo con este tema. Cuando recién empezaba como humorista me encontré con gente que manejaba lo de la fama de mil maneras diferentes. Había comediantes que se sentían muy a gusto con la atención de los demás, que eran capaces de meterse en un enorme salón de Las Vegas con mil personas jugando y hacer algo para llamar la atención de todo el mundo y armar allí mismo un show. Yo siempre estuve en la orilla opuesta, siempre fui un hombre muy tímido, quizás porque poco a poco me fui convirtiendo de comediante en guionista, que es un trabajo mucho más aislado que el de comediante. Siempre me sentí un guionista. Por eso todo lo que está vinculado con la fama, como el reconocimiento constante y que me estén pidiendo autógrafos todo el tiempo, me resulta muy incómodo y molesto. Es algo que no puedo llevar muy bien. Como famoso no tengo gracia. No puedo negar que la fama te abre un montón de puertas y te hace la vida más fácil de muchas maneras, pero emocionalmente siempre me he llevado muy mal con ella.»

 

Estas palabras las pronunciaba en 1998, toda una declaración de intenciones que, con el paso de los años, se iría suavizando. La respuesta de Allen quizás se entienda mucho mejor si la situamos en el contexto de su tiempo, los años noventa, cuando las disparatadas y brutales acusaciones de Mia Farrow contra el director le habían convertido en carnaza ante la prensa carroñera que se alimenta de la difamación, el morbo y la maledicencia.

Esa misma pregunta se la formularon dos décadas después, con motivo del estreno de su película A Roma con amor, y como veremos a continuación, su contestación fue ya sensiblemente diferente:

 

«La vida es dura, seas famoso o no. Pero a fin de cuentas, si hay que elegir, es mejor ser famoso. Consigues mejores asientos en los partidos de baloncesto, te dan mejores mesas en los restaurantes, puedo llamar a un médico de madrugada y conseguir que me atienda. Se obtienen muchos más beneficios de los que uno conseguiría si no fuera famoso. En fin, no estoy diciendo que sea justo, más bien es desagradable, pero no puedo decir que no lo disfrute. Y ser famoso también tiene sus desventajas, pero se puede vivir con ellas, no son potencialmente mortales.»

 

La realidad es que en los muchos años que hace que conozco a Woody Allen jamás le he visto negarle un autógrafo o una foto a nadie, jamás le he visto una mala cara, un mal gesto. Es más, cuando caminamos por cualquier ciudad extranjera que no es la suya siempre se sorprende de que la gente le aborde con respeto y en inglés, un inglés a veces muy rudimentario «Mr. Allen, photo please?» algo que él piensa que resultaría inconcebible a la inversa en Estados Unidos.

Esa pesada carga de la fama la lleva ahora con exquisita corrección, seguramente con resignación, pero desde luego con una amabilidad que he visto en pocas ocasiones con otros personajes famosos del mundo del espectáculo.

Cuando rodaba una escena de Vicky Cristina Barcelona en la calle principal de la pequeña villa de Avilés, cientos de personas se congregaron alrededor del set de rodaje para contemplar la filmación, algo a lo que no estaban muy acostumbrados en un lugar tan recóndito. El proceso de rodaje de una película es una labor lenta y tediosa, en la que en una jornada completa de trabajo es difícil conseguir más de tres o cuatro minutos de filmación aprovechable. Aun así la gente permaneció en sus sitios, detrás de las vallas que había instalado el equipo de producción. Al finalizar la toma con la que el director había quedado satisfecho y dar la orden de «corten», el público comenzó a aplaudir rindiendo al director y a los actores una gran ovación. Allen saludó atentamente a todo el mundo, mientras caminaba calle abajo camino de su coche. Sin embargo la actriz protagonista de la escena —Scarlett Johansson— se fue directamente al interior de una furgoneta de producción, sin atender al aplauso y al reconocimiento que la gente le ofrecía. Entonces Allen hizo algo sorprendente: se acercó a la furgoneta de cristales tintados, abrió la puerta, tomó de la mano a la ya entonces gran estrella de Hollywood, y la hizo bajarse y saludar al público allí congregado, lo que levantó una ovación estruendosa. Después, comentándolo durante la cena, explicó por qué lo había hecho:

 

«A los actores a veces les molesta cuando el público quiere hacerse fotos con ellos, pero en realidad cuando deberían preocuparse es cuando nadie se quiera hacer fotos con ellos, porque ese es el final de sus carreras.»

 

Lección magistral de alguien que lleva siendo famoso prácticamente desde el final de su adolescencia.

 

 

Como decíamos, Celebrity es la película en la que Allen ha abordado de forma más explícita este tema. En ella el personaje que interpreta Kenneth Branagh es un novelista sin éxito que está obsesionado con la fama. Decide entonces introducirse en el mundo del periodismo de celebridades, lo que hoy llamaríamos «prensa del corazón», pero allí no encontrará más que un profundo vacío y un cúmulo de fracasos muy alejados de sus sueños de gloria y notoriedad.

La película, rodada en blanco y negro con una preciosa fotografía de Sven Nykvist, el colaborador habitual durante tantos años de su admirado Ingmar Bergman, fue acogida por la crítica con extrema frialdad. Tampoco el público se mostró demasiado entusiasta. Sin embargo se trata de una obra muy madura, con un humor muy amargo, a la que quizás el tiempo llegue algún día a hacer justicia.

No es esta la única película en la que Allen aborda la obsesión por la fama y sus consecuencias. Zelig es otro buen ejemplo, el de ese personaje camaleónico que se mimetiza con todo y que lo único que busca es agradar a los demás. Al final, y gracias a esa actitud, conseguirá convertirse en alguien famoso, en un fenómeno social. La película contiene una profunda carga política, un alegato contra el pensamiento único que, elevado a su máxima potencia, termina desembocando en el fascismo puro y duro. Cuando las personas aparcan sus ideas y sus pensamientos, renunciando a la capacidad crítica, a pensar por ellos mismos, y depositan toda su confianza en alguien externo, están abonando el campo para que surjan los líderes despóticos que son capaces de conducir a los pueblos a la catástrofe, algo de lo que la historia nos ha dado ya sobrados ejemplos.

También se aborda explícitamente el tema de la fama en Recuerdos, la película de 1980 en la que el personaje que interpreta el propio Allen es un cineasta cansado de hacer películas cómicas, que es lo que le pide el público. Cuando sus productores le proponen cambiar el final de su nueva película para hacerla más comercial y es invitado a un festival de cine donde se programará una retrospectiva de su obra, el protagonista entra en una espiral de dudas en la que nada ayudarán el acoso de los fans o la aparición de mujeres que le recuerdan su pasado.

Una parte de la crítica y de los espectadores se tomaron la película como si fuese un insulto. Todos identificaban al protagonista con el propio autor, y a evitar esa confusión no ayudaba desde luego que el propio Allen encarnara el papel del cineasta cansado de hacer películas cómicas. En realidad la película estaba planteada en términos poéticos, casi como si se tratara de un sueño, y hubo mucha gente que se lo tomó al pie de la letra, como si fuera real. Al comienzo del filme hay una escena con un conejo muerto que la cocinera del director pretende prepararle para el almuerzo, algo que él detesta; «no me gusta comer nada peludo», dice. A partir de ese momento todo lo que se cuenta ocurre exclusivamente en la mente del protagonista, no son más que sus fantasmas y sus temores los que se adueñan de la escena. Para causar esa sensación Allen recurre a una acertadísima fotografía en blanco y negro a cargo de su colaborador habitual en sus comienzos, Gordon Willis, y a unos personajes con rostros extraños, casi fascinantes, que en ocasiones semejan monstruos de feria. Todos ellos eran gente anónima a la que el equipo de casting fue reclutando por las calles, o en cualquier lugar en el que se encontraran a alguien con unos rasgos tan especiales que les sirviera para los propósitos oníricos del filme.

Recuerdos es una de las primeras películas de su filmografía en las que la influencia del cine europeo se aprecia de forma más rotunda. Las similitudes con Ocho y medio de Fellini son evidentes, empezando por el argumento —un cineasta en crisis— y continuando con todos esos personajes extraños, «fellinianos», que buscaban mostrar con claridad esa distorsión de la realidad que sólo se producía en la mente del protagonista. Y en ese estado de delirio uno de los admiradores del director termina por pegarle un tiro, siguiendo esa máxima patológica de fan loco que exclama: «Te quiero hasta la muerte». Esta escena resulta extraordinariamente premonitoria y desasosegante si tenemos en cuenta que Allen la escribió y la filmó apenas seis meses antes de que un admirador fanático idéntico al que actuaba en su película disparara a John Lennon a la salida de su casa en el edificio Dakota del West Side neoyorquino, dándole pasaporte al más allá y convirtiéndolo de paso en un mito, y es que en nuestra morbosa sociedad, para que alguien pueda alcanzar la categoría de mito la muerte cotiza alto.

Este es un buen ejemplo de lo difíciles que son en ocasiones las relaciones entre las celebridades y sus admiradores, que, especialmente en el caso de los actores, tienden a confundir a la persona con el personaje que interpreta. Y lo mismo ocurre con los escritores a los que, en ocasiones, algunos de sus lectores les reprochan que defiendan un argumento o una línea de pensamiento determinado, cuando en realidad quienes los defienden son los personajes de la novela o de la obra de teatro, y no el autor.

 

 

Uno de los principales rasgos de la personalidad de Allen es su generosidad y su educación. Cuando alguien es generoso acostumbra a serlo en todos los ámbitos, algo que he tenido ocasión de comprobar en múltiples ocasiones. No se trata sólo de que resulte casi imposible que se deje invitar en un restaurante y siempre esté dispuesto a pagar él la cuenta, o que deje generosas propinas a los que le atienden. También es la generosidad en los detalles, en escribir de su puño y letra notas de agradecimiento al personal del hotel en el que se aloja, por ejemplo, o en el hecho ya comentado de no negarle un autógrafo o una foto a nadie. Y es también la generosidad en el esfuerzo y en el trabajo, en mantener a su equipo con extrema fidelidad, e incluso, en alguna ocasión, en escribir específicamente un papel para alguna actriz que se lo ha pedido expresamente.

Para una persona tan tímida como Woody Allen no le ha debido de resultar fácil aprender a convivir con la fama. Él se considera escritor por encima de todas las cosas, una faceta que está asociada a la soledad del trabajo a espaldas del público y no a la exhibición mediática. Pero la conclusión, al final del camino, parece ser llevadera:

 

«Aunque la fama es una cuestión que provoca incomodidad, los beneficios superan a los inconvenientes, los aspectos positivos superan a los negativos.»

 

Y parece que no le resulta duro o desagradable, siendo un tipo tan tímido, someterse a las presentaciones de sus películas y a las ruedas de prensa:

 

«No, en absoluto; la gente suele ser muy amable, y además no me incomoda nada actuar frente a un grupo de personas, de hecho empecé así mi carrera, estoy muy acostumbrado.»