Dejando de lado los múltiples reconocimientos y premios estrictamente cinematográficos que ha ganado a lo largo de su carrera, Allen ha sido distinguido también con otros honores de diverso tipo, incluyendo el título de doctor honoris causa.
Fue en Barcelona, en la Universidad Pompeu Fabra. No resulta fácil determinar quién ha puesto más de su parte, si Allen o la propia ciudad. Lo que está claro es que existe un idilio ya muy duradero entre ambos. Woody se siente muy cómodo en Barcelona, en la que, además de rodar una película, ha llegado a pasar el fin de año con su familia y amigos, y a la que regresa con frecuencia no sólo por motivos profesionales, sino por el simple placer de disfrutar de ella. La ciudad, a cambio, le ha dado todo su cariño, tanto honores oficiales —el Ayuntamiento le entregó su máxima distinción— como el aprecio espontáneo de la gente. Creo que Woody Allen y Bruce Springsteen son los dos ídolos internacionales más queridos y con mayor arraigo social en Barcelona. Quizás Michael Jordan pueda sumarse a la terna.
En este tipo de casos es muy difícil averiguar cuáles son las razones que provocan esa relación. Ocurre lo mismo con París, donde, como hace algún tiempo contaba el propio Allen, sus películas recaudaban sólo en la capital francesa más que en todo Estados Unidos. Y ocurre también en Italia, que fue quizás el primer país extranjero en el que su obra fue masivamente recibida. Y en Alemania, por supuesto, algo lógico si tenemos en cuenta que es uno de los países del mundo con mejores infraestructuras culturales y, por tanto, con ciudadanos educados para disfrutar de ellas.
Las películas que componen su período europeo, rodadas de forma prácticamente seguida en ciudades como Barcelona, Londres, París o Roma, y el éxito indudable cosechado por algunas de ellas, lo cual demuestra que salir temporalmente de Manhattan y abrirse a nuevos paisajes urbanos le ha sentado muy bien al maestro, hizo que numerosas ciudades europeas suspiraran por lograr que Allen las inmortalizara en el celuloide.
Lisboa y Oporto son dos de las que se postularon como set de rodaje para una película portuguesa del cineasta. Hasta ahora ha sido imposible, él mismo explica las razones:
«He estado en Portugal en varias ocasiones y es un lugar fantástico. Pero para hacer allí una película tendría que recibir una invitación del país y encontrar los recursos económicos, algo que con la crisis veo difícil a corto plazo. Y después tendría que pensar en una idea para la película. Pero Portugal es un lugar muy hermoso.»
En el caso de Barcelona sí hay una persona que ha resultado absolutamente clave para la construcción de esa historia de amor entre el cineasta y la ciudad. Se trata de Antoni Llorens, un gran visionario, uno de los introductores del cine de autor en España, y fundador de la mítica Lauren Films, que fue una de las primeras distribuidoras de las películas de Allen en el país. Llorens formaba parte del restringido grupo de empresarios cinematográficos que apoyaron desde un principio la carrera de Allen en Europa, comprando sus películas de forma generosa, en muchas ocasiones sin haberlas visto, ni tan siquiera saber de qué trataban, contribuyendo con ello a que el cineasta pudiera seguir creando con libertad.
Llorens empezó a trabajar con él en 1984, cuando trajo a España Broadway Danny Rose, la nueva película de Allen tras el relativo fracaso en taquilla de Zelig, lo que implicaba una valiente y decidida apuesta por un autor que, desde luego, aportaba una visión nueva y diferente a la cinematografía mundial. Europa al rescate de Allen. Desde entonces, durante cerca de dos décadas, Llorens ha distribuido sus siguientes películas en España hasta que la explotación la asumió otra empresa bien entrado ya el siglo XXI.
Él fue pionero en conseguir que el neoyorquino abandonara Manhattan para viajar a Europa a promocionar sus películas, rompiendo de ese modo una legendaria tradición por la que Allen apenas realizaba actos promocionales para ayudar a publicitar sus filmes.
Llorens fue también decisivo para conseguir que Woody Allen aceptara viajar a España para recoger personalmente el Premio Príncipe de Asturias de las Artes que se le concedió en 2002. Conviene no olvidar que estamos hablando de una época, justo con el cambio de siglo, en la que el director aún no había aparecido jamás en público para recoger un galardón. Es decir que, de algún modo, aquella presencia fue su primera aparición en sociedad tras muchos años de hermetismo y privacidad.
Fui a visitar a Llorens a su oficina de la calle Balmes, en Barcelona, con el objetivo de que me ayudara en la batalla quijotesca de convencer a Allen de que había llegado el momento de dejarse querer por el público. Y sin conocerme absolutamente de nada me brindó su ayuda de la forma más generosa y eficiente. Siempre he sentido que, en ese banco de favores que es la vida, en el que a veces tienes crédito y a veces no tienes más que deudas, yo le debo aún mucho a Antoni Llorens, un tipo noble y generoso, de gran corazón.
Woody suele contar una divertida historia relacionada con ese premio. Dice que, cuando le llamaron para comunicárselo, pensó que se trataba de un inmenso error, que algún torpe oficinista español había cometido una terrible equivocación, porque allí, junto a él, esa tarde se iba a homenajear a otra media docena larga de personalidades de todos los ámbitos, entre los que se encontraban ilustres nombres como el del músico Daniel Barenboim, el del dramaturgo Arthur Miller, el del ensayista y escritor Edward Said o el de los científicos a los que debemos la invención de internet y que, por consiguiente, han transformado nuestras vidas: Tim Berners-Lee, padre de la world wide web (www) y Vinton Cerf, a quien le debemos el correo electrónico, un sistema que ha revolucionado las comunicaciones como no ocurría desde la invención de la imprenta por Gutenberg en el siglo XV.
Conozco la historia de primera mano porque yo fui ese torpe oficinista que, entre otras cosas, le llamé para comunicárselo. Y no anda Allen muy desencaminado, pues aquella aventura estuvo a punto de no suceder. Los premios los decidía un jurado variopinto donde había gente de todas las disciplinas. Algunos de sus miembros ciertamente tenían una trayectoria muy destacable y otros, en cambio, unas credenciales tan discutibles que nunca supe muy bien qué hacían allí ni cuál era el criterio que la Fundación utilizaba para invitarles. El caso es que algunos tenían sus propios intereses y acudían con agenda propia, nada nuevo bajo el sol. Eso fue lo que ocurrió en este caso, en el que un buen grupo de integrantes del jurado se unieron para otorgar el premio a un pintor local ya fallecido, cuyo nombre es conocido solamente por unos pocos iniciados en la pintura abstracta y que apenas tiene obra expuesta en los grandes museos del mundo.
Allen, que gracias a aquel galardón y a las gestiones que hicimos los que le tratamos, se ha convertido en el mejor embajador internacional de la ciudad y la región que le premió, ganó aquella votación por un solo voto. O quizás sería más apropiado decir que la votación la ganó Asturias, porque a él, como ya hemos dicho, los fastos del reconocimiento público y los honores le traen sin cuidado.
«Me imaginaba a aquel pobre oficinista —le cuenta Allen a su biógrafo Eric Lax— en el brete de tener que explicar a sus superiores qué hacía aquel mediocre apocado de Brooklyn acudiendo a recoger un premio más indicado para el descubridor, por decir algo, del radio o del Tupperware.» Y añade: «Me parece una idea divertida para una película».
Graciano García, que en aquel entonces era el director de la Fundación que otorga el galardón y que entrega personalmente el hoy rey de España, tuvo que desplegar todas sus habilidades diplomáticas para conseguir el éxito de aquella operación.
El acta que firmó el jurado justificando el premio hacía hincapié en algunos de los aspectos que llevamos resaltando en este libro. Decía así:
«Su ejemplar independencia y su agudo sentido crítico le perfilan como un ciudadano del mundo anclado en Nueva York. Toda su obra goza de un estilo propio, y su experimentación en todos los géneros, desde el cine negro al musical, pasando por la tragedia griega y la reinvención de la comedia, ha contribuido al desarrollo del séptimo arte.»
Durante los días que pasó en Asturias la gente se volcó con Allen. Le programaron ciclos con sus películas —por cierto, la favorita del público según la votación popular que se efectuó resultó ser Manhattan, esa misma que años atrás quiso destruir—, participó en actos abiertos a los espectadores y aguantó con infinita paciencia y buena cara las absurdas y pesadas cargas del protocolo y los diversos compromisos que este tipo de eventos llevan aparejados. Además, con gran generosidad, se deshizo en elogios a la ciudad que le acogía. Esto es lo que declaró en la multitudinaria rueda de prensa que se convocó en el marco de la entrega del premio:
«Oviedo es una ciudad deliciosa, exótica, bella y peatonalizada, es como si no perteneciera a este mundo, como si no existiera. Oviedo es como un cuento de hadas. Con príncipe y todo.»
Con el tiempo ha seguido promocionando y honrando a la ciudad y a la región con sus palabras. Más de una década después le entrevisté en el hotel Martínez de Cannes para incluir sus declaraciones en una campaña turística de Asturias, y esto fue lo que dijo:
«Asturias es un paraíso. Si alguna vez tuviera que esconderme del mundo y pasar el resto de mi vida en un lugar maravilloso, Asturias sería la elección perfecta. Me encanta su belleza, su clima, la gente es encantadora, es un lugar perfecto.»
A cambio de tantos elogios la ciudad de Oviedo erigió una estatua en su honor, una escultura hiperrealista diseñada por el artista Vicente Santarúa, que capta con notable talento el caminar solitario y algo melancólico del director. Y ahora, cada vez que regresa a Oviedo con su familia y sus amigos, la visita a la estatua es parada obligatoria en el paseo por la ciudad.
En sus palabras de agradecimiento por la concesión del Premio Príncipe de Asturias, Allen improvisó un excelente discurso, demostrando su dominio de la escena; un discurso que convirtió en un homenaje al cine europeo, del que confesaba sin ambages sentirse deudor. Merece la pena reproducir sus palabras, porque conforman el mejor resumen de su pensamiento y trayectoria profesional. En este breve texto se concentra la esencia de su cinematografía:
«Un gran cómico americano del pasado, Jack Benny, tenía la mejor frase para una ocasión tan estupenda y maravillosa como esta; cuando ganó un gran y prestigioso premio dijo: “Yo no me merezco este premio, pero tengo diabetes y tampoco me lo merezco”. Así me siento yo. Estoy tremendamente honrado de recibir este honor en un país europeo. Es de un significado muy especial para mí.
»Me crié en un momento en el que el cine estaba dominado por las películas americanas, y yo disfrutaba mucho con estas películas cuando era pequeño, porque eran encantadoras, eran muy divertidas. Pero fue después de la Segunda Guerra Mundial cuando se produjo la gran influencia del cine europeo en Estados Unidos. Yo era muy joven, y enseguida nos dimos cuenta del potencial que tenía el cine para convertirse en una forma de arte. De repente, los que nos criamos viendo ese cine comercial americano, nos encontramos yendo a pequeños cines de arte y ensayo en Nueva York para ver películas extranjeras, de Fellini, Buñuel, Kurosawa, Bergman, De Sica y Truffaut. Todas estas películas tuvieron un gran impacto en nosotros.
»Era lo que más se comentaba en la ciudad y era lo que comentábamos los que estábamos interesados en el cine. Estábamos en la edad de oro del cine europeo. Actualmente Estados Unidos ha entrado en un período poco creativo. Los estudios conciben sus proyectos para hacer dinero, y las películas están destinadas al más bajo denominador común; no son películas maduras, no están llenas de pensamiento, y glorifican la tecnología como fin en sí mismo. No tienen que ver directamente con la tecnología, pero se hacen con tal aparato técnico, que el elemento humano se ha perdido por completo.
»Sólo el cine europeo tiene en la actualidad películas que merece la pena ver, con sentido, para adultos inteligentes y pensantes. Es muy difícil para este tipo de personas ver películas buenas en Estados Unidos un sábado por la noche. Todas están dirigidas a niños de diez o doce años. Son pocas las películas europeas, o de Oriente Medio, o de Irán, o de China, o de Japón o latinoamericanas las que llegan a Estados Unidos, y estas son las que tienen más interés, las más provocadoras y las más significativas para todos los que pensamos que el cine es un arte.
»Miramos a los cineastas europeos para buscar líderes; en este momento no hay guías en Estados Unidos, no tenemos líderes. En Estados Unidos el interés se centra en la producción, en el interés económico. Se gastan cientos de millones y se pierden cientos de millones en un fin de semana. Se gastan mucho dinero en lanzar una película. Se gastan más dinero en publicidad en una sola película que todo el dinero que Buñuel se gastó en toda su vida haciendo películas. La situación se ha desmadrado por completo. Y los que seguimos siendo serios y tenemos la esperanza de que el cine siga siendo un arte, miramos hacia Europa y hacia los cineastas europeos. (...) Espero que los europeos sigan liderándonos y guiándonos en nuestro camino.
»Muchas gracias.»
El rey de España, Felipe VI, le dedicó a cambio unas palabras en las que, sin rodeos, lo calificaba como un gran genio del cine. Palabra de rey.
Años después Allen recogería el Premio Donostia del Festival de San Sebastián de manos de Pedro Almodóvar, en un emotivo acto celebrado en el Kursaal de la hermosa ciudad vasca. Otro reconocimiento más de un país por el que siente especial predilección.
Allen participó en un encuentro multitudinario con aficionados al cine en Oviedo. Ese día cerca de dos mil quinientas personas abarrotaban el auditorio de la ciudad para escuchar al maestro. Habíamos concebido el evento como una conversación sobre el cine y la vida, que para mucha gente son prácticamente lo mismo. Para ello le pedimos ayuda a uno de los mejores conocedores del mundo del cine que existen, prestigioso director él mismo y ganador del primer Oscar de la Academia en la historia del cine español. José Luis Garci, generoso y brillante, fue la persona que entrevistó y conversó con Allen durante más de una hora ante el multitudinario auditorio que seguía en silencio reverencial las palabras de ambos. Al finalizar el acto, camino del hotel, Allen me comentó que esa había sido una de las mejores entrevistas públicas que le habían hecho en su vida. Y con su proverbial modestia añadió que le había sorprendido mucho la cantidad de gente que abarrotaba la sala.
Sobre el escenario Garci no escatimó elogios hacia el cine de Allen, al tiempo que hacía una espectacular exhibición de conocimientos sobre su obra. Cerró la charla de un modo absolutamente magistral, recordando a los espectadores la escena tantas veces comentada de Manhattan en la que el personaje que interpreta Allen, recostado en el sofá, enumera las cosas por las que merece la pena vivir. Y Garci, ante la mirada agradecida del cineasta, añadió una más a la lista:
«Merece la pena vivir por ver el cine de Woody Allen», sentenció.