«Aquel que dijo “Más vale tener suerte que talento” conocía la esencia de la vida. La gente tiene miedo a reconocer que gran parte de la vida depende de la suerte; asusta pensar cuántas cosas se escapan a nuestro control. En un partido hay momentos en que la pelota golpea el borde de la red y durante una fracción de segundo puede seguir hacia delante o caer hacia atrás. Con un poco de suerte sigue hacia delante y ganas, o no lo hace y pierdes.»
Estas palabras las escribió Woody Allen al comienzo de Match Point, una de las mejores películas de su carrera. Las pronuncia en off la voz del actor Jonathan Rhys Meyers, mientras que en pantalla vemos la red de una cancha de tenis y una pelota que va y viene hasta que golpea la red y se queda un instante indecisa en el aire sin dejarnos claro de qué lado caerá. Una hora más tarde, avanzada la historia, el autor nos sorprenderá con un giro inesperado gracias al cual esa escena cobrará toda su dimensión para convertirse en una de las parábolas más ingeniosas y brillantes de la historia del cine.
Cuando se estrenó la película en el Festival de Cannes el público presente en la sala que asistía a la premier saludó la escena con un espontáneo aplauso que no hacía más que presagiar la estruendosa ovación final, al terminar los títulos de crédito y encenderse los focos sobre un agradecido —pero tímido— Allen. Todos los que estábamos con él en el Palais des Festivals de Cannes esa tarde de mayo de 2005 éramos muy conscientes de que el genio volvía por la puerta grande y nos acababa de regalar una nueva obra maestra.
En la proyección de la mañana, reservada a la prensa, la crítica ya la había bendecido con su estricto dedo, y ahora, más relajados y tomando una copa en una de esas fiestas que se organizan sobre la arena de La Croisette al finalizar un estreno, los comentarios de los asistentes eran unánimes; todos habían tenido el privilegio de asistir a la primera proyección pública de una de esas grandes obras del cine que quedarán grabadas en la retina de los espectadores durante generaciones.
Acostumbra a decir Woody Allen que una de las cosas más importantes en la vida es «presentarse». La primera vez que lo dijo en público, cuando le invitaron a dar una charla para unos estudiantes de arte dramático, le tomaron la frase —que en principio no era más que una de sus habituales ocurrencias con humor— como si fuera la sentencia de un gurú.
En realidad ese pensamiento contenía una sustancial carga de verdad. Lo que Allen trataba de expresar es que, para tener éxito en cualquier aspecto de la vida —especialmente en el profesional—, el primer paso indispensable es mostrar a los demás quién eres o qué puedes hacer. El mundo del espectáculo, en concreto, está lleno de gente que no hace otra cosa que reunirse y volver a reunirse, hablar y hablar y darle vueltas a proyectos que, en muchas ocasiones, jamás llegarán a realizarse. Uno de los secretos de su prodigalidad artística lo encontramos ahí, en que él no pierde el tiempo en inútiles y eternas reuniones con publicistas, agentes, productores, exhibidores, distribuidores, actores, técnicos, financieros y, en definitiva, todos los eslabones que conforman la cadena necesaria para hacer una película. Escritores que no escriben una línea, cineastas que no ruedan un solo plano, pero que hablan constantemente de ello sin llegar a producir nunca nada.
Con los años Allen ha aprendido a relativizar el valor del éxito o del fracaso; nada que ver con los primeros años profesionales, en los que leía todo lo que se decía sobre él y, obviamente, se enfadaba cuando algo le parecía injusto. Todavía recuerda cómo guardó una mala crítica que le auguraba que no llegaría a nada en el mundo del espectáculo, con el convencimiento de que algún día, siendo ya rico y famoso, se la enviaría de vuelta al que la escribió. La inconsciencia y la arrogancia de la juventud, dice Allen. Y la confianza en uno mismo, añado yo.
Hoy, sin embargo, es todo lo contrario. No lee absolutamente nada de lo que se escribe o se publica sobre él o sobre su trabajo, costumbre que lleva a rajatabla desde hace ya muchos años.
«Da igual lo que digan de ti, siempre sales perdiendo. Si te critican y desprecian tu trabajo te vas a entristecer mucho, porque al fin y al cabo has tratado de hacerlo lo mejor que podías y quizás no haya salido como esperabas. Y si te felicitan y te regalan todo tipo de elogios corres el riesgo de creértelos y tomártelos demasiado en serio, y entonces te puedes convertir en alguien arrogante. Pase lo que pase, siempre pierdes.»
Y ciertamente el éxito o el fracaso no van a cambiar dramáticamente los grandes asuntos de la vida.
«El éxito no te va a dar más años de vida, ni siquiera sirve para que se te pase un dolor de muelas.»
Palabras pronunciadas por alguien que sabe muy bien de lo que habla, porque él ha conocido el frío de los inicios desde lo más bajo y el calor del triunfo desde lo más alto.
Presentarse, eso es lo primero que hay que hacer. No garantiza nada, por supuesto, pero también es cierto que sin ese primer paso inicial nada se puede conseguir. Los seres humanos tendemos a anticipar el fracaso, cuando aún no se ha producido y probablemente nunca llegaría a producirse si lo intentáramos con todo nuestro esfuerzo, pero nosotros mismos nos cerramos las puertas al pensar que no seremos capaces de lograr lo que deseamos, cuando en realidad ni siquiera lo hemos intentado.
Hay dos ejemplos que ilustran perfectamente esta tesis. En el verano de 2007 Allen se encontraba en Barcelona filmando Vicky Cristina Barcelona. Su presencia en la ciudad causó la lógica expectación que se crea cada vez que sale de su país para rodar en otro lugar. Además la película contaba con un reparto muy atractivo, con Scarlett Johansson, Javier Bardem, Penélope Cruz y Rebecca Hall entre los protagonistas, lo que añadía una pincelada extra de glamour al filme. Todos los movimientos del director eran conocidos y seguidos por la prensa: dónde rodaba cada día, dónde acudía a cenar o en qué hotel se alojaba. Todo era publicado y compartido con los lectores de los periódicos o los espectadores de las televisiones.
Un par de años antes, una joven italiana nacida en Treviso llamada Giulia Tellarini, decide mudarse a Barcelona, y allí, junto a unos amigos, crea un grupo musical que mezcla ritmos de rock indie con el tango, la bossa nova, el flamenco o el jazz. En principio no consiguen un gran reconocimiento público, y sólo encuentran acogida en pequeños locales en los que actuar, y en ocasiones incluso no les queda más remedio que tocar en la calle. El barrio de Gracia, que es el barrio por antonomasia de los artistas y los bohemios de la ciudad, les inspira su primer —y hasta la fecha único disco— llamado Eusebio y dedicado a un artista muy popular en la zona que representaba la Barcelona que les gustaba a los músicos. Hasta aquí la historia no tiene nada de particular: un grupo de amigos con talento que se divierten haciendo música y que quieren compartirla con la mayor cantidad de gente posible, sin demasiado éxito hasta ese momento. Entonces deciden jugarse una carta contra el destino. Se acercan al lujoso hotel donde los medios de comunicación dicen que se aloja Woody Allen y le dejan en recepción un sobre con su único CD, y una nota en la que le dicen al director que la música, la que allí le adjuntan, quizás pueda servirle para su película.
Cuando este tipo de cosas ocurren uno tiende a pensar que gestos así son poco menos que lanzar una botella al mar con un mensaje en su interior, algo que seguramente jamás llegará a puerto alguno. Lo que ocurre es que, a veces, esas botellas sí llegan a las manos de alguien que lee el mensaje. Esa tarde había quedado para cenar con Allen y su familia. Fui a buscarles al hotel en el que se alojaba, y en cuanto el director salió del ascensor, el recepcionista le entregó el sobre que los músicos habían dejado a su nombre. Había mucho tráfico ese día en la ciudad, y aunque el restaurante en el que habíamos reservado no estaba lejos, íbamos a tener que pasarnos unos cuantos minutos en el coche. Woody abrió el sobre, leyó la nota que acompañaba el CD, y dijo:
«Vamos a escucharlo, a ver cómo suena.»
Y así fue como contrató a Giulia y los Tellarini para la banda sonora de su película. Utilizó dos canciones, una de ellas titulada «Barcelona» con la que arranca la película y que vertebra una buena parte de la trama, y otra llamada «La ley del retiro». Así de sencillo, así de fácil, sin necesidad de complicados castings, intervención de discográficas o agentes. Tan simple como eso, una botella con mensaje que llegó a su destino.
Allen quedó tan satisfecho con el trabajo de este grupo que tres años después les llamó para que interpretaran «Mais si l’amour», una de las canciones de su por entonces nueva película Conocerás al hombre de tus sueños, que protagonizaban Anthony Hopkins, Josh Brolin, Naomi Watts y Antonio Banderas, entre otros.
El segundo ejemplo de la importancia que tiene en la vida lo que Allen llama «presentarse» ocurrió hace unos años, y puedo dar testimonio de él en primera persona. Tuvo como protagonista a uno de esos grandes actores con los que el genio de Nueva York nunca llegó a trabajar. Una tarde aburrida, uno de esos días grises y plomizos que parece que nada bueno nos van a deparar, recibí un regalo totalmente inesperado. Sonó el teléfono móvil, mostrando un largo y desconocido número en pantalla, que trajo por primera vez a mi vida la maravillosa voz:
—Hola, soy Paul Newman.
Le había escrito unos días antes proponiéndole un proyecto. Confieso que era una de esas cartas de las que hablaba antes, que uno envía como mensajes en una botella al mar, con muy escasas posibilidades de que lleguen a puerto alguno. Así que también ese día aprendí la lección, la de la anticipación del fracaso, porque aunque es cierto que la vida está llena de obstáculos, no lo es menos que el mayor de todos ellos lo llevamos latente en nuestro interior: el complejo de inferioridad, el miedo a la derrota y a la decepción. Comprar un billete de lotería no garantiza que te toque, pero desde luego jamás te tocará si no compras un boleto.
Aquella primera fue una conversación larga que recuerdo con especial cariño. Quedamos en vernos. Me invitó a su casa, a comer. «¿Cuál es tu plato favorito?, puedo preparar algo que te guste», dijo. Años después, almorzando con el director Sam Mendes, le pregunté cómo había conseguido contratar a Newman para su película Camino a la perdición. Esa fue la última película que rodó el actor de Ohio, una fascinante historia de violencia y desengaños protagonizada por Tom Hanks. Y la respuesta de Sam me resultó muy familiar:
—Simplemente —dijo—, le llamé para decirle que tenía un proyecto y que me gustaría mucho contárselo para ver si le apetecía participar en él. Y me dijo que me fuera a comer a su casa, y cuando llegué, allí estaba él, a los fogones, cocinando para nosotros.
—¿Ya le conocías cuando le llamaste? —pregunté.
—No, absolutamente de nada; eso fue lo que más me sorprendió.
La suerte, ese factor incontrolable que gobierna buena parte de nuestras vidas y que hace que unas veces la pelota caiga de un lado de la red y sigas adelante, y otras veces cae del otro lado y te destroza la vida. La suerte como elemento fundamental en las relaciones sociales, en las que una palabra dicha a destiempo puede convertir en un tremendo error lo que en otro momento y en otro contexto sería un gran acierto. Pero a la suerte también hay que invocarla, o por decirlo de un modo más gráfico, no hay que cerrarle nunca la puerta.
Junto a su obsesión por la muerte y por el sentido de la vida, otro de los temas recurrentes en la filmografía de Allen es el amor, el complicado y difícil vínculo de las relaciones de pareja.
A veces ha llevado la palabra «amor» al título mismo de las películas, como en La última noche de Boris Grushenko, cuyo título original en inglés es Love and Death («Amor y Muerte»), en Todos dicen I love you o, más recientemente, en A Roma con amor.
No es exagerado afirmar que en casi todas sus películas aparecen los conflictos entre matrimonios, amigos o amantes. En algunas de ellas estas tensiones constituyen el eje central del argumento de la película, como ocurre en Annie Hall, Manhattan, Maridos y mujeres o Hannah y sus hermanas. Pero las relaciones de pareja están también presentes —y de qué manera— en Match Point y Delitos y faltas, y también en Si la cosa funciona, en Magia a la luz de la luna, en Recuerdos o en Otra mujer. Resulta difícil encontrar una sola de sus películas en la que no se aborde, aunque sea de forma tangencial, este asunto.
Sobre el cine de Allen se han escrito decenas de libros, cientos de artículos, incluso sesudos estudios universitarios y hasta alguna tesis doctoral. Las noticias publicadas en prensa son, literalmente, inabarcables, escritas en todos los idiomas que uno pueda imaginar. Buscando entre todo ese material se pueden descubrir datos muy curiosos. Así, por ejemplo, existe un estudio sobre la infidelidad en las relaciones de pareja en las películas de Allen. Y el estudio concluye, tras analizar toda su filmografía, que en casi el noventa por ciento de sus filmes aparecen comportamientos de infidelidad entre los personajes, un porcentaje que, siendo realistas, me temo que probablemente no se separe mucho del que ofrece la vida real, cosa diferente es que se cuente o se haga público. Quizás sea cierto que el cine no es más que un espejo de la realidad.
Para Allen, sin embargo, el romance no es más que otra excusa para huir de la desolación, una válvula de escape ante el vacío existencial. Así lo definía, hace algunos años, en un encuentro con periodistas para promocionar una de sus películas:
«Lo más importante en la vida es estar distraído. Hay que buscarse problemas lo suficientemente difíciles de resolver para evitar estar preocupado por los verdaderos problemas. Los problemas relacionados con el amor son bastante entretenidos. ¿Me querrá esa mujer? El amor es una forma de evitar pensar en la vida.»
Sin duda es una forma de verlo, aunque a veces las relaciones de pareja se acaben emponzoñando hasta la gangrena y estén a punto de llevarse por delante, como si de un tsunami se tratara, toda nuestra vida. Es un tema del que, desgraciadamente, Allen puede hablar con conocimiento de causa, porque lleva ya tres matrimonios (Harlene Rosen, Louise Lasser y Soon-Yi Previn) y dos largas relaciones que, sin pasar por los juzgados ni la vicaría, son casi equivalentes (Diane Keaton y Mia Farrow), una de las cuales le ha causado un inmenso e injustísimo daño.
Diane Keaton recuerda su primera colaboración artística con Allen, en Sueños de un seductor. Para Keaton era su primera experiencia como actriz en Nueva York, adonde había llegado procedente de su California natal buscando abrirse camino en el difícil mundo del espectáculo. Ella misma lo cuenta en su estupendo libro de memorias Ahora y siempre:
«Woody Allen y yo nos conocimos en el otoño de 1968 en el teatro Broadhurst, cuando me presenté a una prueba para Sueños de un seductor. Leímos juntos. Era gracioso, pero no intimidaba. Conseguí el papel (...). Durante los ensayos me enamoré de Woody. ¿Cómo no iba a hacerlo?»
Después su trabajo juntos terminaría ofreciendo resultados extraordinarios en la pantalla: Annie Hall, Manhattan y hasta un total de nueve colaboraciones.
Su matrimonio con Soon-Yi le ha convertido en una persona más accesible, más abierta, en definitiva. Soon-Yi es una mujer inteligente y generosa, extraordinariamente detallista, siempre pendiente de que todo el mundo que está a su alrededor se sienta bien. Ella es quien le ha dado la estabilidad necesaria para seguir acudiendo puntualmente a esa cita anual con los espectadores en las salas de todo el mundo. Y sin lugar a dudas es la responsable de que nos encontremos, desde hace ya unos cuantos años, con un Allen más relajado y feliz.