Pórtico

“El niño es el padre del hombre”, dice en alguno de sus poemas Wordsworth, ¿o es Coleridge? Es sin la menor duda verdad, pero no lo es menos que ese padre del hombre que es su hijo el hombre, el adulto, lo conoce mal, o incluso lo desconoce en alto grado, si no totalmente. Hay, es evidente, una relación ontológica entre uno y otro: sin el ente niño no existiría el ente hombre. Pero en el plano de la memoria y de la realidad psíquica hay una disyunción fatal entre niño y hombre por la simple razón de que el uno no cabe en el otro: el niño porque ha existido como yo-pasado y el hombre porque, al existir a su vez como yo-presente, no tiene espacio existencial para acoger al yo-pasado del niño. En el psiquismo profundo hay un básico desconocimiento mutuo que sólo aparentemente admite una relación en exterioridad, como entre un hombre y otro: es el hecho simple de la sucesión física o corporal, los genes que pasan de uno a otro indefectiblemente y la memoria que trae al presente del hombre una serie de datos cronológicos sobre hechos, pensamientos, voliciones, afectos que configuran una imagen espectral, más o menos verídica, del yo-pasado del niño. Pero lo que la memoria le trae al hombre acerca de éste no es, no puede ser una presencia inmediata y viviente, sino una imagen fragmentada de puntos brillantes, más o menos luminosos o bien oscuros, que forman una especie de archipiélago en el olvido-océano del yo-pasado. En profundidad el hombre desconoce al niño, sólo llega a tener de él, su padre, una especie de cédula o tarjeta de identidad que manifiesta que en el mundo de la exterioridad social el niño es la misma persona que el hombre.

Así, en el fondo de la experiencia vital del individuo humano, lo más cierto es que, como decía Rimbaud, “Je est un autre” (Yo es otro). En uno de los ensayos de mi libro Un dios con prótesis (Huerga y Fierro, Madrid, 2011), tratando de explicitar filosóficamente esta “desazonante heterogeneidad del yo”, se dice: “Vemos al niño, al muchacho, al joven que hemos sido al fondo del túnel del tiempo, se mueven vagamente como animálculos en un fluido desconocido, seres que fueran un día vivos flotando en un acuario lleno de formol. ¿Un día vivos? Pero ¿es que están muertos? No pueden estarlo porque si lo estuvieran lo estaríamos nosotros también. ¿Cuál es entonces su estado de existencia? Sólo podemos imaginar una especie de limbo —dentro de nosotros mismos— en que la existencia consiste en haber existido y en seguir existiendo por procuración en nuestro yo-presente. Lo incomprensible, lo inasimilable para este yo-presente en su sentimiento de integridad es pensar que el niño, el muchacho, el joven están en nosotros, sus cuerpos en nuestro cuerpo, sus almas en nuestra alma, que hemos fagocitado esos cuerpos y esas almas y ya sólo la memoria, a través del túnel del tiempo, nos permite, si no experimentarlos, re-vivirlos, eso es imposible porque para eso sería necesario desvivir lo vivido, es decir algo absurdo, al menos imaginarlos como si fueran otros cuerpos, otras almas, otros yo.”

Este libro habla de ese otro yo, el niño o chaval Azulejo, que dejé de ser hace más de sesenta años. Y hablo de él, en efecto, como si fuera un otro-yo, un existente que es seguramente mi padre pero al que no puedo re-vivir sino como alguien separado esencialmente de mí, otroyo al que la memoria me lleva como al explorador le lleva su curiosidad a descubrir una terra incognita. Y terra incognita es lo que intenta explorar el autor ayudándose de la cartografía vital muy sumaria que ha podido reunir (esencialmente gracias al “buscador” de la memoria) en su yo-presente, sabiendo que el yo que explora es un otro-yo que no se deja descubrir sino con un esfuerzo de memoria pero, sobre todo, de imaginación, la misma imaginación a la que recurre el narrador para hacer vivir a sus inexistentes personajes. Es pues una aventura exploratoria la que se intenta en este libro sabiendo muy bien que el territorio que se trata de descubrir es un ámbito muy fragmentado y difuso en el que la memoria ha de poner unos hitos orientadores y limitantes, y es la imaginación (una imaginación justa, exacta, debe añadirse) la que completa las muy frecuentes zonas ignotas. En definitiva, puede aceptarse sin grandes reservas que la reconstrucción de un inexistente yo-pasado por medio de la escritura (es decir, de la literatura) es veraz y no traiciona lo esencial de ese yo-pasado.

Al niño-chaval cuya entidad vital aquí se reconstruye no se le da mi nombre. Se le llama Azulejo —apelación que tiene un real origen biográfico— porque es una manera razonable de alejarle de mi yopresente como un otro-yo que fue y ya no es, ¡o ya no soy! Un sentimiento de íntima sospecha me inducía a no dar por real y efectiva una identidad que, ya lo he dicho, siento como algo bastante fantasmal. Así podía hablar más libre y verazmente de ese otro-yo ya inexistente. Sólo en la primera parte de este relato, la titulada Conversación con Azulejo, aparecen juntos ambos existentes, el yo-pasado y el yo-presente, como si pudieran comunicarse directamente. Pero es, ya se dice, un “sueño de una tarde de primavera”, libre reconstrucción de un imposible por la imaginación.

El título del libro indica con precisión a qué época remiten estos relatos: los años treinta y primeros cuarenta del pasado siglo. En el centro de todo ese periodo está lo que aquí se llama la Gran Tormenta, a saber la guerra civil que se califica más propiamente de guerra incivil, porque lo fue, incivil, para el chicuelo Azulejo y su familia y, claro es, para varias generaciones de españoles hasta los comienzos del presente siglo. El infantil protagonista pertenecía a una familia republicana, parte de ese bando que suele llamarse de los vencidos —aunque el yo-presente que esto escribe tiene la convicción profunda de que todos los españoles, de uno y otro bando, fueron vencidos en esa incivil guerra por la violencia, el terror y el devastador silencio de casi medio siglo. Y sólo con la muerte del mediocre dictador que hizo posible esa universal derrota española empezó lenta y trabajosamente a borrar la España viva una derrota y una victoria de las que aun quedan, ay, rescoldos en demasiados corazones. Incluido, es honrado reconocerlo, en el de quien esto escribe, que de todos modos desea ardientemente que esos restos del incendio se apaguen definitivamente. Pero sin olvidar los horrores, todos los horrores, para que nunca más se repitan.