El niño está junto al muro de la yedra. Es un gran muro, ancho y alto, que separa el patio de la casa vecina. Todo él cubierto de yedra espesa y profunda en la que su pequeño cuerpo desaparece cuando juega a esconderse. Para el niño es como una selva. Así la imagina. Una selva vertical que termina en el alero del tejado. A veces ha querido gatear y subir, subir... Pero, una vez que lo intentó, agarrándose como pudo a los gruesos troncos aferrados al muro y a las ramas salientes y frágiles, resbaló en seguida, arañándose los brazos y piernas desnudos, además de rasgarse la blusa y el pantalón corto. No lo ha vuelto a intentar. Pero ganas no le faltan y siempre anda mirando con mirada atenta y concentrada hacia arriba. Porque, sobre todo, lo que le fascina es el enjambre de gorriones que, cuando empieza a caer la tarde, se juntan en la parte superior del muro de yedra en espléndido guirigay y algarabía de gorjeos, píos y batir de alas. Cuánto le gustaría subir gateando, como ágil monito o sigiloso minino, por entre la selva vertical para sorprender a los pájaros en medio de su barahúnda. Pero no se atreve. Sobre todo por temor a los azotes con que le ha amenazado su madre.
Su madre... Justamente, ella está sentada no muy lejos, en el otro rincón del patio, bajo la acacia ya toda verde, donde empiezan a blanquear los primeros racimos de flores “pan-y-quesillo” (como las llaman los niños, que se las comen, claro)... Es el jardín de los abuelos. En realidad, ya sólo de la abuela, porque el abuelo está ya muerto. El niño no sabe muy bien qué es estar muerto. Sólo sabe que ya no puede acercarse al anciano calvo y cariñoso, sentado en su butaca de mimbre, con sus muletas de artrítico descansando a ambos lados, para que le levante con sus brazos, que aun puede manejar bien, le ponga sobre sus rodillas y le acaricie el pelo (“el canito” le llama el anciano: el niño es un poco rubio; lo que de adulto le hará sonreír un poco; porque canito, lo que se dice canito sólo lo será a los 50 años, con las auténticas canas que la edad le regale...). El hecho es que el abuelo de gran cabeza maciza, de rasgos nobles y enérgicos y ojos bondadosos, ha desaparecido. Y el niño no sabe bien a donde se ha ido. Aunque algo sospecha, porque el día en que el anciano se fue, metido en una larga caja de color oscuro (¡qué cosa tan rara!), observó que por el rostro de su padre, serio y enérgico como el del abuelo, se deslizaba una lágrima, una o más, no sabe bien... Su padre no llora nunca, no puede. Eso es cosa de niños y mujeres. El es un hombre y tan fuerte...
De eso hace tan sólo unas semanas, quizá unos meses. Ahora únicamente puede ver el niño a la abuela, mucho menos cariñosa que el viejecito que ha desaparecido. La abuela que le regaña con su voz aun firme y bronca cuando él husmea por los rincones en busca de algún trasto viejo con que jugar: un día se encontró detrás de un armario un cochecito de niño lleno de telarañas que debió de ser de su padre y sus tíos, cuarenta o cincuenta años antes. Hasta le tira a veces de la oreja y le llama medio seria medio cariñosa “hereje” (¿qué querrá decir “hereje”?). La abuela que está gorda como un tonel y que al andar parece como un gran pato, casi a punto de echarse a rodar. ¡Gorda, gorda!, quisiera gritarle el niño. Pero no se atreve por no avivar las malas pulgas de la abuela.
Pero, piensa, ahora también está gorda su madre. ¿Por qué será? Otra cosa rara. El mundo está lleno de cosas raras y misteriosas, unas agradables, otras inquietantes. La selva de yedra con su enjambre de gorriones, la caja negra en que se fue metido, ¿quién sabe a dónde?, el abuelo, las lágrimas de su padre, la enorme, increíble gordura de su madre... Sobre todo ese vientre tan abultado, como el de la vieja mendiga zalamera que antes venía a pedir limosna a casa y que también ha desaparecido. Hasta la cara se le ha hinchado. ¿Qué tendrá? ¿Estará enferma? Eso decía su madre de la vieja pordiosera. Ahora tiene que andar muy despacio, casi tan despacio como la abuela. Y parece siempre cansada. Se sienta en la mimbrera del patio (quizá la que dejó vacía el abuelo al irse), y allí se pasa largas horas, hablando con la abuela, o a veces con los tíos. El niño le reprocha silenciosamente que se ocupa poco de él, un poco más de su hermanito Fede que aun no se vale bien solo. De casi todo se encarga la niñera.
El niño, sentado en el suelo empedrado del jardín, se ha desentendido del holgorio de los pájaros. Mira pensativo a su madre. Y no comprende bien lo que pasa. Algo raro ocurre que no consigue explicarse. Y no quiere preguntar a nadie. Ni siquiera a su padre. Hay en todo ello algo que le intimida y le inquieta. Tendrá que esperar a ver qué es lo que pasa. Le gustaría liberarse cuanto antes de ese gusanillo de la inquietud.
El jardín está ya muy florecido. Por todas partes la abuela ha dispuesto macetas con flores. El niño ha oído decir que mayo es el mes de las flores. Debe de ser el mes de mayo. Lo que más le encanta es oler la albahaca. (Medio siglo después aun andará tratando de conseguir que la albahaca no se seque en invierno, y además en climas fríos: ¡qué disparate!). También le exaltan el perfume de la hierbabuena y el del sándalo. Pero la abuela le acecha para que no se acerque demasiado a las flores: “¡Cuidado, niño, no seas hereje, cuidado...!” “¡Abuela gorda!”, masculla el niño. La quiere mucho, claro; pero es muy regañona. Que le deje en paz. El no ha roto ninguna flor. Si sólo las huele y las acaricia...
Por el gran portalón que da a la calle entra alguien. Es uno de sus tíos que viene a ver a la familia como todos los días, y a ver si la abuela le ha preparado uno de esos ricos rinranes con atún de bote que tanto le gustan a él y a sus hermanos. Se acerca al niño que sigue inmóvil en el suelo de suaves piedras y le tira cariñosamente del flequillo: “¡Hola, pillastre! ¿Qué le has hecho hoy a la abuela? ¿Le has tronchado una flor? ¿Verdad que es mandona? No le hagas caso. Haz como yo.” Luego se va hacia la madre, sentada en su mimbrera, con las manos descansando en el regazo. El tío habla con ella; el niño apenas entiende lo que dicen. Por la parte del patio que da al interior de la casa sale con sus lentos pasos de tonel la abuela. El niño ve como el tío se inclina sobre la madre y le da con la mano un par de golpecitos suaves en el vientre hinchado, hinchado, al mismo tiempo que le dice algo. El niño oye mal. ¿No ha dicho el tío...? Sí, ha dicho: “Es para pronto, ¿no?”
Y, súbitamente, es como un deslumbramiento que cincuenta años más tarde seguirá dejándole asombrado con su relámpago de evidencia. El niño cree dar un salto de sorpresa, aunque no se ha movido. Ya sabe. Ya sabe lo que hay en el vientre de su madre. Casi sale corriendo asustado para gritarle: “¡Que se va a ahogar!” Pero no se mueve ni un centímetro, como en esos sueños en que alguien le persigue para hacerle Dios sabe qué y no logra mover ni un milímetro las piernas. Hay una revolución en su interior. Siente alegría porque ahora sabe que su madre no está enferma. Siente miedo de que el niño se ahogue si sigue ahí dentro, como cuando la niñera, la muy bruta, le pone a él un almohadón sobre la cara, por la noche, y le dice que le va a ahogar, para asustarle. Siente júbilo por la próxima llegada (“Es para pronto, ¿no?”) de un nuevo bebé, que será feo como el otro, pero tan curioso... Y siente desconcierto porque no sabe como se ha instalado allí dentro ese hermanito que va a venir. Aunque... No sabe ir más lejos, se topa con una pared oscura. Pero, además, se siente enfurruñado, enfadado y furioso porque le han engañado. ¿Qué es esa tontería de la cigüeña que le han contado? ¿Por qué se burló de él su madre cuando vino el primer hermanito? ¿Por qué se ha desentendido su padre cuando le ha expuesto sus dudas sobre la tonta historia de la cigüeña? No se la había podido creer. Pero, a falta de una explicación de esos grandullones de mayores, había terminado por aceptarla. Aunque refunfuñando para sus adentros. Y ahora... ¡Qué mentira! Bien veía él que las cigüeñas se estaban quietas en la torre, o bien volaban para buscar chicharras y saltamontes para los cigüeñatos. Pero nunca las había visto con un niño recién nacido en el pico o entre las garras. ¿Y cómo van a tener bastante fuerza para sostenerlo? Y, además, ¿de dónde van a traerlo? ¡Qué tontería! ¿No puede él comprender ya estas cosas? ¿Por qué ha de enterarse como ahora, por su imaginación? ¡Como si le hubiera caído un rayo encima! Está casi a punto de llorar. Pedirá explicaciones a su madre. Claro que sí. Y a su padre. Y a la abuela. Y luego no les hablará durante todo un día. ¡Para que no vuelvan a burlarse de él!
Pero eso será más tarde. Ahora no puede ni hablar, ni moverse. El asombro le embarga hasta las raíces de su frágil existencia. Siente como si algo le hubiera revuelto por dentro todo el cuerpo y como si viera más claramente el azul del cielo y como si hubiera crecido por todos lados y fuera más fuerte y más inteligente pero al mismo tiempo tuviera miedo de no sabe qué: algo oscuro e inquietante que le acechara en alguna esquina del tiempo... Poco a poco el tumulto interior (¡más grande que el de los gorriones en la yedra!) se va apaciguando. Sólo le va quedando, eso sí, el deslumbramiento. Como si el mundo hubiera estallado en un poderoso resplandor que se lo llevara en volandas por un cielo azul y brillante en que el misterio de la vida se explicaba a sí mismo con naturalidad —como el sol cuando sale por las montañas—, por una región donde reinaba una paz y una armonía en que nacimiento y muerte —el hermanito próximo y el abuelo desaparecido— se daban jubilosamente la mano y el dolor y la alegría eran una misma cosa: la vida misteriosa pero llena de luz cálidamente vivificadora.
El niño se levanta, se acerca lentamente pensativo y sereno a su madre, se inclina sobre ella, se abraza a su vientre y pone sobre él su cabeza medio rubia. La madre le pasa la mano por el pelo, suavemente, sonriéndole.
En la yedra del patio los gorriones prosiguen su frenética algarabía.