El niño tiene que empinarse alargando el cuerpo con esfuerzo para poder llegar a la empuñadura de la ventanilla. Aun le faltan tres meses para cumplir los ocho años, pero está bastante crecido para su edad gracias a las intensas sesiones de gimnasia con su padre y a las frecuentes carreras tras las perdices por los barbechos y tras el balón en las eras del pueblo, en desordenados y broncos partidos de... cualquier cosa menos fútbol. Piensa Azulejo que ya no es un pequeñajo como su hermano Fede, que está justamente detrás de él empujándole para hacer como si le ayudara, en realidad porque quiere mostrar que también él es ya un muchachito y no un pequeñajo como le llama su hermano mayor para hacerle rabiar, lo que a veces le impulsa a tomarse venganza lanzándole unos cuantos puñetazos a las costillas con un vigor que no es fácil suponerle a su edad, seis años apenas cumplidos.
Azulejo le ha pedido a su madre, sentada en el compartimento de segunda junto a su padre, el abuelo Paco que se esfuerza en leer el periódico con sus gruesas gafas de miope a un par de centímetros del papel, que le deje salir al pasillo y abrir la ventanilla para tener un poco de fresco y contemplar el paisaje que desfila al parecer aceleradamente a la modesta velocidad de sesenta kilómetros. “Bueno, le ha dicho la madre, pero baja la ventanilla sólo a la mitad. Y no te asomes, es peligroso. ¿No has leído el letrero junto a la ventanilla donde lo dice, también en portugués: Es perigroso debrucarse”. Y añade: “¡Y cuidado con las carbonillas! Si te entran en los ojos luego te quejas y te restriegas mal los ojos con los dedos.”
Ahora que ha bajado la ventanilla —sólo a la mitad— puede asomar un poco al menos la parte alta de la cabeza, para que su madre no le regañe y venga a cerrarla completamente. Un viento fresco y ligeramente húmedo, tan agradable en este caluroso anochecer de julio, le levanta el flequillo. Se empina de nuevo alzando los pies como un bailarín clásico y consigue sacar el rostro entero, procurando que su madre no lo vea. Pero, mira por donde, el aviso de su madre se convierte en realidad: dos o tres finas carbonillas —esas leves partículas que la locomotora expide incesantemente con el humo— se infiltran en sus ojos, lo que le hace apartarse bruscamente de la ventanilla y rasparse ambas cuencas con los puños cerrados. Mientras, Fede corre junto a su madre gritando: “Las carbonillas, se le han metido las carbonillas.” Su madre le alarga un pañuelo: “Ya te lo había dicho. Pásatelo suavemente por los ojos. Y no vuelvas a sacar la cabeza. ¿Has oído?”
Ha oído: no volverá a sacar la cabeza. Sólo hará algo que le encanta: contemplar a través del cristal el paisaje que desfila —él supone que aceleradamente— a la modesta velocidad que es la de un tren de la época. Pasan ante sus ojos viñedos, olivares, rastrojos, algunas casa de campo aisladas, unos escasos chopos junto a los arroyos... la llana campiña toledana entre las montañas del norte y las del sur. Justamente, muy a lo lejos, empequeñecidos por la distancia, distingue el niño a la luz ya amarillenta del crepúsculo incipiente las serranías que son las estribaciones de Gredos, las altas montañas con el pico Almanzor al fondo, el paisaje en lontananza que contempla desde su pueblo, desde la finca de su abuelo junto al río Alberche, que ya tan pequeño le fascina como un soñado paraíso al que no sabría cómo llegar. Justamente esas remotas montañas las ve ahora bajo el fulgor crepuscular, afiladas y límpidas, pero bajo una capa de nubes sombríamente moradas. Azulejo piensa que esas nubes van a traer lluvia, quizá tormentas, como muchas de las que vienen del Atlántico por el oeste atravesando Portugal o Galicia. Calcula que, marchando el tren a buena velocidad hacia el oeste, hacia Talavera de la Reina y Extremadura, terminará por cruzarse con esas nubes. Aun están lejos, pero en marcha como el tren que hacia ellas los lleva. Y seguro que más allá de Torrijos, ya anocheciendo, se encontrarán unas y otro y quizá no falte un buen chaparrón, hasta rayos y truenos, ¿quién sabe?, esas nubes no tienen buena pinta. Bueno, si se pusiera a llover, incluso a diluviar, allí en la estación estará el taxi esperándoles y no tendrán que mojarse. Por lo demás, a Azulejo le fascinan las grandes tormentas con rayos y truenos, le exalta la manifestación grandiosa del poder de la naturaleza. Y aun le ocurre salirse de la casa y refugiarse bajo un árbol para poder disfrutar mejor de la fabulosa escenografía eléctrica de rayos y truenos. Aunque a veces...
Mientras contempla un poco distraídamente el paisaje que parece correr hacia atrás como si el tren no se moviera —fenómeno que ya le había sorprendido y fascinado otras veces—, recuerda el chicuelo los cinco días pasados en Madrid. Vuelve a su pueblo con el ánimo muy excitado por las novedades que le han tocado vivir en la gran ciudad. Es la primera vez que esto le ocurre, apenas si hasta ahora había salido de su pueblo, salvo a los pueblos vecinos y, más de una vez, al pueblo de su padre, para visitar a su abuela María (su abuelo paterno, Felipe, murió cuando Azulejo tenía cuatro años). ¡Y qué deslumbramiento el suyo ante el espectáculo de la urbe! La cosa ya empezó la noche en que llegaron en el tren a la estación de Delicias. Mirando por las ventanillas desde varios kilómetros antes de que el tren se parara, un inmenso océano de luces fue desfilando ante la vista de los dos niños, dejándolos con la boca abierta y aun más los ojos. Así había comenzado, cinco días antes, la entrada de Azulejo y su hermano en el Jardín de las Maravillas. Ahora que vuelve a su pueblo, siente ya una suave nostalgia de la ciudad prodigiosa, pero se consuela pensando que ha de volver muy pronto a ella, en el ya muy próximo mes de septiembre. Y esta vez para quedarse, Porque ya se lo han dicho en casa: a su padre, maestro nacional, le han asignado una escuela en Madrid y toda la familia tendrá que estar allí para septiembre y el comienzo de las clases. Ni él ni su hermano Fede irán ya a la escuela de su padre. No, si han hecho este viaje rápido a Madrid es porque a los dos hermanos iban a admitirlos como alumnos en el Instituto—Escuela, uno de los establecimientos docentes de la Institución Libre de Enseñanza que ahora, con la República, ha alcanzado su máximo prestigio social y educativo. Los dos niños tenían que pasar una especie de examen preparatorio para ingresar en las clases de párvulos. A los dos los han admitido, después de pasar un día en clase con otros niños de su edad —lo que originó un pequeño incidente porque a Fede, al ver que su madre les dejaba solos, le entró una inconsolable llantina que la maestra no logró interrumpir, hasta que le prometió que su madre había ido a un recado urgente y volvería en seguida, apoyando sus palabras con unos gestos cariñosos y un puñado de caramelos de un verde incitante.
A Azulejo le encantó la Escuela, un edificio luminoso en medio de parterres de flores en pleno esplendor y de frondosos árboles, los del Retiro madrileño en cuyo centro se ubicaba la Escuela. Sólo la idea de que podrá volver a ella en septiembre, dentro de dos meses, le llena de alegría. Y aunque piensa que marcharse de su pueblo no dejará de entristecerle un poco, al principio sobre todo, sabe que volverá a él en vacaciones y podrá seguir jugando con sus amigos de siempre, los chicuelos de su edad, en las eras dando patadas al balón —de reglamento, claro—, persiguiendo perdigones por rastrojos y cerros o bañándose en la alberca de la huerta o en el río Alberche junto al que su abuelo tiene una finca grande a la que van con frecuencia en el tílburi que guía su padre. Además, aprovechará ese verano para proseguir con sus juegos un poco pícaros, incluso de un tímido erotismo infantil, con las muchachitas del pueblo, algunas mayores que él y que a menudo saben más que él de estos escarceos sensuales, a decir verdad muy inocentes pero en los que él aprende poco a poco a vencer su innata timidez. Piensa también en los juegos un poco turbadores que le permite, y aun le facilita, su niñera, una gordezuela de diecisiete o dieciocho años. Pero supone que Pilar se marchará en septiembre con la familia a Madrid para cuidar a los niños, sobre todo al pequeño Lito, que acaba de cumplir dos años.
El abuelo ha ido a Madrid para que le examine un gastroenterólogo sobre el mal estado general de su aparato digestivo. En cuanto a su miopía, o hipermetropía, no hay nada que hacer: las gafas de no se sabe cuantas dioptrías que le han recomendado le sirven a duras penas para leer, por lo que Azulejo se estás convirtiendo cada vez más en una especie de lazarillo de su ceguera.
Y hay otro motivo para que Azulejo piense con alegría en su próximo retorno a Madrid: poder ver de cuando en cuando a Aurea, Aurita como todos la llaman, una niña de siete años, morenita de pelo negro y grandes ojos brillantes, de finos rasgos faciales y gráciles andares, una verdadera preciosidad, se dice Azulejo, mucho más linda que todas las chicas del pueblo, y hay algunas muy lindas. Es la hija de su tío Lucío, primo hermano de su abuelo en cuyo piso han sido generosamente acogidos los cuatro viajeros para los cinco días que iba durar su estancia madrileña. El abuelo de Azulejo, además del parentesco, tiene a su primo Lucío casi por un hermano, y viceversa. Aurita, la hija menor de la familia, no es prima de Azulejo, sino de su madre, por tanto es su tía. Por lo que al niño, un año mayor que la morenita, le suena a cosa rara. Pero, sea prima o tía, el hecho es que al chicuelo se le ha quedado estampada en la memoria la grácil figura de Aurita. Volverá a verla, claro, quizá ya en septiembre. Y esa fijación anímica será de tal calibre que muchos años después, adolescente ya de dieciséis años y gran lector de todo lo que cae entre sus manos, Azulejo descubrirá entre la serie completa de los Episodios nacionales de don Benito Pérez Galdós, unos libros publicados en los años 30 con la bandera republicana en la portada, varios episodios de la tercera serie en que aparece una joven muy hermosa que se llama, justamente, Aura, Aura Negretti, antigua novia de un señorito madrileño que la busca en medio del maremágnum de la primera guerra carlista, mientras ella, cansada de esperarle, se enamora de un primo suyo, el vascazo Zoilo Arratia. Zoiluchu como ella le llama, con el que termina casándose tras la batalla de Luchana y la liberación de Bilbao del cerco carlista. Tal impresión le hizo al muchacho Azulejo encontrar a otra Aurea (Aura ahora) que terminó enamorado de la joven Negretti imaginándose con pasión en el personaje de Zoilo y guardando una inquina inmerecida al señorito madrileño Fernando Calpena.
Torrijos: el tren está entrando en la estación de la pequeña ciudad toledana a donde Azulejo ha ido alguna vez con su padre y su hermano Fede en el mismo tren que ahora le lleva a su pueblo. La parada es aquí un poco más larga que en las anteriores estaciones. Torrijos es cabeza de partido judicial. Azulejo sabe que ya sólo faltan 30 kilómetros para llegar a su estación, Illán de Vacas, donde debe de esperarles el taxi de El Chato, y quizá su padre con su otro hermano, el pequeñín Lito, Angelito, con sus dos añitos recién cumplidos (aunque llegarán ya demasiado tarde para un niño casi en mantillas, lo normal es que esté ya en su cuna). Mientras el convoy se pone fatigosamente en marcha, con los resoplidos y estornudos de la locomotora que lanza al aire trombas de humo negro, Azulejo observa como el anochecer se va convirtiendo ya rápidamente en noche cerrada. La gran masa de nubes que se acercan amenazadoramente por el oeste han hecho ya desaparecer los últimos fulgores del crepúsculo. El niño calcula que la sombría vanguardia que cubre el cielo debe de estar ya llegando a la estación de Illán. ¿Van a tener que descender del tren bajo el inevitable aguacero en medio de uno de esos turbiones propios del verano toledano tras la abrumadora canícula del día? Si es así, quizá su padre no haya acudido a la estación a esperarlos, en todo caso sin Lito. Azulejo empieza a inquietarse un poco. Y más cuando, medio asomado a la ventanilla, observa que entre los cárdenos, casi negros nubarrones comienzan a saltar chispas de quebradas formas, culebrinas como suelen llamarlas en su pueblo. ¡Eso sí que es una tormenta, una tormenta en toda regla! Y se vuelve hacia su madre para decirle sus temores: “Padre no va a poder venir.” Su madre le tranquiliza: “Vendrá con Juan en el coche, no te preocupes.”
Como si presintiera lo que le va a caer de golpe encima, el convoy parece haber aumentado mucho su velocidad, quizá se está dando aires de expreso. La locomotora sopla y resopla como caballo enfurecido en plena carrera, dispuesta a atravesar a todo vapor el diluvio que se avecina y llegar a Talavera, la estación principal del trayecto, con tiempo despejado. Cuando se para, apenas un par de minutos, en la estación siguiente, el cielo está ya encapotado a la vertical y la lluvia empieza a caer, aun mansamente. Tras el cristal de la ventanilla que su madre ha cerrado, Azulejo observa como hacia Illán, su estación a unos diez kilómetros más al oeste, es ya noche cerrada, oscura noche rasgada por los instantáneos fucilazos de las nubes y atravesada por el chasquido y el largo retumbar de los truenos por toda la anchura del cielo. La que les va a caer encima en cuanto desciendan del tren, teme el niño. Y, sin embargo, observa aun por la ventanilla que al fondo del horizonte el negro manto nuboso, apartándose de las montañas de Gredos, ha dejado una gran hendidura de rosada luz crepuscular. Allí ya no llueve.
Pero, ¡ay!, están llegando a la estación de Illán y la tormenta arrecia de manera tan estruendosa e implacable que se diría que estaba esperando la llegada del convoy para desencadenar toda su furia. El tren frena bruscamente y las ruedas chirrían resbalando sobre los raíles. Con una seca sacudida se detiene frente a la estación que Azulejo conoce tan bien — cuántas veces ha ido con sus amigos para ver pasar los trenes—. El niño y su madre han acercado las maletas hasta la portezuela del vagón, mientras detrás Fede coge de la mano a su abuelo que en la oscuridad apenas ve ya sino bultos y sombras. Alguien abre desde el andén la puerta y la madre agita la mano mientras grita: “Juan! Juan!” Un hombrecillo gordo y casi calvo, Juanito El Chato, sosteniendo un gran paraguas negro abierto, se sube al estribo del vagón: “Aquí estoy. Deme las maletas.” Los viajeros están de suerte: además del paraguas desplegado, Juan lleva otro cerrado. Con sumo cuidado ayudan a bajar al abuelo, que se agarra fuertemente al cuello de Azulejo, mientras éste sostiene sobre el anciano y sus dos nietos el paraguas que le ha abierto Juan. Sacude la tromba de agua un viento tan huracanado que apenas pueden avanzar hacia la puerta de la estación, a donde llegan ya calados por lo menos en la mitad inferior del cuerpo. Juan les conduce hacia la puerta trasera junto a la que ha dejado aparcado el coche. Y con una rapidez de movimientos casi ratonil, propia de su pequeña talla, en un santiamén instala a los cuatro viajeros en el viejo Ford T que el antiguo dueño, un ricacho del pueblo lleno de trampas, le había cedido en pago por su salario mal o nunca pagado de chófer.
Allí empezó la travesía más temible que Azulejo pudiera imaginar, sólo comparable, y de lejos, a la que muchos años después hubo de realizar una procelosa noche de verano por una tortuosa carretera pirenaica en medio de un brutal desencadenamiento de la naturaleza. Pero entonces era ya un hombre de cuarenta años, mientras ahora no es más que un chaval bastante medroso y aprensivo (ese carácter aprensivo que se agravará con la otra Gran Tormenta que va a venir, mucho más larga y que tanto habrá de hacerle sufrir toda su vida). Azulejo iba a atravesar lo que en su memoria quedaría para siempre como la Gran Tormenta, suscitando en su ánimo una vaga intuición de la fragilidad del ser humano frente a los poderes de la Naturaleza.
En los casi tres kilómetros de carretera desde la estación de Illán hasta el pueblo el viejo Ford T tuvo que atravesar a trancas y barrancas, casi renqueando, una tromba de agua y un viento huracanado que casi le impedía avanzar. El Chato, junto al que se había sentado el abuelo, mientras la madre y los dos niños se apretujan en el asiento trasero, lanzaba de cuando en cuando una maldición, una sonora palabrota contra los elementos desencadenados y contra la fragilidad de su asendereado vehículo. Al principio, aunque muy lentamente, el coche avanzaba por la carretera convertida en una formidable arroyada que cubría casi todo el firme y las cunetas con un manto de agua tumultuosa. Los faros apenas lograban atravesar la espesa cortina acuosa, mientras los continuos relámpagos —parecía que se tratara más bien de uno interminable— cegaban la vista del conductor. El peor momento fue cuando el vehículo empezó a subir la breve pero empinada cuesta hasta la Asomadilla (así la llamaban en el pueblo) que ocultaba a éste y desde la que se dominaba el pueblo de Illán y la línea del ferrocarril. El coche empezó a jadear y antes de que alcanzara el alto se paró: el motor se había calado. Lanzando un furioso juramento, el Chato, sin preocuparse del violento diluvio, y olvidando el paraguas, salió del vehículo y levantó el capot; estuvo un momento revolviendo algo en el motor, sacó del portaequipajes la manivela para hacer arrancar al motor y... de golpe Juan dio un respingo y el coche retembló y pareció moverse de lado: un formidable estampido, unido a un resplandor fulgurante, resonó por todo el contorno como si hubiera estallado una poderosa bomba. Un rayo había caído, literalmente caído en tierra, muy cerca del coche parado, a veinte, a cien, a doscientos metros... En realidad a los pasajeros les pareció que había caído encima de ellos mismos, aunque comprobaron en seguida que estaban vivos, si bien muertos de miedo. El niño Fede se agarró gritando a su madre, escondiendo la cabeza en su seno, y Azulejo, aterrado, tiritando de miedo, se puso a gritar llamando a su padre mientras el abuelo desde el asiento delantero trataba de tranquilizarlos con voz trémula: “Ya ha pasado, niños. Estaremos en casa en un periquete. No lloréis.”
Recuperado del tremendo susto, Juanito metió la manivela por la parte delantera del motor y la hizo girar con violencia. A la tercera vuelta el motor logró arrancar y El Chato se apresuró a apretar el acelerador un buen momento. Volvió a sentarse al volante, calado él hasta los huesos, y con una sonrisa forzada dijo: “No ha sido nada, no ha sido nada. Dentro de poco estamos en casa, niños.” Pero los pocos minutos que quedaban se volvieron horas para el terror de los dos chicuelos porque la furia de la tormenta no disminuyó, si bien ya no cayera otro rayo tan cerca como el que habría podido fulminarlos a los cinco por la proximidad. Llegando ya al pueblo, Azulejo, que aun tiritaba de terror, se desasió del abrazo de su madre que tenía cogidos a los dos niños y miró por la ventanilla. En la cerrada oscuridad de la noche la torre de la iglesia apareció fulgurantemente como una blanco fantasma a la luz de un relámpago seguido en pocos segundos de un formidable trueno que pareció recorrer todo lo largo del pueblo. El turbión seguía llenando todo el espacio ante el coche que avanzaba lentamente, rebotando las mangas acuosas en el parabrisas que no lograban aclarar las inútiles escobillas encargadas de limpiarlo. Al fin salieron de la carretera torciendo a la derecha; el coche enfiló la calle que llevaba directamente y cuesta abajo a la casa de Azulejo. Una tumultuosa riada bajaba por la calle a más velocidad que el coche que, más que rodar, parecía ser arrastrado por el agua. El gran portalón de dos batientes estaba abierto: el coche entró directamente en el patio de la casa y se detuvo en un lago acuoso que diez o quince centímetros de espesor. El padre de Azulejo y la niñera, ambos provistos de paraguas y mantas, aguardaban a que se abrieran las puertas del coche. Los primeros en salir, tras Juanito el chófer, fueron los dos niños; se lanzaron chapoteando hacia su padre, que los alzó en el aire con sus brazos y los depositó en el pasillo de la casa, ya en sitio seco, para volver a ayudar al abuelo y a la madre. En pocos minutos todos estuvieron reunidos en la cocina, junto al hogar en que ardían furiosamente, como si respondieran a la tormenta exterior, gruesos troncos de leña. Había que secar a los náufragos, empezando por los niños que seguían tiritando, si no de frío sí de miedo. Azulejo preguntó a su padre por el pequeño Lito: dormía tranquilamente en su pequeña cuna, ajeno a la estruendosa batahola de la Naturaleza.
Al día siguiente se levantó ya tarde Azulejo, todavía con el terror recorriendo su cuerpo. Pero al abrir la ventana de su cuarto penetró en él un raudal de luz solar casi cegándole desde un cielo hondamente azul. Al parecer la gran tormenta se había marchado rumbo al este, hacia Madrid, aunque dejando encharcado y embarrado todo el pueblo y desgajados varios árboles. A Azulejo le entraron ganas de cantar, de saltar, de bailar, de correr a abrazar a sus padres y al abuelo, de coger entre sus brazos al gracioso Lito, el niñito al que quería quizá tanto como al abuelo, y a sus padres, y a Fede... En el fondo de su memoria iba a quedar el recuerdo de aquella noche infernal de tres kilómetros de largo: sesenta años después aun seguía sintiendo en su carne el pavor que hubo de pasar cuando, bajo el cielo desencadenado contra ellos, tuvo un instante el presentimiento de que él y su familia no iban a salir vivos de aquella catástrofe.
No sabía aun el niño que la gran tormenta de aquella noche del 11 de julio de 1936 iba a ser para él —y así iba a sentirlo mientras viviera— el preludio de otra gran tormenta, ésta mucho más realmente Gran Tormenta, que iba a sacudir no sólo a su pueblo toledano sino al país entero, a esa España que él ya había reconocido como su patria, la tierra entera de los españoles.
Dos días después —era el 13 de julio— observó que su padre y su abuelo estuvieron escuchando buena parte del día la radio Emerson del abuelo. Por lo que pudo colegir de lo que hablaron con su madre, en Madrid, el Madrid del que acababan de volver y con el que el niño seguía soñando, se había producido un hecho muy grave: una persona muy importante de la política española había sido asesinada por un grupo de policías o guardias en venganza por otro asesinato, éste de los suyos, ocurrido unos días antes. Más tarde sabría Azulejo que el importante personaje asesinado se llamaba Calvo Sotelo.
Y cinco días después, el 18 de ese mismo mes de julio, la cosa fue aun más grave: esta vez su padre se pasó casi todo el día en el Ayuntamiento llamado por el Alcalde con otros miembros del Comité del Frente Popular. En algunos lugares de España se había sublevado contra el Gobierno de la nación una parte del ejército de esa misma nación. El Presidente del Consejo de Ministros había declarado que la intentona subversiva había sido neutralizada. Pero la cosa no estaba clara.
¿No estaba ocurriendo algo que podía ser grave para su padre, maestro republicano y militante de la UGT y como tal miembro del Comité del Frente Popular de su pueblo? Trató de sonsacar a su madre. “No te preocupes, hijo”, le tranquilizó ella. Son cosas de Madrid. No va a pasar nada.” ¿No iba a pasar nada? Azulejo se sentía inquieto; no comprendía bien, pero... algo estaba pasando. Los días siguientes iban a confirmar su inquietud medrosa: algo muy gordo había estallado en España. Por primera vez oyó decir en casa a su padre una palabra: la palabra “guerra”, “guerra civil”, añadió, con el detalle ominoso, incluso para el niño, de que “el ejército se había sublevado.”
En su infantil conocimiento del mundo y de las cosas Azulejo tuvo la certeza de que lo que estaba empezando en su país era la Gran Tormenta, ésta muchísimo más grave que la de la noche del 11 de julio, la que iba a durar casi tres años y destrozar un país que parecía haber salido de su caos secular. Comprendía así el niño que, por lo que pudo oír a su padre, ya no volvería a Madrid en septiembre, ya no podría ver de nuevo a la preciosa niña Aurita ni ir al hermoso y florido Instituto-Escuela ni visitar de nuevo la Casa de Fieras que tanto le había divertido en su rincón, entonces, del Retiro madrileño.
Con lágrimas que le picaban en los ojos, buscando como aliviar su pena, Azulejo cogió de la mano al pequeño Lito, el lindo Angelito de dos años y un mes, y se lo llevó al Jardín Grande justo al lado de su casa, adonde los niños del pueblo iban a menudo a jugar al escondite o a correr por las veredas. Los macizos de rosas de todos los colores perfumaban punzantemente el aire bajo el sol de julio y las palomas zureaban sus musicales arrullos entre las frondas de las acacias cuyas blancas flores (“pan y quesillo” como las llamaban los niños y se las comían golosamente) perfumaban también suavemente el aire de la tarde. El niño Lito echó de repente a correr con sus ya firmes piernecitas por el sendero y Azulejo le siguió mientras las lágrimas humedecían aun sus ojos ahora un poco menos azules. En su intimidad que iba despertándose a la conciencia había algo que nunca antes había sentido y que quizá iba a ser la marca que perduraría en su ánimo. Sí, la vida era un misterio.