Una de las mayores alegrías de la infancia de Azulejo fue la que recibió en la mañana del 23 de junio de 1934. Estaban él y su hermano Fede en la escuela, no en la de su padre, en la otra que regentaba con los más pequeños otro colega, cuando una criada de su casa vino a pedirle al maestro que les dejara salir a los dos hermanos porque acababa de nacer su nuevo hermanito, el que iba a ser Angelito, Lito como le llamarían comúnmente de pequeñín. La llegada de Lito fue desde el principio una fiesta para sus dos hermanos mayores, de seis y cinco años. Ya envuelto en sus pañales era el bebé el rey de la casa. Y así lo siguió siendo hasta la adolescencia, cuando ya sus hermanos eran jóvenes estudiantes en el Madrid de los cuarenta. Azulejo le tenía un cariño muy profundo a aquella criaturita que iba saliendo poco a poco de su vida de crisálida humana y engrosando a partir de su minúsculo cuerpecito. Cuando vio en él las primeras sonrisas, fue alborozado a decírselo a su madre: poco menos que estimaba que aquel bebé estaba ya casi en condiciones de jugar con él. Con su madre insistía constantemente para que le dejara darle el biberón, cosa que ella no siempre aceptaba porque no estaba muy convencida de que lo hiciera bien. Como tenían una niñera del pueblo, Felisa, una muchacha de quince años que se ocupaba también de los dos mayores, era ella la que con más frecuencia llevaba en sus brazos o en el cochecito a Lito, lo que a Azulejo le causaba envidia y celos. Y a veces se peleaba con la muchacha para que le dejara coger en brazos al nene o al menos empujar el cochecito. Cuando dejaban al pequeñín en el suelo del comedor sobre una alfombra, Azulejo le ayudaba a gatear, lo que hacía con gran viveza, coleando como un lagartito. En general los dos hermanos mayores trataban al niño con cuidado, procurando que sus caricias y besos no le forzaran en sus menudos movimientos.
Pero he aquí que un día a Azulejo se le pasó por su alocada imaginación de niño que aquel pequeño ser que aun no había cumplido los dos años, cuando gateaba a cuatro patas por el suelo embaldosado de la casa se parecía a... ¡una vaquita!. “Sí, le dijo a Fede, ¿no lo ves? Es una vaca pequeña, muy pequeña. Pero una vaca. Lo único que le falta son los cuernos. Pero tiene la teta, ¿no la ves? Es la cosita, como la teta de la vaca.” “Estás loco, qué tontunas te has inventado de nuevo. Como lo de las alas, acuérdate.” Azulejo insistió: “Le ponemos unos cuernos y podemos jugar con Lito vaquita. Verás cómo se divierte mucho.” Fede refunfuñaba poco convencido, pero terminó por aceptar el posible “juego”, ¿qué juego? Azulejo se puso a la tarea: “Tenemos que ponerle unos cuernos, pequeñitos como él.” Cogió un papel de periódico y con unas tijeras se puso a recortar una especie de gorra que pudiera entrarle en la cabeza al nenito. Luego juntó los recortes y en la parte delantera pegó a la gorra un par de cucuruchitos. “Ves, ya tiene los cuernos. Lo que no podemos es hacerle un rabo. No se le puede pegar una cuerda.”
Al día siguiente del singular y poco claro invento Azulejo aprovechó que sus padres y su abuelo habían ido a Talavera a hacer unas compras y visitar a un oftalmólogo (el abuelo) para pedirle a Felisa que les dejara a Lito un rato para ayudarle a dar los primeros pasos de pie, cosa que ya podía hacer si se le sostenía por los brazos. La niñera, que estaba lavando las ropas de Lito, les dejó hacer: “Pero tener cuidado, que es muy pequeño. Aunque sí que es fuerte.” Los dos hermanos se llevaron al pequeño en volandas al cuarto de baño, que tenía una baldosas muy lisas. Por el fuerte calor de mayo Felisa no lo había terminado de vestir; Lito estaba casi desnudo, sólo vestía una blusita que le llegaba hasta el ombligo. Azulejo le encasquetó suavemente la gorra con los cucuruchos. Después le pusieron sobre las baldosas y le dejaron que se moviera a cuatro patas, cosa que hizo con gran energía. Lito les sonreía: ¡”Pa Fe Lito! ¡core core!”, gritaba riendo en su corta lengua de trapo. Azulejo le cogió en sus brazos y le puso de nuevo a cuatro patas en el centro del cuarto de baño. “¿Ves como corre como una vaquita?”, le dijo a Fede. Miró al niño con todo el cariño que por él sentía y de repente exclamó: “¡A las vacas se las ordeña!” Miró a su hermano Fede que no sabía qué decir. “¿Y si ordeñáramos a la vaquita Lito?”
Llegado a este punto del relato, el cronista de estos episodios personales de Azulejo tiene que afirmar honestamente que él no estaba allí, contemplando el inquietante juego de los tres hermanos: en ese momento él era sólo una posibilidad incierta y desconocida, que un día, decenas de años después de los hechos, se pondría en su escritorio a la tarea de reconstruir las peripecias de un yo perdido, Azulejo. Por consiguiente, no sabe y no puede afirmar lo que ocurrió exactamente aquella mañana en el cuarto de baño de la casa de Azulejo. Lo que sí sabe y puede contar son las consecuencias de la malhadada invención de “la vaquita”. Tras los manejos de que sus hermanos, sobre todo Azulejo, le hicieron objeto, el niño Lito se puso a berrear como si le estuvieran arrancando pedazos de su carne. Alertada por los que eran auténticos alaridos de la criaturita, acudió la Felisa y al recogerle en sus brazos vio que en su barriguita había sangre. Corrió con el chiquilín al tocador de la madre y allí le limpió como pudo y le vendó la cosita que sangraba. Azulejo y su hermano rondaban por la casa sin osar acercarse a Felisa y al niño. Estaban lívidos de miedo, sin comprender muy bien lo que había pasado pero barruntando que le habían hecho una mala herejía a su hermanito. Cuando unas horas después volvieron de Talavera los viajeros, el padre y la madre se asustaron un poco por la hemorragia del bebé, aunque parecía haber cesado. Pero el aspecto de la herida en el pene no les gustó. Como no tenían gran confianza en el médico del pueblo, decidieron que ambos se marcharan con Lito al día siguiente a un pueblo cercano para que viera al niño un médico muy amigo de su padre, el doctor Carrillo, que además estaba especializado en pequeñas cirugías. Al día siguiente de mañana los tres se marcharon en el taxi de Juanito el Chato. Pero antes de marcharse el padre llamó a sus dos hijos mayores, a los que no había aplicado ningún castigo, ni siquiera un cachete, para ordenarles que se fueran inmediatamente a la cama de la que no deberían salir salvo para comer o hacer sus necesidades. “Y hasta que yo vuelva, ¿entendido? El abuelo se encarga de que hagáis lo que os digo.”
El curioso castigo les pareció a los niños sin importancia, pero cuando pasaron las horas sin salir de la cama, salvo para comer cuando les llamó Felisa, y hubieron vuelto a la cama sin ganas de siesta pensando en que no podrían jugar al fútbol con sus primos y amigos en las eras, la cosa empezó a serles insoportable; hubieran preferido una buena azotaina o un par de mojicones, dolorosos al principio pero breves, a este encamamiento obligatorio en que ni siquiera podían leer sus álbumes y libros de aventuras por prescripción del padre. De su abuelo, que tan condescendiente se mostraba siempre, sólo consiguieron que les dejara salir al patio media hora para corretear un poco y dar unas cuantas patadas a una pelota. Cuando sus padres y Lito volvieron al pueblo, dos días después, los dos hermanos estaban llorosos y muertos de fatiga, y al ver a sus padres con el chiquilín estallaron en sollozos, que sólo se interrumpieron cuando el padre les dijo que podían levantarse y andar por casa, pero no salir a la calle. Al final les dijo: “Lito está bien, le han hecho una pequeña cura y no le pasará nada. Pero pudo ser grave lo que le hicisteis. Nunca más se os ocurra tratarle como un juguete, ni vaquita ni nada por el estilo. Porque no es un juguete: es vuestro hermanito menor, ¿entendido?” El astuto castigo del padre volvió a reproducirse un par de años después (ver el episodio Robaperas), cuando ya los dos hermanos habían olvidado el de la vaquita, señal de que las correcciones y castigos a los niños suelen ser poco eficaces, al menos en la primera infancia.
Al infantil Azulejo de casi ocho años aquel incidente le tuvo en zozobra durante bastante tiempo: no comprendía cómo él, que quería entrañablemente a su hermanito, había podido hacerle sufrir, incluso crearle problemas graves para el futuro como había oído susurrar a sus padres. Al cabo de algún tiempo empezó a tranquilizarse: lo que el doctor Carrillo le había hecho al niño era sólo cortarle un trocito de pellejo, no le dijeron de donde, pero él supuso que de la cosita. Mucho más tarde se enteró de que le habían hecho, o cortado, la fimosis, una operación, oyó decir, para poder orinar más fácilmente. Y sólo mucho más tarde, cuando ya era un adolescente, supo de qué se trataba realmente. Para entonces ya Azulejo había podido comprobar, preguntando directamente a su hermano menor, que no sufría de ningún problema con su pene; al contrario, podía “descapullar” —así se decía y se dice en lenguaje normal, que la Señora Academia no ha reconocido— mejor que él mismo. Con lo que, por curiosa paradoja, el aberrante invento de la vaquita, auténtica gamberrada de infantes demasiado imaginativos como era el caso de Azulejo, terminó en apreciable ventaja para el guapo muchacho y seductor adulto que fue Angelito, Angel, en sus años de vida, repleta de conquistas mujeriles. ¡Vamos, un regalo erótico que le hicieron sus gamberros de hermanos! Aunque sería difícil averiguar si en el lado del psiquismo la malhadada aventura del pequeñín Lito dejó o no en él alguna secuela negativa.
En todo caso, para Azulejo el rapto de miedo y confuso arrepentimiento que le produjo el incidente estimuló en su ánimo el cariño que le tenía al peque Lito y desde entonces se prometió a sí mismo ayudarle y protegerle en la vida. Promesa que a decir verdad no siempre cumplió, ni mucho menos; la enrevesada, indescifrable e indominable urdimbre de que está hecha la vida humana le llevó a veces a no ser fiel a su amor por su hermanito, lo que hubo de pagar luego con angustia y remordimiento. Pero es cierto que durante la infancia y la adolescencia de Lito, Gelito, Angelito, Angel su hermano mayor Azulejo hizo en muchas cosas, sobre todo de orden intelectual y artístico, de mentor y maestro de su querido hermano al que, por ejemplo, introdujo a sus ocho o diez años en el amor a la gran música y a la literatura. Aun recuerda sesenta años después el dúo de voces que los dos formaban entonando la doble melodía, uno cada una, del “Allegretto” de la Séptima sinfonía de Beethoven o, en la misma forma, la “farandola” de La arlesiana de Georges Bizet, que Azulejo adoraba por razones que se explican en otro lugar de esta crónica. Y también recuerda Azulejo como si fuera de ayer el incidente un poco chusco que ambos tuvieron con su padre, cuando ya el mayor andaba por los catorce o quince años, a propósito de Beethoven. Estaban cenando en el patio de la casa del pueblo y Azulejo, que entonces ya había leído algún tomo de las obras de Ortega y Gasset, le explicaba a su hermano menor con una pedante seguridad de neófito algo que debía de haber leído en algún ensayo del filósofo, tal vez “Musicalia”: que estaba claro que la música de Claude Debussy era superior, muy superior, a la de... ¡agárrate que es curva!... Beethoven. La pretensión del pedantuelo Azulejo hizo saltar al padre como movido por un resorte: había tocado al santo de los santos del beethovenianísimo maestro nacional, que esta vez no se anduvo con chiquitas y le soltó un sonoro soplamocos a su hijo mayor: “Toma, para que no vuelvas a decir tonterías.” Angelito se echó a reír a carcajadas y Azulejo se volvió a su padre con ademán humilde: “Tienes razón, padre, Debussy es una mierda comparado con Beethoven.” Y la cena terminó en buen amor y compaña. Naturalmente, la afirmación un poco majadera del pimpollo de intelectual no se mantuvo mucho tiempo en su cacumen: pronto comprendió que aquella comparación era sencillamente ridícula. Ambos músicos eran y son incomparables: cada uno es la MÚSICA, con mayúsculas. Y la música no es un campo de Agramante en que discutir sobre más o menos, mejor o peor, grande o pequeño, a la manera mercantil y estadística. Es un templo del alma humana en que caben todos los creyentes. Seguro que también el Lito maduro pensaba y sentía así.