(O un espeso té moruno)
Sonaron los primeros disparos cuando ya el sol estaba muy bajo en el horizonte. Fueron, en los oídos de Azulejo, como secos chasquidos que desgarraban la paz del atardecer primaveral, como si una mano brutal y poderosa tronchara ramas y árboles en el jardín cercano. Estaba Azulejo en ese momento jugando con su hermano Fede y otros amigos en la plazoleta en frente de su casa. "¿Qué podrá ser?", preguntó uno de los chavales. “Parece como maderos que se troncharan de golpe.” “No, no, eso viene del cuartel”, precisó Azulejo. (El “cuartel” era para ellos el gran caserón destartalado, un poco más allá de donde estaban, en la calle que ascendía ligeramente para desembocar en el camino de la estación del ferrocarril). “Pues entonces son disparos.” “¿Disparos?” “Sí, tiros, tiros de fusil.” “Pues sí que debe ser eso. Yo ya he oído otros en el campo, cuando van al tiro los soldados. Y el ruido es igual.”
Habían dejado de jugar y trataban de aguzar los oídos, esperando lo que pudiera venir. Volvieron a sonar disparos, no graneados, sino uno tras otro y con cierto espaciamiento. Debía de ser una sola persona la que disparaba, una persona que sólo podía ser un soldado. Saliendo de su sorpresa, los chicos echaron a correr calle arriba, en dirección al “cuartel”. Seguro, era de allí de donde venían los secos chasquidos de máuser. Tenía que ser necesariamente un fusil: demasiado fuertes para una pistola y, en cuanto a las bombas Lafitte o de piña, el estruendo era mucho mayor y más parecido a un pequeño trueno. Al acercarse al destartalado caserón que servía de morada a los soldados, oyeron gritos y voces de mando: gritos agudos de pánico, órdenes, exclamaciones en árabe, voces de aviso: “¡Cuidado, va por allí!” “¡Que va a saltar la tapia!” “¡Ojo, no disparar sin ver!"..., todo ello mezclado con interjecciones y palabrotas. Las palabras en árabe no podían comprenderlas los chicos. Las otras voces, en castellano, eran seguramente de los oficiales y suboficiales españoles.
Trataron de acercarse aun más, pero en ese momento salía por la puerta del caserón-cuartel un teniente con dos soldados moros. "¡Que no pase nadie! ¡cerrar el paso!", conminó el oficial, y añadió unas palabras en árabe. Se acercó corriendo; tenía el rostro lívido y empuñaba una pistola. "Chavales, corriendo a casa. Aquí no se os ha perdido nada. Vamos, rápido." Y blandió la pistola en señal de amenaza, aunque apuntando hacia arriba.
Retrocedieron los chicos, pero no fueron muy lejos. La curiosidad vencía en ellos al miedo. "Vámonos a la era. Desde allí podremos ver lo que pasa." Era Azulejo quien había tomado la iniciativa. "¡Vamos!" Se volvió hacia su hermano: "Tú quédate aquí. O, mejor, vete a casa." Apoyó su tono conminatorio dándole un empujón. Pero el chicuelo, con un gesto de testarudo rechazo, se plantó en medio de la calle: "Yo también quiero ver." Calle arriba subían gentes del pueblo alertadas por los disparos. Los de la pandilla torcieron metiéndose por una casa medio en ruinas que había a la derecha y, saltando un tapial, penetraron en la era de piedra. Después corrieron, agachándose como si los tiros fueran con ellos, hacia una casa aislada al otro lado de la era; no tenía techo y los muros, de tierra apisonada, presentaban grandes brechas y agujeros. Solían utilizarla los chicos de "Alcázar" en sus bélicos juegos con piedras: unos dentro resistiendo, los nacionalistas, y otros fuera, al asalto, los republicanos o, más corrientemente, aunque Azulejo prefería la primera palabra, "los rojos". La casa era un excelente observatorio para ver sin ser vistos. Azulejo se subió a lo alto de la tapia que daba hacia el pueblo, pero asomando sólo la cabeza. Su hermano, que había seguido a la pandilla pese a la decretada prohibición, quería seguirle. Le dió un empujón con el pie para impedirlo: "¡Tú quédate ahí abajo! ¿No ves que hay balas por el aire...?" "Se lo voy a decir a madre", amenazó el chicuelo.
Desde allí podía ver muy distintamente las tapias del cuartel, el jardín adyacente, el olivar cercano y, más acá, las parcelas de trigo o cebada ya en avanzada madurez. Se había producido una pausa en los disparos, pero ahora volvían a restallar de nuevo en el aire límpido del crepúsculo, mucho más seguidos que antes, como las explosiones de una traca. Desde su observatorio del "Alcázar" vieron los chicos como un soldado saltaba las tapias del jardín vecino al cuartel y echaba a correr agachado por la calle en dirección, más allá de las casas últimas, a los sembrados. Llevaba un fusil en la mano y se volvía de cuando en cuando para disparar. Desapareció tras las últimas casas del pueblo y entonces pudieron ver como corrían tras él otros soldados disparando también sus fusiles. El fugitivo salió por fin al campo abierto. Ahora cojeaba, casi arrastrando una de sus piernas. Le habían herido, seguramente. Se ocultó tras un pequeño repecho para protegerse de las balas, pero siguió corriendo, casi a rastras y agachando la cabeza. Se había acercado bastante al infantil "Alcázar" y, desde poco más de un centenar de metros, Azulejo pudo ver que llevaba en bandolera un cornetín. Se sobresaltó. ¡No podía ser! El fugitivo levantó la cabeza.
Azulejo estuvo a punto de caerse de su observatorio de sorpresa y dolor. ¡Santo Dios, ahora no cabía duda, era Baracalofi! Casi al unísono, los chicos comenzaron a gritar: "¡Es Baracalofi! ¡es Baracalofi!" "¡Le van a matar!", exclamó con desesperación Azulejo. Le iban a matar, estaba claro, y él no podía hacer nada, nada para salvarle. El miedo le paralizaba y no sabía hacer otra cosa que contemplar fijamente al fugitivo, como hipnotizado por la intensidad del drama que se desarrollaba ante sus ojos. Le vio correr tras el repecho, siempre a rastras y cojeando. Vio su cara aniñada que hacía gestos desesperados de dolor. Se alzó un momento de detrás del repecho y disparó hacia donde venían sus perseguidores, al tiempo que gritaba algo incomprensible en árabe y luego, en su español defectuoso: "¡Querer vuelvo casa! ¡Querer vuelvo casa!..."
Azulejo le miraba horrorizado, sin comprender exactamente cómo había podido caer el morito en aquella mortal trampa. Lo único que comprendía es que era su amigo Baracalofi y que lo iban a matar, a matar sin remedio. Hubiera querido salir corriendo hacia él y gritarle que se estuviera quieto y que se echara en tierra y tirara el fusil. Pero el miedo pánico le atenazaba y le mantenía inmóvil como en uno de esos sueños en que un monstruo, indefinido de forma pero pavorosamente malvado, le perseguía y él no podía dar un solo paso, encadenado por el horror. ¿Sería un sueño lo que estaba viendo y se iba a despertar de un momento a otro y a librar de la angustia que le paralizaba?
Pero allí estaba, real y verdaderamente, el pobre Baracalofi, su amigo árabe, el amable y cariñoso morito, amigo de todos los chicos del pueblo, arrastrándose, sollozando con gritos inarticulados y pidiendo al impasible cielo del atardecer que le devolviese a su casa, a su aduar, a su patria.
Como en un relámpago, mientras contemplaba aterrado e impotente la escena, asaltaron la memoria de Azulejo imágenes de los días transcurridos desde que conociera a Baracalofi. No muchos días: poco más de mes y medio. Era por el mes de mayo de 1937. La guerra civil seguía su curso implacable, pero ya muy lejos del pueblo de Azulejo. Baracalofi había llegado con una compañía de un tábor de regulares retirado del frente de Madrid después de soportar los duros combates de la batalla del Jarama. Los cerca de cien hombres de la compañía se habían instalado para descansar y recobrar fuerzas antes de volver al frente en un caserón destartalado que los militares habían requisado a tal efecto. El capitán y los demás oficiales encontraron alojamiento en las casas de las familias más acomodadas del pueblo. Justamente, a la familia de Azulejo le había tocado en suerte recibir bajo su techo al capitán, y eso a pesar de que era una familia republicana y de que el padre estaba en la cárcel. Raro suceso al que más de sesenta años después el adulto que era ya Azulejo no encuentra fácil explicación: quizá la más verosímil sea que aquel capitán del ejército franquista, hombre rudo pero de excelente corazón, albergaba secretas simpatías republicanas y fue él mismo el que eligió su alojamiento. El jefe de la compañía se instaló pues en casa de Azulejo, haciéndose en seguida estimar de la madre y el abuelo y querer de los tres hermanos.
En lo que a estos toca, aparte de su personal simpatía el capitán presentaba un atractivo particular: su ordenanza y cornetín de órdenes de la compañía. Justamente Baracalofi. Era un morito de cara aniñada, tez muy morena y finos rasgos, pelo ensortijado, enjuto de cuerpo y pequeño de estatura. Pero el rasgo personal que más le distinguía era su fácil sonrisa: la sonrisa de un niño al que encantaba jugar con otros niños. Debía de tener unos veinte años, quizá veintidós. Pero el aniñamiento general de su aspecto físico y su reducida talla le hubieran hecho pasar por un miembro más de la pandilla de Azulejo de no ser por su uniforme militar. Curiosamente, no llevaba el mismo pantalón abombachado hasta la rodilla y colgante por detrás de los otros soldados moros del tábor, como tampoco su gorro redondo de color rojo con pompón en el centro. No, Baracalofi vestía como un simple soldado español, con guerrera o mono de color caqui y gorro alargado de color verde y borla roja en la parte delantera.
La simpatía y amabilidad del morito eran tales que, al menor gesto de interés o de atención para con él de los niños o las gentes del pueblo, solía repetir, siempre con su calurosa sonrisa en los labios, algo así como "¡baracalofi! ¡baracalofi!", que es como Azulejo y sus amigos entendían la expresión árabe de agradecimiento Barak'Allah'fik". De tanto oírselo todos terminaron por llamarle Baracalofi. Alguna vez le llamaba también Azulejo "Azúcar", por deformación fonética festiva del árabe Shukran (gracias). Pero fue el primer sobrenombre el que le quedó en definitiva. Nadie en todo caso, salvo los otros militares de la compañía, le llamaba Ahmed, que era su verdadero nombre. Y él aceptaba con muy buen ánimo el apodo que le habían puesto sus amigos los niños.
El morito ordenanza se hizo en seguida amigo inseparable de Azulejo y sus hermanos. Pero por quien mostraba predilección era por el más pequeño, un niño entonces de apenas tres años, gracioso y vivaracho como un corderito. Con "Gelito", como le llamaba Baracalofi recortando el diminutivo de su nombre, se pasaba el morito, cuando estaba libre de servicio, horas y horas incansable: le llevaba a pasear por el pueblo, cogidos siempre de la mano, le traía de cuando en cuando del cuartel algún dulce chorreante de miel o almíbar de su tierra, le enseñaba palabras árabes... A Gelito le daba de beber, en una taza árabe con dibujos geométricos y colores vidriados que guardaba para sí mismo, el té moruno que hacía para su capitán, espeso de tanta hierbabuena y tanto azúcar, que Azulejo y su otro hermano Fede bebían con fruición en el jardín como si fuera almíbar (y almíbar era en verdad, pero con qué perfume). Para Gelito tocaba a veces con el cornetín algunas de las cosas que sabía y que el niño aplaudía con entusiasmo. En particular, el toque de silencio que repetía todos los anocheceres y en el que ponía un agudo sentimiento de nostálgica paz.
Con Gelito, que según decía le recordaba mucho a un hermanito de su edad que había dejado en Marruecos, se sentía probablemente Baracalofi más en igualdad de sentimientos y de gustos que con los otros niños, aunque a todos los sacaba como mínimo ocho o nueve años. En ello se manifestaba a las claras su candidez, la limpieza infantil de su espíritu: era un niño moro arrancado de su tierra y lanzado brutalmente a la vasta y cruel carnicería de la guerra civil española, en un país que no era el suyo y lejos de una patria —su pueblecito o aduar de las montañas cercanas a Tetuán donde vivían sus padres y sus numerosos hermanos— de la que sentía una punzante nostalgia.
Y ése era precisamente su drama. Porque detrás de su eterna sonrisa, de su afabilidad sin falla y de su amor por los niños, Baracalofi tenía el alma turbada por las cosas que había tenido que presenciar en los escasos cinco meses que llevaba metido, muy a su pesar, en el torbellino de aquella matanza colectiva. Su deseo —un deseo que le roía las entrañas pero del que sólo Azulejo y dos o tres de sus compañeros se daban alguna cuenta— era volver, volver a los suyos, volver a su pueblo, a su aduar, del que contaba maravillas a Azulejo en su pintoresco español aprendido más en el tábor que en su tierra. Hablaba de su casa, que era seguramente una humilde morada de campesino árabe, como si fuera el palacio de la Alhambra. Contaba cómo comían algún día señalado del año, toda la familia reunida en torno a una esterilla bajo la parra del patio, un cordero de los suyos asado a la manera árabe, en un asador giratorio. Y describía a sus amiguitos los crepúsculos de su tierra como si fueran verdaderos fuegos artificiales: "bonitos como cohetes muchos", decía él.
Pero a veces, en medio de estas evocaciones entusiastas y nostálgicas que acompañaba con gritos y floridos ademanes, se ponía de golpe serio y le decía a Azulejo con voz quebrada seguramente por los sollozos que se le acumulaban en la garganta: "Querer mucho vuelvo casa". Y luego añadía, como excusándose de sus ansias de deserción: "Padre necesitar a mí. Trabajar tierra, comer diez." El diez señalaba el número de miembros de su familia que le necesitaban a él, el mayor de los hijos, para poder comer. Azulejo le había preguntado en una ocasión por qué se había metido en un tábor de regulares siendo tan joven y tan poco amigo de guerras y él había contestado vagamente, como no queriendo hablar del asunto: "Dar dinero padre. Poco. Pero ser pobres." Azulejo no le pudo sacar más detalles.
Una tarde, dos o tres días antes de la de los tiros, después de saborear los niños junto al capitán, bajo las acacias del patio de su casa, el perfumado y espeso té moruno, Baracalofi cogió a Gelito de la mano y le dijo a Azulejo que fuera con ellos a dar un paseo. Cuando llegaron a la era, ya fuera del pueblo, el morito se acercó al chicuelo hasta casi ponerle la boca en el oído (evidentemente, no quería que le oyeran ni las piedras) y le susurró: "Mi marcharme." "¿Y a dónde te quieres marchar?" "Casa padres. No decir nadie, ¡eh! Aduar mío ir." "¿Y cómo vas a marcharte? Está muy lejos Marruecos." "Tener buenas piernas." "No te dejarán escaparte." "Tener fusil. Saber tirar." Y puso una cara de fiera determinación que nadie hubiera sospechado en él, con su aspecto de niño desvalido y obsequioso. Azulejo se quedó perplejo y un poco asustado. ¿Sería capaz de liarse a tiros con sus compañeros si no le dejaban marcharse? ¿Se atrevería incluso a enfrentarse con el capitán al que tenía manifiestamente afecto?
Al día siguiente Baracalofi no apareció por casa de Azulejo. Otro soldado moro, de mucha más edad, fue a sustituirle en el servicio del capitán. Su té no era tan bueno como el del morito. Gelito reclamó en vano la presencia de Baracalofi y Azulejo se sintió inquieto, pero no se atrevió a preguntarle al capitán. Un sentimiento confuso le decía que a su amiguito árabe le había ocurrido algo desagradable. Cuando estuvo solo con el nuevo ordenanza, trató de sonsacarle. Pero el otro se limitó a contestar: "Estar malo cama. Fiebre." Azulejo empezó a sospechar o bien que se había fugado según sus propósitos o bien que le habían cogido al intentar escaparse y le habían encerrado. Merodeó con sus hermanos y otros chavales en torno al caserón-cuartel, se subió incluso a las tapias del jardín vecino por si lograba vislumbrar algo de lo que estaba ocurriendo. Nada. Un sargento persiguió incluso a los chavales al verlos curiosear, amenazándoles con su fusta. Al morito parecía habérselo tragado la tierra.
Hasta que, al atardecer del día siguiente, estalló el tiroteo y los chavales se desparramaron por la era para ver qué pasaba. Azulejo tuvo al principio una turbadora sospecha: ¿y si Baracalofi había intentado poner en práctica su proyecto y, al encontrar resistencia, había echado mano a su fusil, según lo que dijera a Azulejo? Pero éste desechó sus recelos: no podía ser, el morito era un niño incapaz de disparar un tiro contra nadie, menos aun contra sus propios compañeros, la mayoría moros como él. Sin embargo, no se las tenía todas consigo: ¿no había algo explosivo en su pasión por su patria chiquita, por su aduar y su familia, por volver cuanto antes a ellos, como el niño que se ha perdido en un bosque amenazador y que corre desalado sin saber bien a dónde, espoleado por el deseo frenético de volver a lo conocido, a su casa? Sus dudas persistieron hasta que, ¡cielo santo!, vio su cara asomando tras el repecho y estuvo a punto de caerse de su observatorio en el "Alcázar" de sorpresa y dolor.
El morito había abandonado ahora el desnivel protector y corría por medio de un trigal, ya lo suficientemente alto para poder ocultarle casi completamente, corriendo como corría agachado y arrastrando su pierna izquierda. Azulejo comprendió que lo que intentaba era llegar a la casa abandonada y medio en ruinas que se alzaba al otro lado del trigal. Allí pensaría encontrar refugio y parapetarse contra sus perseguidores. Pero era patente que no llegaría.
Los soldados que venían tras él, españoles y moros, habían dejado de disparar. Seguramente los oficiales habían dado órdenes de tratar de cogerle vivo. Y estaban ya tan cerca del fugitivo, no más de sesenta o setenta metros, que manifiestamente podrían lograr su objetivo de un momento a otro.
Pero el drama se precipitó en un instante, ante los ojos húmedos y espantados de Azulejo y sus amigos. El fugitivo había llegado, visiblemente exhausto y arrastrándose como un gato enfurecido, a la linde del trigal, donde se dejó caer y desapareció entre las espigas. No parecía que le quedasen ya fuerzas suficientes para alcanzar la casa en ruinas. Debía de haber perdido mucha sangre por la pierna herida. ¿Qué iba a hacer el acorralado Baracalofi? Todo fue como un relámpago. De golpe se alzó del trigal y, embocando el cornetín que había conservado en bandolera, sopló con toda el alma que le restaba. Del instrumento salieron las largas notas del toque de silencio, su tonada militar preferida, que ahora sonaba como un canto lastimero y desolado, de despedida sin retorno, propagándose por los campos hacia el sol ya en el ocaso. Azulejo escuchó las plañideras notas con lágrimas en los ojos y un escalofrío en todo el cuerpo. Al oír la triste tonada los otros soldados, sorprendidos, tuvieron un momento de vacilación y se pararon a escuchar, ya a no más de veinte o treinta metros del morito. De golpe se interrumpió el son: Baracalofi dejó caer el cornetín en el suelo y empuñó el máuser apuntando hacia sus compañeros. No llegó a disparar. Una descarga graneada le tronchó como una espiga segada por hoz fulminante. Su frágil figura cayó hacia atrás para no levantarse más, mientras un silencio de muerte se extendía por el aire ya ensombrecido del atardecer. Azulejo miró hacia el horizonte por donde el sol acababa de ocultarse mientras en sus oídos seguía resonando la música triste de un cornetín de órdenes.
Este fue el miserable fin del pobre Baracalofi, el niño moro amigo de los niños españoles. Ya no volvería nunca más a su aduar, ya no gozaría jamás de los dulces atardeceres de su tierra ni bebería bajo la parra de su casa el oloroso y espeso té con hierbabuena. Sus padres y hermanos le llorarían sin que sus lágrimas pudieran derramarse sobre su cuerpo acribillado. Ni siquiera sabrían dónde lo habían enterrado: aquella misma noche lo sepultaron en cualquier parte sin que ni Azulejo ni nadie del pueblo llegara a saber nunca el lugar exacto de su humilde tumba.
En los días sucesivos no se habló de otra cosa en el pueblo. Los soldados, moros o españoles, se negaban a hablar de lo que le había pasado al desgraciado morito. Azulejo se enteró al menos de algo: el capitán les dijo a su madre y a su abuelo que Ahmed, es decir Baracalofi, había tenido un ataque de locura por fumar grifa, cosa a la que no estaba acostumbrado. Según su relato, cogió su fusil y se puso a disparar al aire gritando cosas incoherentes. Después se escapó saltando las tapias del jardín. Lo demás ya lo sabían todos por haberlo visto.
Azulejo no dijo nada: ¿cómo podía un chicuelo de ocho años contradecir a todo un capitán, además tan amable y obsequioso con los niños? Pero él sabía la verdad: no era la grifa, era la nostalgia, el dolorido sentimiento de su familia y de su patria, lo que había matado a Baracalofi. Pese a sus veinte o veintidós años, él era un niño perdido en una guerra atroz en tierra que no era la suya y había caído víctima inocente de la ferocidad del destino de los hombres. Azulejo iba a guardar mucho tiempo, hasta la edad adulta, un secreto culto al morito infantil y tierno al que tanto querían los niños. Todavía resuenan en sus oídos las notas quejumbrosas de su toque de silencio final. Y el recuerdo de Baracalofi se sigue irguiendo en su ánimo como un reproche contra toda guerra, contra las interminables guerras civiles de los hombres.
En cuanto a Gelito, el gran amiguito de Calofi (como él le llamaba), estuvo preguntando durante largos días por el morito. ¿Por qué no venía a jugar con él? Nadie le dio la menor noticia de su desastrado fin. A veces se le saltaban las lágrimas, inconsolable por su ausencia. Al final pareció que aceptaba la explicación de su madre: Baracalofi se había vuelto con sus padres a su pueblo de Marruecos, pero más adelante volvería al pueblo y le traería dulces de su tierra, tan ricos. Muchos años después, ya adultos los dos, Azulejo le preguntó a Gelito si se acordaba de su amigo moro. Al parecer sólo conservaba un recuerdo vago de alguien muy moreno que le daba un té espeso y muy azucarado como si fuera almíbar, un té moruno riquísimo perfumado con la yerbabuena del patio al que seguía muy aficionado, como sus dos hermanos.