La gran encina

Era seguramente la encina más grande que hubiera parido la madre tierra: más que una encina era todo un universo. O así se lo parecía a Azulejo desde que su abuelo se la mostrara siendo aun un chiquilín de cinco años: “¿Verdad que es grande? Si un día te subieras a ella te perderías entre las ramas.” Aquel monumento vegetal se erguía en medio del ancho corral de la casa de labranza que el abuelo poseía cerca del río Alberche. La casa era grande, aunque no tanto como la encina, pero sí espaciosa, con un cuerpo de vivienda de dos plantas junto a un cuadrado exterior plantado de moreras de cuyo dulce fruto se regalaban en el verano Azulejo y su hermano Fede, subiéndose como gatos a los árboles, aun no demasiado altos para que no pudieran gatear hasta las ramas. Cerraban el cuadrilátero de la casa otras dos edificaciones de una planta, una de ellas en forma de bóveda alargada a la que los dos chiquillos se subían, corriendo a veces, por una rampa. Desde allí podían contemplar los alrededores hasta el ancho cauce del río y los sembrados y huertas del resto de la finca, cerrada por una negra mancha de encinas más pequeñas que debían envidiar a la que en medio de la casa se alzaba como una esfera eminente.

Mucho más allá, del otro lado del río, la sierra de San Vicente levantaba sus montes oscuros de carrascos y pinos, ocultando en parte las cumbres de Gredos de que eran modesta estribación. Azulejo no dejaba de apuntar con el dedo índice al pico Almanzor, el más alto de la cordillera, con sus más de 2.500 metros de altura. “Mira, mira, Fede, un día iremos de excursión hasta Gredos y escalaremos el Almanzor. Me lo ha prometido padre. Iremos con el Ford de Juanito el Chato. Se puede ir y volver en el día.” No era verdad: su padre no le había prometido tal cosa. Pero la atracción que la granítica cumbre entrevista en la lontananza ejercía sobre el chicuelo era tal que cualquier mentira en torno a ella pasaba fácilmente en su fantaseadora cabeza por realidad palpable. Más de una vez, en su duermevela nocturna o, especialmente, en sus momentos de distracción imaginativa, se había visto a sí mismo tomando el tole en una clara mañana carretera adelante, la que llevaba a la finca del Alberche, con la vista y el alma puestas en la lejana cima que llevaba el sonoro y evocador nombre de Almanzor. Ya sabía Azulejo, se lo había explicado su padre, que ese nombre era el de un caudillo árabe, Al-mansur, que muchos siglos antes había puesto en grave aprieto al rey castellano, lo que envolvía a la azul montaña en un halo legendario: lontananza y leyenda la investían del encanto que inflamaba la imaginación del chaval. Naturalmente, sus ensoñaciones almanzoriles, como la escapada solitaria o el viaje prometido por el padre, no pasaban nunca de manifestaciones solipsistas propias de un temperamento introspectivo que, ya de mayor, habría de valerle más de una descalabradura física o moral y muchas, muchas ocasiones de autoinculpación y remordimiento.

Pero, si contemplar el pico Almanzor desde la bóveda de la casa de campo era siempre un placer nostálgico para el rapaz, había otra contemplación que le embargaba el ánimo como un hechizo al mismo tiempo natural y cuasi religioso: la de la encina que se erguía monumental, catedralicia en medio del corral. El abuelo calculaba que su altura sobrepasaba los 18 metros, casi inaudita para un árbol de forma achaparrada (¿no era justamente un chaparro, aunque muy desarrollado?), por tanto mucho más ancho que alto. Y ancho lo era casi tanto como alto: su impresionante fronda cubría con creces un tercio del corral. En cuanto a su edad, el abuelo afirmaba sin vacilar que no bajaría seguramente de los doscientos años. Cuando él nació, en 1877, decía, el monstruo vegetal se erguía ya “casi tan alto como ahora, quizás un poco menos ancho.” Y de niño el abuelo había jugado a su sombra con sus hermanas y primos y trepado por sus ramas igual que ahora hacía su nieto Azulejo con su hermano Fede y con algunos de sus amigos del pueblo. A estos los invitaba con parsimonia —prefería hacerlo con sus primas y primos— ufanándose siempre ante todos ellos de ser él el dueño —él, no su abuelo— de aquella torre vegetal, “la encina más grande del mundo”, aseguraba a fe de su abuelo que, añadía el chico, había hecho averiguaciones en círculos de expertos en botánica que lo habían confirmado tras contemplar las muchas fotos que había hecho él mismo, fotógrafo aficionado antes de quedarse casi ciego, del portento vegetal.

Contaba también el abuelo, y no mentía, era incapaz de mentir salvo en sus salidas chistosas, que allá por los años finales del siglo XIX, siendo él estudiante de Agronomía en Madrid, había organizado una excursión de placer al pueblo con varios amigos madrileños de la familia. Entre ellos figuraba alguien popular por aquel tiempo, un escritor de sainetes muy simpático y gracioso que se llamaba nada menos que... Ricardo de la Vega, prácticamente desconocido en los años de Azulejo pero famoso entonces por haber escrito para el maestro Tomás Bretón el libreto de La verbena de la Paloma, la más celebrada obra del llamado género chico a cuyo estreno en 1894 había asistido entusiasmado el entonces estudiante de 17 años. Decía el abuelo que los viajeros madrileños, acompañados por toda la familia Blázquez-Riesco del pueblo, habían hecho una excursión a la finca del Alberche. Y allí, a la sombra de la que ya era grandísima encina que les protegía del calor veraniego, en mesas y sillas campestres habían disfrutado de un espléndido banquete con todas las exquisiteces rurales y aun ciudadanas que la bastante acaudalada familia Blázquez podía permitirse para agasajar dignamente al ilustre autor de la más bella de todas las zarzuelas. En total asistieron al banquete más de treinta invitados y para todos hubo holgado espacio a la sombra de la espectacular encina de la casa. Los visitantes, añadía el abuelo, contemplaban asombrados, los que aun no la conocían, la soberbia masa arbórea. Y, según él, Ricardo de la Vega les prometió a los anfitriones que en la próxima zarzuela o sainete que escribiera habría alguna escena donde apareciera, no sabía aun de qué forma y manera, aquella hermosa estructura vegetal, la “Matusalén de las encinas” como la apellidó riendo. No se sabe si el sainetero cumplió su promesa antes de morir algunos años después, en 1910. El abuelo conservaba aun al final de su vida numerosas fotos hechas por él del muy comentado banquete, del que se hizo eco incluso alguna gacetilla en los periódicos de la capital.

Todos estos detalles referidos con deleite nostálgico por el abuelo exaltaban aun más el entusiasmo posesivo de Azulejo por el hermoso árbol. Aquel gigante arbóreo lo sentía como algo propio, como un territorio que le pertenecía y que un día tendría que explorar. Sabía muy bien, por haberlos entrevisto desde el suelo o desde el observatorio de la bóveda, que entre sus innúmeras ramas se movían a saltos o en cortos vuelos una variopinta caterva de aves como gorriones, urracas, tordos, tórtolas, palomas..., más alguna que otra gallina capaz de un corto vuelo, así como más de una esquiva ardilla fugazmente captada entre el follaje y, claro, los gatos de la casa al acecho de gorriones y aun si se terciaba de tórtolas. En su imaginación fácilmente inflamable se veía construyendo una especie de plataforma o tablado en medio de la espesa fronda de la encina desde la que pudiera espiar muy de cerca la vida de las aves que allí moraban con sus nidos o que pasaban de cuando en cuando para descansar o juguetear con sus congéneres. Además, desde aquel observatorio que construiría le sería posible contemplar más fácilmente, pensaba, su amado pico Almanzor, su rey de la lejanía que tan magnética atracción ejercía sobre su siempre despierta imaginación. Además, así vería casi al alcance de la mano la más próxima sierra de San Vicente con sus oscuros bosques y las manchas blancas de sus pueblecitos dominados por las torres de sus iglesias.

Y en cuanto hubo tramado en su mente el fantasioso plan puso manos a la obra, sin preguntar a nadie y menos aun a su padre y a su abuelo que con toda seguridad le hubieran prohibido terminantemente la realización de tan descabellada empresa. Hizo en cambio un intento de implicar a su hermano Fede en el proyecto. Pero su segundón no sólo se negó en redondo a colaborar con Azulejo en algo que consideraba “una burrada”, sino que además le amenazó con chivarse (“me chivaré”, dijo) al abuelo y al padre “para que te dejes de tonterías.” Y aun le reprochó: “¿No has tenido ya bastante con lo de las alas de paloma para poder volar, cuando nos engañaste a todos sacándonos las perras? ¿Y la historia del paraguas para tirarte desde la bóveda como si fuera un paracaídas? A punto estuviste de romperte una pierna, y además, rompiste el paragua de padre.” Azulejo no se creía un pájaro, desde luego. Pero no podía negar que todo lo relativo a volar, al vuelo, le fascinaba, y le fascinaría toda su vida, desde pájaros hasta aviones, y con especial fascinación por las nubes, que contemplaría toda su vida con encendida imaginación, sin parar mientes en los coscorrones que todo ello le podía acarrear, y que efectivamente iba a acarrearle. Era natural: en su temperamento desbocadamente imaginativo, que le acechaba en tantas esquinas de su vida, lo aéreo era un ingrediente esencial.

En todo caso, volviendo a su proyecto de plataforma aérea en medio de la encina, el chicuelo comprendió que él solo no podría llevarlo a cabo. Necesitaba a alguien que le ayudara a subir las tablas, maderos, palos y traviesas necesarios para armar la plataforma o tablado. La solución la encontró en Eusebito, el hijo del aparcero que llevaba la finca a medias con el abuelo. Era un muchacho de la misma edad que Azulejo, unos doce años, muy espigado y moreno, con una ligera deficiencia psíquica o nerviosa que le hacía a menudo parpadear rápidamente y tartamudear cuando se encontraba con ciertas sílabas. Si no de tontaina —para ciertas cosas prácticas y manuales era muy listo— sí se le podía calificar de tontito, de un poco corto. Eusebio, Eusebito o Sebito como se le llamaba habitualmente, era muy adicto a su amigo Azulejo, siempre dispuesto a hacer lo que le pidiera y a seguirle en cualquier travesura que se le ocurriese: a todas partes le seguía como su sombra. Le habló Azulejo de lo que se proponía hacer: “Tú me ayudas para poder montar el tablado y luego podrás subir conmigo cuando esté terminado. Figúrate las cosas curiosas y divertidas que podremos ver desde allí.” El moreno chicuelo parpadeó de gozo, al mismo tiempo que batía palmas y tartamudeaba: “Pu... pues cla... ro que sí. Te ayuda... ré. Oye ¿y podre... mos coger algún nido? ¿O hasta pája... ros?” “Pues claro, hombre. Y quizá incluso una ardilla... Aunque... ya sabes que son muy escurridizas. Pero al menos las veremos de cerca.” Sebito reía de gusto pensando en la aventura. Su amigo Azulejo era un chaval lleno de buenas ocurrencias. Pues claro que le ayudaría. “Pero no vayas a decir a nadie, ni a mi padre ni al tuyo, tampoco a tu madre, lo que queremos hacer. No tienen que saber nada”, añadió Azulejo poniéndole una mano sobre la cabeza. Sebito asintió echándole un brazo al cuello.

Puestos de acuerdo los dos muchachos, decidieron emprender la obra inmediatamente. Lo primero era buscar por toda la casa y la finca las tablas, palos y maderos, además de las cuerdas de atar, que iban a necesitar. La cosa era sencilla y en un par de horas pudieron trasladar sin que los vieran los trebejos encontrados a un rincón bien oscuro del establo, tapándolos con paja. Eso era un jueves ya de tarde. Y como no podían lanzarse a esa hora tardía a escalar la encina con todos los objetos recogidos, Azulejo dispuso que lo dejaran para el domingo siguiente, cuando de nuevo volvieran a la finca los hermanos con su padre en el tílburi. El domingo de mañana ya estaban de nuevo junto al Alberche el padre y los tres hermanos, también Lito, Angelito, con sus seis años recién cumplidos. El padre decidió que fueran a bañarse todos al río; hacía calor y un buen chapuzón en la límpida corriente les sentaría de maravilla, en espera de la comida que traían ya hecha del pueblo. Al grupo se unió también Sebito, que no podía estar donde no estuviera su adalid Azulejo.

Tras el baño, éste le dijo al padre que él y Sebito iban perseguir a una bandada de perdigones que habían visto detrás de la casa. El padre se quedó con los otros dos hermanos junto al río, para intentar atrapar alguna carpa por entre las hierbas y juncos de la orilla. “Pero no olvides volver antes de la una, para la comida,” recomendó el padre. Los dos muchachos salieron corriendo hacia la casa, pensando que era el momento propicio para emprender la construcción del “miradero” —ahora lo llamaba así Azulejo recordando el hermoso paseo toledano que había admirado un año antes cuando fue a pasar el examen de ingreso en el bachillerato.

Lo primero que tenían que hacer era instalar bajo la encina, apoyándola en el tronco, una escalera para poder subir. Por el enorme tronco, de más de dos metros de espesor, era imposible gatear. Había dos escaleras de mano: una corta, de unos tres metros de altura; cogerían ésta, la otra medía lo menos cinco metros y era demasiado pesada para que pudieran manejarla los dos chavales. Instalada la corta, Azulejo hizo una prueba de subir hasta la horqueta de donde se bifurcaban las siete grandes ramas principales. Era un ejercicio que ya había hecho en muchas ocasiones, si no en la gran encima, sí en otros árboles, sobre todo frutales, amigo como era de coger frutos, especialmente si eran de otras fincas. Con la gran encina probó, sí, una vez, pero, fuera por prudencia o simplemente miedo, sin aventurarse más allá de la horqueta. Echó un vistazo a la enorme masa esférica de fronda tan espesa que le quitaba la vista del cielo. Azulejo tuvo un instante de duda: ¿podría atravesar su cuerpo tan compacta espesura sin rasguños, sin heridas, o incluso algo peor? ¿Podría sostenerse de pie sin resbalar, con la consiguiente caída en el vacío? Mientras calculaba esas posibles trampas, hubo un fuerte estrépito de alas a un par de metros de su cabeza y una enorme paloma torcaz salió volando ruidosamente fronda arriba. Al mismo tiempo, casi en las mismas narices del chicuelo, una ardilla salió velocísima gateando y saltando de rama en rama hasta desaparecer en la espesura. En la parte alta de la encina se produjo un guirigay de pájaros piando y revoloteando como locos, asustados por la alarma originada por el vuelo de la torcaz y los saltos de la ardilla. Hasta un gato de los de la casa dio un elástico salto y se dejó caer al suelo al parecer sin daño: desapareció corriendo como si le persiguiera un perro.

Azulejo olvidó sus dudas; su entusiasmo gateador recobró todo el brío de antes. ¡Adelante, a por aquel mundo maravilloso de aves y otros animalejos!; no había que pensarlo más. Bajó a toda prisa por la escalera y tiró de la mano a Sebito. “Manos a la obra, chico. Antes de que vuelva mi padre hay que instalar el miradero. O al menos lo esencial.” Corrieron al establo y destaparon los trebejos que tenían medio ocultos. En un periquete, a veces cada chaval por separado, otras ambos juntos, los trasladaron al pie del gran chaparro. Volvió a subirse a la horqueta Azulejo y desde allí fue recogiendo los maderos y tablas que Sebito le iba alargando. En apenas diez minutos todos los elementos de la proyectada plataforma o miradero estuvieron apilados en la horqueta y en algunas de las ramas maestras. Desde abajo, tartamudeando más que de costumbre, por la emoción, le preguntó Sebito si debía subir o qué tenía que hacer. “Tú estate quieto ahí. Y vigila. Si llega mi padre, me avisas. Yo voy a explorar donde ponemos la plataforma.” Dicho y hecho: el atrevido mozuelo adicto a lo aéreo, apenas consciente de la peligrosa empresa que estaba emprendiendo, empezó a subir por una de las ramas, la más gruesa. Avanzaba a gatas, separando con las manos las ramas menores y la punzante hojarasca del árbol. Cuando hubo avanzado un par de metros se volvió para recoger uno de los maderos; tiró de él y siguió ascendiendo por la rama, cada vez más delgada. Estaba ya a seis o siete metros de altura respecto del suelo. Pensó que la altura era ya suficiente para empezar la instalación del miradero. Alzó el madero y, poniéndolo de través, trató de colocarlo entre dos ramas laterales. Pero, al meter el madero entre la espesa fronda, tuvo un sobresalto de sorpresa: ante él había un gran nido, casi medio metro de diámetro, y dentro de él dos polluelos de un ave que debía ser bastante voluminosa y que se pusieron a piar ansiosamente abriendo los picos en dirección al chicuelo: ¿querían picarle? ¿o pedían alimento? Azulejo no sabía muy bien de qué pájaro de trataba, pero grande tenía que ser dado el tamaño del nido y de los polluelos, quizá un cuervo pero más probablemente un milano, ave más grande.

No tuvo que pensarlo mucho tiempo: de repente, de lo alto de la encina descendió hacia el nido, saltando y revoloteando, un bulto negro, negrísimo, que como un rayo se dejó caer sobre la cabeza de Azulejo atacándole con el pico. El chico no tuvo tiempo de defenderse: desequilibrado por el susto que supuso el envite del ave, cayó de espaldas sobre el espeso ramaje, dio una vuelta completa y parecía que iba a caer de golpe y estrellarse contra el suelo cuando su pantalón corto quedó enganchado por la cintura en una gruesa punta de rama, lo suficientemente dura para aguantar el peso del mozalbete. Lívido del susto, casi incapaz de hablar, pudo gritar al fin a Sebito: “¡Llama a tu padre, rápido, rápido! ¡Que venga a sacarme de aquí! ¡Corre, corre!” Tan muerto de miedo como su compadre, Sebito más que correr voló. Salía por el portalón de la casa cuando divisó al padre de Azulejo que volvía del río con sus otros dos hijos. Sebito movía los brazos con violencia para avisarle mientras gritaba el nombre del accidentado arbóreo. No hizo falta más para que el padre comprendiera que algo grave le había pasado a su hijo mayor. Echó a correr hacia la casa. Sebito se unió a él y a los niños gritando —ahora no tartamudeaba, el miedo le había reparado momentáneamente el defecto de elocución—: “La encina, la encina. Se ha quedado colgado. Se va a estrellar.” Cuando se acercaron al gran árbol, vieron que el padre de Sebito estaba ya allí y trataba de colocar la escalera larga; el padre le ayudó a apoyarla contra una de las ramas cercana al cuerpo de Azulejo que colgaba lamentablemente boca abajo como un pingajo, sujeto por el pantalón precariamente enganchado de la rama. El chicuelo gemía con lágrimas que caían directamente al vacío. El padre le habló con voz suave, nada recriminatoria: “No te muevas, no hagas un sólo movimiento. Voy a subir para descolgarte. No pasará nada.” Abajo, Sebito y los dos niños Fede y Lito miraban angustiados a Azulejo temiendo que se desenganchara y cayera al suelo desde una altura de siete o más metros. De todos modos, el padre de Sebito se había apresurado a instalarse debajo del niño con una manta abierta entre sus brazos por si al final el cuerpo del chiquillo se precipitaba al vacío. Subió el padre con rápidos pero cautelosos pasos por la escalera y de allí a la rama de la que colgaba Azulejo. Con sumo cuidado le agarró por uno de los brazos y suavemente le fue levantando hasta que al final pudo abrazarle entre sus fuertes brazos, mientras le acariciaba la cabeza. “Ya está. No te muevas. Vamos a bajar.”

Así terminó, entre lloros al fin de alegría de los cuatro niños y la serena actitud del padre, aquella odisea aérea que Azulejo había tramado para su angustia de unos largos minutos y sus relativos estropicios corporales. Aparte de los varios rasguños que sangraban por piernas y rostro, al engancharse el pie derecho en una rama se le produjo un esguince que le producía agudos dolores impidiéndole caminar. El padre enganchó rápidamente el macho al tílburi y sin perder un minuto, olvidando incluso la comida que habían traído preparada por la madre —se la comerían de camino—, emprendieron el regreso al pueblo. Había que llevar a Azulejo al médico para que le curara los arañazos y, sobre todo, le vendara el pie lastimado. El chicuelo, ya repuesto del susto pero bastante humillado por el mal resultado de lo que para él era algo más que una travesura imprudente, miraba a su padre sentado con él en el asiento delantero, las riendas del macho en las manos y extrañamente silencioso. ¿No le iba a echar una bronca muy severa con el anuncio de un castigo bien merecido? El muchacho recordó el episodio de un par de años antes cuando su padre le descubrió robando peras en el corral del tío Manolo. ¿Volvería a aplicarle el mismo castigo aparentemente inocuo pero que a la postre tanto le hizo rabiar? El castigo no se repitió. Sólo tuvo que prometer al padre, seriamente pero que muy seriamente, que no volvería a subirse a ningún árbol y, sobre todo, nunca a la gran encina. ¿Cumplió la promesa? Si Azulejo hubiera tenido el don de presciencia se habría visto a sí mismo, incumplidor inveterado de promesas razonables, subido a un alto y viejo manzano en un jardín de Normandía aserrando una gruesa rama semipodrida que, de golpe, se le vino encima de la cabeza abriéndole una brecha por la que empezó a sangrar abundantemente. El grave accidente que pudo costarle muy caro le llevó, al volante del coche su mujer y él con la cabeza envuelta en toallas bien apretadas, al hospital de la ciudad de Evreux donde tuvieron que ponerle quince puntos de sutura y un vendaje que hubo de llevar durante diez días. Hacía cincuenta años del otro accidente de la gran encina que no llegó a ser grave. Ejemplo manifiesto de que el hombre es el animal que tropieza diez, cien veces en la misma piedra.

En cuanto a su venerada gran encina de la finca del abuelo, a la que ya nunca osó subirse, pasó a otras manos al venderse la finca veinte años más tarde. Mucho tiempo después, al pasar con el coche junto a la antigua casa de labranza familiar, lo primero que pudo observar fue, no la formidable encina, sino su ausencia: la habían cortado de raíz. Fue como si le hubieran cortado a él un buen trozo, lleno de maravillas y ensueños, de su infancia. Nunca más volvió por aquel lugar a orillas del río Alberche.