El maestro nacional que era padre de los tres hermanos Azulejo, Fede y Lito, hombre de abundantes aunque anárquicas lecturas (en su biblioteca las obras de Ortega y Gasset y Kant se codeaban con las de Emilio Salgari y Alejandro Dumas), era un gran amante de la naturaleza a la que dedicaba un fervor que ya de muy joven había perdido por el dios de sus padres, sobre todo de su madre, católica a macha martillo. Como maestro de primera enseñanza, eso sí, tenía un dios, pero ése era laico y se llamaba don Francisco Giner de los Ríos (tenía además un santo laico cuyo retrato señoreaba su despacho: don Santiago Ramón y Cajal, del que se habla en otro de estos episodios personales). De la filosofía y práctica de la educación del primero había aprendido todos los ideales y enseñanzas que se esforzaba con gran vocación y provecho en aplicar a sus alumnos. Uno de esos ideales si no aprendidos sí refinados y ensanchados gracias al magisterio intelectual de don Francisco era el del amor a la naturaleza que aplicaba a su tarea escolar organizando durante el buen tiempo excursiones al campo en las que los escolares, además de solazarse con juegos y ejercicios gimnásticos, se dedicaban con su maestro a recoger, analizar y catalogar hierbas y flores silvestres. Visitaban también las huertas y estudiaban las formas de cultivo y riego de plantas y árboles frutales. Justamente, una de las aficiones del maestro eran los árboles frutales que él mismo había plantado por centenares, especialmente ciruelos y melocotoneros, en las fincas de su suegro y abuelo de Azulejo.
Cuando la dictadura francofalangista le arrebató su escuela para siempre, depurado por rojo como tantos otros miles de miembros de su profesión, además de encarcelarlo durante años, el gran admirador de don Francisco Giner de los Ríos dedicó todos sus entusiasmos naturalistas a sus hijos que desde muy pequeños se ejercitaron asidua e intensamente en la gimnasia sueca de su padre y le acompañaron en sus excursiones campestres, en particular por las tierras a orillas del río Alberche donde se situaba la gran finca del abuelo. La pedagogía naturalista del padre se extendía también a la fauna del país, en particular a las aves. Su saber ornitológico era considerable y sus lecciones prácticas en la materia divertían a los niños tanto o más que los cuentos que ellos ya leían o que el padre les leía. Entre las muchas especies de que les hablaba había tres o cuatro que a ellos les interesaban vivamente, como el aguilucho o cernícalo, el alcaraván, la grulla y, muy especialmente, un curioso pájaro llamado chotacabras o engañapastores, ave crepuscular que los muchachos trataban de atrapar al anochecer entre los sembrados y los yerbazales; el animalito se dejaba aproximar por los chicos, pero de repente echaba a volar casi entre sus pies, daba dos o tres vueltas con un rápido y quebrado vuelo y volvía a aterrizar junto a sus infantiles perseguidores. Además de engañapastores bien merecía llamarse en estos casos engañaniños.
Una de las aficiones que el maestro inculcó a sus tres hijos desde muy pequeños fue la de buscar espárragos silvestres, muy abundantes junto a los arroyos y, sobre todo, en las orillas y setos del Alberche. El otro fruto gratuito de la naturaleza que padre e hijos apreciaban sobremanera y buscaban con entusiasmo y alborozo por todo el término municipal del pueblo eran las setas, algunas de cuyas variedades abundaban en la comarca. Las más corrientes de las comestibles eran los níscalos y las setas de cardo. El padre, experto setero, instruía con particular cuidado a los chicos a distinguir las setas comestibles de las venenosas, como la amanita faloide o muscaria, el hongo de Satanás o la rúsula. De aquellas excursiones en busca de espárragos y de setas volvían padres e hijos con gruesos manojos de los primeros y cestas llenas de las segundas, con manifiesta complacencia de la madre que gracias a aquellas ricas capturas se aprestaba a cocinar sabrosos platos. Los hermanos, sobre todo los dos mayores, heredaron las arraigadas aficiones de naturalista del padre; los dos plantaron en su vida gran profusión de árboles, sobre todo frutales, y prolongaron hasta la vejez, en especial Azulejo, la empedernida afición a recoger setas y espárragos silvestres que, además de ser un ejercicio excelente para la salud, hacía reentroncar su espíritu con el amor a la naturaleza que su padre había aprendido intelectualmente de su dios y maestro don Francisco Giner de los Ríos y su Institución Libre de Enseñanza.
En cuanto al hermano pequeño, Lito, Angel o Angelito ya de mayor, si no dedicó ya adulto muchas horas a la micología y al arte de esparragar de su padre, sí le dedicó en cambio un conmovedor recuerdo literario-fílmico. En el guión de la película de Víctor Erice El espíritu de la colmena que escribieron al alimón Erice y su guionista Angel Fernández-Santos, el Lito de la infancia familiar, hay una bella escena, filmada luego en la película, en la que el apicultor protagonista se pasea con sus dos pequeñas hijas por un bosque en busca de setas, como hacía Lito en su infancia junto a su padre y hermanos. El apicultor explica a las niñas el secreto de las setas y sus peligros con más o menos las mismas palabras que el maestro nacional lo hacía a sus hijos. Y en un momento determinado la cámara enfoca un monte que se yergue al fondo del paisaje y el apicultor, mostrándoselo con la mano, les dice a las dos criaturas fascinadas: “Veis allí, en ese monte lejano; allí está el jardín de las setas.” El ya adulto Lito recordaba así una frase parecida de su padre cuando, en busca de setas por las arboledas y sotos del Alberche, les indicaba a lo lejos, al otro lado del río, el monte de San Vicente, última estribación de la sierra de Gredos en tierras toledanas, y les prometía que un día irían hasta lo alto de San Vicente porque allí las setas crecían pimpantes y hermosas como flores. Tierno homenaje de un hijo a su padre y maestro en un momento conmovedor de su infancia.
En la misma película, y en su guión, hay otra escena que Lito-Angel conoció en su infancia, aunque en realidad más que con él tuvo relación con su hermano mayor Azulejo. Es aquella en que una de las niñas descubre escondido en una casa abandonada cerca del pueblo a un hombre desharrapado y hambriento al que toma bajo su infantil protección llevándole comida. Es un miliciano huido, probablemente de una cárcel franquista de los primeros años 40, al que persiguen la guardia civil y los falangistas, quienes al final dan con él y se lo llevan preso. El incidente ocurrió realmente en el pueblo de Azulejo, terminada ya la guerra o a punto de terminarse. Y fue Azulejo y no Lito, por entonces demasiado pequeño, el que asistió a la persecución y captura del miliciano por sus perseguidores franquistas. Hecho que Azulejo relató años más tarde en un breve cuento publicado en la revista libre (con la libertad que le dejaban y la que aun se tomaba ella) Triunfo, con Franco aun por largos años en el poder. El cuento pasó la censura, quizá por un descuido del censor de turno o porque la narración mantenía cierto tono objetivo e inconcreto. En todo caso el breve relato no era nada afecto al Régimen, de lo que el aprendiz de escritor que era Azulejo pudo gloriarse durante algún tiempo. En cuanto al relato fílmico, ahí ha quedado como un intenso momento emocional de la obra excepcional que sigue siendo, cuarenta años más tarde, El espíritu de la colmena.