Un santo laico

En el pueblo de Azulejo rara era la casa, sobre todo de los ricos o riquillos, en que no apareciera, colgada en la pared o instalada en una hornacina o aparador, una imagen piadosa de algún santo, un crucifijo o una estatuilla de la Virgen María. El rutinario catolicismo del país explicaba lo que más que una creencia era una costumbre formalista tradicional. Los pocos años de relativo laicismo de la República apenas habían afectado a la beata costumbre pueblerina. Sólo una casa hacía excepción notoria (para bastantes convecinos más bien escandalosa) a la casi unanimidad de la costumbre santurrona, en el mejor de los casos de la piadosa candidez del vecindario: era la de Azulejo. En ella se notaba a primera vista que las imágenes piadosas brillaban por su ausencia. Con dos excepciones de todos modos, a decir verdad de menor cuantía. Una era la urna de madera y cristal con una estatuilla de la Virgen que, según una vieja costumbre no interrumpida durante la República, se pasaban los vecinos del pueblo unos a otros en cadena por un breve periodo —dos o tres días— instalándola en el sitio que estimaran oportuno (en casa de Azulejo era en el portal de entrada, sobre una mesita, junto a un recipiente con aceite donde ardían dos o tres mariposas, pequeñas mechas pegadas a discos flotantes). Este trasiego de virgencitas era sobre todo, por no decir únicamente, asunto de las mujeres al que los varones se avenían sin darle mayor importancia, aun siendo católicos practicantes. Normalmente la estancia de la urna ambulante con la Virgen se repetía de año en año, dado el largo circuito que la imagen piadosa debía recorrer por todo el pueblo. La otra excepción a la ausencia de imágenes piadosas en casa de Azulejo era una amplia reproducción fotográfica de un cuadro de pintor desconocido en el que un ángel con sus grandes alas desplegadas, el Angel de la Guarda, protegía a un niño de cinco o seis años que atravesaba un puente bajo una fuerte tormenta. En la parte inferior del cuadro se leía escrito con bella caligrafía el siguiente poemilla: “Angel de la Guarda / dulce compañía / no me dejes solo / ni de noche ni de día. / Mira que soy pequeñito / y me perdería.” La ingenua imagen, manifiestamente gazmoña, estaba colgada en la cabecera de la cama de los niños Azulejo y Fede que, instruidos por la madre, repetían los versos al Angel con una tierna devoción cuyo eco iba a mantenerse como delicada música nostálgica en el corazón y la memoria del Azulejo adulto, ya plenamente instalado en su agnosticismo. Estas dos excepciones a la “laicidad iconográfica” de la casa se justificaban por la creencia católica de la madre, aunque poco practicante y nada intransigente, lo que era normal dada la irreligiosidad consecuente de su padre y de su marido, que por lo demás jamás se oponían a sus deseos en relación con la educación católica de los niños.

Pero si las imágenes de Cristos, Vírgenes y santos no eran habituales en casa de Azulejo, había en cambio una imagen de “santo laico” que se hallaba entronizada en el lugar más propicio para lo que significaba: el despacho-biblioteca. Aquel sí que era el santo patrón de la casa, el sanctasanctórum de la familia al que sus moradores, incluidos los niños desde que tuvieron uso de razón, dedicaban un culto muy especial, el de la ciencia y la cultura. Aquel santo laico era, no podía ser otro, don Santiago Ramón y Cajal cuya gran fotografía había adquirido el maestro y padre de los niños, a instancias del abuelo, en los primeros tiempos de la República. Bajo la efigie del gran científico y eminente ciudadano se leía, con su propia escritura, una de sus frases de educador cívico que los niños habían aprendido de memoria, repetida a menudo por padre y abuelo. Decía así la frase: “Si queremos incorporarnos a los pueblos civilizados, urge cultivar intensamente los yermos de nuestra tierra y de nuestro cerebro, salvando para la prosperidad y enaltecimiento patrios todos los ríos que se pierden en el mar y todos los talentos que se pierden en la ignorancia.” De ese venerado santo laico, una de las glorias de la inteligencia española moderna, aprendieron Azulejo y sus hermanos, con el apoyo del padre y del abuelo, fervientes cajalistas, las primeras y decisivas lecciones de libertad y de pensamiento crítico. El retrato sigue en poder de Azulejo, uno de los escasos objetos que conserva de su infancia.