Un asalto nocturno

Era la primera vez que ocurría. O, al menos, la primera vez que le ocurría a él. Nunca había pasado por su cabeza de niño, tímido en general y en particular con las mujeres, incluso con las chicas de su edad, la idea de llevar a cabo algo que, instintivamente y sin pensarlo mucho, le parecía una acción fea, vergonzosa, incluso bárbara. Y, sin embargo... La cosa ocurrió y ocurrió con la participación de Azulejo, no de Fede que no estaba presente con la pandilla de chavales.

El grupo de amigos más cercanos de Azulejo eran más o menos de la misma edad (diez u once años), lo que les permitía considerarse ya como miembros de la misma “quinta”, es decir, del mismo reemplazo anual para el servicio militar, aunque aun estuvieran lejos de ser llamados al mismo. Los “quintos” de Azulejo, y algunos asimilados, eran muy aficionados —detestable afición— a organizar bromas y gamberradas, algunas de ellas muy sonadas en el pueblo, de que hacían víctimas a cualquier vecino o vecina que indiscriminadamente elegían al aire de su capricho y sin reparar para nada en las consecuencias. En las gamberradas de aquellos caballeritos solían llevar la voz cantante, no los hijos de obreros y menestrales sino los de las familias acomodadas del pueblo, como la de Azulejo y sus hermanos. En la pandilla se codeaban en amor y compaña vástagos de familias de derechas, por tanto franquistas, y de las dos o tres republicanas, muy especialmente la de Azulejo, cuyo padre había estado en la cárcel largas temporadas, mientras su abuelo ya anciano era un destacado “azañista”, como solían apellidarle sus enemigos, a veces sus mismos familiares, directamente o por afinidad. Los sañudos odios e inquinas de carácter personal o político venían de muy lejos, pero la guerra incivil los había agravado a menudo hasta un punto de ferocidad y de vileza inimaginables por el simple y terrible hecho de que la sublevación de los generales antirrepublicanos representó ni más ni menos que el levantamiento de esa veda de matar que es la base primaria de cualquier convivencia social: matar al vecino iba a ser la ley natural en un país sin ley por decreto fáctico de quienes se echaron a la calle para matar: los militares felones. Por poner un ejemplo concreto que atañe a este relato: al día siguiente de la entrada de las tropas del coronel Yagüe en el pueblo de Azulejo un joven falangista no dudó en participar junto con la Guardia Civil en el fusilamiento de un tío suyo, hermano de su madre, ejecutado sin juicio ni investigación de ninguna especie; el inocente sacrificado, obrero como los otros tres obreros que le acompañaron en la vil fechoría, era miembro del legal Comité del Frente Popular, lo mismo que lo era el padre de Azulejo, además de maestro nacional, estamento que los sublevados, sin duda grandes amantes de la cultura y la educación, execraban particularmente.

Pese a este telón de fondo de guerra fratricida y salvaje los niños y jóvenes podían mantener una cierta concordia entre ellos y no dividirse en bandos irreconciliables. Lo normal es que unos y otros, hijos de franquistas, hijos de republicanos, se mezclaran amigablemente en sus juegos, dejando las rencillas y las malas acciones a los mayores. Así es como los amigos de Azulejo y de sus hermanos gamberreaban juntos por las calles del pueblo, sobre todo de noche, fastidiando a vecinos caprichosamente elegidos. La gama de las bromas pesadas y de mal gusto de aquellos chiquillos que presumían ya de quintos (más bien “quintillos” dada su corta edad) era más o menos la misma que la tradicionalmente practicada en las comunidades rurales del país; con ellas se habían divertido, ruda y aun bárbaramente, decenas y decenas de generaciones de rapaces, señoritingos o arrapiezos de todos los colores desde los tiempos de Maricastaña. A los chicuelos de la pandilla de Azulejo les encantaba particularmente fastidiar y hacer rabiar a las personas mayores, sin distinción de sexo o condición; para ello utilizaban ardides, trapazas y farsas que les hacían reír a carcajadas mientras corrían como gamos saltarines para escapar de la furiosa reacción del vecino ofendido o mofado. Una tropelía que la pandilla organizaba a menudo era la de atar un largo cordón a un llamador o aldaba de la puerta principal de una casa y, preferentemente de noche, tirar del cordel a escondidas desde una esquina, repitiendo la llamada con insistencia y estruendo. Cuando el morador o moradora abría asustado la puerta y no veía a nadie, se quedaba un momento turbado hasta que los chicos le gritaban desde la esquina escondidos cosas como “Has caído como un tonto” o “Es el fantasma de tu abuelo que te llama.” Furioso, el ofendido, si era varón, salía corriendo tras los infantiles ofensores sin poder atraparlos ni siquiera verlos. A veces la trampa era aun más aparatosa: los tunantes colocaban una botella o cuenco con agua en la parte superior de la puerta y, cuando ésta se abría desde dentro, el agua caía sobre el escandalizado vecino. Una variante de la jugarreta anterior era colocar junto a la puerta de la casa agredida un buen montón de excrementos animales, o a veces humanos, en una caja o dispersos por el umbral de modo que cuando el morador saliera a los golpetazos del llamador lo primero que recibiera fuera el mefítico tufo de la mierda, además de ensuciar su calzado en el insoportable “regalito” que allí le habían dejado los infantiles “bandidos”, “hijos de puta”..., según los sonoros vocablos que les dirigía el emporcado vecino.

Otra de las “hazañas” de la pandilla, ésta veraniega y de la que se ha dado cuenta en otro de estos “episodios personales de Azulejo”, Robaperas, era pasar como Atila y su caballo por un melonar en plena fructificación, no simplemente, como cabría esperar de personas normales, niños o adultos, para comerse unas cuantas sandías o melones robados a campesinos o braceros a menudo humildes, sino para liquidar una buena parte de los suculentos frutos a fuerza de patadas, pedradas o navajazos sembrando la triste parcela de cadáveres rojos o blancos.

Y otro bromazo de muy mal gusto al que los infantiles pandilleros asistieron al menos una vez fue una algarada esta vez organizada no por ellos sino por jóvenes y adultos. Se trataba de reunirse ante la casa de un vecino ya maduro que acababa de contraer matrimonio con una mujer mucho más joven y eso la primera noche del enlace nupcial. Según una costumbre ancestral, una unión de ese tipo estaba mal vista en los pueblos españoles, por razones confusas e incluso vergonzosas difíciles de explicar. La algarada consistía en darle al viudo infractor una “cencerrada”: ese era el nombre que con que se conocía esa fiesta soez. Los reunidos hacían sonar con estrépito cencerros de varios tamaños, cuernos, cacerolas y otros ruidosos objetos para burlarse del viudo lanzándole los peores insultos. Se comprenderá el jolgorio que para Azulejo y sus amigos supuso la brutal mojiganga, que no volvería a producirse a falta de ocasión nupcial semejante. Por cierto que al día siguiente, enterada del suceso y de la presencia en él de su hijo mayor, la madre le reprendió severamente por lo soez del evento que además afectaba a una prima suya, la recién casada.

Azulejo, chicuelo irreprimiblemente tímido de diez o doce años, participaba en todas estas “trastadas” (como él las llamaba suavizando a sabiendas la pillería y aun vileza de lo que en ocasiones eran auténticas fechorías) con un ánimo dividido entre el júbilo salvaje del grupo en cacería y la mala conciencia de estar llevando a cabo acciones feas que a sus padres y a su abuelo no podían sino disgustarles y aun indignarles, como ocurrió en más de una ocasión cuando a sus oídos llegaban noticias más o menos vagas sobre las “andanzas” pandilleriles de su vástago, por ejemplo en el caso de la vergonzosa “cencerrada” o del embarazoso episodios del “robaperas” en el huerto del tío Manolo. Azulejo se prometía no volver a las andadas en adelante, pero a la hora de la verdad alguien de la pandilla, o la pandilla entera, proponía montar de nuevo otra “gorda”. Azulejo se dejaba arrastrar por la inconsciente despreocupación de los amigos y participaba con todos sus bríos en la nueva “asonada” infantil, concomiéndose sus titubeos morales que a veces eran auténticos remordimientos anticipados. En ello se exteriorizaba una tendencia arraigada de su carácter: la de dejarse llevar fácilmente por movimientos o acciones de un grupo del que fuera miembro o colaborador, aun siendo consciente de que aquello no casaba con sus sentimientos profundos o con sus valores morales en gestación. Esta especie de cobardía a que le impulsaba a veces su morbosa timidez habría de causarle más de un grave y doloroso quebradero de cabeza en el transcurso de su vida, tanto de joven como de adulto, y ello pese a las lecciones que la existencia iba a darle ofreciéndole el espejo veraz de su propia conciencia. Lo que a la larga, ya avanzada su edad, le induciría a huir de toda acción de grupo o multitudinaria y a renegar de lo que no fuera estrictamente relación personal de tú a tú. Era consciente de que podía hacer el mal, de que con frecuencia lo hacía sin querer hacerlo, a veces sin saber que lo hacía; pero no lo aceptaba como naturaleza propia del individuo humano que inflige el mal a sí mismo y a los demás por el simple hecho de vivir.

En todo caso, la época de las “trastadas” pandilleras del chicuelo Azulejo y sus amigos tuvo para él un parón abrupto que marcaría su naciente conciencia moral con una señal duradera de repulsa y peligro. Y fue como sigue. Una noche de comienzos de la primavera la pandilla de los pilletes y “quintillos” de Azulejo salían de la casa de uno de ellos donde habían festejado el cumpleaños de éste con una opípara “merendola” regada con una moderada ración de sangría (o, como se decía entonces, limonada) un poco aguada. Probablemente la sangría no estaba tan aguada como se suponía debía estarlo para unos niños de diez o doce años.. El hecho es que, al salir de la casa invitante, ya bien entrada la noche, los muchachos se sentían ligeramente achispados por la bendita sangría, o simplemente por el júbilo de la fiesta y el placer de la cuchipanda. Bajo la oscura capa de la fría y estrellada noche la calle aparecía solitaria, sin nadie a la vista, y los chicos, reacios a recogerse en sus respectivos hogares, discutían entre sí si no sería la ocasión de organizar algo, lo que fuera, farsa, broma pesada o juego que les divirtiera un rato antes de la retirada. De pronto, a la luz mortecina de una lámpara municipal vieron que doblaba la esquina una borrosa silueta que al acercarse al corro de chicuelos apareció com la de una muchacha muy joven, no tendría más allá de diecisiete o dieciocho años. “Es mi prima Eulalia”, gritó uno de los pilluelos. De repente se hizo un silencio expectante en el corro de muchachos: todos, inmóviles, miraban fijamente a la femenina silueta de la chica. Sí, Eulalia: todos la conocían, no sólo su primo. Y ella a ellos. Era una jovencita de fino rostro agraciado, con unos ojos grandes y dulces, delgada y grácil de cuerpo y de andar suave y cadencioso. De golpe, sin que ninguno de los pandilleros dijera palabra ni mostrara signo alguno de lo que sentía o pensaba ante la grácil aparición, como si una bandada de cuervos se lanzara al unísono sobre un indefenso ratoncito, los diez vástagos de familias de la buena sociedad pueblerina se lanzaron gritando y braceando sobre la menuda figurilla de la linda Eulalia. Azulejo tuvo un momento de indecisión, paralizado por un confuso sentimiento de vergüenza anticipada y por un arrebato de su innata timidez: ¿Qué estaban haciendo? ¿qué burrada incalificable iban a cometer contra una indefensa muchacha? No, no... Pero de golpe, viendo que todos sus compadritos se echaban sobre Eulalia que apenas podía mantenerse en pie, perdida la conciencia del acto que se estaba ejecutando, se sintió arrebatado por la furia del ataque y saltó también, gritando y braceando, entre el corro que se había formado en torno a la chica. Y allí fue Troya, como suele decirse de las malas acciones en los malos relatos. Los chicos asían a la víctima por todo su cuerpo, le daban achuchones, la besaban y abrazaban, le sobaban los pechitos apenas turgentes, le rasgaban las vestiduras. Y la ultrajada Eulalia, incapaz de defenderse de aquella bandada de pajarracos que la rodeaban casi asfixiándola, lloraba como una Magdalena gritando con voz entrecortada: ¡no! ¡no! ¡no!... Hubo un momento en que el primo de la agredida, que al principio se había sumado a la agresión, intentó parar el asalto: “¡Dejadla, es mi prima, no le hagais daño! ¡basta ya!” Pero el embate de los asaltantes no tenía ya retroceso posible: la furia se alimentaba de la furia... Sólo algo exterior a aquella ronda endiablada de infantiles energúmenos remedando inconscientemente oscuros ritos eróticos de las edades sombrías podía poner coto a la bárbara fiesta de la posesión. Y fue que con el enorme estrépito que se había armado varias personas salieron asustadas de las casas y, al comprender el estrago moral que aquellos cerriles rapaces (y rapaces como cuervos eran) estaban ejecutando, acudieron a liberar a la pobre Eulalia que casi desvanecida por el atropello había caído al fin al suelo y gemía entre sus lágrimas cada vez más débilmente. Y allí fue ver como la bandada de alborotados buitres se desperdigaba a toda velocidad en todas las direcciones huyendo de quienes les perseguían para darles una buena tunda de bofetadas por su fechoría.

Arropado por la noche protectora, Azulejo volvió a su casa sofocado por la carrera y con el alma en vilo por lo que acababa de ocurrir y por lo que le estaba ocurriendo a él en su íntimo sentir tras su participación en el asalto nocturno. El cual acto no tuvo las consecuencias que podía, y debía, haber tenido porque los padres de la chica, personas de modesta condición, no quisieron dar al atropello de que había sido víctima su hija la dimensión pública que merecía. Como la mayor parte de los agresores eran retoños de las familias más pudientes del pueblo, estimaron prudente no dar una resonancia pública al asunto, contentándose con dar unos buenos pescozones al primo infiel y con manifestar en privado su reprobación y condena del ultraje infligido a su hija y de los imberbes ultrajadores.

Los padres de Azulejo no supieron nada de la participación de éste en los hechos. Algo debieron sospechar, por la actitud cerrada y sombría del chico en los días siguientes. Pero prefirieron no hurgar más en un asunto que parecía haber quedado públicamente como una chiquillada sin secuelas graves, una trastada más de las muchas que se atribuían a la pandilla de los “quintillos” de Azulejo. Sólo su hermano Fede, que no había estado presente en el asalto, se le acercó al día siguiente y le soltó con una sonrisa socarrona: “Tú también estabas, ¡eh! No me lo niegues. ¿No te da vergüenza hacerle eso a una pobre chica? ¡Qué burros!”

A Azulejo no le daba vergüenza, no era eso, era mucho peor. De golpe, en la penumbra interior de su conciencia naciente, había estallado como un rayo de luz un atroz descubrimiento: el de la brutalidad connatural al sexo, a la relación íntima entre el hombre y la mujer, entre el macho y la hembra. Más que de vergüenza podía hablar de consternación, de desconcierto, de desazón ante algo que no le había ocurrido nunca antes, por el feo, horrendo hecho de sentir un placer lujurioso asaltando y acosando carnalmente a una linda muchacha no mucho mayor que él. ¿Qué significaba aquello? Porque no podía negarse a sí mismo que, una vez rota su indecisión inicial ante el tropel en torno a la pobre Lali, él se había sentido genitalmente excitado con los tímidos sobos de que hizo objeto a la muchacha. Hasta entonces Azulejo se había limitado en sus infantiles ejercicios eróticos a sobar suavemente a Pilar, su niñera, cuando le llevaba a cuestas a la cama. Pilar se reía y tomaba la cosa, si no con un oculto placer, sí con cierta complacencia de veinteañera ya al tanto de otros tratos carnales más decisivos (con su novio, para empezar). La sensualidad del chiquillo de diez años, sin duda vigorosa y muy precoz, se veía cohibida en su exteriorización por su no menos arraigada y perturbadora timidez. Lo que le hacía buscar un desvío a su acuciosa concupiscencia en las ensoñaciones eróticas de tipo romántico, como las que le procuraban las heroínas de sus libros, por ejemplo la Mireya del poema de Mistral o la monja esquiva de la novela de Galdós de las que se da cuenta en otro “episodio personal” de esta serie. Azulejo aun no había leído (lo haría largos años después) al vizconde de Chateaubriand; de haberlo leído, sus Memorias de ultratumba en particular, se habría sentido como el joven François René exaltado por la imagen ideal de la sílfide que señoreó durante toda su vida espacios esenciales de la vida anímica del escritor, en especial su relación con sus numerosas amantes.

Se creaba así en la sensibilidad y la conciencia en construcción del muchacho una marcada dualidad entre la ensoñación amorosa a la que era tan propenso y la sensualidad fácilmente arrebatada por la carnal belleza femenina. El contraste bipolar de su libido infantil habría de crearle con el correr de los años agudos problemas en su relación con las mujeres y hacerle cometer más de una pifia, a veces sencillamente fechoría, que le recordaría aquella en la que a los diez años había participado atropelladamente contra la Eulalia de dulces ojos grises. Y siempre en el fondo de su conciencia seguía latiendo la desazón, el desconcierto que le produjera el descubrimiento tan precoz de la brutalidad del sexo tan connatural al macho humano, esa lacra que afeaba, desfiguraba, envilecía el hermoso amor humano, esa fugaz ráfaga del paraíso. Su larga experiencia en ese punto le confirmaría en esa desazón y en ese asombro consternado ante una pulsión humana (del macho sobre todo) que no parecía haberse modificado mucho desde la primitiva guerra tribal por apropiarse a las mujeres, el rapto de las Sabinas y la “vis grata puellis” inventada por los astutos jurisconsultos romanos como excusa machista de la violencia.