Un motín de brujas

El asalto nocturno de que fue víctima la linda y dulce Eulalia, Lali para casi todos sus convecinos, se repitió un año después, pero ahora como asalto diurno, y su víctima fue, quién lo hubiera pensado, sobre todo la víctima misma, no una linda joven sino un tímido mozalbete casi imberbe, Azulejo en persona.

Alguien podría pensar que un diosecillo maligno (y justiciero) se las había arreglado para dar una pequeña y jocosa lección al conturbado asaltante del año anterior. Pero como este tipo de diosecillos no abundan mucho y, además, no suelen ocuparse de chicuelos tímidos y soñadores, habrá que concluir que fue simplemente el todopoderoso dios Azar el que dispuso las cosas a su manera fantasiosa e imprevisible de modo que el mocito de quien aquí se habla recibiera un susto morrocotudo (que le dejaría secuelas) en medio de las risas y el pitorreo de un buen golpe de espectadores y, sobre todo, espectadoras. Veamos en qué términos recoge la crónica anónima la, más jocosa que seria, peripecia diurna en que se vio impensadamente envuelto nuestro infantil, ya pubescente, héroe.

Como casi todos los años desde su primera infancia, Azulejo pasaba una buena parte del verano, a veces también de la primavera, en casa de su abuela paterna, la gruesa, ya casi redonda doña María Jiménez que cuando era pequeño le hacía rabiar, aun queriéndole mucho, con sus insoportables órdenes y prohibiciones, casi cuarteleras —le parecía a él—: por ejemplo, la de gatear por le yedra del patio de su casa donde los gorriones piaban jugueteando al final de la tarde. El año de que aquí se habla, más o menos probablemente el de 1940, los padres de Azulejo habían vuelto con los dos hermanos menores Fede y Lito a fines de agosto a su pueblo dejando al mozalbete en el de la abuela para que allí pasara por lo menos la mitad del mes de septiembre.

A Azulejo le gustaba quedarse con sus dos primos Armando y Paco, algo mayores que él; con ellos solía ir por los barbechos y rastrojeras que se extendían hasta el río Guadarrama a correr las liebres con sus dos finos galgos o a darse un baño en las pozas de fresca agua que el estiaje permitía al menguado río. Además, era el mes de la vendimia y al doceañero mocito, tan amigo de todo lo campestre, en especial de los árboles frutales y las huertas de su familia, podía disfrutar de lo que justamente no podía disfrutar en su pueblo natal, los viñedos con sus ubérrimos racimos: su abuelo, por principio enemigo del vino y de sus envenenados paraísos, no había querido nunca plantar ni una sola cepa. Azulejo se divertía de lo lindo con las tareas de la vendimia. Era el placer de cortar los negros o blancos racimos con una pequeña navaja o de transportar después la espuerta o canasto lleno de frutos hasta el volquete o la galera en cuyo gran cajón se dejaba caer la carga. Le divertía también el ambiente de los vendimiadores que a veces rayaba en pura bullanga entre las mujeres, que eran la mayoría: muchachas en plena flor de la edad, pero también otras más talludas y aun entradas en años, todas ellas cantando sus coplas tradicionales y lanzándose unas a otras, y a los hombres, puyas, chicoleos y chanzas que a menudo rozaban la procacidad y aun la desvergüenza; actitud, ya lo sabía Azulejo, nada insólita entre las campesinas, generalmente modosas y aun gazmoñas si solas, pero a menudo desbocadas tarascas en grupo.

La vendimia de aquel año de 1940 comenzaba en casa de la abuela con la llamada Viña nueva que el abuelo Felipe, ya fallecido, había plantado en los años veinte. Estaba a unos tres kilómetros del pueblo y era uno de los más hermosos y productivos viñedos del pueblo. De mañana Azulejo y sus dos primos montaron en el carro que conducía el mayoral de la casa. En un cuarto de hora estaban ya en la viña donde un grupo de unas diez mujeres y tres hombres se aprestaban a iniciar la recogida y trasporte de los racimos que negreaban magníficos entre los verdes pámpanos. La mañana transcurrió plácidamente bajo un limpio sol que aun picaba en la piel y calentaba los cascos. Las vendimiadoras, sin descuidar la faena, cantaban sus cantares pícaros cuando no verdes. Y los hombres les lanzaban a su vez puyas provocativas a las que ellas contestaban alegremente con alguna procacidad.

A mediodía se interrumpió la faena y unos y otros, las mujeres juntas en corro, instalados a la sombra de las dos o tres higueras de la viña, sacaron sus tarteras, cazuelas, bolsos y otros enseres y se pusieron a dar cuenta con excelente apetito de sus respectivas pitanzas. Lo mismo hicieron Azulejo y sus primos con la tortilla de patatas y el rinrán de tomate, pepino, cebolla y atún que les habían preparado en casa, ligeramente regados con la bota de vino de que los primos dieron buena cuenta, mientras Azulejo, casi abstemio por edad y gusto, se limitaba a dar un “chupito”, según su expresión evasiva. Tras el breve refrigerio todo el mundo se acomodó a la sombra protectora de las higueras a la espera de que el mayoral diera la orden de vuelta al trabajo.

Y fue en ese momento cuando empezaron a producirse una serie de señales, incidentes y pequeños movimientos que despertaron la atención de Azulejo. Primero, los dos primos Armando y Paco se levantaron con el mayoral para ir, dijeron, a dar de comer a las dos mulas que tiraban del carro, cosa rara, notó el chicuelo, porque las mulas comían apaciblemente de la paja que ya les habían puesto por la mañana. A Azulejo le dijeron que se quedara allí bajo la higuera, que volvían en seguida. Luego observó que las vendimiadoras, sobre todo las más jóvenes que eran la mayoría, empezaban a cuchichear entre ellas, mientras le lanzaban miradas oblicuas y se reían provocativamente señalándole con las manos. Luego, una de las mayores se levantó y se puso a cantar una coplilla bastante desvergonzada que hablaba de una fiesta en que una mujer se agarraba a un hombre en un baile frenético que terminaba con ambos por el suelo. Las muchachas se fueron levantando unas tras otras formando un corrillo en que las miradas solapadas y las risitas pérfidas se dirigían a Azulejo solitario bajo la higuera; el chicuelo se preguntaba qué significaba todo aquello y si no debía salir corriendo hacia donde estaban sus primos y el mayoral. No tuvo que esperar mucho para saber de qué se trataba. Las mujeres se fueron acercando a donde estaba el muchacho. Ahora le miraban fijamente y reían con una risita entre maliciosa y descarada que no presagiaba nada bueno. Algo estaban tramando que a Azulejo le sabía a cuerno quemado. Una de las más jóvenes, una zagala morena y bonita que no pasaría de los veinte años, se acercó aun más al turbado mozalbete: “Oyes, ¿sabes que eres muy guapito?. ¿Quieres bailar un rato con nosotras? Ven, ven, que te vamos a bailar.” Y trató de tirarle de la mano para que se levantara. Azulejo tuvo el tiempo justo para dar un salto y retroceder trastabillando. De golpe, se lanzó sobre él un bochinche de mujeres que gritaban y agitaban los brazos como euménides enfurecidas, bacantes ebrias o erinias sedientas de venganza. Dando traspiés, cayendo y levantándose entre las cepas bajo un sol tórrido que quemaba y cegaba, el asustado rapaz trataba de escapar a la turbamulta que le perseguía. Pero ¿qué querían aquellas locas? Mientras corría echó una mirada esperanzada atrás hacia donde estaban sus primos. Los vio pero estaban inmóviles y, ¡santo dios!, se reían como locos. Azulejo era un buen corredor, pero el terreno con sus terrones y sus cepas, no se prestaba a la carrera. Y las vendimiadoras más jóvenes, gráciles y saltarinas, le venían pisando los talones, gritando y lanzándole palabras salaces y aun soeces: “¡Bonito, espera, chiquilín, que te vamos a hacer cositas, no corras, hermosura, quiero besarte el culito, aguarda aguarda, pituso, déjame verte el rabito...”, y otras expresiones que harían enrojecer hasta a este blanco papel. Tras el aterrorizado rapaz ululaban como lobas, dispuestas a lo que parecía un rito sacrificial inflamado de erotismo arcaico, inmemorial como la sangre. En su desbocada carrera el chico sentía a sus espaldas el acezar de la jauría de las que ya no eran campesinas trabajadoras y pobres sino brujas, brujas como aquellas de las que había leído en sus libros horripilantes historias de niños sacrificados en honor de su patrón el Diablo en forma de macho cabrío. ¿Iba a poder escapar a tan cruel destino? No, no, no podía ser, escaparía de las garras de aquellos avechuchos desvergonzados, grajos, cuervos, buitres... brujas carroñeras y comeniños. Azulejo corría como un gamo, parecía que estaba dejando atrás a la jauría, volvió la cabeza para ver a sus perseguidoras y, de repente, ¡plas!, vio que en su carrera estaba ante una cepa que ya no podía evitar: dio un salto, pero la vuelta de su pantalón se enganchó en los sarmientos de la vid y su cuerpo dando una voltereta cayó de espaldas al otro lado, indefenso. Frenéticas, ululantes y graznando como cuervos, las que hasta hacía sólo unos pocos minutos eran, o parecían ser, diez mujeres y muchachas modosas y hasta recatadas cayeron como un aquelarre de brujas sobre el cuerpo sudoroso y palpitante del mocito. En un santiamén le quitaron el pantalón y la camisa; en su terror Azulejo se debatía furiosamente a patadas y puñetazos. Todo en vano: una larga docena de prestas manos le sujetaban férreamente y terminaron por quitarle, más bien arrancarle el breve calzoncillo. Y allí empezó el ritual milenario sobre la infantil presa erótica. Mientras unas brujas le besaban por diversas partes del casi desnudo cuerpo. Otras asían con una mano el flácido y breve miembro y con la otra llena de tierra le cubrían todo el bajo vientre y en especial el menguado prepucio, sin duda tan muerto de miedo como su dueño. Indefenso, vencido en su vana lucha, el chiquillo miraba con lágrimas en los ojos los rostros de aquellas endemoniadas ejecutoras de un rito sin duda milenario que ellas no habían inventado. Si Azulejo hubiera tenido ocasión de contemplar en los museos o en sus libros algunos de los rostros satánicos imaginados por El Bosco o por Goya, habría encontrado un sombrío parentesco con ellos en los que se movían febriles sobre su cuerpo ya inmóvil: pajarracos de mal agüero surgidos del fondo de la historia humana, brujas reales o imaginarias de calenturientos aquelarres. Abrumado, sintiéndose mero objeto a merced de fuerzas implacables y esclavizadoras, el rapaz lloraba a lágrima viva con un lamento blando y entrecortado sintiendo que algo muy frágil se rompía en el fondo de su ser.

De repente se oyeron voces de hombres que gritaban desde lejos: “Ya está bien! ¡dejar al muchacho! ¡ya le habéis salado bastante!” La bandada de brujas se levantaron al unísono y echaron a correr hacia donde estaban los hombres, ahora ya silenciosa y repentinamente vueltas a su condición de campesinas. Azulejo se levantó a su vez limpiándose con las manos la cara llena de lágrimas y mocos. Vio que sus primos le hacían señas para que volviera, pero los muy bandidos, pensó, seguían riendo como al principio. Les hizo una señal de rabia y rechazo y recogiendo sus vestidos esparcidos por tierra se los puso descuidadamente. Luego, haciendo con los brazos gestos enfurecidos y avergonzados, se dirigió hacia el pueblo, a la casa de la abuela, a la que no iba a decir nada de la vergonzosa faena de que había sido objeto. No, no se lo diría a ella ni a nadie. Aunque sus primos esos sí hablarían y burlándose de él por haber dejado que se la salaran. Así que ese era el rito, no un juego, no, un rito quizá iniciático —supuso tiempo después—, de entrada en la pubertad: una animalada que no olvidaría nunca, nunca... Y en ese mismo momento recordó súbitamente lo que él y sus “quintillos” del pueblo le habían hecho un año antes a la dulce Lali. Y pensó que el motín de brujas que le había asaltado a él era una justiciera respuesta al otro brutal asalto. Una vez más se enfrentaba a la experiencia de lo que en su incipiente conciencia moral intuía vagamente como la congénita brutalidad del sexo. ¿Será ése el fatal muro con que tropezaría en su vida de adulto? ¿Qué era realmente el amor entre un hombre y una mujer? De momento, lo que el malhadado episodio del “salamiento” dejó como secuela en su maleable sensibilidad era el miedo al grupo femenil, a las mujeres en tanda o cotarro, particularmente si eran jóvenes. En cuanto veía reunidas en corrillo a unas cuantas muchachas, su innata timidez, ahora agravada por el humillante asalto que acaba de sufrir en su intimidad erótica, se enseñoreaba de él y el mozalbete cerraba el pico y se sentía como paralizado, incapaz de portarse como un muchacho normal, él que era de natural sociable y efusivo, lo que le hacía aparecer ante los demás como un pasmado o, mejor, como un pasmarote. Unicamente con una muchacha sola perdía esa especie de envaramiento vital que le había quedado del brujeril asalto un malhadado día de septiembre en la Viña nueva que su abuelo Felipe había plantado en los años veinte. Más tarde, ya adulto, se preguntaba en alguna de sus relaciones con mujeres si no se había portado en forma dura y malévola, incluso despiadada, por influjo inconsciente de la injuria sufrida de una turba femenina. ¿No le habían quedado cicatrices aun vivas en su sensibilidad? Pero el problema de la brutalidad en la relación erótica siguió persiguiéndole y turbándole como un enigma de la existencia humana. ¿Era la violencia algo innato en el erotismo del macho humano? Quizá, pero él sabía muy bien que quien a estas alturas de la civilización se deje llevar por ese instinto violento es un subhombre, simplemente un facineroso.