El día de sus siete años ya bien cumplidos, casi ocho, en que Azulejo y sus dos hermanos, sentados en la cama de la alcoba paterna, contemplaban llorosos a su madre sentada en una silla frente a ellos mesándose los negros cabellos y gimiendo en medio de un torrente de lágrimas, con la cara retorcida por la angustia, fue capital para su sensibilidad y su equilibrio psíquico: fue como una llamarada que estallara ante su conciencia haciéndole ver la vida como un drama pavoroso en el que él, su familia y su mundo se tambaleaban a punto de derrumbarse en un insufrible vacío. Su madre lloraba desesperadamente por lo que creía inminente fusilamiento de su marido, detenido por la Guardia Civil y trasladado a la cárcel de Talavera de la Reina, a merced del desalmado coronel auditor Planas de Tovar, un carnicero no menos sangriento que el otro coronel Yagüe que había “liberado” su pueblo un mes antes. Aquella escena de la madre y los tres niños llorando por lo que parecía irremediable quedó grabada en el ánimo de Azulejo con trazos de fuego: iba a estar presente en el entero curso de su existencia de niño, adolescente, adulto y anciano, inolvidable en su trágica sencillez. Algo había quedado inexorablemente impreso en la maleable conciencia del chicuelo, una especie de ley o fatum que ante cualquier accidente o contratiempo, aun de lo más nimio o anodino, le hacía reaccionar con un sobresalto de ansiedad que podía torturarle durante horas o días hasta que la causa originante terminaba mostrando su inanidad. Cualquier problema de los innumerables que la vida plantea al ser humano podía disparar su inveterada aprensión, su ansiedad mórbida: con enfermiza imaginación veía venir el inevitable drama. Así, los descalabros y dramas que a lo largo de sus años Azulejo habría de vivir por instintiva antelación, sin que luego llegaran a hacerse realidad, son incontables, a menudo absurdos, otras veces divertidos, aun bufos. Y todos ellos tienen su raíz vital en el drama vivido con su madre y hermanos en la alcoba de la casa familiar llorando un fusilamiento que al final no se produjo.
En su vida ordinaria el adolescente y luego el adulto mostraría a menudo una pusilanimidad que le haría retroceder asustado ante cualquier amago o presunción de violencia, tanto física como psíquica. En más de una ocasión llegaría a mostrarse cobarde y huidizo; cualquier amenaza de peligro físico o de brutalidad entre jóvenes y, más aun, entre adultos, le afectara o no personalmente, desencadenaba en él una reacción de huida de la que luego se avergonzaba, pero, a la próxima ocasión, volvía a reincidir en su pánico y perdía el control de sus reacciones.
Con seguridad, esa ansiedad que la Gran Tormenta, la guerra incivil, le había injertado por decirlo metafóricamente en sus genes era también causa, o una de las causas, de su calamitosa timidez que tanta perturbación y descalabros le iba a procurar. Ese rasgo tan negativo de su carácter se manifestaba particularmente con las muchachas, más tarde con las mujeres en general. Su perturbado retraimiento ante lo femenino le jugaba más de una mala pasada o tropiezo del que luego se lamentaba amargamente. Retraimiento que contrastaba tajantemente con una sensualidad que ya a sus diez años se despertaba vigorosamente ante la visión de la carnal belleza femenina, siempre de mujeres mayores que él, y que alimentaba copiosamente sus sueños eróticos y empezaba a desfogarse en ejercicios masturbatorios más o menos rudimentarios.
Pero, al mismo tiempo que sentía ya los mordiscos de la sensualidad libidinosa, el apetito carnal como dicen los señores curas, había en la sensibilidad del muchacho otra tendencia erótica que le llevaba, lejos del punzante deseo femenino, a la ensoñación amorosa, al idilio con figuras de la imaginación, algunas que el mismo mozalbete se forjaba, despierto o en el sueño, otras, las más numerosas, que le ofrecían algunos de los libros que podía leer en la biblioteca familiar. Se trataba de muy variadas heroínas de relatos antiguos y modernos por los que sentía una invencible afición, heroínas que casi siempre despertaban un enamoramiento casto, nada sensual, idealizado, un poco a la manera del vizconde de Chateaubriand y de su soñada sílfide. Ese estado de enamoramiento duraba en él meses, años enteros, toda una adolescencia y una juventud, y sus rescoldos llegarían incluso a permanecer tibios, como una brisa de felicidad ideal, en los áridos territorios de la vejez.
Una de las primeras figuras femeninas de las que Azulejo se enamoró con un amor manso y delicado que le duraría años, dejando para siempre un cálido rastro en su sensibilidad fue Mireya, la joven heroína de una trágica historia de amor contada por el poeta provenzal Fréderic Mistral. El muchacho leyó con pasión la historia en una excelente traducción española que un poeta valenciano hiciera a principios del siglo —y cuya pérdida unos años después fue para Azulejo una herida sentimental irrestañable. Leyó el chicuelo el poema de Mistral en el verano de sus doce años, un verano que más tarde recordaría como particularmente caluroso, a menudo bochornoso., en que él y su hermano Fede hubieron de soportar un sol de fuego en sus correrías campestres y sus días de baño en el río Alberche. El mocito se sentía tan conmovido con la triste historia de Mireya y Vicente que más de una vez, bajo la calorina o en las noches sin sueño, su imaginación daba un salto más allá del presente y se sentía transportada en la persona de Vicente a la arenosa llanura de la Crau abrasada de sol, corriendo tras su amada Mireya; la desesperada joven, perdido el aliento, exhausta y casi desfalleciente, se esforzaba por llegar al santuario de las Santas Marías del Mar en la Camarga a las que ansiaba pedir ayuda para que convencieran a sus padres y la dejaran unirse en matrimonio con su amado Vicente, un mozo de la casa paterna al que había entregado su corazón. Sólo las Santas Marías podrían hacer el milagro que necesitaba. Pero el milagro no se produciría: la desgraciada doncella llegaba al santuario sólo para morir tras la atroz huida a través de abrasada Crau. Y ya no quedaba otra cosa sino llorar el injusto desenlace de la tragedia: Vicente que llega a las Santas Marías para encontrar muerta a su amada y los padres que lamentan tarde ante los despojos de Mireya su cruel negativa.
Cuantas lágrimas debió derramar Azulejo, llorón impenitente más allá de la adolescencia y de la juventud, rememorando el funesto destino de la joven Mireya a la que seguía imaginativamente como un Vicente redivivo a través del ardiente desierto de las Bocas del Ródano. Su exacerbado sentimentalismo le llevaba a estos extremos de ensoñación amorosa que vivía como realidades íntimas. Curiosamente, el duelo por la joven y desgraciada Mireya se iba a repetir poco después con otra historia provenzal que esta vez le iba a ofrecer otro escritor francés contemporáneo de Mistral. En la biblioteca familiar encontró el mozalbete un libro de Alphonse Daudet, Cartas de mi molino, serie de relatos famosos en la Francia de fines del siglo XIX, y entre ellos el titulado La arlesiana, que se haría doblemente célebre por la suite musical del mismo título que le inspiró a Georges Bizet, el autor de Carmen. La historia era breve y de desarrollo muy sencillo: un mozo de una aldea provenzal se enamora perdidamente de una hermosa joven a la que ha conocido en la plaza de toros de Arles, su ciudad natal; es ella la arlesiana de la que se habla en el relato pero sin que nunca aparezca en persona en él ni siquiera se sepa su nombre. El mozo, Jan, ruega a sus padres que le permitan casarse con la joven, pero ellos vacilan al principio en vista de que no la conocen personalmente. Al fin, ante los ruegos insistentes del hijo, dan su consentimiento. Pero he aquí que un día un hombre llega a la aldea para hablar con el padre, al que declara que ha sido amante de la joven arlesiana, mostrándole como pruebas cartas que ella le había enviado. El padre da cuenta al hijo de lo que acaba de afirmarle el desconocido. El hijo termina renunciando a la arlesiana. Pero no la olvida; al contrario, su amor destrozado le tortura cruelmente. Aunque lo oculta bajo una apariencia de contentamiento y aun de alegría, el drama mortal se ha adueñado de su entero ser. Jan se suicida ahorcándose: nunca sabremos quién era y cómo era la arlesiana que le ha llevado a la tumba. Tampoco pudo saberlo Azulejo, pero su imaginación siempre vivaz le impulsó a hacer suyo el desgraciado amor del joven por la desconocida: una nueva heroína literaria encarnaba ahora la siempre presta ensoñación amorosa del mozuelo de doce o trece años. Algún tiempo después, al conocer la bella suite de Bizet fue como si de golpe la hermosa joven se presentara a la ilusión romántica de Azulejo envuelta en el sutil efluvio aéreo de la música y enamorado bailara con ella la famosa “farandole” del músico. El amor a la imagen inventada de la arlesiana le llevó dos o tres años después a cometer el único plagio literario de que puede considerarse culpable: en una revistilla de su colegio madrileño publicó como propia una copia casi total del relato de Daudet, situándolo, eso sí, en tierras españolas. No se avergonzó nunca del plagio.
A esta pasión romántica por las heroínas literarias iba a añadir Azulejo a lo largo de su adolescencia por lo menos una docena de nombres recogidos, generalmente en parejas mujer-hombre, en los libros de la biblioteca familiar o en otros que su padre adquiría a petición suya. Vea el lector unas muestras ilustres tomadas de la literatura universal que hacían de Azulejo un ardiente recolector de dramas rompecorazones, buena ocasión para dar rienda suelta a sus fáciles lágrimas. Una de las historias amorosas que más hizo latir su corazón sentimental fue la de la monja Marcela Luco y el capitán carlista Nelet Santapau que termina trágicamente con la muerte de ella a mano del guerrillero, quien inmediatamente se suicida con la misma arma, según se relata en uno de los Episodios Nacionales de Galdós, La campaña del Maestrazgo, leído a los diez o doce años y releído por Azulejo tres o cuatro veces a lo largo de su vida, siempre con muy viva emoción. Otra historia amorosa que le conmovió profundamente fue la de Tristán e Isolda, como también las de Elsa y Lohengrin y Nala y Damayanti, leídas y releídas en el libro Flor de leyendas en que se narra la desgarradora historia de amor filial de La muerte del niño Muni de que se habla en otro episodio personal de esta serie. Y, más tarde, apasionaron al adolescente amores funestos como los de Romeo y Julieta y los amantes de Teruel y, aun más hondamente, el amor y muerte de la rubia Margarita en el Fausto de Goethe. Y es curioso que durante toda su vida conservara Azulejo nítidamente en la memoria un breve poema de un poeta menor español de primeros del siglo XX, Emilio Carrere, leído en una antología y dedicado a la desdichada joven, cuyas dos primeras estrofas dicen así:
Apoyada en el vitral
Margarita la cuitada
pesares de enamorada
canta con voz de cristal.
Y su voz dice la pena
que amarga sus verdes años;
tiene los ojos castaños
y dorada la melena.
Por haber sido el causante de la desgracia y la muerte de la bella Margarita, el doctor Fausto de la primera parte del gran drama goetheano nunca fue santo de la devoción literaria de Azulejo adolescente: no le perdonaba la “canallada” que le hizo a su juvenil amante. De canalla a canalla prefería al avieso e inteligente Mefistófeles, por muy diablo que fuera. Sólo al leer muchos años después, ya adulto, la segunda parte del Fausto se reconcilió con el doctor y aprobó encantado que hubiera tenido un hijo, Euforión, con la bellísima Helena de Troya, otro de los amores mitológicos del adolescente toledano, arquetipo del “eterno femenino” cantado por el poeta.
La ensoñación amorosa de Azulejo con ese eterno femenino, la mujer en su cálida y acogedora belleza total que se le ofrecía imaginativamente en sus precoces lecturas literarias, iba a tener un efecto duradero en el joven y hasta en el adulto que un día sería. La pasión romántica que le inspiraban las bellas heroínas de sus libros estaba exenta de toda pulsión o prurito erótico: el amor carnal no entraba en estos sueños despiertos que le embargaban el ánimo durante largas temporadas. Y, sin embargo, su instinto libidinoso era muy vivaz y se desplegaba con facilidad ante el bello cuerpo femenino observado y admirado en la vida real. Pese a su timidez, los juegos con las chicas del pueblo, de su edad o aun mayores, la mayoría bonitas y algunas hermosas, servían a menudo de ocasión, como era y es habitual entre jóvenes, para que el mozalbete explorara suavemente el cuerpo de alguna de sus compañeras de juego, lo que podía terminar en caricias, ligeros besos y algún osado magreo, pero sin acercarse nunca a regiones prohibidas del cuerpo y menos aun pasar a mayores, cosa que prácticamente nunca ocurría entre jóvenes de diez a quince años, al menos en aquella época. Estos muy gratos e instructivos escarceos sensuales solían terminar, según el canon natural de toda sana libido, en una liberación masturbatoria. Más adelante, residente ya en Madrid por sus estudios, Azulejo recordaría con cierta nostalgia sus devaneos sensuales con sus amigas del pueblo, añorando su relativa libertad (que no libertinaje) en contraste con el desierto erótico en que el franquismo nacional-católico estaba convirtiendo al país, sobre todo a sus ciudades.
Pero Azulejo tenía conciencia de que sus aventurillas eróticas del pueblo quedaban al margen, muy distantes, de sus arrebatados amores con las mujeres ideales de sus libros. Una cosa no iba con la otra. Y esta ambivalencia entre una y otra tendencia de su constitución psíquica le iba a crear dificultades de adaptación a la vida amorosa del adulto. En más de una ocasión la relación erótica plena con una mujer le dejaba frío el corazón o bien éste tardaba años en ponerse al unísono del ardor concupiscente. El sentimiento amoroso vagaba entonces por las etéreas regiones de la imaginación donde seguían reinando las amadas ideales de su adolescencia, sin que él mismo tuviera clara conciencia del desfase. Al cabo de bastantes errores y fracasos y de hacer más de una vez el mal sin conciencia de hacerlo, por el simple hecho de ser, de existir (lo que es el modus operandi más habitual, y no sólo en cuestiones de amor), alcanzó Azulejo cierta armonía en el amor costumbre, que es mucho menos placentero que el amor pasión, pero también menos tormentoso y más duradero. Y, sobre todo, muchísimo menos brutal. Desde muy joven la brutalidad le parecía consustancial con la pasión amorosa, con la a menudo temible guerra de los sexos, manifiesta ya en el ejercicio normal, y no digamos en el perverso, del coito y sus parafernalia que con sobrada razón se califica en francés de “petite mort”, pequeña muerte. Por no hablar de ese diabólico dragón que son los celos, al que la humanidad debe muertes sin cuento, muertes no pequeñas éstas, de verdad y sangrientas. Pero de todo esto sólo tenía el doceañero adolescente vagos atisbos, temblorosos presagios. Era un muchacho de su edad y como tal se comportaba.