El hijo del Greco

La madre coge de la mano a Azulejo y tira de él: “Vamos, ya lo has mirado bastante.” El chicuelo se resiste, hace como que se dirige a la salida, pero una vez más se vuelve hacia el gran cuadro que resplandece como todo un mundo a la luz artificial. “Vamos, ya está bien, hijo. Llevas media hora mirando el cuadro. Mira, ya se ha ido el guía. Y todos los del grupo. No podemos quedarnos solos aquí. Además, nos esperan a comer en casa de la tía Concha, no vamos a hacerles esperar.” “Déjame un momentito más, madre. Es que ese niño me interesa mucho. Debe tener mi misma edad, diez años, ¿no te parece?” “Bueno, si es por eso por lo que te interesas. Pero ya has oído al guía: es el hijo del pintor, del Greco.” “Ya lo sé. Pero es que es un niño muy curioso. ¿No te parece que está triste, un poco triste?” “¿Tú crees? Yo sólo creo que es un niño serio. Atento a lo que se ve en el cuadro.” “¿Pero si me mira a mí?” “Hala, hala, ya está bien. Que van a cerrar la puerta y dejarnos encerrados.” “Bueno, madre. Pero tienes que comprarme una postal con el niño, quiero llevármela a casa.”

Madre e hijo salen de la pequeña iglesia de Santo Tomé donde se halla expuesta una de las obras pictóricas más famosas del mundo, El entierro del conde de Orgaz, de Domeniko Theotocopuli, llamado El Greco. La madre le compra a Azulejo la foto del hijo del pintor, más otra del conjunto de la obra. Y por las callejuelas del centro de la ciudad se encaminan a la casita de la tía Concha Riesco, una prima hermana de su abuelo, junto al Tajo, frente a la ermita de la Virgen del Valle y muy cerca de los restos que llaman de los “baños de la Cava”, la amante del rey Rodrigo, por culpa de la cual —dicen las leyendas— se perdió España con la invasión de los moros. Azulejo ha viajado con su madre este mes de junio de 1939, apenas terminada la guerra incivil, a la ciudad de Toledo porque tiene que presentarse al examen de ingreso en el Bachillerato. Y, en efecto, lo ha pasado con cierta facilidad ante los profesores del Instituto de Segunda Enseñanza; su padre, que ha sido hasta ahora su educador principal, le ha preparado concienzudamente, como a su hermano Fede, que pasará el mismo examen al año siguiente. En su breve estancia en la “peñascosa pesadumbre”, como llama Cervantes a la rocosa y empinada urbe, el muchacho se lo ha pasado en grande jugando con los hijos de la tía Concha, mujer pequeñita (“pero cojonuda”, dice su chistoso marido) y regordeta, lo que no la impide nadar por el río como un pez, más rápida que sus hijos y que el poco experto nadador que es Azulejo.

Además, en compañía de su madre ha visitado varios monumentos como la catedral, que al chico le deja boquiabierto de admiración por su grandiosidad, la Sinagoga del Tránsito, Santa María la Blanca, antigua mezquita cristianizada, y luego la Casa del Greco, aun en mal estado tras el abandono de la guerra, y, esta mañana, la iglesia de Santo Tomé para contemplar la prodigiosa pintura de El entierro del conde de Orgaz ante la que su imaginación se ha fijado casi exclusivamente en el “hijo del Greco”, dice el guía, aunque quizá no sea exacta su afirmación.

Dos cosas le han disgustado, una, y angustiado, la otra. Alguien convenció a su madre, reacia al principio, para que visitaran el Alcázar, aun medio en ruinas. La guerra incivil había asolado las ciudades y campos de España; Toledo había pagado su sangriento tributo. No menos reacio que su madre se sentía Azulejo a visitar lo que ya era un monumento a la gloria de los sublevados que, lo tenía siempre muy presente en su avispada memoria, habían estado a punto de fusilar a su padre. Y la visita le disgustó por lo que aquellas ruinas tenían de propaganda franquista, pero, aun más, por los horrores del feroz asedio que pudo contemplar o escuchar de labios del guía, especialmente una espeluznante mancha blancuzca en un alto muro de la fortaleza: la que había dejado aplastándose allí la cabeza de uno de los asediados arrancada de cuajo por un obús de mortero republicano, visión que iba a obsesionarle durante bastante tiempo y al fin se le quedó grabada en la memoria como un redondo sol maligno, signo de la guerra y la locura, de la locura de la guerra, de todas las guerras, civiles o no, todas inciviles.

El otro incidente angustioso por el que hubo de pasar ocurrió en la gran catedral que con su formidable altura le había producido una sensación de admirativo aplastamiento. Bueno, la cosa no sucedió exactamente en la catedral, sino en su enorme torre que dominaba toda la ciudad y sus alrededores y a la que se podía subir por una escalera de piedra para contemplar de cerca en lo alto la célebre “campana gorda”, la que sólo tocaba en unas pocas fechas señaladas: el estruendo de su tañido era tal que podía dejar sordo al más pintado —eso era al menos lo que decían los entusiastas de la renombrada campana. Sin sospechar lo que le esperaba dijo que sí a su madre cuando le propuso que subieran a la torre porque desde allí podrían ver por encima toda la ciudad y los campos toledanos hasta muy lejos, hasta casi el pueblo de su abuela María. Al principio la escalera era bastante ancha y ascendía por amplios escalones. Pero cuando se convirtió en una estrecha escalera de caracol que ascendía en espiral y con sólo un ventanuco de vez en cuando para iluminar el angosto espacio, la angustia del muchacho estalló de repente dejándole casi paralizado. Dio unos traspiés y se agarró a los brazos de su madre que iba delante. Al ver el lívido rostro de su hijo, sintió que algo grave le estaba ocurriendo. “Madre, madre, vámonos, tenemos que bajar. No puedo subir más. Me ahogo.” Inmediatamente comprendió ella lo que le pasaba: una explosiva crisis de claustrofobia de la que ya había tenido el niño algún barrunto menos grave en anteriores ocasiones. Le cogió entre sus brazos y, aun sin levantarle —pesaba ya demasiado para su fuerza— empezó a descender por la angustiosa escalera mientras el mareado chicuelo sollozaba quedamente y cerraba los ojos para no ver. Fue ésta la primera y la última escalera de caracol que Azulejo intentó remontar en su vida. Sentía que no podría resistir un segundo intento. En adelante su aguda claustrofobia, que le impedía radicalmente hacer ciertas cosas sencillas como entrar en un vagón de metro si iba repleto de gente, se confinó a sus frecuentes sueños; y qué sueños angustiosos de encierros subterráneos de los que despertaba sobresaltado y sudoroso. Ese enemigo secreto que le acechaba en su intimidad iba a atormentarle aun durante decenios. Al final desapareció, disolviéndose en la indefinida e indefinible angustia de vivir.

Pese a estos dos incidentes desagradables, el muchacho estaba contento de su visita a Toledo, ciudad por la que sentiría apego y admiración toda su vida, pese a considerarla una ciudad levítica y reaccionaria al menos durante el larguísimo reinado del tirano de El Pardo. Y ahora que se aprestaba a volver con su madre al pueblo donde les esperaban el padre, el abuelo y los otros dos hermanos, Azulejo se llevaba un recuerdo precioso que despertaba en su ánimo una simpatía casi fraternal: el del niño de fino rostro, serio, según él bastante triste, sus ojos lo decían, todo vestido de negro, con su lechuguilla y velillos de encaje como un hombrecito, hincada una rodilla en tierra y sosteniendo con su mano derecha un hachón encendido, este Jorge Manuel Theotocopuli que parecía estar dominado por la figura del padre cuyo rostro aparecía por encima del hijo y del san Esteban con su semblante demacrado, envejecido y, pensaba no sabía por qué, malévolo para con el niño. Aquel extraño niño del Entierro le había dejado una huella muy honda en su ánimo propenso a las obsesiones. Carácter innato que le duraría toda la vida causándole a menudo angustias y quebraderos de cabeza que le perturbaban y le acomplejaban en su vida cotidiana. Su obsesión con el hijo del Greco llegó hasta el punto de soñar con él, sobre todo al principio. Era siempre el mismo sueño, con ligeras variantes. La visión mutilada del cuadro que le había quedado en la memoria se centraba, aparte del patético semblante ceniciento del difundo caballero tumbado con su armadura y en brazos de los dos santos Esteban y Agustín, en la figura tan destacada del niño triste en primer plano y, detrás de él, la cabeza del que, según decir del guía, era el pintor y padre del niño que le vigilaba, sentía Azulejo, con malevolencia. Lo que hizo que de manera inconsciente al chico no le fuera el gran pintor nada simpático durante bastante tiempo, aun admirando tantas de sus obras geniales. El sueño repetitivo que obsesionaba al adolescente era, con variantes, el siguiente.

Sueña que está delante del Entierro y que el niño que es el hijo del artista se sale del cuadro, se acerca a Azulejo y le dice sonriéndole y tomándole de la mano: “Ven conmigo, te voy a enseñar los cuadros que guarda en casa el barbudo de mi padre. Nunca me ha dejado enseñárselos a mis amigos. Pues a ti sí que te los voy a enseñar porque me eres simpático, sólo te has fijado en mí con cariño. Están en mi casa, aquí al lado. Ven.” Salen de la iglesia de Santo Tomé los dos cogidos de la mano y se dirigen a la casa del Greco. Cuando van a entrar aparece de repente el viejo barbudo del cuadro y le grita furioso al niño: “Te he dicho que no quiero que nadie entre en mi taller. ¿Es que te crees que me he muerto? Pues toma, mocoso, por desobedecerme. Y además te voy a quitar de mi Entierro y ya no te conocerá nadie, ¿has oído? Y este otro mocoso ¿quién es? Pues toma tú también. Y además no os voy a dar la merienda.” Azulejo da un salto para evitar la bofetada y en ese momento se despierta sobresaltado. Por un instante, todavía hundido en la penumbra del sueño, siente angustia por la amenaza del Greco: ¡Le va a quitar del cuadro! ¡Voy a perder a mi amigo para siempre! ¡No, no!

Detalle curioso: cada vez, y son bastantes las veces, que Azulejo ha traspasado a lo largo de su vida el dintel de la iglesia toledana de Santo Tomé para contemplar el Entierro, un momento antes de levantar la vista hacia el gran cuadro siente como una brevísima punzada en el corazón: “¿Habrá desaparecido esta vez el niño, el hijo del Greco?” Poderosa huella la de los sueños: a veces son más fuertes que la realidad.