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Ojo por ojo

 

 

 

En la que podría llamarse profesión de narcotraficante todos los procesos son importantes, pero uno de los más complicados y exigentes es el transporte. Para ello Rasguño es especialmente ingenioso y creativo. El tiene pistas de aterrizaje, flotillas de aviones, lanchas y cigarretas. Esta última es una embarcación construida para transportar hasta alta mar la cocaína que luego es embarcada en grandes trasatlánticos. Han quedado atrás los días en que los narcotraficantes se hacían a la mar en cualquier cosa que flotara. Las cigarretas podían ser más rápidas que las patrulleras de las autoridades colombianas e incluso se daban el lujo de poner en aprietos a la guardia costera de los Estados Unidos.

A la par de las cigarretas, las pistas de aterrizaje clandestinas operan de manera frenética porque están bien camufladas y prestan un gran servicio. Su funcionalidad se debe a la sagacidad de un hombre, El Mono, que logra administrar con sabiduría el tráfico pesado de esos terminales aéreos improvisados, en los que hay grandes momentos de angustia. Como en una ocasión cuando un enorme avión se quedó varado durante 24 horas mientras llegaba un técnico a repararlo. No lo descubrieron de milagro.

La pista de Rasguño era la que mayor trabajo tenía. Había noches en las que aterrizaban y decolaban hasta 19 aviones y Carmelo era el encargado de recoger a los tripulantes que venían de México y de Perú, buena parte de los cuales tenían sus propias casas o pequeñas fincas en Cartago. Los demás se hospedaban en hoteles cercanos.

Así como llegaban personas relacionadas directamente con el negocio de Rasguño también lo hacían capos peruanos y mexicanos, y políticos colombianos. Los personajes venidos del exterior hacían un gran esfuerzo por parecer agradables y por regla general a todos había que decirles “ingeniero”. Allí Carmelo tuvo la oportunidad de conocer al sobrino de uno de esos grandes capos y quien habría de morir pocos días después en un enfrentamiento con la Policía mexicana.

El tío del muchacho era nada más ni nada menos que Rafael Caro Quintero, el narcotraficante más famoso de la historia criminal mexicana, fundador del cartel de Guadalajara junto con Miguel Ángel Félix Gallardo, otro de los grandes capos. En los años 1980 el mundo lo conoció como el Narco de Narcos.

Caro Quintero fue detenido en Costa Rica y sus huellas dactilares enviadas a las autoridades mexicanas, tardaron 12 horas en confirmar la identidad del capo buscado en México por tráfico de drogas y solicitado en extradición por el asesinato del agente de la DEA —Agencia Antidrogas de Estados Unidos—, Enrique Camarena Salazar, un habilidoso detective encubierto que los había infiltrado hasta la espina dorsal y más tarde pagó con su vida tamaña osadía.

Mientras esto ocurre en el narcomundo, Miro empieza a trabajar con Diego Montoya, quien agradece de esta manera los contactos que el padre de Carmelo le proporcionó en el pasado y que lo ayudaron a crecer rápidamente en el negocio. Don Diego, monta fabulosas cocinas con avanzada tecnología que producen hasta 3.000 kilos diarios de cocaína ya procesada. En el laboratorio clandestino trabajan hasta 120 personas, divididas en dos turnos de 12 horas continuas.

Era un momento histórico en la producción de cocaína a gran escala. Al igual que las pistas y las lanchas, las cocinas habían dejado de ser pequeños cambuches para convertirse en enormes tiendas de campaña. Ya existían grandes prensas hidráulicas y no se mezclaba la base de la cocaína con palos improvisados en disolventes sino con pistolas hidráulicas. Toda una transnacional. Se reciclaban los precursores químicos y se sacaba la mayor ganancia posible porque se recuperaba todo el material que antes era desechable.

El peligro más grande de una cocina es que se “caliente”. Esta palabra es real en los dos sentidos: el calor, y que se ponga en evidencia, riesgo que se corre por el desfile de camiones con enormes tanques repletos de químicos. El excesivo movimiento representa un verdadero peligro para los narcotraficantes porque llama la atención de vecinos aún en medio del campo. Por esa razón se reciclan todos los materiales con el fin de evitar el cargue y descargue. Controlar la numerosa circulación de vehículos se convierte en clave de seguridad en los laboratorios.

Pese a los controles de las autoridades y a los anuncios públicos en contra del negocio y los capos, era inocultable que el narcotráfico estaba disparado y más próspero que nunca. Los pequeños aviones Séneca salían de las pistas clandestinas al amanecer y eran enviados al Perú con dinero para comprar materia prima, y los grandes, los King 980 turbo Commander, viajaban a México al atardecer y regresaban a las tres o cuatro de la mañana del día siguiente.

Los narcos eran juiciosos en el planeamiento de su estrategia y se organizaron en una figura que dentro del gremio se conocía como una cooperativa: Rasguño, Chupeta, Arcángel y Diego ponían la mercancía en partes iguales, y los socios mexicanos la logística para recibirla. Aviones cuatro motores despegaban de un pueblo cercano y surcaban los cielos con 7.000 kilos de cocaína rumbo a México. Otras veces la droga era bombardeaba en el Océano Pacífico, es decir, dejaban caer la droga al vacío donde era recogida por un contacto previamente establecido en altamar.

7.000 kilos por aire y 7.000 kilos por mar, todo un consorcio del hampa que a principios de los años 90 sólo tenía un propósito: inundar a Estados Unidos con su preciado alucinógeno. No era aventurado asegurar que tenían razón aquellos que se ufanaban diciendo que Colombia era una especie de portaviones del narcotráfico. Era mucho más que eso.

El encargado de buena parte de este ajetreo era El Mono, quien tenía a su lado a Carmelo; este le cargaba la maleta con altas sumas de dinero para aceitar la maquinaria. Llamaban a la autoridad que les había colaborado y le daban un sobre con su respectiva cuota. Ese era un momento de camaradería entre los dos bandos. El Mono realizaba los pagos lista en mano y Carmelo apuntaba en un libro o tachaba según las circunstancias.

Las salidas o llegadas de los aviones de las pistas clandestinas no quedaban registradas en ningún lado pese a que los cielos del país estaban cubiertos de aeronaves ilegales que viajaban por debajo de las aerolíneas comerciales para evitar accidentes y contratiempos.

Era muy usual que los dueños de la mercancía engañaran a los pilotos con el peso total de los cargamentos que iban a transportar. Les decían que iba una cantidad determinada cuando en realidad iba una mayor y eso los ponía en un enorme riesgo porque debían maniobrar en condiciones extremas para lograr que las aeronaves levantaran vuelo y no se estrellaran contra la primera muralla que encontraran a su paso.

El exceso de peso es común en la narcoactividad porque además de la tripulación y la cocaína el avión debe llevar una buena cantidad de gasolina en bidones dentro de la cabina para garantizar la ida y el regreso. Por eso todo debe ser acomodado en un orden específico. Primero el piloto y el copiloto, luego el cargamento, después el combustible y por último, en la parte de atrás, un mecánico sentado en el inodoro que cumple la crucial tarea de traspasar poco a poco la gasolina de los recipientes al tanque del avión, que ha sido acondicionado con mangueras especialmente adaptadas.

A medida que la aeronave consume el combustible, el auxiliar va partiendo las canecas por la mitad con un filoso cuchillo para ganar espacio dentro de la cabina. Así ocurre una por una hasta que todas quedan desocupadas. Cuando llega a su destino final el mecánico se deshace de los pedazos al tiempo que vuelve a poner las canecas repletas de gasolina para el viaje de regreso.

Aunque es claro que se trata de un negocio ilegal, desempeñarse en el ambiente del narcotráfico es muy duro para quienes intervienen en él. El riesgo es enorme, pues a cada paso el trabajador se juega la vida y es presa fácil de la traición, la llegada inesperada de las a autoridades o el mismo azar.

Al regresar de la misión casi suicida, los hombres en tierra les colocan de nuevo las sillas a los aviones y les pintan la matrícula original. Los pilotos cumplen largas y extenuantes jornadas que sólo son compensadas con el dinero de la muerte que llena sus arcas.

Cuando los aviones se dañan en las pistas clandestinas porque se estrellan o se quedan enterrados, hay que deshacerse de ellos de una manera ingeniosa aunque bastante improvisada. Las aeronaves son despedazadas con hachas y motosierras y los pedazos lanzados al río. Los narcos de segunda línea se pelean el derecho a quedarse con las sillas, pues para ellos es motivo de orgullo circular por las calles con asientos de avión acondicionados como si fueran de fórmula uno.

La destrucción de la aeronave de un mafioso quedaba al descubierto cuando bajaba el nivel del agua y los pedazos de lata sobresalían del río Cauca. En alguna ocasión apareció en la mitad del cauce la enorme cola de un King 300 que más bien parecía un fantasma metálico.

Esconder un avión no era tarea fácil. Para transportar los pedazos de metal se utilizaban camiones pero poco a poco esa tarea se hizo más sencilla con la llegada de las retroexcavadoras. Pero aún así, el trabajo de desaparecer una aeronave ilegal también es demorado e intenso porque si no existe un río a la mano es necesario cavar enormes huecos en la tierra.

Otros inconvenientes de esta actividad están relacionados con el mantenimiento de las aeronaves que realizan numerosos viajes internacionales; se requiere buscar mecánicos porque no hay hangares ni repuestos para esos menesteres. Y si la reparación se necesita en plena faena, la situación se torna más peligrosa aún.

Mientras El Mono mueve sus contactos, el avión es ocultado en un cultivo de soya adyacente a la pista gracias al tractor que siempre permanece atento. La pista de aterrizaje de Rasguño administrada por El Mono está muy bien camuflada en surcos de cinco kilómetros que se mantienen arados por la mañana mientras los aviones vuelan y por la tarde una motoniveladora borra las huellas de lo que horas antes era una pista clandestina.

Todo está planeado y funciona como un relojito: los hombres que aseguran el sitio y se sitúan en lugares estratégicos con armas de largo alcance; los de logística que se encargan de que el cargamento sea introducido en el avión, y el conductor de la máquina pesada que con la misma facilidad que abre una pista enorme, aplana el cultivo para no dejar huella.

Otra parte del engranaje la cumple Carmelo, quien se encarga de recoger en Cartago, o en un hotel, a los pilotos que reemplazarán a los que acaban de salir rumbo a Centroamérica con sus planes de vuelo legales, expedidos por sus contactos en la aeronáutica. La idea es no perder ni un minuto y por ello en las pistas de aterrizaje no se ven aeronaves parqueadas durante mucho tiempo.

En aquel ambiente inhóspito hay alguien que llama la atención de quienes se encuentran en la pista clandestina: es la más osada de todas y a quien en el gremio respetan por su temple. Es la joven capitana de un avión comercial, una bella mujer rubia de caderas armoniosas que por una vez llega con uniforme; queda en ropa interior cuando se pone el overol delante de los empleados de la pista, que luego se pelean por entregarle el nuevo plan de vuelo y la planilla con la cantidad de mercancía que debe transportar.

Pero no todo es arrojo. A algunos pilotos había que forzarlos cuando surgían contratiempos, porque intentaban evadir su responsabilidad. Una de las tantas veces que Carmelo y El Mono trabajaban en la pista, un avión Séneca aterrizó con desperfectos y los pilotos, muy cansados después de una travesía de 20 horas, quisieron salir corriendo, desaparecer.

Pero Carmelo pensó que si la aeronave era arreglada pronto no habría quién la regresara a su base y por eso tomó una decisión drástica: coger un fusil AR-15, apuntarle al piloto y luego amarrarlo junto al copiloto dentro de una bodega.

Si no podían repararlo se verían abocados a recurrir a las hachas y a las motosierras porque había que deshacerse de ese monstruo de chatarra. Pero no fue necesario hacerlo porque uno de los mecánicos traído de la ciudad lo reparó en poco tiempo. Por cierto, de una manera poco convencional porque le bastó con desmontar una pieza cuadrada y soplarla por uno de los lados con un compresor hasta que botó la tierra que tenía adentro. De esta manera el piloto y el copiloto de la aeronave pudieron terminar a tiempo su trabajo.

En otra ocasión, mientras El Mono, Carmelo y los empleados de la pista descansaban y no esperaban nuevos vuelos, vieron repentinamente en el cielo un avión de la Fuerza Aérea que perseguía una avioneta Séneca, cuyo piloto trabajaba desde hacía dos años para Diego Montoya y en el pasado había sido instructor de aeronaves de combate en la propia Fuerza Aérea.

El piloto del pequeño avión se sintió acorralado por el arribo de una segunda aeronave militar, pero sacó a relucir su malicia indígena y optó por sobrevolar la ciudad pues sabía que no lo podían derribar. En efecto, dos horas después de mantenerse encima del casco urbano, los dos aviones de la FAC abandonaron la persecución porque se les acabó el combustible.

El piloto de la avioneta se comunicó con Montoya y le dijo que aterrizaría en su pista. Con tan mala suerte que cuando inició el descenso apareció otro avión de la FAC, este no se puso en rodeos y de inmediato inició el fuego. El piloto no pudo reaccionar y la pequeña aeronave explotó en mil pedazos y cayó sobre los cultivos cercanos.

El comandante del avión de la FAC regresó a su base pero nunca supo que derribó a su antiguo instructor en ese tipo de aeronaves de combate. El que sí se enteró de ello fue Montoya, quien ordenó sepultar a su piloto y matar al hombre que le causó el doble daño de matarle a un empleado y destruirle una avioneta.

Superado el escollo Carmelo y El Mono cargaron un avión que estaba oculto en la pista, al tiempo que Miro le ayudaba a El Compadre, uno de los pilotos personales de Diego Montoya y quien era comandante de esa aeronave de cuatro motores. El Compadre estaba encargado de bombardear mercancía en el mar y de regresar a salvo por su gran habilidad. Se trataba de uno de los más importantes pilotos de la mafia; se asoció con otro aviador amigo suyo y crearon una escuela de pilotaje después de retirados del negocio. Más tarde la academia se convirtió en una importante compañía de aviación.