Lobo de mar
Carmelo insiste en trabajar debido a su frustrado intento de aprender aviación y a la negativa de su hermano de proporcionarle el dinero que necesita para sobrevivir. Además, tiene la necesidad imperiosa de ganarse la vida de cualquier manera para responder por el embarazo de su novia, quien lo ha sorprendido días atrás con la noticia de que van a ser padres.
El joven recurre a su padre, quien habla con Diego Montoya, su primo, que de inmediato lo envía a trabajar en una cocina que muy pocos días después es detectada por las autoridades, que allanan y detienen a 17 personas e incautan 6.000 kilos del alcaloide. Montoya dice que es una pérdida muy grande para su negocio, pero no tarda en demostrar que tiene muchos recursos y ordena montar otro laboratorio, mejor dotado y más grande.
Resuelto el problema, Carmelo comienza a trabajar. Montoya es el jefe supremo de los laboratorios de la región y les produce mercancía a los demás capos. Uno de ellos, por ejemplo, le encarga 50.000 kilos que él entrega en cuestión de días. Por la fabricación de la droga les paga un dólar por kilo a los empleados. Es una máquina de producir dinero porque la cocina tiene capacidad para producir 1.200 kilos al día, lo que significan 1.200 dólares de pago diario para cada trabajador. Son las épocas de las vacas gordas.
Los pagos a quienes trabajan en los laboratorios normalmente se hacen a tiempo, pero cuando surge algún problema, como la caída de un cargamento, la cosa varía y en ocasiones deben esperar varios meses para recibir el salario. Pero en el caso de Montoya la solución llega en cuestión de días pues sólo deben esperar que culmine con éxito un embarque y todo queda arreglado porque el dinero les llega a cántaros.
Al salir de las cocinas hacia sus pueblos, los laboratoristas deben hacer trabajo de campo. Ellos mismos recogen el dinero en efectivo y lo transportan en vehículos de valores hasta el propio banco. Parte de ese dinero, una vez legalizado, se convierte en cheque. Todos van a la misma sucursal y el banco debe cerrar sus puertas al público para atender a esas personas que ocasionan un enorme tráfico y movimiento de dinero que no se puede hacer a puertas abiertas.
Pero ahora Carmelo no trabaja en la producción de la coca. Pertenece al cordón de seguridad que trabaja desde afuera y protege el laboratorio y está alerta a cualquier acción de las autoridades o de los ladrones de la región, que siempre están al acecho. En esas cocinas la vigilancia es trascendental y los que ejercen como custodios ganan de acuerdo con los niveles de producción. Para ellos es más cómodo porque no trajinan con químicos y están al margen del peligro, pero al mismo tiempo es un trabajo de gran responsabilidad que deben realizar con radios de largo alcance para controlar la periferia y con fusiles, para usar en caso de necesidad.
Todas las medidas de precaución requeridas son adoptadas por Carmelo, quien aprendió de un maestro en esos menesteres: Miro, su padre, fogueado en mil batallas. No se debe olvidar que los vigilantes son los primeros en caer cuando es atacado el laboratorio, amén de que están al vaivén de las inclemencias del tiempo.
Carmelo trabaja en ese lugar al lado de 24 hombres más, repartidos en dos turnos de 12 horas cada uno. La peor jornada es la nocturna porque necesita más atención, pero es la preferida de Carmelo pues comparte con algunos de los hombres de Chupeta, que llegan allí por castigo, a supervisar la producción, y a ellos las noches de trabajo no les gustan para nada. Con todo, se las dan de veedores de la producción de cocaína para ir a llevarles chismes a sus jefes.
Por esa época el salario de Carmelo, cocinara o no, llegaba a los 4.000 dólares mensuales. Pero el sueño de llevar a su novia embarazada al altar lo dejaba sin empleo. Su matrimonio cruzaba con la decisión de Montoya de trasladar las cocinas al Magdalena Medio, en el corazón del país.
Aunque en ese momento Carmelo ya comparte el lecho con su mujer, no acepta desplazarse al lugar que encontró Montoya para desarrollar su negocio y por eso queda desempleado. Esa situación no es problema para él porque tiene claro que con sólo buscar a su círculo de amigos resuelve el problema.
Cuando Diego traslada sus laboratorios fuera del área, Carmelo empieza una nueva vida, esta vez como ganadero en la finca que su padre les había dado a los tres hijos. Con su esposa a punto de dar a luz, le resulta conveniente este trabajo en el que no expone la vida y reemplaza sus habilidades manuales por la venta de vacas a los carniceros del lugar y de los pueblos vecinos.
Tras el nacimiento de su hija, Carmelo es llamado nuevamente por su hermano, El Mono quien le pide asistencia en la isla de San Andrés, donde las pistas clandestinas le han dado paso a otra forma ingeniosa de despacho de cocaína hacia el exterior: el mar.
Convertido ya en un señor de la droga, El Mono se dedicó de lleno a este método y las lanchas rápidas eran sus favoritas. Con el propósito de confundir a las autoridades, había montado una fachada exitosa al hacer que las embarcaciones realizaran trabajos legales en turismo.
El Mono recurrió a su hermano después de haber intentado en vano con otros empleados, que se perdieron en la fiesta y el desafuero. Carmelo era el personaje indicado porque El Mono necesitaba a alguien serio y de confianza para administrar las embarcaciones. Carmelo aceptó el trabajo y de inmediato se instaló en San Andrés, donde rápidamente aprendió a manejar el negocio del narcotráfico por el mar.
Su hermano intentaba mantenerlo al margen del negocio porque su idea era que Carmelo se dedicara a la logística de los cargamentos; en otras palabras, que se convirtiera en un eficaz auxiliador externo de las lanchas que transportaban los cargamentos desde la isla hacia Centroamérica.
Pero Carmelo no se queda quieto y muy pronto se hace amigo de capitanes y narcotraficantes. Entre 1995 y el 2000, y con las cosas que le han enseñado esos maestros del negocio ilícito ha aprendido a manejar con destreza las langosteras pequeñas que aprovisionan los barcos grandes cuando se les acaba la gasolina en alta mar. Lo importante es prestar ese auxilio a tiempo y sin violar la ley. Pasarían unos años más para que Carmelo entendiera que su trabajo era calificado como un delito por la justicia de Estados Unidos.
El negocio crece sin parar y El Mono y los demás capos empiezan a usar barcos de gran calado a los que les adoptan caletas para ocultar los cargamentos. Pero estas embarcaciones deben estar en movimiento permanente y por ello Carmelo tiene dispuestas flotillas de barcos en Panamá, Cartagena y San Andrés, lo mismo que lanchas pequeñas que están pendientes por si algo falla para salir al rescate y regresar rápidamente. Si el barco se está hundiendo o se daña un motor o lo persiguen, siempre hay rescatistas dispuestos para resolver esas eventualidades. Todo es monitoreado minuto a minuto por Carmelo, que gana fama de capataz eficiente.
Los barcos grandes siempre llevan una lancha pequeña extra para maniobras de rescate. Además, está dotada con gasolina y agua de sobra y una tripulación de reemplazo en caso de emergencia. A los marineros sanandresanos no les preocupa nada después de disponer todo en las lanchas. Ese es un problema del narco. Por eso Carmelo es indispensable para el negocio pues es preciso ir a buscar una tripulación que tarda hasta cinco días en llegar porque hay que ir a buscarla a Cartagena.
En San Andrés, la aventura era constante. Y el mejor de todos para esos riesgos era McKlein, un hombre gigantesco, nativo de la isla, viejo lobo de mar que combinó el negocio de la navegación con el del transporte de marihuana y se hizo experto en evadir a las autoridades marítimas. En su hoja de vida aparecía que estuvo preso en Estados Unidos por una temporada, de donde regresó más fiero en el arte de traficar con sus embarcaciones que cuando se fue.
En el récord de McKlein estaba también un episodio que muchos recuerdan en la isla. Aquella vez en que un avión de combate lo acosó por 14 horas y él, muy hábil y arrojado, variaba el rumbo, desaceleraba y se hacía de un lado al otro, hasta que cayó la noche y logró escabullirse en medio de carcajadas.
Cuando llegaba la fragata de la Armada colombiana a capturarlo, también la burlaba con la misma facilidad que al avión y para ello aprovechaba que la nave militar no maniobraba con la misma capacidad que lo hacía su lancha rápida; en cada giro hacía enormes espirales con los que le ganaba terreno a la embarcación oficial y de esa manera desaparecía como por arte de magia.
McKlein no se comunicaba por radio para evitar que lo localizaran y cuando muchos pensaban que había sido derrotado, él aparecía airoso y en silencio para cumplir con su deber en un punto previamente acordado a donde debería llegar con el alijo de droga. Sus compañeros acudían a una cita de la que nunca estaban seguros. Pero McKlein estaba ahí.
En San Andrés fueron muchos los que aprendieron las lecciones de osadía y manejo de las embarcaciones que les dio este nativo, pero no hubo uno sólo que le igualara en coraje y rapidez. McKlein trabajaba con un hombre al que apodaban El Taxista, un contacto de Rasguño en México, que se encargaba de controlar a los mexicanos; estos solían ser muy incumplidos y en más de una ocasión hicieron perder la cocaína por su falta de puntualidad.
En cierta ocasión y por cuenta de un brioso huracán, McKlein estuvo varado durante cuatro días en altamar con un sólo motor, en un sitio conocido como Banco Misterioso. Carmelo se puso al frente de la operación de rescate de su amigo y le tocó hacerlo solo porque el capitán que tenía a su cargo los rescates de emergencia estaba completamente borracho.
La búsqueda de McKlein era cosa de vida o muerte, el temporal lo había obligado a desviarse y encontrarlo podría tardar más de 20 horas. Por fortuna él disponía en su lancha de un radio de comunicaciones HF difícil de detectar por las autoridades ya que la onda salía a la atmósfera y volvía a tierra y así sucesivamente. Si la señal era interceptada por alguna corbeta de la Armada, el aparato daba como referencia cinco o seis puntos diferentes. Con ese sistema, las fragatas y los helicópteros llegaban muy rápidamente pero los lancheros con su droga ya estaban lejos de ahí. Los narcos perdieron tres o cuatro cargamentos, pero al final entendieron que los capitanes que usaban comunicación satelital caían fácilmente.
Como era imposible subir a una embarcación al capitán borracho para iniciar el rescate, Carmelo consiguió los servicios de dos marineros expertos a quienes les dio las coordenadas a 500 millas de mar abierto, la distancia que supuestamente separaba a McKlein de San Andrés. Dieciséis horas más tarde, los rescatistas se encontraban atravesando el centro del huracán, a bordo de una lancha de 32 pies en la que Carmelo hacía las veces de guía porque no era experto en el arte del timón. El viento del norte impedía el avance de la embarcación, que parecía de papel frente a la fuerza de los vientos provocados por el fenómeno natural.
En la faena, Carmelo ponía a prueba los conocimientos adquiridios al lado de McKlein, a quien consideraba un maestro. Por eso, una de las primeras cosas que previó fue llevar en la embarcación todo lo necesario para varios días en altamar en condiciones imprevisibles. Por ejemplo, Carmelo había aprendido que las olas se cogen sesgadas para avanzar, pero nunca imaginó que llegaran a ser del tamaño de un edificio. La embarcación entraba en ese hueco terrible hasta que la pericia de los marineros la hacía reaparecer sobre la cresta mirando hacia abajo como en una montaña rusa, sin protección alguna. La aventura era de película.
Los varados racionaban el agua y lo que les quedaba de alimento. Finalmente, las señales radiales de McKlein condujeron a Carmelo hasta donde estaba la embarcación averiada. Pero debieron esperar seis horas más hasta que repararon el bote. El cuidacargas estaba casi moribundo porque llevaba muchos días en el mar y el barco quieto producía más mareo que en movimiento. Por eso, al ver a los rescatistas él quería que hundieran la embarcación y que se fueran inmediatamente. Pero las lanchas usadas por la mafia costaban 500.000 dólares y por más dinero que se tuviera nadie quería perder semejante cantidad de plata.
Al comienzo, a los narcotraficantes les salía mucho más costoso fabricar una cigarreta, pero un joven peruano experto en la materia elaboró un molde y contribuyó a facilitar las cosas al montar una fábrica clandestina. Pero los botes se hundían con mucha facilidad porque eran construidos con una especie de llaves adelante y atrás. Se cometía un grave error cuando era soltada solamente la llave de atrás, pues el bote flotaba con la punta hacia afuera y eso hacía que fuera localizado por la guardia costera y las autoridades marítimas.
Las cigarretas, en cambio, se llenan de aire porque tienen techo y son fabricadas de fibra de vidrio. Para hacerla naufragar se golpea con un hacha el cuerpo del misil acuático, que produce una explosión. No obstante lo aparatoso del procedimiento, los motores de la lancha se salvan y son rescatados por los marineros, que de esta manera obtienen una ganancia adicional porque cuestan varios millones. Otras muchas cosas también se pueden rescatar, como las partes electrónicas. Lo demás se lo traga el mar.
El ritmo infernal que llevaba el capitán McKlein no le duraría mucho tiempo más, pues la tecnología del adversario superó ampliamente su estrategia improvisada y su suerte, con las que alardeó durante años. Este amigo, sabueso insuperable y lobo marino pagó una larga condena en alguna cárcel estadounidense, alejado del mar y de sus aventuras.
Conseguir empleados con el talante de MacKlein es muy difícil; por lo general se encuentran marineros cobardes que con sólo divisar una estrella fugaz tiran la mercancía. Un ejemplo de estos es un capitán de apellido Peterson, quien se hizo famoso por ser asustadizo y torpe y muy pocos capos hacían tratos con él porque terminaban perdiendo.
En una ocasión, Peterson llamó aterrorizado por la radio a decir que lo perseguían tres aviones de combate y no tuvo ningún problema en arrojar al mar hasta el último gramo de su cargamento de cocaína. Lo increíble era que ya había coronado México y estaba a punto de entregar la mercancía cerca al faro de Cancún, frente a Isla Mujeres, el radiofaro de los aviones donde giraban las aeronaves legales que iban a aterrizar en la región.
Es muy posible que Peterson ya esté muerto, supone Carmelo porque los narcos no tienen inconveniente en librarse de personas problemáticas como él. Se sabe que trabajó por un tiempo con otro gran transportador de la costa colombiana, hasta que de un día para otro nadie volvió a saber de él. Circuló el rumor de que Peterson lanzó al océano un enorme cargamento y detrás fue tirado él.
El envío de droga por el Mar Caribe es más conveniente que por el Océano Pacífico, pues en el primero sólo se requiere hacer un tanqueo de la embarcación, mientras que la extensión del segundo hace que se necesiten cuatro o cinco reabastecimientos. Las embarcaciones despachadas desde San Andrés, debían entrar a Cancún al territorio de la gente de Amado Carrillo, El Señor de los Cielos, el gran barón de la droga mexicano, y coordinadas desde Colombia por Rasguño y su hombre de confianza, El Taxista.
Para mantener todo en orden y garantizar que el embarque llegue a tiempo, Carmelo es el encargado de manejar la radio y de esa manera conoce de primera mano todos los secretos del negocio. Por aquellos días ganaba 1.000 dólares mensuales, le parecían pocos para la importancia de la tarea que desempeñaba, entonces decidió reajustar su salario. Lo hizo a través del sobreprecio de algunos rubros del negocio, como la gasolina, que costaba 15.000 dólares y él la ponía en 17.000. A la comida de los marineros le incrementaba el precio hasta en 1.000 dólares o algo más y se las arreglaba para poner en práctica el rebusque, tan común en el país, y le ajustaba su salario hasta en 1.000 por ciento.
Carmelo sabe que esta situación durará hasta cuando su hermano descubra la maniobra. Además, porque él es muy amplio y les da gusto a los marineros: si le piden 25 galones de agua, les da 50 cincuenta; si piden 1.000 dólares para comida, él les da el doble. Así no sólo mantiene alegres y felices a los marineros, sino que su bolsillo permanece boyante.
La cercanía de Carmelo con los tripulantes de las lanchas le permitió ayudar a Eugenio, hermano de Diego Montoya, cuando tuvo un problema al vararse una de las embarcaciones que usaba para el transporte de la droga en Belice y quedó atascada en unos esteros. Los marinos querían robar la cocaína que habían enterrado por seguridad en un islote cercano.
Los empleados de Eugenio en Colombia empezaron a guiar a los contactos de México y trataron de confundirlos con la esperanza de que el capo diera por perdida la droga para proceder a rescatarla y quedarse con ella. Pero Carmelo convocó a los lancheros y les hizo ver la necesidad de resolver el percance de Eugenio, a quien identificó como un buen amigo suyo. Cuando se enteraron de que Carmelo estaba al frente de la localización de la droga decidieron colaborar.
Algunos empleados en tierra y otros en el mar se las arreglaron para localizar la droga, que al final no se perdió. A todos les quedó claro que llenarles la nevera de comida a los marinos producía beneficios en algún momento crítico. De lo contrario, el alijo de droga hubiera terminado quién sabe dónde.
Una lancha se considera varada cuando le falla un motor y por eso los marineros saben de antemano que deben buscar la forma de deshacerse de la droga ya sea en tierra o entregándosela a los contactos en el mar antes de que la detecte un barco de la Armada. Si ello ocurre no tendrán forma alguna de escapar.
Para ese entonces, Eugenio, secretario de Diego, pidió autorización para recompensar a Carmelo, el hombre que le había ayudado a recuperar el cargamento que estaba a punto de perderse. Pero el pago nunca llegó, lo que puso en evidencia la reconocida tacañería del capo.
Entre tanto, Rasguño innova el sistema de lanchas pequeñas, de 32 pies y calado bajito, y da el salto a las cigarretas puntudas que parecen cohetes en el agua y transportan 2.000 kilos en cada viaje. A diferencia de las primeras su costo no es excesivo y por ello una vez esas lanchas se contactan en alta mar con los dominicanos, haitianos o mexicanos, proceden a hundirlas después de entregarles la droga. En altamar los marinos abordan una nave nodriza que los lleva a tierra, donde los esperan enlaces de los capos que tramitan los documentos necesarios para que los marinos regresen a Colombia vía aérea, sin problema alguno.
A sabiendas de que Carmelo maneja la isla de San Andrés como el patio de su casa, Diego Montoya se comunica con él y le pide que organice el tanqueo de algunas lanchas que pasan por allí repletas de droga. Carmelo acepta y realiza la tarea a espaldas de su hermano, con el propósito de meterse de lleno en el negocio, pero no cuenta que Montoya, siempre habilidoso, usa sus contactos y lo deja por fuera de esa maniobra. Pero el capo es traicionado por los hombres que buscó en la isla y debe recurrir a Carmelo para que salve el cargamento.
Cuando eso ocurre, Carmelo está lejos de la Isla pero el capo se las ingenia para localizarlo. Sin mucha opción por delante, le recomienda a Montoya un amigo que tiene un barco con unos buzos cogiendo langostas. En efecto, el hombre envía su barco, recoge la droga, los saca del apuro y en adelante sigue trabajando con el capo y su organización.
Pocos días después, Montoya busca nuevamente a Carmelo y le pide que lo contacte con Davinson Gómez, un narco conocido por él, a quien le iba muy bien despachando grandes cantidades de cocaína hacia el norte. Para pagar el favor, Montoya promete ayudar económicamente a Carmelo para que se proyecte en el negocio, pero muy a su pesar quien colabora es Gómez, el mismo hombre que en el pasado ordenó la muerte de Ramiro Cano, el mejor amigo de su padre. Pero la llegada de los billetes de dólar hace que todo quede en el olvido. Por ahora.