Cuídeme el plante
De un momento a otro, a Diego Montoya le llegó la mala. Las autoridades antinarcóticos le propinaron golpes que lo dejaron ilíquido. Tres cargamentos grandes fueron confiscados en altamar y por esa razón decide cambiar varias rutas que antes eran totalmente confiables, al tiempo que sigue al pide de la letra el consejo de Rasguño de marcar los nuevos cargamentos con números impares para exorcizarles la mala suerte. Está tan desesperado que el capo entra en la onda de los amuletos y los hechiceros.
Con esa ayuda que sale de lo terrenal se embarca en la aventura de enviar 2.001 kilos de cocaína en un camión refrigerado que debe llegar al puerto de Tumaco con la fachada de un cargamento de pollo. Así pretende burlar los controles de la Policía sin despertar sospechas. El capo encarga a Carmelo de hacerle llegar la droga al contacto que la debe poner en la lancha con destino a México.
Montoya le ruega de todas las maneras a Carmelo que haga lo necesario para que el alijo de coca llegue felizmente a su destino porque según él en esa carga tiene cifradas sus esperanzas de recuperarse económicamente.
La aventura comienza y el camión, escoltado por Ariel y varios hombres, con su carga de cocaína refrigerada en la mitad del pollo, realiza con éxito su travesía. Ha llegado el momento de informarle al contacto en el puerto la inminente llegada del vehículo que lleva la droga.
Al cabo de varios días en los que logran evadir todos los controles, Carmelo se reúne con el encargado de recibir la mercancía, al tiempo que se comunica con el chofer del camión para decirle que lo espera en un determinado lugar del muelle. Pero las cosas se enredan cuando los escoltas del camión creen que el camino está libre de escollos y que han superado la peor parte y toman una ruta alterna para dirigirse al hotel donde se proponen descansar mientras el conductor del camión lleva el encargo hasta la bodega donde están Carmelo y el contacto.
Como es costumbre en episodios como este, Carmelo supervisa el paso del camión y para hacerlo se esconde dentro de su vehículo en el parqueadero de un restaurante, muy cerca de la carretera. De repente, observa la llegada de una camioneta sin puertas, cargada de hombres, a gran velocidad. Carmelo se da cuenta de que algo está mal.
Detrás de la camioneta sospechosa y a la misma velocidad pasa un camión de cerveza y más atrás el camión con la mercancía. Pero cuando Carmelo sale a su encuentro y le hace varias señas para que se detenga, pero el vehículo sigue de largo.
—Tan raro, este hijueputa no me vio —les comenta Carmelo a los dos hombres que lo acompañan en el vehículo y decide iniciar la persecución.
Pero más sorprendido queda cuando se sitúa detrás de la caravana de vehículos y en medio de la neblina y la pertinaz lluvia le hace otras señales de advertencia al camión refrigerado, que no da muestras de querer detenerse. Con el camión de la cerveza en medio, Carmelo sigue maniobrando para pasarlos.
Más adelante, con la visibilidad reducida en un 60%, el camión cervecero intenta sacar de la vía a Carmelo, pero este acelera, logra superarlo, se le atraviesa varios metros adelante y él se baja rápidamente para hacerle señales de pare con los brazos levantados. Sin embargo, el pesado vehículo tampoco muestra intenciones de parar y por el contrario el conductor se pega al pito y logra asustar a Carmelo, que se hace a un lado para no ser embestido por la fuerza salvaje de ese toro desbocado.
—Yo dije, a este cabrón algo le pasa —grita Carmelo, fuera de casillas.
De regreso al volante, la frenética carrera continúa y Carmelo le pide a uno de sus acompañantes que dispare al espejo retrovisor del vehículo refrigerado porque teme que si lo hacen a las llantas el camión de la cocaína puede voltearse. No puede arriesgar la droga porque no olvida las palabras pronunciadas por Montoya cuando le encomendó la misión: “Cuídeme eso, que ese es el plante”.
Pese a que el disparo rompe el espejo izquierdo, el camión sigue su imparable avance. Entonces, Carmelo apaga las luces de su carro y pone el motor a tope con la intención de pasar aprovechando la oscuridad total y el mal tiempo. Llegan a una cerrada curva y el conductor del camión con el pollo congelado no desacelera, pero Carmelo sí porque puede ocurrir una tragedia.
De pronto, Carmelo ve que el camión cervecero sigue derecho y en un recodo de la carretera se encuentra de frente con las luces del furgón que lleva el pollo congelado. El vehículo está estacionado y de uno de los costados sale un hombre despavorido, corriendo hacia la maleza. Carmelo se olvida por un momento del desconocido que salió de las sombras y se enfoca en el camión porque debe confirmar si el cargamento de Montoya está a salvo.
Angustiado y con temblor en las piernas, temiendo una emboscada, Carmelo le da una vuelta completa al camión, sube y observa todos los controles para intentar prenderlo, lo que logra después de mover palancas y todo tipo de botones para él desconocidos. Finalmente, encuentra un gran botón amarillo, lo hunde y de inmediato se produce un sonido de vacío indicando que es el freno de aire. El movimiento de las agujas de tres enormes relojes indica que el vehículo está listo y Carmelo mete el cambio y lo hace arrancar.
El susto no termina ahí. 15 kilómetros después de haber recuperado el camión, Carmelo decide detenerse a un lado del camino para verificar que sus compañeros de aventura estuvieran bien. Pero cuando reinicia la marcha se da cuenta de que había estacionado fuera del pavimento y por eso debe forzar muy duro el vehículo para no voltearse. Finalmente lo logra y confirma que el automotor va muy pesado pues al fin y al cabo lleva 16 toneladas de peso: dos de cocaína y 14 de pollo congelado.
Más tranquilo Carmelo y su escolta se encaminan hacia la bodega, a donde llegan cinco horas después, pero ya no encuentra a quien entregarle el cargamento. Entonces decide entrar a la bodega con el camión y se dedica a descargarlo con sus compañeros pues tiene la expectativa de saber si en efecto la mercancía está en su sitio. Bajan decenas y decenas de cajas de pollo y cuando están a punto de perder la esperanza aparece el primer kilo de coca y luego todos los demás. En ese momento olvidan las peripecias vividas esa noche que casi termina en tragedia.
Al día siguiente aparece el chofer del camión y les cuenta que fue asaltado en un paraje donde la carretera se estrecha y se debe reducir la velocidad. Según el relato, un hombre subió al estribo y lo encañonó con un arma, al tiempo que le dio instrucciones de detenerse. Eran piratas terrestres que tienen como actividad robar la carga de los camiones que pasan por esa carretera. Lo demás es historia. Era una banda de ladrones frustrada por el susto de un hombre que se comprometió con su patrón a entregar en el puerto de Tumaco un vehículo cargado con dos toneladas de cocaína que días después llegarían a su destino final y le representarían una especie de renacer financiero.