Juntos pero no revueltos
Los narcos mantienen su fiera lucha por el poder y a sangre y fuego intentan imponer sus criterios y frente a los demás, que igualmente se sienten todopoderosos. Cada capo tiene a su disposición temibles ejércitos, armados hasta los dientes con los mejores fierros de la época como las ametralladoras M-60 y potentes rockets.
Montoya sigue en su estrategia de desafiar de frente a los que él sabe están dispuestos a entregarlo o en el peor de los casos asesinarlo. El momento no es el más apropiado porque casi todos los capos quieren deshacerse de él, y se vale de viejos aliados en las Autodefensas para mostrarse muy fuerte ante sus enemigos.
A Montoya le interesa que Varela y Rasguño, a quienes califica como los enemigos más importantes, vean que él los tiene en la mira. Desconfía profundamente de los dos y sabe por sus informantes que ellos mascullan en privado sus intenciones de sacarlo del camino y sacar provecho de ello. Rasguño se ufana de sus buenas relaciones con Carlos Castaño, quien en ese momento posa ante el país como el más poderoso de todos los paramilitares y hasta se da el lujo de recriminar a Varela en las reuniones de la organización.
Ante las arremetidas verbales de Castaño, Varela siempre guarda silencio pero todos saben que cobrará la ofensa de una forma u otra, más temprano que tarde. No hay marcha atrás y lejos de mejorar sus diferencias los capos crean situaciones cada vez más tensas que ponen a los matones frente a frente, como víboras al acecho.
Cada reunión es planeada por los grupos de seguridad como si fueran para una guerra. Para prevenir cualquier eventualidad, los jefes de seguridad de cada capo planean objetivos, salidas de escape, estrategias para secuestrar al capo que se descuide. Carmelo, en particular, instruye a sus escoltas en tareas específicas y les fija víctimas determinadas en caso de balacera o explosiones. Todos están acostumbrados a que a las reuniones de lo más granado del narcotráfico y el paramilitarismo se llega o se sale con el cañón de un fusil apuntando a la frente del enemigo.
En una de las reuniones más difíciles de las que se tenga memoria todos los capos están enfrentados. Pero no se dan cuenta de que en un extremo de la finca se encontraron los diferentes grupos de seguridad, con sus jefes incluidos, y dan inicio a una inolvidable velada en la que rememoran los últimos 30 años de sus vidas, cuando comenzaron de la mano de Miro y sus muchachos. Si los patrones vieran la camaradería que rodea la amena charla con seguridad habrían desconfiado de todos.
Es la primera vez que los bandidos de antaño dejan a un lado sus rencillas porque ven acercarse al viejo Miro empuñando su arma. Es el momento de rememorar viejos tiempos, cuando todos eran amigos porque pertenecían a una sola camada y habían nacido signados por la misma violencia. Aunque todos saben que en cualquier momento pueden enfrentarse a muerte, no tenían problema en contar sus memorias con una sonrisa a flor de piel y con un dejo de nostalgia que invadía el ambiente.
No obstante, los odios ya habían sobrepasado todos los límites. De aquellas reuniones de los capos no salía nada bueno y por el contrario crecía el rencor contenido desde aquellos tiempos en que compartían territorio. Eran tiempos en los que el odio afloraba fácilmente, cuando cada cual dejaba en claro que las amenazas de muerte no eran simples intenciones. Todo era tan real como el arma que cargaban en el cinto, que esgrimían en instantes como símbolo de dureza.
El Mocho, Rasguño, Varela y Tocayo y varios capos más están enfrentados a Montoya, quien sólo tiene a su lado a Chupeta, quien está agradecido porque el capo lo respaldó en un momento crítico durante una confrontación con Víctor Patiño, su socio de antaño.
Pero el intento de los capos por calmar las aguas turbias y borrar la desconfianza mutua, no logra nada y por el contrario aflora con fuerza el asunto no resuelto de los contactos con autoridades estadounidenses, que presupone la traición de unos a otros con el fin de disminuir sus penas en los tribunales. Todos saben que el negocio con los norteamericanos incluye denunciar contactos y rutas y someterse a la justicia.
Lo que no sabían los capos era que las autoridades gringas habían diseñado un ambicioso plan que tenía como propósito conseguir el sometimiento de los capos o su eliminación sistemática producto de la desconfianza entre ellos mismos.
Mientras los jefes de la narcoactividad deciden su futuro, la Policía colombiana decide capturar a un peso pesado y consigue infiltrar a un capitán dentro de la organización de Diego Montoya. Pero la seguridad del capo no tarda en identificar al traidor y diseña una estrategia encaminada a confundir al infiltrado y ganar tiempo para evadir el cerco. Pero Montoya actúa estúpidamente, contraviene las reglas de seguridad adoptadas por Carmelo y manda matar al oficial.
Una vez conocido el asesinato de uno de sus hombres, la Policía se propone capturar al capo, que no tiene otra opción que huir del cerco de las autoridades. Montoya obedece sus instintos y actúa de manera acelerada provocando muchos inconvenientes y una implacable persecución en la que al comienzo caerían otros.