Atrápame si puedes
Todo está preparado para la gran fiesta en la casa de Miguel Solano, alias Miguelito, en el Lago Calima, quien ha decidido agasajar a su socio de antaño, Diego Montoya, quien afronta uno de los peores momentos de su vida tras haber ordenado el asesinato de un oficial de la Policía infiltrado en su organización.
Pese a tener fama de incumplido, Montoya llega a tiempo con su largo séquito y se instala en el sitio de honor dispuesto para él y el grupo de amigos cercano que había sido invitado por el anfitrión. Muy pronto todo está listo: los invitados, la comida, el licor, las mujeres y cientos de vigilantes, aquellos matones de siempre que se diferencian de los que están adentro en que no tienen grandes cantidades de dinero, pero saben que la rueda de la vida hará que en poco tiempo ellos, los soldados de la guerra, estarán en esas fiestas, con sus propios vigilantes cuidándoles las espaldas.
Hasta ese momento las autoridades han tratado de capturar a Montoya a cualquier precio con allanamientos en los lugares que conocen en ese momento, como la casa de la esposa del capo y alguna de las fincas que el Policía infiltrado había logrado revelar antes de ser descubierto y asesinado tras crueles torturas.
Como en toda fiesta de la mafia que se respete, el licor circula de manera desmedida y las muchachas compradas hacen las delicias de los hombres invitados al festín. La música es interpretada por las mejores cuatro orquestas del momento, que se enriquecen a manos llenas gracias a los suculentos contratos que suscriben con los mafiosos, que solo quieren bailar al son del vallenato, la salsa o las melodías de moda en las principales estaciones de radio.
Todos se divierten y los más poderosos se emborrachan hasta quedar sin sentido pues confían en sus bien pagos aparatos de seguridad. Uno de los mejores sistemas de protección es el de Montoya, que además de Carmelo tiene al frente a El Sargento, un ex policía que llegó meses atrás y creó las llamadas “moscas”, es decir, escoltas que se sitúan en vehículos delante de la caravana principal y cumplen la tarea de informar de los escollos en el camino para prevenir la presencia de retenes y puestos de Policía.
A la enorme fiesta acude mucha gente, la que acompaña a los conocidos y mucha más que no se sabe de dónde salió. La música se extiende más de lo previsto hasta que al amanecer, pasadas las cinco de la mañana, empiezan a irse las orquestas y muchos de los invitados.
Como es de esperarse, Montoya y los demás capos beben hasta perder el sentido y no caen en cuenta de que muchos invitados los pueden haber reconocido porque han permanecido demasiado tiempo en el mismo lugar. Grave error porque al parecer una de las invitadas a la farra ya se ha comunicado con la Policía y les revela las identidades de las celebridades que asisten a la fiesta organizada por Miguelito Solano.
En ese momento, Carmelo descansa dentro de un carro cuando suenan las alarmas. En la entrada de la hacienda se escuchan gritos que anuncian el inicio de la pesadilla, la llegada de la Policía. Velozmente, los escoltas sacan a sus jefes borrachos y de inmediato ponen en marcha los planes de contingencia, que en esta ocasión consisten en improvisar rutas de escape para burlar el cerco policial.
Los invitados que permanecen en esos momentos en la finca se dispersan por todo el terreno y los capos se camuflan entre los carros, cada cual por su lado, ayudados por la espesura de la vegetación. Inicialmente creen que se trata de una operación menor pero muy pronto descubren que la cosa es en serio porque llegan numerosos helicópteros y grandes cantidades de agentes antinarcóticos. Pero aún cuando tienen a su favor el factor sorpresa, a los policías no les resulta fácil capturar a los delincuentes.
En medio del desorden se escuchan tiroteos esporádicos mientras los invitados a la fiesta salían despavoridos en todas las direcciones posibles, pero los helicópteros los obligan a cambiar de rumbo. Es una especie de juego al gato y al ratón porque en un momento determinado los escoltas logran despistar a los persecutores, pero cuando creen que ya están a salvo aparece una nueva patrulla que los hace retroceder o se escucha un nuevo tiroteo.
Las cosas empeoran para los prófugos porque los cruces de carretera están bloqueados por destacamentos del Ejército y ello los hace desviarse por atajos, con el enorme riesgo de ser detectados por los helicópteros. La operación empieza a definirse cuando uno de los vehículos de los capos toma una recta pero un helicóptero aterriza de frente y el conductor intenta dar reversa, sin contar con que otra aeronave lo bloquea desde atrás y queda acorralado.
Ahí es capturado Eugenio, hermano de Diego Montoya, quien cae porque sus escoltas se equivocaron en la ruta de escape. Sin embargo era difícil escabullirse porque el hombre dormía profundamente la borrachera y no valieron los intentos de su escolta de confianza para despertarlo. Una vez se recupera por el susto que le produce la operación policial, Eugenio se ve encañonado y tirado en el piso de la estación de Policía del municipio de Yumbo. Aún así, cree que podrá salvarse porque las autoridades no saben a ciencia cierta quién es él.
Entre tanto, Carmelo esquiva momentáneamente el ataque por tierra y aire y logra refugiarse cerca de ahí, en la finca de otro capo. Lo acompañan el enfermero permanente de Montoya, El Sargento y dos escoltas. Pero el capo está muy ebrio y escasamente se da cuenta de lo que ocurre aunque su estado no es inconveniente para dejar de insultar a quienes lo protegen. Con la carrera empieza a recobrar el sentido y lo único que atina es a pedir comida y a gritos pide que se la consigan. En esas está cuando los gritos de varios niños anuncian la llegada de la autoridad y con ella el reinicio de la fuga.
La salvación llega cuando los prófugos alcanzan los bordes del lago Calima, a un kilómetro de la casa donde se desarrolló la fiesta. Hay pequeñas y grandes embarcaciones y hasta allí logran llegar esquivando un helicóptero cada vez que da una vuelta. Montoya y sus acompañantes alcanzan un planchón adecuado para fiestas turísticas y a bordo de él atraviesan el enorme lago.
Uno de los helicópteros pasa por encima de la lancha en la que se moviliza el capo, pero su presencia es inadvertida porque la búsqueda está concentrada en la hacienda donde se desarrolló la fiesta y ellos creen que Montoya aún se encuentra escondido allí. Carmelo sabe que el peligro no ha pasado porque a lo lejos escuchan los silbidos de las balas, al tiempo que las aspas de los helicópteros les ponen los pelos de punta.
Una vez logran cruzar el lago, el planchón se detiene en la casa de un conocido de Montoya que les acoge cálidamente y de inmediato le ordena a un empleado que oculte la pequeña embarcación. Asustados todavía, el capo se dedica a comer y a beber con la esperanza de que los policías se hubieran cansado de buscarlos.
En ese momento, Montoya todavía desconoce que su hermano cayó horas antes en la redada de la Policía y que se encuentra detenido en Yumbo, donde ya fue interrogado. Tampoco sabe que Eugenio se salvó de ser enviado a Bogotá porque ninguna autoridad reportó requerimientos judiciales en su contra y tampoco alguna orden de captura. Los hombres que lo acompañaban precipitaron su salida luego de poner a circular varios millones de pesos en efectivo, que como por arte de magia hicieron firmar documentos y abrir puertas.
Entre tanto, la Policía no deja de insistir y regresa a la casa del anfitrión de la fiesta donde aún permanecen los escoltas de Miguel Solano, y un helicóptero se sitúa encima. Ellos salen en un carro a toda velocidad y se niegan a parar, como lo piden insistentemente a través de potentes micrófonos. Los uniformados disparan ráfagas de ametralladora que estallan las llantas del vehículo y lo hacen volcar aparatosamente.
Los policías persisten en su intención de localizar a Montoya y para lograrlo acordonan todo el lago y el helicóptero realiza decenas de sobrevuelos. Pero poco después de las tres de la tarde empieza a bajar una espesa neblina que obliga a los pilotos a desistir y a devolverse a su base.
Montoya permanece oculto hasta las 11 de la noche en la casa de su amigo, hasta que llegan varias tractomulas que ha ordenado traer. El capo se oculta en uno de los enormes aparatos y se pone de acuerdo con Carmelo en encontrarse días después en un lugar seguro. Acto seguido le pide al conductor que inicie un largo recorrido que inicialmente cubre toda la geografía vallecaucana pero que luego se amplía por buena parte del suroccidente del país. Montoya hace ahora las veces de acompañante del conductor y es él quien se encarga de lidiar a los policías que los paran en las carreteras a pedirles papeles o a revisar la carga. Acostumbrado como está a resolver los problemas con dólares de baja denominación, el capo sortea más de un problema que surge con algún uniformado que quiere pasarse de listo.
Semanas después, Montoya y su camionero llegan a Zarzal, centro de operaciones de su organización mafiosa. Después de muchos días de trajinar de aquí para allá, sólo en ese momento el capo tiene la sensación de que está a salvo. El capo baja de la tractomula en la estación de gasolina de un conocido, donde se oculta durante varios minutos a la espera de Carmelo, con quien se había puesto cita en ese lugar.
Su hombre de confianza llega presuroso y se ve notoriamente alterado porque acaba de sortear otro sinsabor con las autoridades. Según le cuenta al capo, una patrulla de la Policía local lo obligó a detenerse en un retén, lo que representaba un problema porque él no quería ser un objetivo de las autoridades. Con tan buena fortuna que en ese momento pasaba por allí uno de los empleados de su hermano y al ver lo que ocurre se acerca a los uniformados y les explica de quién se trata.
—Ese muchacho es de nuestra gallada —dice el salvador de Carmelo, que de inmediato recibe la orden de continuar la marcha.
Una vez termina de contar el escollo, Montoya y Carmelo salen de la gasolinera hacia la casa del capo, donde logran por fin descansar. Pero como nada es completo en la vida, Montoya está temeroso por la reacción de su esposa, que espera un hijo y le había hecho saber que estaba furiosa por su prolongada ausencia. Pero las aguas vuelven a su cauce después de que la señora conoce en detalle lo que sucedió a partir de la fiesta en la finca de Miguel Solano.
Días después del incidente, Montoya y Solano hacen un pacto: crean un fondo de 10 millones de dólares para asesinar al juez que los extradite, al que los denuncie, al que los condene. Otros 10.000 millones de pesos serán destinados para perseguir y atentar contra el general Óscar Naranjo, el jefe de la Policía colombiana que tanto los ha perseguido.
Al mismo tiempo, el mayor de la Policía que dirigió la operación contra Montoya no da muestras de ceder en su intención porque según él sigue en la impunidad la muerte del oficial asesinado por orden del capo. Así queda claro el día en que dos escoltas regresan a la casa de Solano a recoger dos vehículos que habían dejado abandonados en la huída por la carretera.
—Díganle a su patrón que por cada policía que mate yo le mato dos hombres a él —les dice el oficial a los dos hombres a quienes deja en libertad luego de confirmar que no tenían antecedentes penales. El mensaje de guerra de la Policía no tardaría en llegar a los oídos del capo, que dio la orden de prepararse con todo.
La situación de Montoya cambia radicalmente a partir de ese momento porque los principales medios de comunicación empiezan a publicar todo tipo de noticias sobre el capo, incluidas fotografías y un perfil familiar. Por el otro lado, Varela atiza la hoguera y utiliza sus contactos en las altas esferas regionales y en los influyentes círculos políticos y judiciales de la capital para que su enemigo permanezca vigente y sobre él recaigan las operaciones de búsqueda de los organismos de seguridad.
La captura fallida del lago Calima dejó con los crespos hechos a la Policía, que lejos de desmayar incrementó las operaciones contra Montoya, que una y otra vez logró escabullirse gracias a la habilidad de Carmelo y de los demás escoltas. El capo retaba su suerte porque sólo pensaba en comer, divertirse y satisfacer sus necesidades primarias. Pero tenía la fortuna de haberse rodeado de gentes capacitadas para enfrentar al enemigo sin importar el riesgo.
Montoya y sus subalternos aprenden nuevas técnicas para escapar a los cercos y empiezan a moverse de un lugar a otro sin permanecer demasiado tiempo en un mismo sitio; además, obtienen con facilidad casas, apartamentos y fincas, donde se refugian por no más de 48 horas y se moviliza con dos anillos de seguridad, uno externo, compuesto por diez paramilitares y uno interno, dirigido por Carmelo e integrado por otros seis hombres de entera confianza.
Todo funciona bien, pero un día casi cae por cuenta del despiste de su esposa. Ocurrió cuando ella, por efecto de la vanidad, se fue de compras y a mandarse peinar al mejor hotel de Pereira con tan mala suerte que allí se hospedaban algunos agentes encubiertos de la DEA que la reconocieron porque ya le habían negado la visa de ingreso a Estados Unidos.
Los detectives la siguieron de cerca y con ello obtuvieron la dirección exacta de la finca donde ella se hospedaba con el capo, así como el número de placa del vehículo que conducía. Los peores días de la persecución están por venir y ya no podrán permanecer en el mismo lugar por mucho tiempo.