Respirándole en la nuca
Ayudada por el coronel (r) de la Policía Danilo González —que después de dejar el uniforme se va a trabajar con la mafia— y por otro hombre que conoce muy bien a los escoltas de Montoya, la Policía departamental confirma que el narcotraficante ronda por esas latitudes y de inmediato la información llega a los altos mandos, que instruyen a sus hombres en el sentido de que el capo debe caer vivo o muerto. Pero no sólo las autoridades ya tienen ubicada la zona por donde se mueve el delincuente. También sus enemigos, aunque a unos y otros les hace falta el dato exacto de la finca a donde llegará la caravana que escolta al capo.
Con cautela, la inteligencia de la Policía alquila dos fincas justo en frente de la de Montoya, que en un acto de irresponsabilidad se desplazaba en seis vehículos, lo que lo hace muy notorio. Los habitantes de la población cercana observan movimientos raros y muy pronto empieza a circular la versión de que un pez gordo ronda la zona.
Mientras avanza el diseño del operativo, Montoya recibe una llamada de uno de sus contactos en el Ministerio de Defensa en Bogotá, quien le advierte que el capo está cercado y que le queda muy poco tiempo para huir. Carmelo y los escoltas suben al capo a uno de los vehículos e inician el plan de escape, pero cuando llegan a la carretera observan que en efecto están rodeados y sin pensarlo dos veces regresan a buscar un atajo conocido, a no más de 300 metros de la finca de Montoya.
Los periodistas de Cali y algunos de la capital del país habían sido citados con la expectativa de que se iba a producir una noticia importante, pero por alguna razón que incluso el capo no supo jamás, las patrullas especiales destinadas a ejecutar la operación se demoraron en salir y cuando allanaron la finca su objetivo ya estaba muy lejos de allí. El atajo previsto por Carmelo resultó efectivo porque la caravana que conducía al capo logró salir lejos del alcance de quienes tenían la misión de perseguirlos. Una vez más, el peligroso capo del narcotráfico había logrado evadir el cerco de las autoridades, que sin dar explicaciones les dijeron a los periodistas que el alto mando había abortado una operación importante.
Una vez están a salvo, Montoya le cuenta a Carmelo que a lo largo del día observó un avión que en varias ocasiones sobrevoló la finca, pero no le prestó mayor atención. Carmelo pensó en silencio que esa era otra demostración de torpeza de su jefe, al que ya se le había vuelto costumbre poner en peligro su vida y las de los demás. La reflexión de Carmelo se convirtió en indignación pues estaba molesto porque en el momento de la fuga el capo sólo atinó a hacer comentarios hirientes.
—Cuidado hijueputa con dañarme el carro. Usted es un daña carros ¿es que no sabe manejar? —dijo en pleno agite sin tener en cuenta que esas palabras podrían herir a sus colaboradores incitándolos a asesinarlo o a entregarlo.
Dolido, Carmelo también piensa en la ingratitud del capo, que no valora el hecho de que él adquiere toda clase de instrumentos para interceptar las llamadas de la Policía y se vale de la tecnología del momento que le traen sus contactos en Estados Unidos para espiar cualquier movimiento sospechoso. El descuido del mafioso le alcanzó incluso en alguna ocasión para suspender una fuga porque tenía hambre y a grito herido y en medio de groserías les exigió a sus hombres que le consiguieran comida. Los escoltas debían recurrir a todas las artimañas posibles para salir a flote de las múltiples situaciones de riesgo en que los ponía el patrón.
Aún así, el capo se siente acosado y por eso decide huir hacia el Magdalena Medio, donde comienza a comprar propiedades que según él son modestas pero quienes están a su lado no tienen duda de que se trata de mansiones extravagantes que llaman la atención de los lugareños. Cómo no van a mirar con desconfianza a un desconocido que se moviliza con seis o siete carros llenos de escoltas, chefs, cocineras ayudantes, secretarios y demás. En otras palabras Montoya trasladó al centro del país las exageraciones propias de los narcotraficantes.
No es tarea fácil proteger a un sujeto que lejos de colaborar en su protección se sabotea a sí mismo en su afán de sentirse Dios y pretender que el mundo está a sus pies. El capo tampoco tiene la capacidad de darse cuenta de que sus escoltas y trabajadores rasos abrigan resentimientos cada vez más fuertes, pero mientras están frente a él se muestran amables. No hay tal. Se sienten maltratados.
Carmelo no está mejor. No recibe sueldo sino promesas. En numerosas ocasiones Montoya le ha ofrecido entregarle una cocina para que gane mucho dinero y se organice, pero le proporciona insignificantes cuotas de dinero que más parecen un favor o un préstamo que un salario ganado a puro sudor, esfuerzo y riesgo.
Mientras huye, Montoya recibe la ayuda de mucha gente que lo conoce y lo aprecia, pero también es víctima de delaciones y trampas de muchos otros que lo desprecian por distintas razones. Todas las deudas se pagan, había escuchado decir, pero está tan obnubilado por su poder económico que no cree que algún día le llegará la cuenta de cobro.
Con el granito de arena que han puesto, todos los hombres que rodean a Montoya consiguen el propósito de mantenerlo a salvo y a reencontrarlo con su esposa, que estaba en sus últimos momentos del embarazo. La Policía tenía referencias de ella y el peligro de allanamiento era inminente, pero Carmelo y los guardaespaldas sortean uno a uno los escollos y logran que la pareja se encuentre en una de las propiedades recientemente adquiridas.
En cada fuga aparecen personajes que sirven de amparo en situaciones difíciles y otros muchos que colaboran con sus turbias relaciones, y desconciertan con sus apodos escalofriantes, acordes con el oficio que realizaban. Como el Señor del Hacha, un hombre que sería clave en un punto estratégico y que los ayudó y proveyó de buena información y resguardo.
Cada día es una aventura con desenlace incierto porque en los caminos se encuentra toda clase de gente, como un viejito dormilón al que los empleados de Diego tomaron como muñeco de diversión. Así, los prófugos vivieron momentos más malos que buenos y muchos episodios dramáticos por la fuerza de las operaciones contra Montoya desplegadas en Colombia pero monitoreadas desde un centro de inteligencia con sede en Washington.
Como si fuera poco, Varela, quien había sido policía, se encargaba de mover sus influencias en el alto mando para mantener a Montoya en la mira de los hombres encargados de perseguirlo. La intención de Varela era lograr la intensificación de la búsqueda de su enemigo, que se había trasladado a otra región del país.
Diego Montoya era vigilado por todos los organismos de seguridad del mundo en un área muy extensa, pero él tenía la sartén por el mango porque recibía de primera mano las informaciones sobre el desarrollo de operaciones en su contra. Todo por cuenta de los funcionarios o uniformados que tenía a su servicio a cambio de un pago, o por la habilidad de Carmelo, pero sobre todo porque los encargados de la búsqueda no contaban con la lealtad de las personas que rodeaban al delincuente y gracias a las cuales rompió los cercos, superó las carreteras, caminos y trochas y en general todos los problemas que surgieron minuto a minuto.
Era como una película. Pasaban de un carro a otro, de un camino a otro, ocultándose o simplemente haciéndose pasar por un paisano más. Montoya tenía una bien montada seguridad. En uno de esos largos trayectos en los que había una fuga de por medio funcionó muy bien el hermano menor de Carmelo, que colaboró como informante avispa, pero que muy pronto dejó ver que aún le faltaba seriedad para una tarea tan delicada. Actitud muy distinta a la que asumieron sus hermanos, El Mono y Carmelo, que desde muy pequeños entendieron la vida de los facinerosos y cumplieron sus propósitos con responsabilidad.
Un detalle importante de la parafernalia que rodeaba al capo tenía que ver con los dos enfermeros que siempre lo acompañaban debido a las dificultades que le causaba su pierna. La necesidad de tener enfermeros a su lado hizo que al capo no le quedara otra opción que pagarles bien, por lo que ellos renunciaron a sus trabajos en hospitales de Cali y desde entonces se turnaron en el triste oficio de limpiar al capo cuando lo operaban o cuando a él le daba pereza hacerlo ya que se caracterizaba por sus pocas habilidades aún con su cuidado personal.
En una ocasión, uno de los enfermeros consiguió un arma sin saber que tiempo después habría de salvarle la vida al capo cuando cinco hombres intentaron asaltarlo. El enfermero desenfundó su arma y se batió a bala con los asaltantes matando a uno de ellos. En otra ocasión, Montoya estaba recluido en centro médico tras una operación, pero empezó a desangrarse y los médicos no autorizaron hacerle una transfusión. Entonces, el enfermero pasó por encima del criterio de los galenos, consiguió la sangre compatible e inició el procedimiento que le salvó la vida.
No obstante, este hombre habría de terminar sus días a manos del propio capo, que ordenó asesinarlo porque había recibido informes según los cuales estaría detrás de un plan para entregarlo.