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La muerte del diablo

 

 

 

Diego Montoya y Carmelo arreglan sus diferencias luego de una larga conversación en la que se ofrecen disculpas mutuas por haber perdido los estribos por cuenta de la guerra que los envuelve minuto a minuto. Carmelo reclama con dureza y le recrimina a su patrón porque le ha colaborado desde hace varios años sin recibir mayores beneficios. El capo reconoce que Carmelo ha expuesto su vida en varias ocasiones y se compromete a retribuirlo de alguna manera, además de fijarle un salario generoso.

Una vez termina de hablar y cada uno descarga sus culpas, Montoya insiste en que los términos de la carta enviada por Macaco y que generó la agria discusión entre los dos son muy fuertes y debe dar una respuesta porque los acusados son Carmelo y su padre.

Según el mensaje del jefe paramilitar desde Ralito, uno de sus subalternos, Percherón, era amigo personal del hombre asesinado. Carmelo responde con cierto rencor y le dice a Montoya que él se ha jugado el pellejo a cada paso y le pregunta qué tanto han hecho por él Macaco o Percherón. El capo le halla la razón, pero es claro que ya hay un malestar entre los dos.

Carmelo se siente incapaz de seguir trabajando con su jefe de mil batallas y le pide trabajo al narcotraficante John Cano Correa, alias Johny Cano, quien acepta gustoso porque conoce de antemano las cualidades del solicitante. Su nuevo jefe pone como condición que arregle las rencillas con su ex patrón para que en el futuro no haya malentendidos.

Mientras busca la mejor manera de decirle a su jefe que dentro de poco ya no estará con él, Carmelo recibe información confiable en el sentido de que el asunto del infiltrado que le costó la vida a su amigo El Sargento, había sido para justificar el dinero que Montoya invertía en la compra de policías, uno de los cuales le acababa de informar que a la mañana siguiente se llevaría a cabo una operación en contra del capo, según datos entregados por el supuesto infiltrado.

En efecto se produce una acción de las autoridades, pero no tiene que ver con el capo. Son diez paracaidistas que son lanzados desde un avión militar, en maniobras rutinarias conocidas por la Policía y el Ejército de la zona con 72 horas de anticipación. Si los uniformados hubieran sabido que en los alrededores estaba el cuerpo de custodia de Montoya, con seguridad no se hubieran arriesgado a que les hicieran aterrizar sus paracaidistas a bala.

Esta fallida operación contra el patrón, alertada para justificar las ganancias de inescrupulosos, le confirma a Carmelo que El Sargento murió impunemente. Saber esta verdad lo único que consigue es que en su mente retumben las últimas palabras pronunciadas por aquel hombre sentenciado a muerte sin deber nada y al que tampoco le sirvió la llave que él le entregó a escondidas. La indignación de Carmelo con su patrón crece aún más cuando le cuentan que El Sargento fue ahorcado y enterrado en un lugar cercano a donde fue ejecutado.

En todo caso, Montoya desconfía de la supuesta operación en contra suya que termina en unos paracaidistas despistados. Para prevenir que los vientos empeoren opta por huir tras ordenarle a Carmelo que ponga a salvo a su esposa y a su hija. Esta es la última vez que Montoya ve al grueso número de escoltas que le sirvió en el Magdalena Medio. El capo está obsesionado con la teoría de que todos son traidores, pero cree en Carmelo aunque a regañadientes y por eso lo lleva a todas partes para que lo proteja.

Carmelo no se repone aún de la muerte de El Sargento y permanece dos días sin comer en una hamaca, presa del remordimiento. Pero a pesar de la rabia que rumia después de la innecesaria muerte de su amigo, decide permanecer al lado de Montoya porque nuevamente, cuando le insinuó que se iría, el capo le pone una mano en el hombro y le dice que no sabe qué haría sin él. Tras varias palabras que él no sabe calificar si fueron en verdad cariñosas, Carmelo queda sonriente aunque no plenamente convencido de la sinceridad de su patrón.

Días después, Montoya le manda decir a Carmelo con un mensajero que lo recoja en una finca de Puerto Boyacá para dirigirse a un lugar no precisado. Para cumplir la orden, Carmelo contrata un helicóptero y le oculta la identidad de su jefe al piloto.

Cuando la aeronave llega al lugar indicado, Montoya sube con dos enormes bolsas, una con armas y otra con granadas, es decir, con el material bélico que usan los escoltas pero que le pertenece a él. Asustado, Carmelo viaja sentado sobre las granadas, cuando de repente el capo intenta sacar algo del bolsillo y en forma accidental abre la portezuela del helicóptero, que se ladea peligrosamente. El susto es enorme pero el piloto endereza el rumbo con una habilidad notable y con ello evita una tragedia.

Un par de horas después, la aeronave aterriza en Zarzal, Valle, la tierra natal de Montoya. Cansado ya de su jefe y con la imagen de El Sargento presente todo el tiempo, Carmelo busca una excusa para ir a su casa, no lejos de allí, donde planea una estrategia para librarse del capo. Lo único que se le ocurre para que sea convincente es fingir una caída en la tina y hacerse instalar un grueso yeso. El patrón cae en la trampa y le dice a Carmelo que en ese estado es un peligro que siga siendo su escolta más cercano.

La guerra se mantiene en toda su intensidad y la arremetida contra las tropas de Varela es más fuerte que nunca. Pero aún así, el capo mantiene su capacidad de hacer daño y empieza a maquinar cómo vengarse de Rasguño, un antiguo aliado que se salió de su control y ahora está en el bando de su archienemigo, Diego Montoya.

Una fórmula que le funciona de inmediato a Varela es incrementar la persecución de Rasguño a través de sus contactos de alto nivel en la Policía y el Ejército. Y lo logra muy pronto porque el capo escapa a Cuba con la intención de camuflarse en la isla gracias a la ayuda de algunos lugareños con los que ha hecho negocios en el pasado.

La única persona que sabe que Rasguño viajó al Caribe es El Flaco Ariel, mejor conocido como el Diablo, un asesino despiadado a quien el narcomundo le atribuye la muerte de monseñor Isaías Duarte Cancino, un crimen que conmovió a la sociedad colombiana.

Monseñor Duarte fue un sacerdote contestatario que criticó la corrupción de una sociedad carcomida por el dinero fácil y el poco valor que le daba a la vida. El religioso atacó por igual a paramilitares, políticos y guerrilleros y llegó al extremo de excomulgar a un grupo de ellos. Aunque sin dar nombres, también denunció los vínculos entre políticos y Autodefensas. Pero fue asesinado cuando estaba dispuesto a denunciarlos con nombres propios.

En forma inesperada, Rasguño es capturado en Cuba y de inmediato todos miran a Ariel como posible delator ya que era la única persona que conocía del paradero del capo. Días después, aliados de Rasguño citan a Ariel a una finca donde lo reciben amablemente pero al primer descuido le aplican una descarga eléctrica que lo deja sin sentido. Luego de torturarlo con los peores métodos Ariel confiesa lo que sabe. Esta vez el Diablo recibió un merecido castigo.

La brutalidad de los hombres de Montoya se hace imparable y poco después ejecutan una masacre en la población de Candelaria donde según las han dicho se oculta uno de los lugartenientes de Varela. Cuando llegan al lugar se llevan la sorpresa de que hay una fiesta familiar, pero lejos de hacerlos detenerse los criminales asesinan sin piedad a niños, mujeres embarazadas y ancianos. El capo les recrimina a sus hombres por haberse ensañado con personas que no tenían que ver con la guerra.

Tras la inesperada detención de su socio en Cuba, Montoya se une a Johny Cano, quien ha asumido el control de una gran parte de la estructura mafiosa y administra los negocios del detenido. La intención de Montoya es protegerse en los territorios de Cano en el Valle y que antes pertenecieron a Rasguño, pero tras un corto periodo de tranquilidad es atacado por hombres de Macaco que pretenden apoderarse de esa región.

La ocupación es repelida con fuego nutrido y los más de 50 sicarios de Macaco, que se habían instalado en el filo de una montaña, no tienen otra salida que huir despavoridos por la fiereza de los hombres de Montoya y Cano, que tras la primera batalla se fortalecen.

Después de terminar el intenso tiroteo, Montoya y su hijo de 17 años salen de la zona a toda velocidad en una camioneta conducida por Pispis. Carmelo y otros escoltas van detrás. De repente, el vehículo del capo se sale de la vía y se estrella aparatosamente contra el borde del profundo barranco. Carmelo corre hacia el lugar y con gran dificultad intenta sacar al capo de entre los hierros retorcidos. En esas están cuando se les va encima un jeep que se queda sin frenos y se desliza hacia ellos desde la estrecha carretera. Finalmente y luego de varias horas de arduo trabajo, el capo, su hijo y Pispis salen de la camioneta con heridas menores.

Pese a la victoria inicial, a Montoya le atemoriza haber sido atacado por un poderoso jefe de las Autodefensas. Tras la confrontación y los reclamos de rigor, Macaco niega que la operación tuviera como objetivo a Montoya y explica que su intención era golpear a Pispis, con quien tiene declarada una guerra por 4.000 kilos de cocaína.

Con todo y las excusas de Macaco, Montoya se refugia en una finca del narcotraficante Davinson Gómez Ocampo —extraditado en marzo del 2007—, donde es visitado por Carmelo, todavía enyesado, quien en tono nervioso le advierte que él es muy conocido en esa zona y que sus enemigos ya le pusieron precio a la cabeza de su hermano, El Mono, y que por eso preferiría mantenerse alejado del capo, pero este hace caso omiso.

A Montoya no le importa lo que pueda pasar con el hermano de Carmelo y lo obliga a permanecer a su lado. En ese momento se presenta en la finca un abogado que dice haber sido enviado por Vicente Castaño para que le proponga la creación de un grupo de Autodefensas paralelo al que está en negociaciones con el gobierno. La idea, según el emisario, es activar los negocios de narcotráfico lejos de Ralito.

El abogado, que muy pronto recibe el calificativo de demasiado farandulero y farolón, se reúne continuamente con Montoya, quien le pide a Carmelo que permanezca cerca de allí. Una vez termina cada encuentro con el delegado de Castaño, Carmelo intenta explicarle al capo los temas tratados. Pero el alcoholismo ya había empezado a hacer mella en el patrón y era evidente que tenía dificultades para entender a cabalidad lo que le proponían.

Lo único cierto ahora es que Montoya y Macaco están enfrentados por cuenta de Pispis, que no se resigna a que descaradamente el paramilitar le haya robado un cargamento de cocaína. Ya otros muchos han padecido las pantomimas de Macaco, que para quedarse con la droga de otros capos es capaz de inventar cualquier cosa, como una pelea callejera, una discusión tonta o un simple insulto. Es un avivato.

Sin resignarse a perder lo que es suyo, Pispis envía a su esposa —una pastusa que en apariencia es peor que él mismo— para que cobre sus deudas, pero tampoco consigue nada de Macaco, que por el contrario le envía una velada amenaza. Asustados, pues el enemigo es Macaco y no tienen la fuerza suficiente para enfrentarlo, Pispis y su mujer deciden viajar a México a buscar refugio.