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Humo blanco

 

 

 

Para llevar a cabo su tarea como mediador de un posible acercamiento entre Montoya y Varela, Carmelo se entrevista primero con los hermanos Miguel Ángel y Víctor Manuel Mejía Múnera, Los Mellizos, dos narcotraficantes pura sangre que hablan y actúan sin prejuicio alguno. También se reúne con el jefe paramilitar Vicente Castaño, El Profe, a quien Montoya quiere como vocero y garante en el diálogo de paz que ha iniciado con Varela.

Castaño acepta y ofrece una de sus fincas para la reunión, pues como van las cosas, ninguno de los capos asistiría a un lugar donde no se sientan seguros.

Muy pronto las negociaciones comienzan a dar frutos. Los primeros pasos se dan al concretarse un encuentro entre emisarios de Montoya y de Macaco, en una hacienda de propiedad del primero. Consciente del peligro, Carmelo toma medidas previas y recoge a 40 hombres armados hasta los dientes y los lleva al lugar del encuentro con Montoya.

Allí ya se encuentra Héctor Edilson Duque Ceballos, Mono Teto, reconocido en ese momento como unos de los nuevos capos del país, quien toma la iniciativa y exige la muerte de Pedro Pineda, Pispis, quien iba y venía de México, donde se había radicado con su esposa y desde donde continuó el suministro de dinero para ayudar en el financiamiento de las operaciones de Montoya.

Pispis se había enfrascado hacía varias semanas en un problema menor con Gildardo Rodríguez, El Hombre de la Camisa RojaCamisa— y por eso le pide a Montoya que lo elimine, pero el capo se niega porque Camisa es uno de sus más importantes colaboradores.

La reunión continúa un poco accidentada por los reclamos y las exigencias de muerte, hasta que Montoya cancela la discusión y le dice al Mono Teto que les diga a sus jefes que prefiere seguir en la guerra antes que tocar a sus servidores. Mono Teto entiende que el poderoso capo está hablando en serio y responde que explicará esos argumentos cuando regrese y hable con Macaco. Así finaliza la reunión.

En los días siguientes circulan rumores según los cuales Macaco y el bloque Central Bolívar de las Autodefensas planean tomarse el norte del Valle. Carmelo conoce detalles de la supuesta incursión paramilitar pero recibe una llamada de su casa materna con la noticia de que Miro, su padre, está en la casa porque le acaba de dar un infarto.

La velocidad de Carmelo se pone a prueba y en cuestión de horas recoge a su progenitor y lo traslada a un hospital, donde logran salvarle la vida. 15 días después, Miro, quien se recupera rápidamente, es atacado brutalmente por sicarios que lo interceptan en una vía en momentos en que se apresta a cambiar la llanta de una buseta de servicio público que hacía pocos meses había adquirido. Pero Miro no se amilana y con su vasta experiencia saca de su mochila una pistola con la que reacciona al ataque. En medio de la balacera mata a uno de los sicarios. Pero la reacción no se hace esperar por parte de otros pistoleros que se encuentran en otro vehículo, a prudente distancia. El tiroteo crece y uno de los disparos da en el vientre de Miro. Una segunda bala impacta en su mano y despedaza su arma. Una tercera alcanza la parte superior de la pierna justo en el bolsillo del pantalón donde guarda el celular. Herido, Miro se defiende con fiereza y alcanza a impactar a dos de los sicarios. Los demás delincuentes ven que su víctima no será presa fácil y deciden huir en sus vehículos.

Semanas después, Miro ya repuesto de sus heridas y, al lado de Carmelo, quien lo asistió durante todo ese tiempo, empieza a planear su venganza. A estos se les ocurre secuestrar al padre de Varela, quien según ellos fue el responsable del ataque. Pocos días más tarde Carmelo localiza al padre del curtido narcotraficante y se dedica a estudiar cada uno de sus movimientos. Pero su plan se frustra porque Montoya lo llama al orden y le dice que si sigue adelante podría afectarse la tregua que estaba en marcha.

Carmelo acepta los argumentos del patrón y desiste de su idea, pero el asunto le sigue rondando en la cabeza porque quiere estar seguro hasta qué punto Varela está comprometido en el atentado de su padre.

Mientras eso ocurre, Montoya acude a un senador que comparte su intención de cesar la guerra con Varela. El congresista acostumbraba escabullirse de su escolta y se las arreglaba para verse con el capo a instancias de Carmelo, quien lo recogía en algún lugar para llevarlo al refugio del patrón. Eran encuentros que servían para que el político y el capo planearan actividades poco transparentes.

Sus diálogos principalmente estaban enfocados en llegar a un acuerdo de paz entre los bandos de Montoya y Varela quienes, poco a poco, fueron entendiendo que su beligerancia era inútil, pues no beneficiaba a nadie y por el contrario dejaba muertos y heridos por todos lados al tiempo que afectaba las finanzas de las dos organizaciones. Montoya había gastado más de 150 millones de dólares y Varela otro tanto. En últimas, era más importante el dinero que los muertos.

El senador propuso ser vocero de un acuerdo de paz que incluía a los jefes paramilitares Ernesto Báez y Macaco, quienes claramente tenían influencia en la región y estaban aliados con Varela.

Finalmente, tras largas conversaciones los capos aceptaron reunirse en una finca que perteneció al Flaco Ariel. Tanto Montoya como Varela preparan a sus hombres en caso de una confrontación.

Con esos buenos propósitos Johny Cano jugó un papel fundamental porque además de anfitrión se presentaba como un negociador neutral en las conversaciones. Transcurridas varias horas, Ernesto Báez no aparecía y el nerviosismo crecía al punto que los allí presentes creyeron que se trataba de una emboscada orquestada por los paramilitares.

La noche llegó y nadie quiso dormir. Como era de esperarse, el ambiente era tenso y algunos hombres, que se paseaban de un lugar a otro, pensaron que la tardanza de Báez se debía a que este llegaría con Macaco. Era tal la desconfianza que Montoya, muy nervioso, tomó la decisión de ir a una finca cercana a esperar el arribo del jefe paramilitar.

La mañana siguiente llegó con la sorpresa de que Báez había llegado de incógnito a la finca. Los capos estaban desconfiados no sólo por su tardanza, sino porque habían recibido llamadas que advertían que Báez no era tan confiable como parecía.

Antes de su arribo, Báez se encontró con Alberto Caldas, otro jefe paramilitar del bloque Cacique Pipintá que, según el senador, había coordinado el encuentro de los dos capos.

Una vez reunidos, Montoya toma la palabra y hace gala de su fama de buen orador. Se refiere a los motivos de la guerra y dice que esta se inició después de saber que Varela estaba buscando contactos con el gobierno de Estados Unidos y que pretendía entregarse para arreglar sus asuntos y de paso delatar a otros jefes del narcotráfico.

Ernesto Báez, viste ropa de civil y parece un diplomático en ejercicio. Allí se presenta como jefe político de las AUC y realiza una exposición acerca de las negociaciones con el gobierno para la eventual desmovilización de los paramilitares. No portaba armas y su figura de estadista contrastaba con la mala facha de los hombres que allí se encontraban.

El jefe paramilitar dice que está dispuesto a ayudar para calmar la guerra pues tenía una especie de salvoconducto expedido por parte del gobierno con el que puede movilizarse fuera de Santa Fe de Ralito. Báez habla todo el tiempo de la necesidad de alcanzar la paz entre los narcotraficantes y expone las consecuencias de lo que significa estar en ella. Pone como ejemplo a su grupo, que ahora avanza hacia la paz y él está decidido a contribuir en lograrla.

Cano interviene y propone un inmediato cese al fuego. Pero Montoya se opone y El Hombre de la Camisa Roja agrega que continuará la ofensiva contra Varela hasta el momento en que las partes firmen un documento que garantice las buenas intenciones de los bandos.

Montoya habla duro pues sabe que tiene la sartén por el mango. Se cree ganador de la guerra porque ha logrado eliminar importantes hombres de Varela y no está dispuesto a exponer su buena reputación por una causa que no llegue a ninguna parte. Pero el capo no es intransigente del todo y pide una segunda reunión, esta vez en el campamento madre de Ralito.

La respuesta llega a los pocos días y el capo comisiona a Carmelo como embajador de tan peligrosa misión. Carmelo llega a la zona y pasa sin problema los primeros controles de la Fuerza Pública luego de explicar que se dirige a la finca de la congresista Eleonora Pineda, quien de tiempo atrás tiene buenas relaciones con las AUC.

Luego de los controles oficiales llegan los retenes de los paramilitares. Es un lugar impenetrable pues cada comandante tiene su propio cuerpo de seguridad que se desplaza a su antojo por carreteras y montañas.

En la zona, cada jefe paramilitar construyó su vivienda, con mucho lujo de por medio. La de Báez tiene un enorme y hermoso kiosko donde se reúnen para realizar todo tipo de actividades, especialmente de esparcimiento. El sitio es conocido como la universidad pues allí se desarrollan los denominados laboratorios de paz entre el grupo ilegal y los enviados del gobierno con el propósito de promover y afianzar el proceso de desmovilización que se cumpliría por todo el país.

Los paramilitares reciben cordialmente a Carmelo y lo conducen a una enorme mansión, propiedad de uno de los comandantes. Se trata de Víctor Manuel Mejía Múnera, El Mellizo o Pablo Arauca, bautizado así porque desde mucho antes controla el departamento de Arauca, con influencia en la frontera con Venezuela.

Luego de varias horas de conversación, Carmelo se traslada a las fincas de Macaco, Don Berna y Francisco Javier Zuluaga, Gordo lindo, quien tiene instalado un marcapasos y se queja de constantes dolores en el pecho.

Después de hablar con cada uno de los jefes paramilitares, Carmelo se reúne en las afueras del pueblo con Ramiro Cuco Vanoy, y más tarde con un misterioso hombre que se esconde en Ralito, buscado por las autoridades y sobre quien pesa un pedido de extradición de Estados Unidos: Juan Carlos Sierra, el Tuso. También conversa con Rodrigo Pérez Alzate, Julián Bolívar. En fin, se trataba de la plana mayor de las AUC, que estaba dispuesta a contribuir para el cese de la guerra entre Montoya y Varela.

Sin embargo, Carmelo no pudo reunirse con los máximos comandantes, Salvatore Mancuso y Rodrigo Tovar Pupo, Jorge 40, quienes habían sido acusados por Macaco de ser delatores de la DEA, lo que produjo una profunda fisura en la organización paramilitar.

El enfrentamiento entre los tres líderes de las AUC era inocultable porque Mancuso y Jorge 40 decían que Macaco era un narcotraficante pura sangre que nada tenía que ver con el paramilitarismo. Pero Macaco, que en ese momento ostentaba un poderío militar indiscutible en la zona, prefirió mantener prudente distancia para evitar una confrontación, máxime en momentos en que debían proyectar la unión entre los miembros de las AUC en sus conversaciones con el gobierno.

Para Carmelo, que entra y sale de la zona y es visto por muchas personas, es arriesgado obstinarse en dialogar con Mancuso y con Jorge 40 porque su presencia allí podría ser considerada como una afrenta por quienes saben de su cercanía con Macaco.

Lo cierto fue que casi todos los comandantes mostraron su genuino interés en la paz entre Montoya y Varela, y así detener el baño de sangre. Pero Cuco Vanoy y Pablo Arauca se opusieron, en parte porque estaban concentrados en arreglar algunos problemas personales y de negocios con Montoya y Varela.

Aún así, Carmelo tenía claro que debía caminar con pies de plomo en Ralito y en otras zonas a donde tenía que desplazarse para buscar más aliados en el eventual proceso de paz entre los dos capos del narcotráfico.

Medellín es el siguiente destino. Y como se trata de una ciudad controlada por el paramilitarismo, debe actuar con mayor cautela porque su seguridad corre por su cuenta. Sabe que puede ser víctima de un atentado por parte de cualquier bando y que un eventual asesinato podría ser presentado como un intento de atraco.

Carmelo tiene claro que su misión es de alta importancia, no sólo porque sus gestiones pueden desembocar en un real cese de hostilidades sino porque está cansado de tantos asesinatos y masacres. Además siente que sus buenos oficios como embajador no son bien vistos por un sector del narcotráfico.

Aún así no cede en su tarea y decide viajar a Córdoba a reunirse con Vicente Castaño, con la intención de entregarle un completo informe de sus charlas con los jefes paramilitares en Ralito. Luego de atravesar el río Sinú en un ferry, llega a la finca Las Tangas, una extensa propiedad de 20.000 hectáreas de los hermanos Castaño y amurallada por árboles de teca, una nueva excentricidad de los paramilitares que importaron el árbol, hasta ahora plantado únicamente en Birmania, Tailandia y la India.

La idea de los jefes paramilitares era protegerse bajo sus enormes frondas, que alcanzaban hasta 40 metros de altura y metro y medio de diámetro. Era moda ahora entre los paramilitares construir sus viviendas en esta rica madera y guarecerse tras su impenetrable naturaleza.

Al lado de Las Tangas Carlos Castaño tiene otra finca, La 10, que no se queda atrás en extensión y belleza. Este jefe paramilitar se confesaba amante de la ecología y a lo largo de los años había logrado levantar un cultivo de teca que valía varios millones de dólares.

Dentro de la casa principal de la hacienda Las Tangas estaba prohibido portar armas porque Vicente Castaño sostenía que implicaba un grave peligro para su mujer y su hijo. En este ambiente, Castaño recibe a Carmelo y luego de escuchar sus detallados informes da la orden de que lo atiendan como a un huésped de honor.

Al día siguiente, cuando Carmelo se levanta, Castaño ya lo espera en el comedor. Lo lleva al exterior de la finca para mostrarle sus cultivos y le habla de un proyecto de combatir el hambre si se le adjudica media hectárea de tierra a cada familia campesina. Todo un discurso que Carmelo escucha con algo de incredulidad, pues sabe que los campesinos no son bobos y tienen claro que los Castaño, por el contrario, se están apropiando de grandes extensiones en diferentes lugares del país.

—Dígale a Diego que esta guerra cuesta mucho dinero y que yo todavía recibo donaciones —le dice Castaño a Carmelo, al resumir la charla de varias horas.

Carmelo regresa al Valle, le hace un relato a Montoya de su conversación con Castaño. Pero el capo hace caso omiso de la recomendación y en las siguientes tres semanas envía a Carmelo en cuatro ocasiones a hablar con Castaño, quien nunca recibe dinero de Montoya.

Meses después la guerra parece detenida pero en el cañón del río Garrapatas, el escondite preferido de Montoya, todavía se escuchan disparos.