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Si Varela da papaya…

 

 

 

El Mono está solicitado en extradición y su nombre y fotografía sale en los noticieros como uno de los nueve hombres más buscados del país por cuya cabeza ofrecen una jugosa recompensa. Nadie sabe de su paradero, pues la primera norma establecida en el narcomundo es no avisar en la familia cuando es necesario esconderse porque es allí justamente donde las autoridades buscan a los prófugos y donde generalmente caen. Él sólo se comunicaba cuando había alguna emergencia, como la enfermedad de su padre, a quien le hacía llegar algo de dinero.

Diego Montoya le dice a Carmelo que se aliste porque habrá una nueva reunión en Ralito y este le dice que interceda por su hermano porque al parecer ha sido ubicado por Varela, quien según él le tiene un ojo encima. El capo sube el tono de la voz y responde que no intercederá por El Mono, ya que a él no le interesa alguien que jamás lo ayudó ni hizo nada por contribuir a su causa contra Varela.

Carmelo, herido devuelve el veneno y le replica a Montoya con el argumento de que él era la cuota del hermano.

—Este pechito, patrón, ni más ni menos, es el que le ha colaborado todo este tiempo, sin sueldo y con mucho riesgo —dice Carmelo en tono desafiante al tiempo que se golpea el pecho y mira a los ojos al capo.

Una vez planean los términos del siguiente encuentro con los paramilitares donde al parecer sería firmada una paz transitoria con Varela, Carmelo acude como emisario de Montoya acompañado por Camisa. Pero en el fondo, Carmelo lleva como único propósito pedir por su hermano. Mientras se inician las reuniones, se acerca una persona y le pregunta por la muerte de Mamoncillo: Carmelo confirma el hecho y su interlocutor responde que se alegra, y mucho porque él le había matado un amigo muy querido.

La pregunta por la muerte de alguien es una historia repetida porque todos deben algo y, como aves de rapiña, cada uno aguarda la muerte del otro para alegrarse, o simplemente para participar. En eso no hay diferencia, todos son cuervos al acecho de las víctimas.

Entre tanto, Camisa ya se había comunicado con el hombre que los emisarios de Varela pedían en trueque para avanzar en las negociaciones. Contrario a lo que Camisa pensaba, su colaborador le dice que no frene los acuerdos, que lo entregue y que él verá si son capaces de matarlo.

Esta nueva reunión se realiza en una finca identificada como Hello Kitty, a la que arribaron con las mismas normas de seguridad que en la anterior. El día transcurre sin novedad y sólo a las 5 de la tarde llega Combatiente, a bordo de un potente jeep.

Antes de abordar cualquier otro tema, el objetivo de la reunión se centra en el tema importante para Carmelo: el de su hermano. Pero su inquietud en torno a que Varela pretenda hacerle un atentado queda disipada rápidamente, pues los representantes del capo están de acuerdo en que El Mono nunca apoyó o estuvo al lado de Montoya y por esa razón no aparecía en la lista de sus objetivos.

Respecto de Juan Carlos, el hermano extraditado de Montoya, le dicen a Carmelo que tienen claro que no ha delatado a nadie. Hablan de las tácticas sucias de la DEA, que les vende a los presos ciertas cantidades de droga incautada para que ellos la entreguen y la Fiscalía crea que en realidad están colaborando con la justicia. De esta manera logran la disminución de una parte de la pena y con ello la DEA les hacer sentir a los jueces que los narcos les están entregando a Estados Unidos el fruto de sus operaciones clandestinas.

Esta maniobra quedaría al descubierto, lo mismo que la existencia de un hábil intermediario entre las agencias estadounidenses y las mafias colombianas, que no hizo otra cosa que estafar a numerosos narcotraficantes colombianos ávidos de impunidad o por lo menos ansiosos de pagar penas menores.

La reunión continúa y los dos emisarios extienden mapas sobre la mesa para hablar de los territorios en disputa. Unos piden que los otros despejen la Cordillera Central y los otros que evacúen, la Cordillera Occidental. Pero Macaco, que acaba de llegar, se da cuenta de que las posiciones son irreconciliables y les dice que como no se van a poner de acuerdo nunca, el va a hacer una propuesta: la carretera del Dovio hacia la derecha sería de Montoya y hacia la izquierda, de Varela. Acto seguido distribuye el norte del Valle y casi todos los departamentos del país. A nombre de los paramilitares, Macaco se cree dueño absoluto de la tierra.

Pero el mayor inconveniente aparece cuando llegan a una región en la que por coincidencia habitan varias familias de los capos enfrentados. No obstante, al cabo de una larga discusión acuerdan que los parientes son intocables, salvo que se inmiscuyan en la guerra o sean detectados colaborando con las autoridades.

Finalmente, llegan al tema relacionado con los colaboradores de Montoya que exige Varela, como Piña, Petete y El Chulo. Para el otro bando es un asunto de honor porque esos tres sicarios trabajaron para Varela y luego se cambiaron de lado, con lo que sellaron su sentencia de muerte. En este punto, Carmelo se levanta de la mesa y en tono fuerte dice que ni por el putas entregarán a su gente a una muerte segura.

Justo cuando Carmelo termina de exponer las razones por las cuales no entregará a nadie del grupo de Montoya, se produce un apagón de luz que desata el pánico porque los escoltas de los dos bandos sacan todo su armamento y se repliegan en actitud defensiva. Treinta eternos segundos demora en encenderse la planta eléctrica y cuando llega la luz todos se dan cuenta de que Carmelo apunta con su arma a la cabeza de Macaco. Se trataba de un plan previamente maquinado con Camisa y según el cual si había algún incidente, cada uno se encargaría de un jefe del otro bando. Macaco se sorprende al verse encañonado, pero Carmelo aclara inmediatamente que lo único que había hecho era estar prevenido ante un inminente peligro.

Para calmar los nervios proponen comer un delicioso sancocho ya preparado y listo para servir. Cuando están sentados a la mesa, repentinamente Camisa dice que está cansado de tanta muerte y se muestra dispuesto a entregar a sus hombres —en particular a Niño, quien asesinó a un familiar de Varela—, si con ello se garantiza el cese al fuego.

Camisa aclara que no conoce el paradero inmediato de uno de sus hombres pedido por Varela, descarta entregar a otros dos y propone eliminar él mismo a Niño. La propuesta de Camisa es aceptada sin discusión por Macaco y Combatiente por el lado de Varela.

La cumbre entra en un franco ambiente de distensión y entonces los emisarios de Varela ofrecen devolverle a Montoya algunas de las propiedades que le arrebataron a Pispis y que todos saben que le pertenecen al capo. Meneses, el hombre que siempre acompaña a Combatiente, levanta el teléfono y ordena la entrega de los inmuebles y fincas incluidos en un listado. Con este gesto queda formalizada la intención de los dos capos de fumar la pipa de la paz.

En la agenda de la reunión sólo falta por abordar un tema espinoso: la persecución a Montoya por parte de autoridades manipuladas por Varela. Macaco y Combatiente prometen moverse a alto nivel y lo cierto es que después de sellada la paz, por alguna razón o casualidad, efectivamente el acoso cesó de manera importante.

Al cabo de cinco horas de intensas negociaciones, Carmelo, Camisa, Combatiente y Juan Carlos Meneses Quintero —amigo de Ramón Quintero— redactan un extenso documento en el que declaran ante la opinión pública la suspensión de todas las hostilidades entre los dos poderosos enemigos, Diego Montoya y Wilber Varela.

La firma de la declaración da paso a una celebración con numerosas mujeres que llegan al lugar. Desde cuando se pusieron de moda las cirugías plásticas, casi todas las mujeres se parecen, hasta en el tono de la piel que consiguen en largas sesiones de rayos ultravioleta en pequeños lugares donde las máquinas producen bronceado de playa. La nariz de casi todas es respingada y sus nalgas y senos han sido aumentados y dan una sensación de uniformidad, a veces grotesca, pero que los matones disfrutan en demasía.

En medio de la celebración del tratado con las 40 prostitutas y varios grupos vallenatos distribuidos en la espaciosa finca, Combatiente entra al baño y sale en mal estado, por lo que tienen que llamar a un médico que conoce sus dolencias. Ordena aplicarle suero, pero ninguno de los ayudantes de Combatiente es capaz y todos revolotean angustiados sin saber qué hacer. Finalmente, Carmelo levanta la mano y dice que él lo hace.

La escena no deja de ser comentada con sorna por algunos asistentes, que ven con simpatía que hace poco tiempo Carmelo buscaba a Comba para matarlo y ahora, por cuenta de los vientos de paz, no tiene problema en asistirlo. Las vueltas que da la vida, dicen, pero cada uno sabe por dentro que la desconfianza es mutua.

De todas maneras, Carmelo cumplió su encargo de médico repentino sin mayor disgusto porque entre otras cosas su enemigo le parecía bien educado, hábil con la palabra y respetuoso cuando se requería. Se sentía un poco asombrado al tenerlo cara a cara en esas circunstancias, pero cumplió con su deber humanitario sin protestar.

Una vez termina de aplicarle el suero a Combatiente, Carmelo sale a buscar a Camisa, pero como no lo ve, se aloja en una habitación para descansar con un ojo abierto, pues no puede pasar por alto que está rodeado de enemigos. Horas más tarde es despertado por una balacera que lo obliga a vestirse apuntando con el arma a la puerta. Luego comprueba que se trata de algunos borrachos que dispararon al aire.

En la mañana llega el helicóptero y ya de regreso, Carmelo, como siempre amiguero, habla animadamente con el piloto. El aviador, confiado, le revela que esa mañana, antes de recoger a Carmelo, llevó a un individuo a un sitio determinado, pero casi se accidentan contra una montaña por un viento inesperado. Carmelo entiende de inmediato que el piloto se refiere a Combatiente y por su descripción cree haber descubierto la zona donde se mueve. El piloto los traslada a su territorio, donde al día siguiente le rinde cuentas a Montoya, que de inmediato se muestra muy inconforme con las negociaciones y sobre todo con la repartición de tierras.

Los acusa a él y a Camisa de haber negociado mal y sin su consentimiento, pero Carmelo se sale de casillas y le reclama diez millones de dólares que le adeuda de gastos y salarios atrasados, y le dice en tono altanero que eche abajo el acuerdo y se siga matando con Varela porque a él eso no le importa. Montoya reflexiona un poco y luego dice que acepta el pacto firmado en Ralito, pero aclara que de ninguna manera bajará la guardia y que por el contrario reorganizará sus rutas para fortalecer sus arcas de cara a la guerra, que según él seguirá.

—Eso sí, si Varela da papaya, tenemos que matarlo sin contemplaciones —resume el capo frente a sus colaboradores.

Camisa también le rinde un informe a Montoya y le dice que en efecto él decidirá sobre la vida de sus hombres. Pero en secreto ya le había informado a uno de ellos sobre los planes para matarlo y le pide que huya del país. Desde algún lugar en el territorio mexicano el hombre hoy todavía agradece el buen gesto de su jefe, porque después de tanto tiempo no lo han alcanzado los largos brazos de los asesinos, ni de las autoridades. No corrió con la misma suerte Niño, el hombre que asesinó al familiar de Varela y a quien Camisa se comprometió a entregar a cambio de la paz. Al día siguiente de culminar las negociaciones fue sorprendido en la casa de una novia y asesinado sin miramientos.

Montoya también le dice a Camisa que no está satisfecho con los acuerdos, pero recibe la misma respuesta que le dio Carmelo, sólo que menos airada.

—Dónde están los 100 millones que ofreció, patrón. Los que dijo que daría cuando comenzamos la guerra y hasta ahora no he visto por ningún lado. Hemos hecho una guerra con las uñas y nos hemos sostenido a punta de buena voluntad. Sáquelos y yo le traigo 500 hombres para continuar la guerra —rumió Camisa.

Con estas respuestas, Carmelo y Camisa ya saben que el capo se queda sin argumentos para continuar la discusión.